La cuenta regresiva

 Por José Luis "Coche" Inciarte


Yo había fijado que me moriría en la Nochebuena del 24 de diciembre. Setenta y tres días después de haber caído en la montaña. Quedaba poco tiempo. Y así como había escrito en una libretita todo lo que iba a hacer si sobrevivía, cuando me di cuenta de que la expedición final estaba por fracasar, porque tenían comida para diez días, que vencían el 22, me dije: les doy dos días más de plazo y me muero el 24.

Adivinando mi intención, Adolfo Strauch, que en esa época me cuidaba como una madre, porque yo había dejado de luchar y me la pasaba tumbado en el fuselaje, dijo que no iba a permitirlo, ¡pero era tan fácil engañarlo y dejarse morir! El hecho de haberme puesto un plazo me daba, al mismo tiempo, una cierta serenidad. En esos días en el avión no se hablaba, las mentes se evadían y aquella alegría de todas las mañanas de experimentar que continuaba respirando languidecía hora a hora. Uno se miraba en los demás y el otro funcionaba como un espejo. Nos veíamos los ojos hundidos, la expresión abatida, y en lo más profundo del iris podía leerse el final. Por eso, si el domingo 24 de diciembre no aparecían nuestros amigos, diría un adiós solitario, sería una despedida mental, y me dejaría llevar, lentamente, como en la noche del alud.

El día 18 inicié el lento proceso de morirme. Perdí completamente el apetito, la comida me provocaba náuseas, mi minúscula ración de carne se la regalaba a cualquiera, mientras Adolfo Strauch me regañaba con la mirada, lo que hacía que me la devolvieran pero, en secreto, yo volvía a entregarla.

Para agravar la situación, después de la avalancha del domingo 29 de octubre, se me había infectado la pierna, se había gangrenado, y no pude caminar más. Pasé a depender de los otros. Y  a esa pierna gangrenada la tuve que operar yo mismo. Estaba en quinto año de Facultad de Agronomía y sentí que tal vez podía hacerlo mejor que Roberto Canessa —pues, a pesar de todo su temple, era médico de segundo año de Facultad—, quien me quería abrir el absceso con el filo del hacha que encontramos en el avión. Pero él ya había hecho demasiado. Tomé una hojita de afeitar y me hice una incisión, saltó toda la materia con la gangrena y salvé la pierna, aunque no pude seguir caminando y me transformé en un inválido.

Durante los días 19 y 20, mi tránsito hacia la muerte progresaba. Como estaba al borde de la inanición, por la ausencia de defensas se me formaron forúnculos purulentos en las piernas. Alcancé a observar la vida a la distancia, me formulé preguntas que nunca me había hecho, llegué a conclusiones que no sabía y descubrí que la nueva perspectiva es indeleble, porque me acompaña hasta hoy, treinta y seis años después. Mi vida se apagaba en forma paralela a cómo imaginaba que se apagaba la esperanza de nuestra última apuesta: Nando y Roberto en una larga marcha atravesando ese infinito blanco. Porque con el relato de Tintín, ahora me imaginaba lo que ellos estaban viendo, ese horizonte de montañas, y por más que sus almas fueran inquebrantables, sus cuerpos eran falibles y se estaban agotando. Eso en la mejor de las hipótesis, si todavía continuaban con vida, si antes no habían muerto en una grieta, congelados, o perdidos  en la niebla.

El jueves 21 ni siquiera podía incorporarme, mis necesidades me las hacía encima, aunque era lo que menos me importaba, cuando hacía más de dos meses que no me sacaba los varios pares de pantalones que usaba. Esa noche, curiosamente, la pasé revalorizando todo. Había aprendido en esos últimos días de moribundo que la vida había que merecerla, no se recibía de regalo, y para merecerla había que entregar algo, fundamentalmente afecto, y vaya si lo habíamos entregado a los amigos vivos y muertos en todos esos días. Y pensaba todo eso porque me estaba preparando para morir, estaba cada vez más cerca, a tres días exactos, los contaba por horas. Todo se había truncado demasiado rápido, pero había valido la pena. ¡Qué ironía que a la mañana siguiente, el 22, aparecieran las noticias de la llegada de Nando y de Roberto!


