Pañuelos en la Plaza
Por Daniel Fernández
Un día antes de la
partida mi madre había hecho mi torta de frutilla preferida. Esa noche le dije:
«Guárdamela en el congelador, que la como el lunes, cuando regrese». Y ahí quedó.
Guardadita en la heladera, intacta, porque ella no permitió que nadie la
tocara. Cuando regresé el 24 de diciembre, mamá la sacó del freezer y como la
cosa más natural del mundo me recordó que tenía el postre servido en la mesa,
como yo le había pedido.
Mientras lo comía, la
observaba y pensaba: ¿qué fue lo que ocurrió, mamá? Así como mi madre siempre
estuvo convencida de que estaba vivo, yo estaba completamente seguro de que me
salvaría. Mi mujer, que en aquel entonces era mi novia, me decía que venir a
hablar con papá la dejaba muy deprimida, porque él insistía con que el avión
había pegado contra la cordillera y estábamos todos muertos: «Se les cayó la
montaña de nieve encima y no los vamos a encontrar más». Pero, de todas
maneras, él colaboró con la esperanza de las mujeres, las acompañó cuando iban
a cuanto adivino y cosa rara había. Lo hacía con cara de perro, es cierto, pero
iba, aunque en su fuero íntimo no pretendía encontrar vida sino localizar
cuerpos, entre los despojos de un avión desintegrado.
En mi casa no había un
velorio sino una espera muy angustiante. Una de las que venía a esa espera era
mi novia Amalia. Para tolerar mejor ese aplazamiento eterno, ella se ponía algún
pulóver mío, o usaba mi perfume, para tenerme más cerca. Iba al dormitorio y se
echaba mi Old Spice. Pero un buen día se le termina. Entonces coinciden varias
cosas inexplicables. En esos días el
grupo de los esperanzados se había aferrado a las palabras de un adivino,
Gerard Croiset Jr., que en sus ensoñaciones nos veía en diferentes lugares de
la cordillera, y eso se lo transmitía a las mujeres de mi familia, mientras
papá las observaba con profunda melancolía. El adivino pedía un objeto personal
de cada uno de nosotros. Como mi novia tenía una prima que vivía en Buenos
Aires y que viajaba en los próximos días a Holanda, donde residía Croiset, fue
a llevarle un objeto personal mío para que se lo entregara al adivino. Al mismo
tiempo, Amalia quería reponer el perfume que había terminado, que sólo se
vendía en Buenos Aires. «Le voy a comprar un frasco a Daniel, porque cuando
vuelva no tendrá su perfume preferido», le dijo a su madre, que la acompañó a
Buenos Aires. Y lo compró. Cuando despierta, en casa de su prima, escucha un
murmullo nervioso fuera de su habitación: «¿Le decimos o no le decimos?». Salta
de la cama, abre la puerta, y se enfrenta a su madre y a su prima, muy
asustadas y asombradas, que le cuentan que acababan de aparecer dos
sobrevivientes del avión de la montaña, y que esos dos decían que había más en
el centro de la cordillera. Mi novia quedó estupefacta, no conseguía articular
una palabra. Una hora después, están en el barco que las trae de Buenos Aires a
Colonia, atravesando el Río de la Plata.
Llegan al puerto de
Colonia, en Uruguay, y se dirigen al ómnibus que las trae a Montevideo. Cuando
suben, descubren que todos hablan de lo mismo, de los «muertos que
resucitaron». El chofer tenía la radio a todo volumen porque de un momento a
otro ocurriría lo que habían esperado durante toda la mañana: leerían por Radio
Carve la lista de los dieciséis sobrevivientes, con todo el pasaje expectante,
que abandonaba sus asientos para aproximarse a la radio.
Entonces la madre de mi
novia se pone de pie y le dice al chofer, en voz baja: «Le voy a pedir un favor
muy especial, que sé que usted comprenderá: le ruego que apague la radio porque
mi hija es la novia de uno de ellos, y no sabemos si está o no está en la lista».
