La historia inconclusa
Por Adolfo Strauch
El 29 de octubre, a eso
de las seis de la tarde, ya hacía rato que habíamos entrado al fuselaje. Era
una tarde bastante gris, el sol se había ocultado y estábamos en ese dormitar
intermitente en la penumbra, cuando escuché un estruendo ensordecedor, seguido
de una estampida que derriba la pared de bolsos, maletas, una puerta rota y la
mampara, que usábamos para sellar la abertura, y de inmediato vuelve hacia
atrás como si fuera una ola cuando llega a la orilla y retrocede, dejándonos
completamente aprisionados bajo la nieve. Yo quedo duro, como enyesado. Pensé
que era el único que estaba vivo, sepultado bajo la nieve. Por primera vez
desde el accidente me entrego, se me afloja todo el cuerpo, me orino encima y
me convenzo de que ha llegado el final. Pero cuando comienzo a morirme, me
surge una fuerza interior desconocida que me indica que esto no es el fin,
acompañada de una sucesión de imágenes entrecortadas de mi familia, donde se
destaca el rostro sereno de mi madre. Siento que hay una conexión con ella que
me atiza y regreso a la vida para dar la más dura de las batallas. Con esa
energía viene una rebeldía, una fiereza, en el instante mismo que escucho una
voz desde arriba de la nieve, y reconozco que es Roy Harley, el único que había
quedado descubierto junto con los heridos que estaban inmovilizados en las
hamacas colgantes y no podían bajar. Esa voz me dio el impulso para hacer un
esfuerzo y sacar la mano hacia arriba, porque cuando me había reclinado para dormitar,
unos minutos antes, el brazo me había quedado sobre la cabeza, y por eso pude
sacar la mano hasta la superficie. Roy, que en la desesperación iba para un
lado y para el otro, porque creía que sólo él y los heridos de las hamacas
habían sobrevivido, milagrosamente, me toma la mano que yo había asomado, me la
suelta apenas pero inmediatamente me la vuelve a tomar, y entonces se la
aprieto muy fuerte, con miedo de que me soltara de nuevo porque él estaba
desorientado. Se la presiono con toda mi energía y le digo, desde debajo de la
nieve: «¡Roy, soy Adolfo, sácame!». Entonces Roy empieza a cavar como
desesperado con las dos manos, me descubre el rostro, me quita buena parte de
la nieve del pecho, yo hago un esfuerzo descomunal, como poseído por una fuerza
que no era mía, con los pies presiono el pecho de Coche del otro lado, para
impulsarme, y desde esa sepultura de nieve me incorporo. Cuando pude salir
empiezo a gritar como extraviado, porque acababa de descubrir que no me había
entregado y que a todos les estaría sucediendo lo mismo. Me propongo cortar ese
trance en el que los otros están entrando a los bramidos, porque debajo de esas
toneladas de nieve estaban ante ese dilema, aflojándose, orinándose,
defecándose, dejándose ir, la opción pacífica de decir basta, hasta aquí
llegué, ahora que me lleve la muerte. Por eso grito de esa manera, para que
todos me escuchen a través de la porosidad de la nieve: «¡No se entreguen
muchachos, los vamos a sacar, estamos cavando para traerlos!», mientras
escarbamos con ritmo frenético, los dedos sangrando, desgarrados, y por el
túnel donde yo salí aparece mi primo Eduardo; a su lado estaba Marcelo, pero
cuando llega a él, descubre que tiene una capa de hielo sobre el rostro. La
rompe sobre la boca pero ya no respira. Por ese mismo túnel salen Coche, Daniel
y Bobby. Coche me abraza emocionado, pero yo le digo: «Apúrate a sacarlos que
se están ahogando». Fueron los minutos más intensos y desesperantes que
recuerdo, porque luego vino la calma, el trabajo estaba hecho, lo que se pudo
hacer se hizo, ahora sólo se pueden contar los vivos y los muertos. Estábamos
descalzos pisando la nieve, en un espacio de tres metros cuadrados, tan bajo,
que no permitía que nos mantuviéramos de pie, salvo en el centro, donde había
quedado una hondonada en la que pusimos tres almohadones y un saco, y nos apelotonamos
unos contra otros, empapados, porque la nieve que nos cubría se derritió por el
calor del cuerpo, estremeciéndonos de frío. Así iniciamos la noche más larga y
terrible de nuestras vidas.
