La Crisis de Caridad
Por Mario Briceño-Iragorry
Querido José Nucete-Sardi: En nuestra
última charla acerca del significado educativo del mito de Alonso Andrea de
Ledesma llegamos hasta enunciar el estado de crisis en que se encuentra hoy día
la misma caridad. Fue éste el tema que esperamos tratara exhaustivamente en su
primera conferencia José Antonio Aguirre, cuando su reciente estada en nuestra
capital. Todo el dolor y toda la sinrazón de la guerra la hace arrancar el
ilustre Presidente vasco de la falta de caridad entre los hombres. Falta de
caridad. Es decir, falta de amor. Falta de amistad, que es la expresión, en
función social, del afecto humano.
Hay en realidad una crisis alarmante de
caridad. Negarlo sería tanto como negar la luz solar. Pero la vemos y reímos de
ella. Nuestra misma carencia de conceptos generales hace que muchos tengan de
la caridad una imagen usurera de monedas que caen sobre manos suplicantes.
Conocí un caballero— ¡cuántos de sus iguales habrás conocido tú! — que, aún
dándose el lujo de poseer un cementerio privado para aquellas personas a
quienes solía precipitar la despedida de este pícaro mundo, era calificado
comúnmente como hombre de “gran caridad”, en gracia a la costumbre de
distribuir, con su mucho de ostentación interesada, exiguos dineros entre
familias pobres del poblado. La caridad no ha pasado de eso: repartir algo de
lo que sobra de la mesa opulenta, así en ella se haya sacrificado una fortuna
que bien pudiera hacer la dicha de un barrio y así se haya olvidado para
amasarla el dolor de los hombres que, con su trabajo, ayudaron a quienes la
gozan sin medida ¡Y que hablen los puentes de Caracas!
Pero no se trata de la crisis de esta
caridad dadivosa y fungible, no se trata de lo que duela a los tenedores del
dinero ponerlo en manos de los hombres hambrientos y necesitados. Porque
tampoco es caridad esa profesión elegante de regalar, en busca de aplausos y de
fama, abrigos por Navidad a niños cuyos padres han sufrido trescientos días de
abandono e indiferencia de aquellos que están encargados de distribuir los
beneficios sociales. Caridad es otra cosa. Caridad es algo más que fundar
“sopas” para ganar concepto de gente desprendida y filantrópica. Caridad es
algo más que ese salvoconducto que, a costa de cortos dineros, procuran lucir
ante la sociedad pacata quienes se sienten responsables por actos tenebrosos.
Caridad es nada menos que lo contrario del odio. Caridad es amor. Caridad es
Cristo frente a Barrabás. La caridad es Dios mismo en función social. La
caridad es ese amor que mueve, según Dante, “il sol e l’altre stelle”. Pozo de
alegría permanente. Expresión de la Divinidad que gobierna el universo. Ella
barre toda tristeza. El soplo suyo es para tornar risueños los rostros de
aquellos “ángeles tristes” con quienes dice haber hablado Swedemborg. ¡Amor de
caridad!
Para los que creemos en el espíritu, ella
es fuerza que anima y enrumba la marcha de la sociedad. Es la virtud
antimarxista por excelencia. Es el solo aglutinante social que puede evitar la
crisis definitiva de la civilización. No se puede negar, sin craso yerro, que
el único muro capaz de detener los aires embravecidos de la catástrofe social
sea la caridad, por la simplísima razón de deberse a su ausencia de los
presupuestos sociales la copia de injusticias que engendran y justifican el
odio de los desafortunados, donde toman aliento los huracanes que hacen crujir
los pilares de la sociedad.
Virtud antimarxista que no ejercitan ni
piensan ejercitar los profesionales del antimarxismo. En apariencia una paradoja.
Pero hay que ver cómo una gran mayoría de quienes atacan las fórmulas de Marx
son esencialmente marxistas equivocados. Ignoran el espíritu como fuerza de
creación social y profesan, en cambio, el odio como elemento constructivo.