Me emociona tanto recordarlo, que siempre se me nubla la vista cuando lo pienso, cuando reflexiono que yo les había dado dos días más de margen para morirme y que al fin llegaron, sorteando a la lógica, y no me morí. En esa madrugada, abrí los ojos y vi los resplandores del amanecer helado. Daniel Fernández ya no estaba a mi lado, porque, como hacía todas esas mañanas, salía en la oscuridad, poco antes del alba, congelándose, cubriéndose de escarcha, para escuchar esa radio diminuta e inverosímil que nos conectaba con un mundo en el que nadie creía, a pesar de que estábamos atentos a lo que decía. Eduardo Strauch y Álvaro Mangino tampoco estaban en el avión. Cierro los ojos para dejar de ver ese escenario fúnebre del fuselaje, donde tantos habían pasado de un estado al otro, pero cuando vuelvo a abrir los párpados surge Daniel Fernández en el borde del avión, con una expresión en el rostro completamente diferente a la que veíamos todos los días, al punto que parecía otra persona, los ojos le brillaban, como si hubiera rejuvenecido diez, veinte años.

Desde mediados de diciembre se había derretido la nieve que sostenía al avión, el que se mantenía apenas sobre un pedestal de hielo que no se derretía por la propia sombra del fuselaje, y por eso estaba elevado. Teníamos que saltar para salir y para subir, a diferencia de los días anteriores, cuando para salir del fuselaje había que subir a la nieve. Daniel estaba asomado al avión, con el cuerpo más abajo, agarrado de los bordes, cuando se pone a gritar como descosido: «¡Aparecieron Nando y Roberto! ¡Llegaron!». La puta.

Boquiabiertos nos miramos entre todos. Como figuras enclenques, nos incorporamos, incrédulos, y nos abrazamos, llorando, pero el avión empezó a balancearse sobre ese frágil pedestal donde se sostenía, y como estaba en una ladera, pensamos que iba a caer y rodar rumbo al valle. Entonces permanecimos quietitos, como paralizados, y en silencio nos encogimos, como si quisiéramos pesar menos de lo que pesábamos, y, gateando, salimos.

Llegamos al borde y nos tiramos uno a uno hacia afuera, y ahí sí dimos rienda suelta a una emoción contenida hacía setenta y un días, nos revolcamos en la nieve, nos besamos entre todos. En medio del bullicio y del griterío nos pasamos de mano en mano el pomo de pasta de dientes que quedaba, el que usábamos de postre, y nos lavamos los dientes, que se habían convertido en unas teclas ennegrecidas que se movían cuando las tocabas, porque la encía con escorbuto había trepado, y los dientes oscilaban tanto que parecía que caerían. Nos sangraban las encías pero igual nos limpiamos, me cambió el gusto en la boca, y lentamente empezó una nueva metamorfosis.

Sin hablarlo previamente, comenzamos a actuar como en la sociedad prolija y civilizada e intercambiamos los sacos para que cada uno tuviera el suyo, su propiedad, y a las nueve de la mañana yo estaba sentadito en el lado oriental del fuselaje, esperando los helicópteros, porque en la radio habían anunciado, además de la llegada de Nando y Roberto, que los helicópteros estaban preparándose para salir en nuestra búsqueda.

Exactamente a las 12:45, de acuerdo al reloj que conservo hasta hoy, sentimos un sonido que nunca habíamos escuchado, atrás de la gigantesca pared montañosa, al oeste, pero a causa del viento inmediatamente desapareció. Se parecía a aquellos primeros días, cuando todos discutíamos si habíamos escuchado a un avión o si era el viento, o una avalancha, o si en verdad era ese sonido bendito con el que siempre soñábamos, las aspas del helicóptero que al fin venía por nosotros. Nos quedamos mirando al cielo y buscando, buscando, pasaron varios minutos pero nada. ¿Habíamos alucinado de nuevo? Hasta que alguien gritó «¡Allá vienen!». Miré a la montaña alta y no vi nada, «Nos estamos enloqueciendo todos juntos», pensé. Pero cuando giré la cabeza para mirar al que había gritado, que se incorporaba con dificultad, desde el valle del este, o sea del otro lado, vi que se recortaban dos puntitos negros, dos puntitos que se movían con respecto a las referencias estáticas de aquel paisaje monótono que conocíamos de memoria, y que venían en silencio, pero ¿por qué no hacían ruido?, ¿era otra trampa de nuestras mentes trastornadas?, hasta que identificamos las formas de los helicópteros, ahora estaban mucho más cerca y ahí sí rompieron el silencio estrepitosamente con sus motores, con toda la potencia, sobrevolándonos, y yo veía gente que saludaba, distinguí a Nando, y ese sonido de los motores fue un himno a la vida que todavía evoco, y cada vez que lo escucho me pongo a llorar con la misma intensidad de aquel 22 de diciembre de 1972.