El chofer no dudó un instante y apagó la radio. Pero como todo el pasaje empezó
a quejarse, el chofer se incorporó y les explicó, uno a uno, en susurros, lo
que sucedía. Al final se hizo un silencio respetuoso, sepulcral. El viaje hasta
Montevideo resultó una eternidad, aunque no insumió más que dos horas. El
corazón de mi novia se había enloquecido. ¿Dónde estaba aquella certeza que
había tenido hasta entonces?, ¿ahora, en el momento definitivo, la ponía en
duda?
Cuando el ómnibus venía
subiendo por la calle Rondeau, en el centro de Montevideo, para llegar a la
terminal, en la plaza de Cagancha, ella sabía que le quedaban dos alternativas,
por eso sentía que el corazón le iba a salir por la boca: «Que sólo estuviera
papá esperándome», o si no… y entonces, cuando iba a imaginarse esa otra
alternativa, el ómnibus comenzó a dar la vuelta a la plaza, ella se asoma por
la ventanilla para ver cuál podría ser la otra alternativa, y lo que ve en la
terminal es un tumulto de gente, e identifica a todos nuestros amigos, agitando
pañuelitos blancos. Se le nubla la visión por las lágrimas y se ahoga por los
sollozos abrazada a su madre porque se dio cuenta de que siempre había tenido
razón, que yo estaba en la lista, que no había que dudar. Y el chofer también
se dio cuenta, porque empezó a hacer sonar la bocina sin parar, la que parecía
cada vez más estridente, porque él también estaba emocionado. No era una lista
cualquiera. Era la lista de la vida y la muerte.
Nadie está del todo
preparado para lo que va a venir. Fui el primero en llegar a Montevideo, en un
avión de KLM, el 24 de diciembre, e imaginé que en el aeropuerto iba a estar mi
familia y nadie más. Estaba mi familia, sí, pero los balcones, las terrazas, y
todos los espacios interiores estaban abarrotados de gente, de periodistas, de
curiosos, porque nadie terminaba de comprender lo que había sucedido. Y como
veníamos de la muerte, todos creían, tal vez, que traíamos mensajes del más
allá. Desciendo del avión y entro al aeropuerto con toda esa muchedumbre
desconocida mirándome, y me enfrento al pequeño mostrador de inmigración, donde
un funcionario me miraba con el mismo espanto que los demás, como si viniera de
ultratumba, hasta que al fin atinó a pedirme los documentos, como debía hacer
con todos los viajeros.
Pero yo no tenía
documentos, no tenía nada, salvo la ropa que llevaba puesta, que me la habían
regalado en el hospital de San Fernando. «¿Qué me está pidiendo?», le pregunto,
sin comprenderlo. «Yo vengo de un avión que chocó en las montañas». «Necesito
su cédula de identidad», me repitió, como con vergüenza, «o su pasaporte»,
añadió con voz cohibida, y los dos nos mirábamos incrédulos, porque lo que
estaba sucediendo no estaba previsto, nunca había ocurrido antes ni nunca nadie
se imaginó que ocurriría: que llegara un muerto caminando, y que además viajara
sin documentos. Y como no tenía cédula ni pasaporte no me podían dejar salir
del aeropuerto. Hasta que llegó su jefe, y como todos comprendían que ocurría
algo fuera de lo previsto, muy respetuosamente me pidieron que me sentara, que
estuviera cómodo mientras pensaban una solución que no violara las normas pero
que tampoco me perjudicara a mí. Y yo veía que se sumaban funcionarios buscando
una salida para ese muchacho tan flaco que venía de un viaje muy largo y
extraño pero que no cumplía con las formalidades porque no tenía lo que
acreditaba su pertenencia a la sociedad de los vivos. Mi familia me observaba
perpleja, detrás de unas puertas vidriadas, mientras yo les sonreía, sentado en
un banquito. Al fin me dejaron salir, no porque estuvieran convencidos sino
porque no sabían qué hacer conmigo, aunque creo en verdad que no sabían qué
hacer con ellos mismos.