Aprendí en ese momento
que uno es dueño del instante en que quiere terminar: yo podría haber elegido
morirme y me hubiera ido en ese tránsito sereno, no necesitaba más que dejarme
llevar, pero me brotó esa conexión con la vida y con mi madre. Y esa rebeldía
recién se serenó cincuenta y seis días después, cuando en el helicóptero me
encuentro con ella.
Salí en el segundo día
del rescate, el 23 de diciembre. Para el primero no llegué a tiempo, porque
llevaba a Roy Harley a la rastra, quien estaba tan débil que no podía valerse
por sí mismo. El helicóptero en que viajé después de esa parada en Los Maitenes
hizo una escala en San Fernando, para seguir de inmediato hasta Santiago. Pero
cuando está bajando, diviso a mi madre en la pista, porque ella les había
pedido a los militares para subir conmigo y, a regañadientes, se lo habían
concedido. Abrazados en silencio, mientras el helicóptero levanta vuelo rumbo a
Santiago, yo no puedo hablar, ahogado por la emoción, y en ese prolongado
abrazo con mi madre pierdo la noción del tiempo.
Mi madre, apretada
contra mi pecho, no deja de repetir una sola frase, sollozando sin cesar: «Se
hizo el milagro, se hizo el milagro». Lo rezó y lo pidió todas las noches.
Mientras estuvimos en la montaña, no había manera de convencerla de que
estábamos muertos, porque sabía que pidiéndole a la Virgen ella nos traería de
vuelta. Muchos años después, cuando agonizaba, continuaba creyendo en el
milagro con la misma devoción.
Estas anécdotas son una
parte de la historia, el relato de lo que sucedió. La segunda parte, creo yo,
es lo que cada uno vivió, cómo evolucionaron nuestros sentimientos y emociones.
Y la tercera parte, o una tercera mirada de la misma historia, es la que nunca
se contó, que surge con la perspectiva de los años, y que pertenece a la
realidad que está más allá de los sentidos, como esa convicción de mi madre,
contra viento y marea, de que estábamos vivos, de que podía llamarme en la noche
del alud del 29 de octubre y evitar que me dejara llevar por la muerte. Esta
tercera mirada es la que más cambia, y por eso siempre resulta contemporánea.
Lo primero fue aquel
interés o curiosidad de mucha gente que hizo que se distorsionara la historia y
por eso elaboramos el libro ¡Viven!, donde los dieciséis sobrevivientes
narramos lo que sucedió, para que el escritor haga un recuento general a
efectos de que el libro relate los hechos que acaecieron, inmediatamente
después de ocurridos. Pero unos años más tarde, con más perspectiva, se empieza
a descubrir que esta no fue sólo la experiencia del accidente, del frío y de la
alimentación con los muertos, del alud y de la caminata, sino que fue una
experiencia muchísimo más removedora y transformadora.
Cuando regresamos a la
civilización, la gente nos miraba y decía que nosotros estábamos «místicos»,
que no éramos los mismos de antes. Nosotros no éramos conscientes de cómo
estábamos, sólo sabíamos que habíamos vivido y sufrido un proceso durísimo, sin
darnos cuenta cabal de lo que eso representaba para cada uno de nosotros. Como
aquel a quien le han declarado la
muerte clínica, que cuando logra volver a la vida lo hace de una manera completamente
diferente, porque no puede olvidar lo más poderoso que le ocurrió, frente a lo
cual todo lo otro cobra un sentido diferente.
