Caridad y Justicia
Por Valmore Muñoz Arteaga
En los últimos años,
por razones de tipo personal-laboral, me he visto en la obligación de meditar
una y otra vez sobre el tema de la caridad. He escrito algunas conclusiones de
ese trajinar del pensamiento. De todas ellas, muy probablemente, una se ha
instalado en mi mente y mi corazón: no puede existir caridad de espaldas a la
verdad. Pero no esa verdad caprichosa en la que me afano a creer por
conveniencia, por comodidad, porque es la que acepta el mundo o, en el peor de
los casos: aquella que yo me invento porque la verdadera me desmonta, me
desnuda dejándome como el personaje del cuento de Hans Christian Andersen, “El
traje nuevo del emperador” (1837), mejor conocido como El Rey va Desnudo, cuento que nos recuerda cuando nos referimos a
cualquier verdad obvia negada por la mayoría a pesar de la evidencia,
especialmente cuando es proclamada por el gobierno o por quien “crea” tener el
poder.
Se entiende, entonces,
que existe una verdad objetiva, que es previa y anterior a la subjetiva, o si
se prefiere, a la interpretación de esa verdad. Al existir un compromiso firme
con la verdad, entonces se buscará estar atento para que, esa apreciación, se
ajuste y respete la realidad. La realidad entra en nosotros por medio de la
interpretación. Por ello, su búsqueda requiere esfuerzo, uno muy serio que
dependerá, no solo de nuestra madurez, si no de cuanto hayan madurado en
nosotros las concepciones de justicia, bondad y bien. Por ello, concluyo que no
puede haber caridad sin verdad, ni verdad sin caridad. Ahora, ¿se cumple lo
mismo con la justicia? ¿Puede haber justicia sin caridad?
Diversos pasajes
bíblicos nos hablan de la justicia y la caridad, tanto en el Antiguo y en el Nuevo
Testamento. Aunque puede parecer una tarea relativamente simple acceder a ese
contenido, meditarlo y practicarlo en lo cotidiano de nuestras acciones a favor
de los más necesitados. Sin embargo, justicia y caridad, aunque se consideren
palabras prácticamente sinónimas, son dos conceptos distintos, y veremos a
continuación las tenues diferencias entre ambos.
Quien practica la
caridad, como dice la Escritura, no puede quedarse solo en la conmoción del corazón, es decir, sentir
pena o dolor, sino que está llamado a actuar por esa misma caridad. La caridad
es también ponerse en el lugar del otro, sentir el sufrimiento del otro como si
fuera propio, y ayudarle a liberarse de esa situación de desamparo, abandono y
desesperanza. Jesús siempre extendió la mano a quien estaba necesitado. Se
supone que, como cristianos, a estas cuestiones estamos llamados. La caridad no
se impone, no se trafica, y mucho menos se emplea como chantaje emocional. La caridad
nace en el interior del hombre, es una gracia del Espíritu Santo que se da por
la fe en Cristo, dirá Santo Tomás de Aquino y que sostendrá Antonio Rosmini, no
solo intelectualmente, sino existencialmente.
La caridad es señalada
por Santo Tomás de Aquino como ley nueva;
y esta, produce en el alma del creyente la virtud en sí, en consecuencia ya no
obramos por temor al castigo, sino libremente, puesto que las cumplimos por un
interior instinto de la gracia, conforme a nuestra segunda naturaleza
sobrenatural de Hijos de Dios. Por ello, la caridad brota fecunda de la
libertad de la que goza el hombre por voluntad de Dios. No puedo obligar a
nadie a practicar la caridad. En todo caso, puedo estimularlo desde el ejemplo,
ya que, desde esta concepción, deja de ser principalmente una actividad humana,
producto del esfuerzo y la repetición de actos, convirtiéndose, bajo el influjo
del Espíritu Santo, en una fuerza divina,
un impulso de lo alto, una obra de la gracia, esgrime Santo Tomás.
Muchos confunden la
caridad con acciones meramente asistenciales, o entienden la justicia como un castigo. Recordemos que la caridad tiene
una triple dimensión: asistencial, promocional y liberadora. La caridad asistencial ve al pobre como
indigente y procura atender de inmediato sus necesidades básicas: «Tuve hambre,
sed, anduve sin ropa, enfermo […]. Cuando lo hicieron con alguno de los más
pequeños de estos mis hermanos, me lo hicieron a mí». La caridad promocional ve al pobre como marginado, al margen del
progreso y del bienestar de la sociedad. Se dedica a darle herramientas para
aprender a pescar, generar ingresos, integrarse en el proceso del desarrollo y
combatir las causas que impiden crecer. Por último, la caridad liberadora ve en el pobre un eterno explotado en su
trabajo. Busca despertar en el cristiano la solidaridad hacia la lucha por los
derechos de los excluidos. Según la espiritualidad de San Vicente de Paúl:
tenemos que ser sensibles a identificar esas tres facetas de la caridad en
nuestras actividades.
Aquí nos toca recordar
aquello que estimuló la Iglesia Latinoamericana en Medellín y Puebla: la opción preferencial por los pobres. Ella
nos indica que el empeño por la justicia social y la defensa de los derechos
humanos es una exigencia no solo contenida en la Biblia, sino, sobre todo,
condición fundamental para la vida en sociedad. Ya nos decía San Vicente de Paúl
que no puede haber caridad si no va
acompañada de justicia. En la misma línea dijo San Agustín: Donde no hay caridad, no puede haber
justicia. Los actos de caridad no pueden nacer de un acto de injusticia.
La caridad católica es
el mensaje evangélico por el que todos somos hermanos. No hay personas mejores
ni más grandes que nosotros; todos somos iguales. Esta visión nos ayuda a entender
el concepto de justicia social, muy asumido por la Iglesia. La justicia social
tiene como interés específico el bien común colectivo, por encima de los intereses
particulares. Es la dimensión social de la justicia: recibir del poder público
la asistencia a los más pobres, luchar por empleo, vivienda, salud y educación;
y mitigar los efectos negativos de los sistemas económicos que generan
concentración de renta y más desigualdad social. No puede haber caridad en los
actos que nacen de la injusticia.
En la Regla de Vida de los rosminianos, no
solo se expone a la caridad como su identidad
más profunda, sino que, al mismo tiempo y como consecuencia, desnuda el
espíritu profundo de Antonio Rosmini. En el documento se distinguen tres formas
de caridad: temporal, intelectual y espiritual, dejando claro que la distinción
no se encuentra propiamente en la caridad, pues es siempre el único e idéntico amor con el cual Dios ama, sino propiamente a
la obra a la que están llamados a procurar al prójimo. De estas tres, cerramos
con la caridad temporal, ya que se
vincula estrechamente con lo que hemos intentado desarrollar. Ella está enlazada
a la obligación de ocuparse del que
sufre, en modo alguno hacer más profundo el sufrimiento que, en definitiva, es
lo que genera la injusticia: más y más sufrimiento que, como consecuencia más
lamentable, es alejar a los seres humanos, en este caso a quienes se hace sufrir,
de la caridad y de la verdad. Volvamos al principio, pues quizás estas líneas
adviertan al rey que está desnudo y que no debe exponerse… o seguirse
exponiendo. Paz y Bien
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