Durante mucho tiempo no
pude pensar en todo ese proceso que tuvimos que hacer en la montaña, pasar de
ser seres normales a convertirnos en hombres primitivos, deshojándonos
gradualmente. Creo que al final estábamos más cerca del mono que del hombre,
con la única diferencia de que éramos seres pensantes, y fundamentalmente con
una espiritualidad agudizada que se iba tornando más sutil con el correr de los
días. Pero en cuanto al funcionamiento del grupo, para quien nos observara
desde afuera, era como una manada de monos. Setenta y dos días sin lavarnos,
sin quitarnos la ropa, comiendo carne humana, que en un primer momento era un
cortecito pero después se transformó en una ración de comida y más adelante ya
quedaba el hueso pelado tirado por ahí y venía uno y lo agarraba y se lo metía
en el bolsillo del saco y después se ponía a chuparlo delante de los otros.
Incluso en la conversación era como se supone que se hablaba en las cavernas,
una charla a un volumen muy tenue, muy pausado, casi musitado. Tal vez era una adaptación
del cuerpo para ahorrar energía, o habíamos accedido a estadios tan primitivos
que de homo sapiens nos transformamos en monos pensantes.
La angustia extrema, la
sed y el hambre, el frío insoportable, el proceso de inanición, ¿cómo no van a
afectar la psiquis? ¿Cómo no van a provocar alucinaciones casi de continuo?
Algunos alucinaban que estaban donde no estaban, en sus casas, o que eran
quienes no eran, o veían personas que no existían. La alucinación que yo vivía
recurrentemente estaba vinculada con la sensación del espacio: el fuselaje,
cuando caía la oscuridad, me resultaba increíblemente grande y largo,
interminable, las personas estaban a una gran distancia unas de las otras,
cuando se incorporaban y se desplazaban sentía que se movían en un horizonte
lejano, pero cuando llegaban las primeras luces del alba descubría que
estábamos todos amontonados unos arriba de los otros, porque el espacio era
diminuto.
Conocí en carne propia
lo que es el poder de la mente. Comprobé que es cierto aquello de que «vivir no
alcanza; soñar es lo que importa». Estábamos a treinta grados bajo cero y
soportamos el frío sin abrigos, en mangas de camisa, tapados con un forro de un
asiento de avión, porque la mente nos obligaba a tolerarlo, nos ordenaba que no
podíamos dormirnos del todo porque nos congelaríamos. Llegábamos a perder la
noción del frío, aunque podíamos evaluarlo con hechos objetivos y medibles. De
noche poníamos la botella de agua en el maletero destrozado del avión, para los
que sufrieran sed, pero cuando a la media hora querías beber un sorbo, la
botella estaba completamente congelada, como una roca de hielo. Había que
ponerla contra el cuerpo durante un buen rato para que comenzara a derretirse y
poder echar las primeras gotitas a la boca. Ahí nos dábamos cuenta claramente
que estábamos viviendo adentro de un congelador. En esa capacidad de adaptación,
la mente jugó un papel definitivo; la mente del que se quiere salvar lo salva,
pero la mente del que se entrega y dice «yo de acá no salgo y me muero», se
muere en una semana.
He tenido muchos
problemas. Mi mujer tuvo un cáncer, a un hijo lo apretó una puerta de un garaje
y estuvo en coma tres días, y los médicos me aseguraban con argumentos
científicos que se moriría o que quedaría inválido como una planta. Sin
embargo, yo lo miraba en su cama del CTI, inconsciente, y sabía que saldría. Y,
en efecto, sanó perfectamente. Ya conocía esa zona gris entre la lógica y la
esperanza más porfiada. La ciencia, a la que dediqué buena parte de mi vida, es
duda; la espiritualidad es fe.