A toda esta tercera
mirada de la historia, a la sociedad inconclusa que formamos en la nieve, por
muchos años no le pude prestar atención. Me la aplacó la tragedia en sí, la
pena inconsolable de los familiares de los chicos que quedaron en la montaña.
En los Andes ocurrieron
circunstancias que no se dan en situaciones normales y por eso la gente siempre
quiere saber más, para entender un poco más de sí misma. Intuitivamente, la
gente está esperando que vayamos un poco más lejos con esta experiencia, además
del primer abordaje, que primero produce sorpresa, luego es el interés por la
historia de supervivencia, el alimentarse con los muertos, como cosa curiosa,
como quien va al zoológico a observar animales raros. Y después, cuando por
allí no llegan a ningún lado, porque esa mirada se agota muy pronto, siguen
escarbando para saber lo que sentimos, lo que sufrimos. Pero ahora, más de
treinta años después, hay un cambio en las expectativas. Lo veo por las
repercusiones en nuestra página web Viven, esa cantidad de correos electrónicos
que llegan y nos picanean para saber no tanto lo que hicimos, sino lo que
aprendimos, lo que nos cambió. ¿Qué sucede cuando el mundo nos abandona? ¿Qué
sucede cuando no tenemos ropas y nos estamos congelando? ¿Qué pasa cuando tu
cuerpo se va consumiendo en vida, cuando no sabemos dónde estamos, y, por
momentos, quiénes somos? ¿Qué pasa cuando el límite entre morir y vivir es un
suspiro? ¿Qué pasa?, nos preguntan, nos preguntamos.
La llegada a la
montaña, en marzo de 2006, a caballo, tras dos días dolorosos y arriesgados,
tan majestuosos, nos fue preparando. Si bien el valle está menos nevado que en
el 72, vislumbro el mismo paisaje de hace treinta y cuatro años. Y descubro que
los años pasan pero las sensaciones profundas se mantienen indelebles.
Una expresión de esa
tercera mirada es la unión que mantiene el grupo de los sobrevivientes, y los
que quedaron en la montaña. Uno se pregunta: esa solidaridad, a prueba de
balas, por necesidad, ¿es genuina? ¿Es menos auténtica que la solidaridad
voluntaria? Sólo sé que para nosotros era absolutamente auténtica, y eso
disparaba nuestras potencialidades. Nuestro afecto recíproco paliaba la
soledad. He llegado a creer que cuando estás por morirte te tornas bondadoso.
Cuando se dice por ahí: «Mira los sobrevivientes, qué personas solidarias que
fueron en la montaña», respondo que no, éramos personas como cualquiera, porque
todos tenemos adentro esa solidaridad. En lo más hondo del corazón. Si te van
quitando elementos, llegas al corazón desnudo, donde el ser humano se entrega
por el otro. Cuando la muerte golpea las chapas del fuselaje, las costras
banales se desvanecen, y personas comunes son capaces de gestos
extraordinarios.
Ese trastorno psíquico
que produce el shock del accidente, el estrés constante, la vigilia casi
permanente, ese estado de miseria absoluta, nos hizo llegar a un nivel de
comunicación entre nosotros que seguramente no lo puedo lograr en la vida
civilizada. Estábamos tan solos en el universo que sólo nos teníamos a nosotros
mismos. Ese vínculo no lo puedo obtener con un hermano, ni con un hijo, porque
se trata de un lazo diferente. Y me alegro de que mi hija, estando acá en la
montaña, conmigo, pueda empezar a entenderlo, sabiendo de antemano que el hecho
de que sea diferente no quiere decir que sea mejor. Sí, hay un velo sutil que
nos envuelve a los dieciséis sobrevivientes, tal vez porque no debimos vivir lo
que vivimos. No pretendo romperlo porque sé que no lo conseguiré. Pero tampoco
deseo que continúe aislándonos.