Profesan el odio, así como lo escribo, porque no otra fuerza puede moverlos a
servir al orden permanente de la injusticia. Y la injusticia es violencia
contra la caridad. Su odio se distingue del odio que anima las revoluciones en
que es mudo, reflexivo, de meditado cálculo, frío como el carcelero que remacha
los grilletes, mientras el otro es odio de reacción contra el dolor, odio que
grita contra la injusticia, odio de la calle. El uno tiene prudencia y lustre,
el otro tiene sudor y angustia. Pero ambos son odio.
Quien ama, en cambio, ve en el hombre a su
igual, y como a igual lo trata y como a igual le sirve y le protege. Nuestros
profesionales del antimarxismo no ven la esencia, no juzgan el balance moral de
las doctrinas: poco les importaría la dialéctica materialista si ésta no
desembocara, como expresión económica, en fórmulas contra el sistema
capitalista que les favorece ¡Allá los problemas del espíritu! Defienden sólo
lo de fuera. Protegen la estructura que les garantiza el disfrute impune de los
goces del mundo. Y, como son de una impudicicia sin medida, pretenden atacar,
aún con las peores de las armas reservadas para las oscuras asechanzas, a
quienes piden, desde la más honesta de las posiciones sociales, que el orden
económico se acerque a los reclamos de la caridad. Es decir, a los reclamos de
un sistema fundado en el amor y en la comprensión de los hombres. No en la
caridad de las piltrafas. No en la caridad de repartir lo que sobre. Sistemas
falsos que sirven a rebajar la propia dignidad de los hombres que reciben los
mendrugos. Es caridad de comprensión. Caridad de entregar lo que abunda a
quienes lo necesitan. Caridad que escucha aquel consejo sapientísimo de Santo
Tomás, según el cual no debemos gozar las cosas exteriores sólo ut proprias,
sed ut comunes. Caridad de vernos en el espíritu de los demás. Caridad que
ilumine los caminos de los hombres. Amor activo que Robert Browing expresó con
tanta propiedad en sus versos de Pascua y Navidad, al decir que mayor sentido
de divinidad existirá en el gusano vil que ama su terrón, que en un Dios sin
amor entre sus mundos.
Sí, mayor divinidad, mayor sentido de
plenitud espiritual existe entre quienes comparten su pan y su palabra
insuficientes, que entre los sordos caballeros de añejo lustre mas de sobrada
prosa que, pudiendo servir a manos llenas, regatean y acaparan la justicia y el
consejo. Porque la caridad es sentido de solidaridad y afán de distribuir.
Distribuir ora cosas materiales, ora palabras útiles. Porque son monedas las
palabras cuando se las ha puesto sentido creador. Cuando marcan rumbos. Cuando
no destruyen. Y sobre todo, caridad es respetar el fuero de la personalidad
vecina.
Acabo de tropezar con una maestra de
escuela, de profunda religiosidad y de empeño indesviable por la salvación de
las almas. Ha hecho un “cepillo” para reunir entre sus alumnos fondos
destinados a proteger las misiones entre infieles. Creo que se trata de
sostener un colegio en China. Los niños se desviven por lograr monedas para tan
piadosa empresa. Y, sin embargo, he escuchado a esta caritativa redentora de
almas lejanas cuando llenaba de improperios, capaces de crear el más
irreductible de los complejos, a un alumno retardado a quien se dificultaba la
comprensión de un problema de aritmética. Y por ahí anda la caridad en crisis.
Se busca el gesto que atraiga la admiración irreflexiva y se olvida el deber
cercano. Porque la caridad comienza por cumplir lo menudo, lo casi invisible de
la vida cuotidiana. Ella, como nexo que une a los individuos, es a la sociedad
lo que las carga eléctricas a los electrones que integran la estructura
infinitesimal de la materia. Sin caridad no hay cohesión Sin caridad prospera la guerra. Justamente es
ella lo que Marx olvidó para animar el comunismo que al final de la lucha de
clases reprimiría la violencia. Es la “dificultad” cuyo remedio Laski apunta
como no señalado por el fundador.
