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Mostrando entradas de junio 28, 2009

Carlos Fuentes. Autor de Diana o la Cazadora Solitaria

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Escritor mexicano, nacido en Panamá y crecido en diversos países americanos, a causa de la profesión diplomática de su padre. Estudia en Suiza y Estados Unidos y se reinstala en México en 1944, ocupando cargos administrativos y diplomáticos. Ha vivido en Europa y Norteamérica, dictando cursos o representando a México. En 1955 fundó la Revista mexicana de literatura, junto con Octavio Paz y Emmanuel de Carballo. Obtuvo diversos premios: Biblioteca Breve (Barcelona, 1967), Rómulo Gallegos (Caracas, 1977), Alfonso Reyes (México, 1979), Nacional de Literatura (México, 1984) y Cervantes (Madrid, 1987). Colabora en numerosos y destacados medios de nuestra lengua. La narrativa de Fuentes se inicia en el realismo con Los días enmascarados (1954) y Las buenas conciencias (1959). Adquiere su perfil característico con La muerte de Artemio Cruz (1962), donde asimila técnicas modernas, como el monólogo interior y la alternancia de narradores, propias de la literatura norteamericana. En otros título

Diana, o la Cazadora Solitaria. Por Carlos Fuentes

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I No hay peor servidumbre que la esperanza de ser feliz. Dios nos promete un valle de lágrimas en la tierra. Pero ese sufrimiento es, al cabo, pasajero. La vida eterna es la eterna felicidad. Le respondemos, a Dios, rebeldes, insatisfechos: ¿No merecemos una parcela de eternidad en nuestro paso por el tiempo? Las mañas de Dios son peores que las de un croupier en Las Vegas. Nos promete felicidad eterna y llanto en la tierra. Nosotros nos convencemos de que conocer la vida y vivirla bien es el supremo desafío a Dios en su valle de lágrimas. Si ganamos el desafío, Dios, de todos modos, se venga de nosotros: nos niega la inmortalidad a su vera, nos condena al dolor eterno. Nos atrevemos, contra toda lógica, a darle lógica a la Divinidad. Nos decimos: No pudo ser Dios el creador de la miseria y el sufrimiento, la crueldad y la barbarie humanas. En todo caso, esto no lo creó un buen Dios, sino el Dios malo, el Dios aparente, el Dios enmascarado al cual sólo podemos vencer agotando las armas

Héctor Abad Faciolince. Autor de Asuntos de un Hidalgo Disoluto

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Héctor Abad Faciolince nació en Medellín, Colombia. Allí realizó estudios —todos inconclusos— de medicina, filosofía y periodismo. Después de ser expulsado de la Universidad Pontificia Bolivariana (por un artículo irreverente contra el Papa) viajó a Italia, donde se graduó en literatura moderna. Regresó a Colombia en 1987, pero ese mismo año, después de que los paramilitares asesinaran a su padre y de recibir amenazas contra su vida, se refugió en Italia, donde fue lector de español hasta 1992. Nuevamente en Colombia, trabajó como traductor de italiano e inició su carrera de escritor. Ha publicado tres novelas: Asunto de un hidalgo disoluto (1994), Fragmentos de amor furtivo (1998) y Basura (2000), con la que obtuvo el Primer Premio Casa de América de Narrativa Innovadora; el libro de cuentos Malos pensamientos (1991); uno de viajes, Oriente empieza en El Cairo (2001), y un libro de género incierto, Tratado de culinaria para mujeres tristes (1996). Existen traducciones en inglé

ASUNTOS DE UN HIDALGO DISOLUTO. Por Héctor Abad Faciolince

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I Donde se habla del beso de Eva, la primera mujer Vine a sab er que era rico como a los quince años, por los mismos días en que supe que los besos no se daba n tan sólo con los labios. Era una cuestión de pudor, me imagino, pues si mucho, hasta la adolescencia, yo sabía que éramos acomodados, una palabra que para mí quería decir sillones o jardín, cualquier cosa, pero no riqueza. Ambas revelaciones se las debo a la lengua de la misma persona, Eva Serrano, la hija de unos amigos de mis padres. Eva era un año mayor que yo y, como yo, hija única. Su familia era chilena, pero vivían en Colombia desde hacía un par de años. Los fines de semana, cuando iban a visitarnos al campo, mientras los adultos se sumergían en interminables partidas de canasta, Eva y yo hacíamos que nos ensillaran los caballos y salíamos a montar por los caminos de herradura que pasaban cerca de la finca. A veces llenábamos las alforjas de fiambre y nos parábamos a comer por ahí, a la orilla de una quebra

Philip Roth. Autor de El Pecho

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Escritor estadounidense representante de la "escuela judía" de la novela norteamericana. Nació en Newark (Nueva Jersey), y estudió en las universidades de Rutgers, Bucknell y Chicago. Enseñó inglés en las universidades de Chicago y de Iowa. Por su primera obra, Adiós, Colón (1959), un libro de relatos sobre la vida de los judíos en Estados Unidos, ganó en 1960 el National Book Award (Premio Nacional del Libro). El relato que da título al libro fue llevado al cine en 1969. Su primera novela, Huida (1962), relata la agonía de un joven catedrático judío que se debate entre la razón y los sentimientos. La novela Cuando ella era buena (1967) se desarrolla en un entorno ajeno a lo judío. La queja de Portnoy (1969), libro muy leído y controvertido que está escrito en forma de autobiografía, relata la vida sexual de Alexander Portnoy a través de su monólogo desde el diván de su psiquiatra. Las novelas El pecho (1972) y La gran novela americana (1974), esta última sobre el deporte del

EL PECHO. Por Philip Roth

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1 Empezó de una manera rara. Pero ¿habría podi­do empezar de otra manera, al margen de cómo empezara? Se ha dic ho, claro está, que todo cuan­to existe bajo el sol empieza de una manera rara y acaba de una manera rara, y que es raro. Una rosa perfecta es «rara», lo mismo que una rosa im­perfecta y la bella rosa de común color rosado que crece en el jardín del vecino. Conozco la perspectiva según la cual todo lo que existe pare­ce formidable y misterioso. Reflexiona sobre la eternidad, considera, si tienes valor, el olvido, y todo se transforma en un prodigio. De todos modos te diría, con toda humildad, que ciertas cosas son más prodigiosas que otras, y que yo soy una de tales cosas. Empezó de una manera rara... una comezón suave y esporádica en la ingle. Durante aquella primera semana, iba varias veces al día al lavabo contiguo a mi despacho en el edificio de la facultad de letras para bajarme los pantalones, pero al examinarme, y por minuciosa que fuese la bús­queda, no veía nada fuer