Y no lo reconocieron...

 Por Valmore Muñoz Arteaga


Por último, estando a la mesa los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado



La resurrección de Nuestro Señor Jesucristo es el momento crucial de toda la historia del Cristianismo. San Pablo, en su primera Carta a los Corintios afirma que “si Cristo no ha resucitado, vana es entonces nuestra predicación, y vana también vuestra fe” (1 Cor 15,14). La trascendencia de este acontecimiento compromete seriamente nuestra fe, ya que se opone de manera radical a todo lo que el ciclo de la vida de la que nos hablan constantemente en la escuela. La resurrección rompe de raíz con toda lógica humana. Muy a pesar de que en nuestra profesión de fe repetimos una y otra vez que creemos en ella, pues creemos en que Cristo así lo hizo, en el fondo, nos resulta perturbadora la idea en cuanto a que, como hemos dicho, rompe con todo principio racional y nos lanza desnudos ante la consistencia real de nuestra fe: creemos sin creer. El tiempo ha pasado y nos hemos alejado de manera profunda de toda apertura a las experiencias místicas, nuestra sensibilidad se ha hecho pedazos, nuestra cultura y mentalidad contemporáneas no dan crédito a estas expresiones fundamentales debido a nuestra debilidad ontológica, así lo definió Gianni Vattimo, ya que ciertos aspectos de nuestra fe como, por ejemplo, la resurrección, causan desconcierto, asombro y, finalmente, duda.

            En otro sentido, también lo afirmaba Karl Rahner cuando decía que la revelación divina tiene para con el hombre exigencias inagotables. “Entre otras cosas se observa esto en el hecho de que ciertas verdades de la revelación están en constante peligro de perder su «existencialidad» en la práctica de la vida cotidiana del hombre”. Además, agrega que no solo se trata de que la resurrección se trate de un hecho racionalmente improbable, sino que muchos creyentes se acercan a él de manera «interesada», “algo así como cuando se compra una cosa porque sin ella no se podría comprar otra. Se entera uno de dicha verdad y se relega luego (naturalmente, no de manera refleja, sino instintiva) a un rincón, al margen del pensar y del vivir”. La resurrección se ha vuelto tan solo una palabra a la que recurrir, tan solo una línea del Credo que repetimos sin darnos cuenta, sin comprender, sin penetrar en ella.

            Sin embargo, para nuestro consuelo –de tontos, sin duda, pero consuelo al fin– no hemos sido los únicos. El Nuevo Testamento nos cuenta cómo sus propios discípulos dudaron, sus ojos no dieron crédito ante la magnitud de lo que tenían frente a sí. A pesar de todo lo que habían visto con sus propios ojos, a pesar de que Cristo lo había anunciado, a pesar de haber sido testigos de primera fila del milagro en Lázaro: dudaron. La primera en ser testigo de la resurrección fue María Magdalena. El Evangelio Según San Juan nos dice que confunde a Cristo con el encargado del huerto: “Estaba María junto al sepulcro fuera llorando. Y mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, y ve dos ángeles de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. Dícenle ellos: «Mujer, ¿por qué lloras?» Ella les respondió: «Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto.» Dicho esto, se volvió y vio a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dice Jesús: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?» Ella, pensando que era el encargado del huerto, le dice: «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré.»” (Jn 20,11-15). La segunda aparición es la de los discípulos de Emaús que confunden a Cristo con un peregrino: “Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado. Y sucedió que, mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos; pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran”. (Lc 24, 13-16). La tercera aparición de ese Domingo de Resurrección fue a los discípulos en el aposento alto: “Por último, estando a la mesa los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado” (Mc 16,14). Como vemos, Jesucristo no es reconocido y no es por causa suya, sino por, como él mismo lo apunta: dureza de corazón.

            El libro de Proverbios dice que “Bienaventurado el hombre que siempre teme a Dios; mas el que endurece su corazón caerá en el mal” (20,14). ¿Qué significa esto? La dureza de corazón nos clausura, nos cierra, nos taponea el corazón de manera que este no pueda producir cosas positivas ni para su prójimo, ni mucho menos para Dios, pues si no puedes ser sensible ante la necesidad humana que vez, ¿Cómo se podrá ser sensible a la Naturaleza Divina que no se ve? La dureza de corazón reduce la fe, aquella fe que nos ayuda a seguir creyendo que todo es posible, la dureza mata la fe porque está completamente cerrado a todo lo que tenga que ver con la vida espiritual. San Juan Pablo II en la audiencia general del 17 de septiembre de 1986 dice sobre ella que “San Pablo concibe esta «dureza de corazón» principalmente como debilidad moral, es más, como una especie de incapacidad para hacer el bien. Estas son sus palabras: «... pero yo soy carnal, vendido por esclavo al pecado. Porque no sé lo que hago; pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago» (Rom 7, 14-15). «Porque el querer el bien está en mí, pero hacerlo no... " (Rom 7, 18). "Queriendo hacer el bien, es el mal el que se me apega» (Rom 7, 21). Palabras que, como se ha señalado muchas veces, presentan una interesante analogía con aquellas del poeta pagano: «Video meliora proboque, deteriora sequor» (cf. Ovidio, Metamorph. 7, 20)”.