No sé cómo llegué hasta donde había bajado uno de los helicópteros y uno de los socorristas que ya estaba sobre la nieve me tomó como si yo fuera una bolsa y me arrojó adentro del aparato, que permanecía a una cierta altura, porque no podía posarse debido a los feroces remolinos de viento y porque la superficie de la montaña era inclinada. Todo era confuso, no sabía bien qué pasaba, creí que habían subido todos pero no, no lo habían hecho. Entonces viene esa salida tan difícil porque el remolino tiraba al helicóptero, y yo me decía «Puta, me voy a morir ahora en lugar del 24», y de repente recuerdo un gran silencio, después el piloto, el comandante Carlos García, explica que el aire caliente lo está sacando del cajón entre las montañas, y yo no entiendo nada de lo que dice y por eso cierro los ojos por el miedo, como hice la primera noche en la montaña, no sé cuánto tiempo, mucho, poco, no sé.

Porque cuando abrí los ojos el paisaje se había coloreado, y predominaba el verde. Pero antes, cuando miraba hacia abajo y veía el fuselaje cada vez más pequeño, aquellos despojos entre la nieve donde había dejado tantas cosas, a Dios, el ser humano desnudo en cuerpo, alma y mente, con lo mucho que había perdido, mis amigos que permanecían ahí, se me anudó el corazón. Los despojos del avión se empequeñecían segundo a segundo, dejando a un Coche enclenque arrastrándose a su lado, un muchachito de veinticuatro años deambulando encorvado por la nieve, buscando el rincón donde se iba a morir, escondido para que no se lo impidieran. Y hoy, cada vez que subo a la montaña me formulo las mismas preguntas, las que se afirman con los años, cuanto más viejo me pongo: «¿Cómo hicieron esos jovencitos para soportarlo? ¿Por qué lo lograron?». Y, fundamentalmente, «¿Para qué lo hicieron?».


Después de parar en el valle perdido de Los Maitenes, me vuelven a subir al helicóptero y me llevan al hospital San Juan de Dios, en el poblado más próximo, San Fernando. Cuando me bajan, me quitan la ropa, con toda la mugre que tenía, me cubren con una manta y, cuando me llevan a la habitación número uno, yo alcanzo a verme en el reflejo de un vidrio, un esqueleto con vida, un espectro sucio que se mueve, pensé. Luego llegó un médico para atenderme el pie, y en medio de la conversación, mientras yo no cesaba de expresarle lo deslumbrante que me resultaba ese lugar, como al descuido me preguntó, mientras me curaba, qué fue lo último que había comido, la pregunta clásica de los médicos, como si yo hubiera ido a la consulta con hora marcada, en una clínica de Montevideo. Le respondí, con la mayor naturalidad: «Carne humana». Él siguió curándome el pie como si nada, no advertí el más mínimo cambio en su actitud, ni en el movimiento de sus manos que ahora me vendaban. Pero más tarde me enteré de que después de haberme escuchado, no supo más lo que estaba haciendo, le fue imposible concentrarse, simplemente movía las manos con el desinfectante para un lado y para el otro, pero su cerebro estaba volando lejos de aquella habitación y de aquel esqueleto barbudo que, alucinando, no hacía más que alabar los colores de las paredes, la armonía con que había sido construida esa cama vulgar de hospital.

Minutos después, entró un cura muy flaco y muy jovencito: «Soy Andrés Rojas», se presentó. Apenas lo vi entrar, me incorporé en la cama, lo abracé y brotó un torrente de palabras de mi boca, contándole todo, mientras él intentaba serenarme. Cuando quiso darme la comunión, le pedí que antes me confesara, pero me respondió en una forma muy madura: «Te has confesado desde que entré». Cuando recibí a Dios a través de la hostia, sentí claramente que ya lo tenía adentro, que ya vivía en mí, porque ya sabía que ese Dios o ese espíritu superior existe y pertenece a todos los hombres, porque así se me había revelado en mi vida de moribundo.