En la montaña nadie se
vanagloriaba de nada, ni de haber creado esto o inventado lo otro, se hacía
para el conjunto y no había más recompensa que el bienestar del grupo. Y cuando
no hay ego, tu cuerpo y tu mente funcionan como un radar muy sensible, se
absorbe más de los otros, más del entorno, de la naturaleza, eventualmente de
una fuerza superior, Dios, que en ese ambiente te llega de otro modo, porque
cuando estás atribulado por las cuestiones cotidianas de la civilización no lo
dejas ingresar.
En esa religión católica
que nos enseñaban en la infancia, a mí siempre me impresionó cuando Jesucristo,
aunque no nos refiramos más que al personaje histórico, dijo que «era más fácil
que pasara un camello por el ojo de una aguja, a que un rico entrara en el
reino de los cielos». Esa frase, que siempre me sorprendió y nunca la terminé
de entender, recién la interpreté en los Andes. La entiendo un poco más porque
la experimenté: cuando vives en la ausencia total de elementos materiales, les
permites espacio a otras sensaciones, a nuevos sentidos, que es lo que quiero
rescatar cuando vengo a la montaña, porque sé que al regresar a la civilización
en parte volveré a perderlo.
Cuando en el segundo
día de rescate me lleva el helicóptero, junto con la felicidad de salir, de
volver a la vida, de regresar a la familia y a los amigos que tanto añorábamos,
y por los que nos manteníamos con vida, tengo una sensación de vacío en el
pecho, como que me estaban quitando algo entrañable. Al observar el fuselaje cada
vez más pequeño, solo, porque fuimos los últimos en partir, junto con la
alegría me invadió como una nostalgia. Es la sensación de dejar un mundo en
gestación, un proceso que todavía no había decantado y que no terminó nunca de
fraguar, porque quedó inconcluso.
Al mismo tiempo me doy
cuenta de que eso sucedía especialmente con la subsociedad del fuselaje, y no
ocurría tanto con la subsociedad de los expedicionarios, que iban y venían del
avión a la cola, o más allá de la cola, hacia el este, o en la expedición
definitiva a través de la cordillera. Porque ellos estaban y no estaban.
Vivieron, en este sentido, una experiencia diferente, porque necesariamente
estaban más atentos a la acción y dependían más de la fuerza. Y eso también es
algo inconcluso, discernir que fue diferente para los catorce que permanecimos
en el fuselaje que para los dos que llegaron a Chile, y a su vez son dieciséis
miradas distintas de la misma historia.
Eran subgrupos que
requerían actitudes diversas. La subsociedad del fuselaje tenía más tiempo para
estar consigo misma, para soportar el tiempo vacío, con paciencia, para estar
con la montaña y aceptar el entorno. El expedicionario vivía con una intensidad
abrumadora, estaba pendiente de irse, observando la temperatura, analizando la
consistencia de la nieve, evaluando la fortaleza del saco de dormir, para ver
cuándo puede salir. Y si bien nosotros, la subsociedad del fuselaje, éramos el
soporte para la estrategia y la logística, eran ellos los que se jugarían el
pellejo, que a su vez era el pellejo de todos.
Esta segunda vez que
estuve en la cruz de hierro, a ochocientos metros del glaciar donde está
enterrado el fuselaje, fue tan o más impactante que la primera vez que vine, en
el año 1995, como si todo estuviera condensado en ese promontorio de piedra
incrustado en la nieve.