Crisis de la caridad es tanto como crisis
del espíritu social. Como crisis de nuestra propia cultura cristiana. A causa
de ella se abren ancho cauce los sistemas que propugnan la reforma violenta del
mundo como un mero problema económico. Ella, la caridad, ha faltado del orden
presente, del mundo materialista, epicúreo y lleno de egoísmo que pretenden
defender, con principios sin contenido, los marxistas equivocados. Ellos
pudieran enterrarse por sí mismos, y nos tendría sin cuidado; ellos podrían ir
al suicidio de su sistema y de su clase, y nos vendría hasta bien; mas lo
trágico del caso es que ellos se empeñan en arrastramos en su fracaso. Aspiran
a que sacrifiquemos el porvenir de la cultura en aras de sus intereses caducos.
Quieren que el espíritu preste sus fórmulas para defender sus instintos, Buscan
de dar apariencia cristiana a un orden sin caridad que es la negación del
cristianismo. Y la crisis llega al punto de lograr que se abran sacristías
fáciles donde consiguen imágenes del Crucificado con que fingir intenciones
sobre las puertas de sus tiendas farisaicas. Y Cristo, el Cristo de la Caridad
inacabable, sube un nuevo calvario para proteger a estos marxistas equivocados.
Y de ahí las alianzas y contra-alianzas que hacen aparecer a predicadores de la
caridad como cómplices del crimen. De ahí que la misma guerra luzca tintes de
cruzada y que el pueblo confundido rompa los Crucificados al desbaratar las
tiendas que se ponen bajo su guarda.
Y hay crisis de caridad porque hay crisis
de espiritualidad. Todo se valora sobre las mesas de los prestamistas. No
tienen curso sino los papeles susceptibles de redescuento. Toda una cultura
fundamentada en el hecho económico. Cultura cuyo espaldarazo se recibe en los
bancos y en las bolsas comerciales. Cultura de éxitos grabados en las letras de
cambio. Cultura de diagnosis materialista que se empeña en ser confundida con
la cultura cristiana. Cristo no tiene nada que hacer con quienes le niegan en
el corazón, así carguen su nombre colgado de los labios.
Ledesma no hubiera quebrado una lanza por
la permanencia de estos sistemas utilitarios y egoístas. Vio en el pirata,
sobre el amenazador de la riqueza, el hereje que pudiera atentar contra la paz
y la plenitud espiritual de la cristiandad colonial. Eran profundas y por demás
agrias las disidencias entre el inglés y España. En aquel siglo de aspereza
religiosa se entendía debatir, con la finalidad económica de la piratería, un
problema de desfiguración de conciencias. Un problema de fe. Un caso moral de
vida o muerte eterna. Para Ledesma, Amias Preston era un disfraz del
Anticristo. Era lo que para todos debiera ser Adolfo Hitler. Pero cata cómo
nuestros profesionales del antimarxismo sólo miran el problema con sus
antiparras económicas, sin parar mientes en la profunda diferencia de las
culturas. Por ello, y esto sirve de causa al disimulo culpable, el orden de
caridad que anule las prédicas marxistas, ha de destruir previa y
fundamentalmente el orden viejo de la sociedad y supone, según el admirable
juicio de Maritain, que “un día la gente haya comenzado a apartarse del
presente y, en cierto sentido, a desaparecer de él”.
Sólo la caridad puede transformar el
presente y preparar la mañanera aparición de la justicia. Y en el fondo de la mañana, sobre
la llanura verde y alongada, la figura de nuestro iluminado luciría como un
símbolo de la fecundidad de la justicia y de la libertad. Su caballo es capaz,
aunque se nos haya dicho en burla, de conducir a fórmulas idóneas para atar las
manos que buscan de amasar fortunas con la escasez que nos angustia. De mí que
se rían. Ya estoy curtido para las burlas. Desde la puerta de mi casa veo, sin
embargo, el regreso de los entierros.
Que siempre tengas enjaezado tu jamelgo
para poder disponer de él con la premura con que sabían hacerlo aquellos
vigilantes caballeros que, a fin de ganar tiempo, solían pararlos, bien
arreados, en los mismos aposentos donde dormían con sus mujeres.
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