El sábado 23 de diciembre dejé San Fernando rumbo al hospital Posta Central, en el corazón de Santiago, en una ambulancia que demoró dos horas en llegar. Me acompañaba mi hermano, que cuando me vio por primera vez, unas horas antes, me abrazó y permaneció en silencio, porque no le brotaban las palabras. En la ambulancia yo viajaba acostado en la camilla y mi hermano venía sentado junto a mí. Después de aquella emoción muda del encuentro, entablamos una conversación muy tierna, mientras la ambulancia avanzaba por la ruta. Mi hermano me hacía preguntas sobre detalles, algún nombre, alguna anécdota, y yo le respondía, y luego yo le formulaba preguntas sobre Montevideo, fundamentalmente preguntas sobre la familia y mi novia Soledad, porque salvo a él, todavía no había visto a ningún otro de mis allegados. Hasta que en un determinado momento, como al pasar, me pregunta: «Che, ¿y cómo vivieron?, ¿de qué se alimentaban?». Lo preguntó con mucha espontaneidad, como si recién se le ocurriera que le faltaba esa información, porque antes estaba lo otro, si me dolía la pierna, cómo era el frío, cómo fue el accidente del avión, cómo me sentía. Ante esta nueva pregunta le dije la verdad, en el estilo directo con que nos estábamos comunicando, «de carne humana». «Ah, sí, claro», respondió él, y permaneció en silencio, tanto que yo me incorporé para mirarlo, y me di cuenta de que se estaba descomponiendo. Cuando advierto que está blanco como una hoja, le pregunto: «¿Te sientes mal?». «Sí, estoy mareado, se me ha descompuesto el estómago», responde, y me di cuenta de que se iba a desmayar. Entonces me levanté de la camilla y lo acosté a él en mi lugar. Así llegamos a Santiago, y cuando los enfermeros del hospital Posta Central abrieron la puerta de la ambulancia, vieron a un muchacho muy pálido acostado, con los ojos cerrados, y a otro muchacho, excesivamente flaco, con los labios resquebrajados y una barba muy larga, a su lado, consolándolo y tomándole la mano, y entonces se miraron perplejos porque no sabían a cuál debían colocar en la camilla para trasladarlo de urgencia al Centro de Tratamiento Intensivo, como estaba indicado en las especificaciones del médico que viajaba en la cabina: ¿al barbudo esquelético o al semidesmayado? Levanté un dedo y entendieron que era yo, y así fui a parar al CTI, donde me reencontré con Roy Harley, Álvaro Mangino y Javier Methol. Juntos, una vez más, pasamos la noche en una cápsula, mejor equipada que el CTI improvisado del fuselaje.

Incluso en ese lugar extraño, conectado a los monitores, con los sonidos asincrónicos y esas rayitas verdes que se dibujan en la pantalla, me pareció ver, entre todas las lucecitas que permanecen encendidas, esa estrella que me acompañó durante las noches en el avión, con mi madre y mi novia Soledad en el pensamiento. Eso ocurría cuando uno dormía del lado derecho del fuselaje y veía a través de las siete ventanillas ovaladas del avión que estaban más altas, en el lado izquierdo. Era una estrella muy brillante que tardaba aproximadamente una hora en pasar de una ventanilla a la otra. Lo mismo ocurría cuando había luna llena, y yo pensaba en mi barrio querido de Punta Gorda, en Montevideo, próximo a Carrasco, porque sabía que mi madre estaba observando esa misma estrella al oeste y esa misma luna. Eran en esos momentos cuando me comunicaba con ella, diciéndole: «Estoy vivo, mamá, resiste», el único mensaje que quería transmitirle. Poco después mi madre me lo contó: «De noche salía a caminar, iba hasta el extremo de Punta Gorda, por la rambla, frente al mar, y veía la luna y una estrella muy brillante pensando en ti».

En esa nochecita del sábado 23 de diciembre en el CTI, cuando entró mi madre, nos miraba a los cuatro internados, pero como estábamos tan parecidos, no terminaba de reconocerme, no se convencía de que fuera yo. Hasta que la tuve que llamar haciendo gestos con la mano, y ahí fue un contacto difícil de expresar, el contacto físico de una ilusión remota que se tornaba realidad.