Desde acá, desde la
cruz de hierro, se ve claramente dónde pega el avión, por dónde se desliza el
tubo partido, y dónde frena, después de empotrarse cada vez más en la nieve. A
los cuatro días del accidente salí en la primera expedición, con Numa Turcatti,
Roberto Canessa y Carlitos Páez, y llegamos hasta la mitad de la montaña del
sur. Es ahí cuando tengo esa percepción muy clara de que si no tomábamos una
decisión radical, como alimentarnos con los cuerpos, no íbamos a poder escapar
de la trampa. Porque desde arriba lo que veíamos era sobrecogedor. Las montañas
eran infinitas, como si continuaran de largo hasta Panamá por el norte y el
Cabo de Hornos por el sur. Hacia el oeste la gigantesca pared de nieve nos
tapaba la visión, y al este, hacia Argentina, las montañas continuaban en el
horizonte, por lo que era fácil deducir que estábamos muy cerca del centro de
la cordillera de los Andes, el peor lugar del planeta para estar a la deriva. A
la noche le cuento a Daniel Fernández, que está echado a mi lado: «No sé si
enloquecí, Daniel, pero estoy pensando en usar los cuerpos de los muertos
porque esto viene para largo». Él me respondió que estaba pensando lo mismo.
Desde el instante en
que la sociedad nos dice que abandonó la búsqueda porque nos da por muertos, se
corta ese lazo que nos unía y pasamos a ser nosotros mismos, aislados, y creo
que allí comienza a tejerse esa malla sutil que nos envuelve a los
sobrevivientes hasta el día de hoy.
Después de que
comenzamos a utilizar los cuerpos, el capitán, Marcelo Pérez del Castillo, que
nunca lo aceptó plenamente, empezó a bajar los brazos, porque habíamos
pisoteado una cantidad de principios que para él eran sagrados. Se empezó a
desarmar, aunque seguía siendo el capitán.
Mientras tanto, los tres primos habíamos ganado el respeto de los demás, creo que porque actuábamos con equidad, y había que tomar el toro por las guampas y nosotros lo hicimos: tuvimos que cortar la carne con un vidrio porque el mundo no venía a buscarnos. El alud es como un cataclismo. Surge otro grupo diferente, con otra mentalidad. Hasta el alud vivía Marcelo, y con él estaba viva la memoria de la sociedad que él representaba: la hombría del rugby, la lealtad del juego, la integridad y el honor.
Sin Marcelo, yo debo
asumir más responsabilidades. Sin quererlo me convierto en referente, en
especial ante el grupo de los menores, que los conocía de antes y me tenían un
cariño especial, como surge con los más chicos frente a un mayor que no suele
perder la calma. A partir de entonces se profundizó esa sociedad del sexto
sentido, se consolidó la cuarta dimensión. Que no es brujería, ni superchería,
sino otra forma de conocimiento a la que accedimos en un espacio y un tiempo
donde el aprendizaje normal y racional tenía pocas posibilidades de ofrecer
soluciones. Nos vamos convirtiendo en locos que funcionan por amor y
sensibilidad.
De la nada, fuimos
haciendo cosas. Convertimos almohadones en raquetas para caminar en la nieve.
Fundimos agua para que la nieve en la boca no nos destrozara las encías.
Hicimos lentes con la mica del parabrisas del avión para que el sol no nos
destruyera las córneas, estudiamos las cartas de vuelo para guiar a las
expediciones, preparamos a los escaladores. Y, fundamentalmente, aprendimos a
manejar en una forma diferente la transición entre la vida y la muerte.
Esos días que pasamos
alimentándonos de nuestros amigos y compañeros que habían muerto, ellos nos
estaban dando la posibilidad de vivir. Por eso siento que mi vida me pertenece,
sí, pero también siento que les pertenece a ellos. Que lo que yo hago o deje de
hacer también obedece a su voluntad. Y por supuesto que yo intento actuar como
si ellos me lo hubieran pedido, y en lo que hice, hago y haré en mi vida
trataré con todas mis fuerzas de no fallarles.
¡Cómo me gustaría poder
decirle a Marcelo que lo que él tanto temía no sucedió! Que en los Andes
comprobamos que cuando se rompen las normas convencionales no significa que se
degrada la integridad, ni el honor, ni esos principios que para él eran tan
caros. Al contrario, se afianzan, Marcelo. Y la prueba son nuestros
descendientes. De los dieciséis que sobrevivimos, hoy somos más de cien.