            La dureza de corazón obstruye de manera evidente la manifestación en cada hombre de los dones del Espíritu Santo que nos permiten discernir con sabiduría, entendimiento, consejo, ciencia, piedad, fortaleza y temor de Dios todas las manifestaciones de la realidad que nos circundan y que, muchas veces, se escapan del limitado entendimiento humano. Muchas veces es producto del miedo que abre las compuertas a la desesperanza, a la idea de que todo ha perdido sentido y no vale la pena luchar, seguir intentándolo. El hombre se transforma en un ser oscuro que habita un mundo oscuro frente a un futuro sombrío, lleno de tinieblas y vacíos. Por eso, San Pablo nos recuerda: “Hermanos, no queremos que estéis en la ignorancia respecto de los muertos, para que no os entristezcáis como los demás, que no tienen esperanza”, es decir, nos dice, siguiendo a Jesucristo, que no sintamos aflicción alguna como los hombres sin esperanza. A aquellos discípulos se les cerró el corazón, pues habían perdido la esperanza. La verdad que ellos seguían, según sus criterios, había quedado entre agonías en la cruz, es decir, había fracasado y no quedaba otra alternativa más que volver a la vida gris que tenían, por eso buscan encerrarse para esconderse como hiciera Adán o volver a su pueblo de origen como los de Emaús.

            La desesperanza mata al hombre, lo transforma en un muerto que camina y que no se da cuenta, no logra comprender, pues no puede ver, la vida que camina siempre a su lado hasta el final de los tiempos. Caemos en la oscuridad de la muerte. El motivo de la oscuridad de la muerte lo indica la Biblia ya en los relatos de los orígenes. Tras el pecado, escribe Walter Kasper, los seres humanos se esconden de Dios. “Tienen miedo de él (cf. Gn 3,8s), no soportan la mirada divina. Sus ojos están velados y trastocados, con demasiada frecuencia obcecados, y su corazón está empedernido. Se han alienado de la fuente primordial de sus vidas y, por consiguiente, de sí mismos. No pueden entenderse ya a sí mismos ni su propio destino. Están afectados por una melancolía y una pesantez que tira de ellos hacia abajo, en lugar de hacia arriba. Sacados del polvo, han de volver al polvo (cf. Gn 3,19). La muerte se delinea reiteradamente ya en muchos fenómenos de esta vida, en especial en la enfermedad. El Nuevo Testamento lo dice sin rodeos: la muerte es salario del pecado (cf. Rom 5,12; 6,23). Es expresión de una alienación interna de Dios, que es la vida y quiere la vida”. El hombre cuando pierde la esperanza, pierde el sentido de la vida, se distrae de su capacidad de Dios, se hunde en su propia realidad y no puede ver más allá. Queda incapacitado para ver, es decir, morimos.

            La invitación que se nos es, justamente, abrir nuestro corazón. Dejar que la Palabra apaciente todo dolor dejando que el amor nos colme y podamos recuperar la experiencia de la resurrección. Si hemos perdido la orientación por los ruidos, los gritos, el escándalo sin sentido de la vida que nos envuelve, pues, como nos pedía Juan Pablo II, abramos las puertas a Cristo sin miedo. Cristo resucitado nos muestra que nuestra grandeza, muchas veces, está ligada a nuestro sufrimiento y al sufrimiento del otro. Y esto también es válido para la sociedad, así lo asegura Benedicto XVI: “una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana”. Miremos a Cristo sin miedo. Cristo vencedor de la muerte y resucitemos con él a esta muerte que vivimos a la que nos ha condenado la desesperanza, la indiferencia, nuestra dureza de corazón. Vamos a pedir hoy un corazón nuevo, un corazón según el corazón de Jesús, que nos abra a la posibilidad de reconocerlo en el que está a nuestro lado, en los más pequeños, en los humildes, en los pobres, en los que sufren, quizás producto de nosotros mismos. Miremos a Cristo sin miedo, vamos a permitirnos resucitar con Él hoy. Jesucristo nos hace nuevos, nos libera como liberó a Barrabás, quitándonos de nuestra vida el enojo, la ira, la maldad, los insultos y las banalidades. Para acercarnos a una vida plena de compasión, bondad, humildad, gentileza y paciencia. Permitamos que su palabra, su mensaje viva plenamente en nosotros, abriéndonos los ojos y quebrando la voz de este mundo. “En esta nueva vida ya no importa si usted es judío o no, circuncidado o no, culto o ignorante, esclavo o libre. Cristo está en usted y Él es lo único que importa” (Col. 3,11). Jesucristo ha resucitado… En verdad resucitó. Paz y Bien.


Comentarios