Mi novia Soledad y mi madre siempre creyeron que estaba vivo. Incluso Soledad me visualizaba con nitidez, me veía muy delgado, con colgajos y medallitas en el cuello. Un día antes, en el hospital de San Fernando, una monja entró a mi habitación y, sin consultar, me colgó piolas con medallitas del cuello, que yo no me quité. Cuando mi madre al fin me reconoció en el CTI, con aquel aspecto esquelético y el cuello cubierto de medallitas, quedó muy impresionada, porque era exactamente así como Soledad me había imaginado. Entonces me dijo esa frase que tanto me conmueve: «Te parí dos veces, hijo, sólo que esta vez sufrí y me alegré mucho más que la primera».

En la noche que llegué a Montevideo, mi madre le pidió a mi hermano, con quien yo compartía el dormitorio, que se cambiara de habitación, y se acostó ella en la cama de al lado. De noche yo no podía conciliar el sueño, porque estaba acostumbrado a no dormir sino apenas a dormitar en el fuselaje, para no congelarme y por la incomodidad insoportable. Entonces hacía tiempo fumando tabaco de hoja, mientras mi madre me observaba en la oscuridad. A ciegas, iluminado apenas por la brasa del cigarrillo, yo hacía dibujos al carbón sobre un manojo de papeles que había colocado a mi lado.

No sabía lo que quería dibujar, pero no podía dejar de hacerlo. Lo que surgían eran todas escenas de la montaña. Hasta que cuatro días después, el 1.º de enero, en una sola noche de insomnio y trabajo frenético hice toda la secuencia de la montaña, dibujos que todavía conservo, que culminan con la llegada de los helicópteros.

Cuando permanecimos sepultados bajo la nieve durante tres días después del alud, se creó un antes y un después, separando dos historias diferentes. Cuando al fin salimos, el paisaje era otro, la gente era otra. Salimos ocho menos, pero salió uno más, y ese «más uno» inmaterial nos advirtió que se terminaban definitivamente las mezquindades de la sociedad «civilizada», entre comillas. Fue ahí cuando entré en un contacto mucho más estrecho con una fuerza superior. No me hizo más cristiano ni menos cristiano, simplemente mucho más creyente en un mismo Dios para todos, que se expresa a través del hombre, en el altar de la naturaleza. Es fácil no creer desde el llano: es imposible no creer cuando estás a solas con la montaña.

Hubo una mutación, porque todo lo que hicimos a partir del alud fue apropiado para llegar a la meta de volver a casa. Fue inteligente cómo nos organizamos, fue adecuado cómo nos contuvimos mutuamente para no enloquecer. La idea de los expedicionarios fue una decisión muy sabia que no tuvo dueño. Sabíamos que Nando quería salir, pues a ese hay que cuidarlo, pensábamos. Él elige a Canessa y a Vizintín. No se me ocurre un equipo más adecuado. Pero ese proyecto es del grupo. ¿Quién decidió? Todos. El «más uno» que salió del alud nos hizo más perspicaces, nos señaló desde nuestras mentes cómo había que hacer las cosas y a los expedicionarios los llevó de la mano para que pudieran atravesar la cordillera. Se me podrá decir: «Esas son suposiciones, Coche». Pues que cada cual analice y evalúe los hechos y verá si no llega a las mismas conclusiones. Yo veo otra huella junto a los expedicionarios cuando hacen la última travesía. Sé que los hechos indican algo diferente, que es la hazaña del hombre solo, pero en mi mente yo diviso esa huella. Y todavía Nando sube al helicóptero y nos encuentra, en medio de la nada distingue el valle y esas rocas que uno las tenía grabadas en la mente.  ¿El «más uno» no viajaba en ese helicóptero? Todo el equipo funcionó como un organismo nuevo y muy eficaz. Los tres primos Strauch, que por su parentesco tenían una cohesión de clan dentro del grupo, se transformaron en un referente que tranquilizaba, que coordinaba, cuidándonos a todos por igual. Pero todos fueron, en su medida, fundamentales. Los quebrados fundían agua, otros cortaban carne, otros planificaban. Fuimos costureras del saco de dormir, fuimos madres, padres, enfermeros. Creo que mi rol fue el de contención psicológica: con una pierna lastimada, era lo que podía hacer, contener a los otros, para poder resistir hasta mañana. En Alcohólicos Anónimos dicen: «Hoy por hoy no bebo, mañana veo», una fórmula que te repites todos los días. Fui a varias reuniones de Alcohólicos Anónimos porque estaba bebiendo demasiado y decía eso mismo, «Por hoy no tomo». Por eso en la montaña separamos las balas del revólver del piloto, por hoy no hago ninguna locura, veremos si mañana amanecemos vivos.