Siempre eduqué a mis
hijos en esa actitud, que es como la silueta de la cordillera. Durante todos
estos años algunos de nosotros nos habíamos cerrado al silencio. No habíamos
hablado sobre el accidente ni sobre lo que sucedió en los Andes. La razón es
bastante simple. Vivíamos muy próximos a las familias de quienes quedaron en la
montaña. Si residiéramos en otro país, o en un país más grande, sería distinto,
pero acá no sólo habitamos en el mismo territorio, sino también en la misma
ciudad y hasta en el mismo barrio, Carrasco. Por lo que éramos muy sensibles a
no provocar ningún dolor innecesario.
El punto de inflexión,
que nos sucedió a muchos, ocurrió a los treinta años del accidente. Entre otras
cosas, ese año 2002 colgamos la página web Viven. Coincide también que fue en
esa época cuando comencé a vislumbrar más claramente ese proceso que fui
haciendo muy lentamente, a lo largo de los años y de las décadas.
Cuando empecé a leer
los correos electrónicos que nos llegaban todos los días a la página web,
descubrí algo que no imaginaba: la necesidad que mucha gente tiene de conocer
este tipo de experiencia. Entonces me dije: «Por algo pasé por esto. Si lo que
digo le sirve a alguien, lo mínimo que puedo hacer si me salvé, es hablar a
quien me lo pide. Esta historia no me pertenece».
Hace un tiempo cumplí
sesenta años, tengo tres hijos, una casada y dos solteros. El tiempo corre de
prisa y entré en una nueva etapa de mi vida. Creo que de aquí hasta que me
muera me voy a dedicar a los Andes, que es una eterna búsqueda. ¿Fue lo más
importante que me sucedió? No lo sé. Pero quiero devolver en parte lo que la
vida me dio. Para mantener esa armonía básica en la montaña, lo fundamental era
el buen funcionamiento del grupo. Nosotros, los mayores, incluyendo a mis dos primos,
tuvimos una responsabilidad especial, no sólo por la edad sino también por la
formación, ese orden estricto que siempre nos habían inculcado nuestras
familias alemanas. Paralelamente, nos ganábamos la confianza de los otros por
lo que hacíamos, por cómo lo hacíamos, porque jamás hubo arbitrariedades y
porque nada se hacía por imposición. Esas fueron nuestras consignas.
Yo guardaba todos los
cigarrillos, pero no los escondía en una caja fuerte. Cualquiera podía ir y
tomar los que quisiera, sin esperar el reparto diario, porque estaban a la
vista de todos. Pero todos esperaban. Exactamente lo mismo sucedió con los
cadáveres. Cualquiera podría haber dicho: voy a cortar y comer toda la carne
que quiera. Pero nunca ocurrió. Se esperaba que nosotros cortáramos y
administráramos las raciones. Hubo hechos claves que fueron consolidando la
formación del grupo. Cuando aparece la radio portátil Spika, que era un poco
más grande que una cajilla de cigarrillos, la repararon Roy Harley y Gustavo
Nicolich. Le instalaron una antena con un alambre de cobre del circuito
eléctrico del avión y lograron que funcionara. Pero la primera vez que
sintonizan una emisora, escuchan una desgracia: «Hoy se suspende la búsqueda
del avión uruguayo».
