Tres poemas de Vicente Aleixandre

 


A ti viva

                                     Es tocar el cielo, poner el dedo

                                    sobre un cuerpo humano.

                                                                                   Novalis

 

Cuando contemplo tu cuerpo extendido

como un río que nunca acaba de pasar,

como un claro espejo donde cantan las aves,

donde es un gozo sentir el día cómo amanece.

 

cuando miro a tus ojos, profunda muerte o vida

                                                  que me llama,

canción de un fondo que sólo sospecho;

cuando veo tu forma, tu frente serena,

piedra luciente en que mis besos destellan,

como esas rocas que reflejan un sol que nunca se hunde.

 

Cuando acerco mis labios a esa música incierta,

a ese rumor de los siempre juvenil,

del ardor de la tierra que canta entre lo verde,

cuerpo que húmedo siempre resbalaría

como un amor feliz que escapa y vuelve...

 

Siento el mundo rodar bajo mis pies,

rodar ligero con siempre capacidad de estrella,

con esa alegre generosidad del lucero

que ni siquiera pide un mar en que doblarse.

 

Todo es sorpresa. El mundo destellando

siente que un mar de pronto está desnudo, trémulo,

que es ese pecho enfebrecido y ávido

que sólo pide el brillo de la luz.

 

La creación riela. La dicha sosegada

transcurre como un placer que nunca llega al colmo,

como esa rápida ascensión del amor

donde el viento se ciñe a las frentes más ciegas.

 

Mirar tu cuerpo sin más luz que la tuya,

que esa cercana música que concierta a las aves,

a las aguas, al bosque, a ese ligado latido

de este mundo absoluto que siento ahora en los labios.


Mano entregada

Pero otro día toco tu mano. Mano tibia...

Tu delicada mano silente. A veces cierro

mis ojos y toco leve tu mano, leve toque

que comprueba su forma, que tienta

su estructura, sintiendo bajo la piel alada el duro hueso

insobornable, el triste hueso adonde no llega nunca

el amor. Oh carne dulce, que sí empapa del amor hermoso.

 

Es por la piel secreta, secretamente abierta,

invisiblemente entreabierta,

por donde el calor tibio propaga su voz, su afán dulce;

para rodar por ellas en tu escondida sangre,

como otra sangre que sonara oscura,

que dulcemente oscura te besara

por dentro, recorriendo despacio como sonido puro

ese cuerpo que resuena mío, mío poblado de mis

                                                                voces profundas

¡oh resonado cuerpo de mi amor!, ¡oh poseído cuerpo!,

¡oh cuerpo sólo sonido de mi voz poseyéndole!

 

Por eso, cuando acaricio tu mano, sé que sólo el hueso rehúsa

mi amor -el nunca incandescente hueso del hombre-.

Y que una zona triste de tu ser se rehúsa,

mientras tu carne entera llega un instante lúcido

en que total flamea, por virtud de ese lento contacto

                                                                     de tu mano,

de tu porosa mano suavísima que gime,

tu delicada mano silente, por donde entro

despacio, despacísimo, secretamente en tu vida,

hasta tus venas hondas totales donde bogo,

donde te pueblo y canto completo entre tu carne.


Nacimiento del amor

¿Cómo nació el amor? fue ya en otoño.

Maduro el mundo,

no te aguardaba ya. Llegaste alegre,

ligeramente rubia, resbalando en lo blando

del tiempo. Y te miré. ¡Qué hermosa

me pareciste aún, sonriente, vívida,

frente a la luna aún niña, prematura en la tarde,

sin luz, graciosa en aires dorados; como tú,

que llegabas sobre el azul, sin beso,

pero con dientes claros, con impaciente amor!

 

Te miré. La tristeza

se encogía a lo lejos, llena de paños largos,

como un poniente graso que sus ondas retira.

Casi una lluvia fina  -¡el cielo azul!-  mojaba

tu frente nueva. ¡Amante, amante era el destino

de la luz! Tan dorada te miré que los soles

apenas se atrevían a insistir, a encenderse

por ti, de ti, a darte siempre

su pasión luminosa, ronda tierna

de soles que giraban en torno a ti, astro dulce,

en torno a un cuerpo casi transparente, gozoso,

que empapa luces húmedas, finales, de la tarde

y vierte, todavía matinal, sus auroras.

 

Eras tú, amor, destino, final amor luciente,

nacimiento penúltimo hacia la muerte acaso.

Pero no. Tú asomaste. ¿Eras ave, eras cuerpo,

alma solo? Ah, tu carne traslúcida

besaba como dos alas tibias,

como el aire que mueve un pecho respirando,

y sentí tus palabras, tu perfume,

y en el alma profunda, clarividente

diste fondo. Calado de ti hasta el tuétano de la luz,

sentí tristeza, tristeza del amor: amor es triste.

En mi alma nacía el día. Brillando

estaba de ti; tu alma en mí estaba.

Sentí dentro, en mi boca, el sabor a la aurora.

Mis ojos dieron su dorada verdad. sentí a los pájaros

en mi frente piar, ensordeciendo

mi corazón. Miré por dentro

los ramos, las cañadas luminosas, las alas variantes,

y un vuelo de plumajes de color, de encendidos

presentes me embriagó, mientras todo mi ser

                                                             a un mediodía,

raudo, loco, creciente se incendiaba

y mi sangre ruidosa se despeñaba en gozos

de amor, de luz, de plenitud, de espuma.


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