Siempre estuve
persuadido de que no me moriría en los Andes. Sé que a muchos de los
sobrevivientes les sucedió lo mismo. Tenía la certeza de que el momento no era
ese, pero ¿cómo podía tener esa certidumbre si la muerte dormía a mi lado? Era
ilógica, absurda. Entonces, ¿cómo la logré? Claro que no lo sé, pero pertenece
a ese sexto sentido, el mismo que le daba a mi madre la convicción de que yo
estaba vivo. Esa certeza me obligaba a un comportamiento específico, a
determinadas responsabilidades: había que tratar de mantener el ánimo sobre
todo en los que estaban más débiles, particularmente en el final, cuando
prácticamente no se movían, cuando permanecían el día entero tumbados adentro
del fuselaje con la mirada taciturna.
Esos primeros días
cuando regresamos a casa, tras el rescate, fue un proceso diferente de acuerdo
a la personalidad y a la familia de cada uno, y a cómo nos había impactado
vivir en el terror. Mi familia me aisló. Otros prefirieron disfrutar esa suerte
de heroísmo involuntario en que la sociedad nos había encasillado. Algunos se
encerraron para ir decantando despacio lo que había sucedido. Otros, como Pedro
Algorta, se alejaron lo máximo posible. Al poco tiempo, recuerdo cómo empezaron
a cambiar las personalidades que teníamos en los Andes. Por momentos no nos
reconozco.
A veces incluso nos enojamos con nosotros mismos y nos criticamos diciéndonos: «Recuerda cómo eras en la montaña y mira lo que eres ahora, en lo que te has transformado: has vendido el alma al diablo». Nos hacemos reproches violentos y frontales para los que nos miran desde el llano, tanto que se asustan al vernos, porque nos habituamos a hablar del derecho. Y entre otras cosas dejamos de tener ese contacto con la cuarta dimensión, con el sexto sentido.
Es como tener tres
vidas, antes de los Andes, con los vínculos y las relaciones que se daban en
ese entonces; la intensa transición en la cordillera, y la posterior, que
conserva un cordón sutil que la une eternamente con la historia inconclusa de
la montaña.
A la tercera mirada de
la historia corresponde, también, una sensación de plenitud que algunos
experimentamos en los Andes. «No tengo nada, estoy con hambre, tirito de frío,
estoy solo, perdido, con la muerte pisándome los talones y sin embargo puedo
experimentar una felicidad diferente», parece una terrible contradicción, una
paradoja incomprensible. Pero por momentos ocurrió, cuando lográbamos una
conexión con el entorno que pertenecía a otra dimensión.
Siento que los que se
apasionan por la historia captan algo de su esencia. Captan algo más que una
historia de sufrimiento, hazaña o salvación. Una mujer me envió un correo
electrónico donde me dijo: «La salvación de ustedes no fue la salida en los
helicópteros sino cuando se cayó el avión e ingresaron en otra vida». Al
principio no entendí a lo que hacía referencia.
Pero por algo ese texto me siguió dando vueltas en la cabeza, y cada vez que lo leo, lo hago con una perspectiva diferente. La última vez que lo leí me sonreí con complicidad. Qué razón tienes, pensé. Mi colaboración, cuando regresamos, fue el silencio. Fue como si los que nos dieron la vida, antes de entregarnos el cuerpo, me hubieran dicho: «Úsame y sálvate, pero te voy a pedir un solo favor, respeta a los que van a llorar por mí». Ese contrato lo firmé con cada uno y lo sellé con sangre. Y creo haberlo respetado a rajatabla. Pero el tiempo ha transcurrido para todos. Estamos más viejos, más serenos. Y lo que antes producía dolor ahora produce compasión y ternura. ¿Fuimos héroes o víctimas? ¿Bendecidos o desdichados? ¿Por qué nos ocurrió lo que nos ocurrió? ¿Significa alguna cosa?
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