Esa fue la primera
noticia que recibimos del mundo exterior a través de ese aparato minúsculo, al
décimo día en la montaña. Ahí vino el desplome. Tras diez días de búsqueda, el
Servicio Aéreo de Rescate chileno nos dio por muertos: al fin y al cabo, de los
cuarenta y cinco accidentes aéreos ocurridos en la cordillera hasta entonces, y
de los treinta y cuatro en los Andes chilenos, jamás hubo sobrevivientes. Para
mí ese fue uno de los momentos cruciales de la odisea, porque nosotros habíamos
resuelto comer los cuerpos mucho antes de ese día, pero no todos estaban de
acuerdo. Yo estaba convencido de que los aviones del rescate no nos habían
visto, pero para la mayoría del grupo, al pensar así, yo era un negativo y un
pesimista. Después de la noticia de la radio, me transformé en un realista, un
visionario. Pero además había muchos que, hasta que no se convencieran de que
no había la más remota posibilidad de rescate, no iban a probar un trocito de
carne humana. Si tú estás en un espacio tan reducido, de seis metros y medio de
largo por tres de ancho, y tienes a tu lado el rostro del otro que te condena
con la mirada porque has violado una norma sagrada, el ambiente se torna
extremadamente tenso, al borde de un estallido. Cuando escuchamos la noticia en
la radio, todos hicimos el pacto de entrega mutua, y todos tuvimos la necesidad
de romper el tabú, como un doloroso ritual de iniciación. Entonces, gracias a
esa radio diminuta, el grupo empezó a funcionar de otra manera. Porque cuando
todos comenzamos a comer los cuerpos, el grupo se consolidó, porque reflexionamos
que si a la gente de la sociedad convencional no le gustaba nuestra actitud,
¡pues paciencia! Nos dejaron solitos en la montaña y nos obligaron a inventar
formas para sobrevivir.
Todo esto implica un
crecimiento personal, pero no es gradual sino a palazos. Cuando estás tan
jugado, tan entregado, pierdes la capacidad de guardar secretos. En la
civilización tú siempre escondes algo, alguna debilidad que no quieres
compartir, incluso con la persona a la que le tienes más confianza. En la
montaña no me reservaba nada, metía todo mi ser en el otro, y él metía todo
adentro de mí, de modo que terminábamos siendo un solo organismo. Hasta
físicamente, el hecho de vivir abrazados unos con los otros en un espacio tan
reducido para no congelarnos te da una conexión diferente. Eso era el grupo,
una sola persona fraccionada en muchas más. Amalia siempre dijo que los
sobrevivientes, juntos, nos aislamos en una suerte de cápsula donde nadie puede
entrar. Tal vez se viera así desde el exterior. Para nosotros era tan simple
como decir: tú y sólo tú sabes exactamente lo que ocurrió.
El grupo funcionó con
tanta generosidad, con los afectos tan a flor de piel, que si tú veías que uno
se caía, indefectiblemente te aproximabas, te sentabas a su lado, y comenzabas
a hablarle, para que, juntos, volvieran a recuperar la esperanza.
Claro que a veces nos
quebrábamos. Cuando murió el Vasco Echavarren, pensé: «Si él murió, nos vamos a
morir todos», porque el Vasco siempre fue positivo, nunca tuvo una caída a
pesar de ser el más lastimado de todos. El músculo de la pantorrilla se había
desgarrado del hueso, yéndose hacia adelante. Luego se le gangrenó. Los demás
iban aflojando, no querían pelear más, pero él los incitaba a seguir luchando,
con las dos piernas con gangrena.
Durmiendo en la hamaca
allá arriba, solo, con un frío indescriptible, sin quejarse, animaba a los
sanos, diciendo: «Vamos a salir de acá, quédense tranquilos». ¿Cómo pudo
ocurrir? No tiene lógica. Él se estaba muriendo. Lo pienso ahora y me pregunto:
¿qué hacía el Vasco ahí arriba? ¿Por qué ese moribundo estaba actuando como la
voz salvadora de nuestras conciencias?
Cuando regresé a
Montevideo hablé con los padres del Vasco para contarles esta historia. Poco
después, su padre fue a buscar su cuerpo a la
montaña. Su madre Sara ha dicho: «Lo peor no es perder un hijo; lo peor
sería no haber tenido la dicha de tenerlo durante los diecinueve años que lo tuvimos».
