El cristianismo y el sexo. Por Bertrand Russell


La actitud de la religión cristiana ante el sexo es tan morbosa y antinatural que sólo puede comprenderse si la relacionamos con la enfermedad que atacó el mundo civilizado cuando decayó el Imperio Romano. A veces se oye comentar que el cristianismo ha mejorado la condición de las mujeres; está es una de las tergiversaciones de la historia más groseras que puedan hacerse. En una sociedad que considera de la máxima importancia que las mujeres sigan a rajatabla un código moral muy estricto, es muy difícil que puedan disfrutar de una posición tolerable. Los sacerdotes han considerado siempre a la mujer como la tentadora, la inspiradora de deseos impuros.

La enseñanza tradicional de la Iglesia ha sido y sigue siendo que la castidad es lo mejor, aunque para quienes esto les resulte imposible dejan la posibilidad del matrimonio, porque "más vale casarse que abrasarse", como brutalmente afirma San Pablo. Haciendo indisoluble el matrimonio e imposibilitando todo conocimiento del Ars Amandi, la Iglesia logró que la única forma de sexualidad permitida fuera dolorosa, en vez de placentera. La oposición al control de la natalidad parece obedecer al mismo motivo: si una mujer tiene un hijo por año hasta que muere agotada, no es esperable que vaya a encontrar mucho placer en el matrimonio.

El concepto de pecado, tal como lo presenta la ética cristiana, provoca un enorme daño: ofrece a la gente una vía de escape para su sadismo considerada legítima e incluso noble. Pongamos como ejemplo el asunto de la prevención de la sífilis. Se sabe que si se toman algunas precauciones el peligro de contraer la enfermedad es mínimo; sin embargo, los cristianos se oponen a la difusión de estos conocimientos médicos porque sostienen que los pecadores deben ser castigados. Mantienen su actitud hasta tal punto que están dispuestos a que el castigo se extienda a las esposas y a los hijos de los pecadores. Actualmente hay en el mundo muchos miles de niños con sífilis congénita que nunca deberían haber nacido, de no haber sido por ese deseo de los cristianos de ver castigados a los pecadores. No comprendo como este tipo de doctrinas promotoras de la más diabólica crueldad pueden ser consideradas moralmente beneficiosas.

La actitud de los cristianos respecto al conocimiento de los temas sexuales es sumamente peligrosa para el bienestar humano. Toda persona que considere esta cuestión sin prejuicios sabe que la ignorancia artificial impuesta por los cristianos ortodoxos a los jóvenes es extremadamente dañina para su salud física y mental; además, la mayoría de los niños, cuya única posibilidad es informarse mediante conversaciones indecentes, acaba considerando la sexualidad como algo malo y ridículo. No se puede defender que ningún tipo de conocimiento sea indeseable; por eso, yo no pondría ninguna barrera a la libre adquisición de información sexual. Es probable que una persona actúe con menos prudencia cuando se mantiene en la ignorancia que cuando está instruida, por lo cual es absurdo despertar en los jóvenes una sensación de pecado cuando muestran su curiosidad natural acerca de un asunto tan importante.

A todos los jóvenes, por ejemplo, les interesan los trenes. Vamos a suponer que se les dice que ese interés por los trenes es malo; imaginemos que se les venda los ojos cada vez que se encuentran en un tren o en una estación de ferrocarril; supongamos que se impide que se mencione la palabra "tren" en su presencia, y se crea un misterio impenetrable en torno a los medios de transporte. El resultado no sería hacer que disminuyera su interés por ellos, sino muy por el contrario, los trenes les atraerían más aún, pero con la morbosa sensación del pecado y de lo indecente. Todo muchacho de inteligencia despierta podría llegar a convertirse de ese modo en un neurasténico. Esto es lo que ocurre con la sexualidad, pero como el sexo es mucho más interesante que los trenes el resultado es aún peor. Casi todos los adultos que pertenecen a una comunidad cristiana tienen alguna enfermedad nerviosa que es el resultado del tabú que imperaba en torno al sexo cuando eran niños o adolescentes. Este sentimiento de pecado que les fue implantado artificialmente es una de las causas de la crueldad, la timidez y la estupidez que muestran en etapas posteriores de la vida. No existe ningún motivo racional para impedir a ningún niño que se informe de los asuntos que le interesan, sean sexuales o de cualquier otro tipo. No tendremos jamás una población sana hasta que esto no se lleve a la práctica, lo cual es imposible mientras las Iglesias dominen la política educativa.

Es evidente que las doctrinas fundamentales del cristianismo exigen un elevado grado de perversión ética antes de poder ser aceptadas. El mundo, según nos dicen, fue creado por un Dios que es a la vez bueno y omnipotente. Un Dios que antes de crear el mundo previó todo el dolor y la miseria que iba a contener y que, por tanto, es responsable de ello. Es inútil pensar que el dolor del mundo se debe al pecado; esto simplemente no es cierto, ya que el pecado no produce ni las inundaciones ni las erupciones volcánicas, y aún cuando fuera verdad no serviría de nada. Si yo fuera a engendrar a un hijo sabiendo que iba a ser un maniaco violento, yo sería el responsable de sus crímenes. Si Dios sabía de antemano los crímenes que iban a cometer los seres humanos, y a pesar de todo decidió crearlos, Él es el responsable de las consecuencias negativas que han traído los pecados humanos. Lo que dicen habitualmente los cristianos es que el sufrimiento es un medio para purificarse del pecado, y que por tanto el sufrimiento es bueno. Esto es, evidentemente, una racionalización del sadismo, y en todo caso es un argumento muy pobre. Yo invitaría a cualquier cristiano a la sala para niños de algún hospital para que presenciara los sufrimientos que padecen allí, y luego le pediría que insistiera en su idea de que esos niños merecen sufrir. Para poder afirmar algo así, un hombre tiene que destruir todo sentimiento de piedad y de compasión, haciéndose, en suma, tan cruel como el Dios en el que cree. Nadie que piense que los sufrimientos de este mundo son por nuestro bien puede tener intactos sus valores éticos, porque siempre está tratando de hallar excusas para el dolor y la miseria.

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