El día 22 de diciembre,
como todas esas mañanas, había salido antes del amanecer con Eduardo Strauch a
sintonizar la radio minúscula, con la esperanza de escuchar alguna noticia de
la travesía de Nando y Roberto. El momento era muy preocupante, porque ya
habían transcurrido diez días. De pronto, mi cuerpo se estremece cuando escucho
que habían aparecido dos uruguayos que venían de un avión que había caído en
las montañas. Con Eduardo evaluamos de inmediato si podría haber otro avión,
otros dos uruguayos, otras montañas, pero como no hacían más que repetir esa
sola frase, consideramos que todavía no era prudente dar la noticia a los que todavía
dormitaban en el fuselaje. Otra frustración, a esa altura, podría ser fatal.
Hasta que de repente ocurre otra de esas coincidencias inverosímiles e inexplicables.
Tras la noticia, buscando afanosamente la confirmación en otra emisora,
sintonizamos una radio donde están emitiendo el «Ave María» de Charles Gounod.
No sé por qué apareció ese «Ave María» en ese preciso momento en la radio que
lograba sintonizar tan pocas frecuencias, interrumpidas por la estática, pero
Eduardo lo interpretó, sin ningún margen de dudas: eran Nando y Roberto los dos
uruguayos que habían arribado a la vida. En ese momento apareció Álvaro Mangino
y le dijimos lo que sucedía, y de allí a contarlo a los del avión fue todo uno.
El fuselaje explotó en llantos.
Esa radiecita… ¡cuánto
nos hizo sufrir y cómo nos devolvió el alma al cuerpo! Después de la terrible
noticia de que nos habían abandonado, la radio quedó olvidada, nadie tenía
interés en escuchar ese pedazo de plástico de mal agüero. Luego vino el alud,
cuando la nieve la cubrió y la radio desapareció.
A los veinte días,
sacando restos de nieve del interior del avión, reaparece la radio. La llevo
afuera, al sol, la abro y la pongo a secar sobre el fuselaje. Y a pesar de
haber estado bajo nieve durante tanto tiempo, volvió a funcionar: ¡ni siquiera
las pilas se habían arruinado! Como teníamos apenas esas dos pilas, había que
cuidarlas como al oro, y por eso escuchábamos sólo en los momentos
imprescindibles, que era el informativo de las siete y media de la mañana hasta
las ocho menos diez, en la radio uruguaya El Espectador, que lográbamos
sintonizar. Se convirtió en una rutina dolorosa pero necesaria, salir antes del
sol, con el viento gélido de la montaña, alejado del avión, generalmente solo,
con la radio contra el oído, esperando la voz salvadora que nunca llegaba.
Después de confirmar la
noticia de la llegada de Nando y Roberto, planteamos limpiar la desprolijidad
del entorno, todo ese hueserío, los cuerpos desmembrados y los esqueletos que
había alrededor. Pero nos dimos cuenta de que era imposible, el desorden era
demasiado grande y nos faltaba energía para cubrir o esconder todo lo que
había. Y además, ¿por qué teníamos que esconderlo?
Cuando llegamos a Los
Maitenes, fue el encuentro de dos mundos, los abandonados de la montaña, vivos
y muertos, y la sociedad del llano. Después llegamos a Santiago, al hotel
Sheraton San Cristóbal, y los dos mundos continuaron chocándose. Recuerdo que
llegó mi íntimo amigo, Miguel Shaw, hermano de Daniel, que había ido a buscar a
su hermano, porque cuando escuchó la noticia pensó que tal vez Daniel se había
salvado. Entonces ahí, tan próximo a la alegría, uno se empieza a dar cuenta de
que lo que yo estaba festejando, los otros lo estaban llorando. La fiesta que
se vivía en ese hotel tenía su contracara en el velorio que en ese mismo
instante se vivía en un hotel cercano, el Carrera.
Después de toda esa
batahola en el aeropuerto de Montevideo, mis padres querían preservarme, y sólo
permitían que vinieran a casa la familia, mi novia y algunos amigos. El 25 de
diciembre, mientras tomaba mate con un amigo en casa, comenzaron a llegar
periodistas, que me habían dado respiro el día anterior, el de mi llegada, pero
que consideraban que ahora la tregua había terminado.
Uno de los que vino,
Néber Araújo, un famoso periodista uruguayo, me pidió con muy buenos modos si
podía hacer su programa televisivo en directo desde mi casa, y ya que todo se
había descontrolado, lo acepté. Vino a casa y en los cortes nos poníamos a
conversar sobre lo que hablaríamos en el próximo bloque. En uno de los cortes,
uno de los tantos periodistas que estaba escuchando estira el brazo con un
télex, lo leo, y mi padre, que estaba enfrente, mirando, repara en la expresión
de mi rostro y me pide el papel.
Cuando lo lee, agarra
al periodista del cuello, fuera de sí, insultándolo, arrastrándolo fuera de la
casa. De inmediato me pongo de pie, lo detengo y le digo: «Papá, es verdad, nos
alimentamos con los cuerpos». Mi padre había quedado conmocionado. Casi todos
los padres priorizaron tanto el hecho de que nos hubiéramos salvado, que ni
siquiera se pusieron a pensar cómo lo habíamos logrado, cómo habíamos vivido en
medio de lo inorgánico, sin comida, durante setenta y un días. Para ellos la
alegría de vernos era tan intensa que opacó cualquier reflexión. En ese momento
papá se puso a llorar, le pidió disculpas al periodista al que había zamarreado
y vino a abrazarme, porque se percató de la real magnitud de la tragedia por la
que había pasado.
Toda esa llegada a la
sociedad fue, para mí, un proceso muy lento. Al principio me molestaba el
ruido, la ciudad, los autos. No entendía por qué me hablaban a los gritos,
cuando en la montaña nos entendíamos perfectamente comunicándonos en susurros.
Cuando un grupo de personas en mi casa me hablaba al mismo tiempo, sentía que
me mareaba, que me cansaba, que no lograba concentrarme en tantas ideas a la
vez. Había mantenido la cordura en la montaña desierta y sentí que me iba a
enloquecer en la sociedad. Entonces dije basta, me voy, y volví a la paz del campo,
solo, a iniciar un largo proceso que duró treinta años.
Nunca quise regresar a
la montaña. Si vuelvo será a través de mis cenizas, cuando muera, que tal vez
deban reposar en los Andes. De las imágenes que me han acompañado durante todo
este tiempo, en una de ellas, el día del rescate, el 22 de diciembre, la mayor
felicidad se mezcla con el dolor más intenso. Inmediatamente después de Los
Maitenes, me llevan al pueblo de San Fernando, antes de trasladarme al
hospital. Cuando bajo del helicóptero, en un campo militar, distingo a la
distancia a los padres de Roy Harley y de Gustavo Nicolich. El padre de Gustavo
Nicolich estaba convencido de que su hijo se había salvado. Hubo una confusión
con la lista, y donde decía «Gustavo», por Gustavo Zerbino, interpretaron que
era por Gustavo Nicolich. Cuando me ve, avanza hacia mí, yo titubeo con la mirada
pero no dejo de caminar hacia él. Cuando está a dos pasos me pregunta, muy
ansioso, con un gesto en el rostro que es como si lo estuviera viendo y
escuchando en este instante: «Daniel, ¿en qué helicóptero viene mi hijo?», y yo
le respondí sin vacilar, con la forma dura y cortante con que hablábamos en la
montaña: «Gustavo no viene». «¿Cómo que no viene?», me vuelve a preguntar, con
una sombra de angustia en los ojos, y yo le repito: «No, no viene». Así, con
esas tres palabras, Nicolich se enteró de que su hijo había muerto por segunda
vez, porque Gustavo se le murió en el accidente, resucitó y se le volvió a
morir en ese momento.
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