En una libretita apunté todo lo que quería hacer si salía vivo. Le pedía a Dios que me enseñara a llenar ese hueco inmenso que se nos había abierto, un hueco metafísico que no puede llenarse con banalidades ni con conquistas materiales. Allá arriba, en la miseria más absoluta, hallé la respuesta, encontré cómo llenarlo, y anotaba lo que iba a hacer si sobrevivía, cómo iba a llenar ese hueco sin caer en las tentaciones fáciles y fútiles de la sociedad convencional. En estos años que me tocó vivir, creo que he cumplido con algunos de los deberes con los que me comprometí, lo que tengo escrito en esa libretita que guardo siempre a mi lado, porque me impide, hasta hoy, que pierda el rumbo. Es la brújula abollada que teníamos en la montaña.

Cuando salí, a los ocho meses me casé; lo hubiera hecho al mes siguiente, porque estaba en el primer lugar de la lista, pero no me hallaba en condiciones físicas, había perdido la mitad de mi peso, y, por prescripción médica, necesité ocho meses para recuperarme. Al año nació mi primer hijo, lo segundo en la lista, que me trajo uno de los momentos más vibrantes que he tenido en mi vida. Y después otra hija, y luego el tercero, y con ellos crecidos, criados, y con muchas otras cosas que me había impuesto, pude poner la palabra «fin» a la última hoja de esa libretita que llené con la letra trémula por el frío y el miedo, en el fuselaje del F571.

En la cordillera pedía media hora para volver con mi familia, con mi novia, y contarles estas novedades que había aprendido, porque me parecían demasiado trascendentes como para que murieran conmigo. Media hora me alcanzaba para mostrarles mi descubrimiento: que el amor no se divide sino que se agiganta. Pero no me dieron esos minutos que pedía, al final tuve treinta y seis años para contarlo.

Cuando regresamos a Montevideo, en los primeros tiempos me costó mucho vivir con el tema de haber comido los cuerpos de los amigos muertos, porque al tabú uno lo tiene adentro, agazapado, aunque crea que lo ha superado y resuelto. Y si bien la sociedad no te lo recuerda constantemente, indirectamente te lo señala. Si por un lado fue una íntima comunión entre los hombres, una amorosa entrega para que los otros siguieran viviendo, en términos prácticos allá arriba debíamos cortar y comer todo, y esa imagen es demasiado violenta. En mis conferencias sobre los Andes siempre me preguntan qué partes comíamos, y respondo: todo. A veces embromábamos: «Tú no te mueras porque estás demasiado flaco y huesudo». Y en diciembre llegábamos a hacer apuestas de humor negro, sobre quién se moría primero, y yo lo puedo contar porque era uno de los candidatos preferidos, con mi estampa cadavérica. Incluso me enteré de que en un momento lideraba las apuestas, era el «favorito», como en el turf, aunque no me importó. «Si ganan conmigo les serviré de poco», bromeaba con mis amigos, señalando mi costillar sin carne. Pero al otro que «competía» no le gustó y les pidió que no jugaran más de esa manera, y de inmediato se terminaron las apuestas. Igual ninguno hubiera ganado porque los dos sobrevivimos.

Hasta el año 2002, viví en silencio, con el dolor y los recuerdos. Pero los treinta años del accidente fueron un punto de inflexión, porque me di cuenta de que lo que no se dice provoca dolor, y que hablar, cura. Creía que me haría bien relatar mi verdad, pero jamás sospeché que les haría bien a otros escucharla. Es una forma de medir el tiempo: setenta y un días es mucho para pasarla tan mal y treinta años es demasiado para mantener el sufrimiento escondido.

Hace pocos años retomé la pintura, después de aquellos dibujos que empecé a bocetar en la noche del 28 de diciembre de 1972, con mi madre observando en la penumbra, cómo su hijo, con una brasa de cigarrillo moviéndose de la boca a la mano izquierda, dibujaba con frenesí, buscando algo que no podía encontrar. Los motivos que pinto son variados, pero inconscientemente, sin proponérmelo, siempre vuelvo a recrear una misma escena: un grupo de muchachos con los brazos extendidos, en la montaña helada, con dos helicópteros que llegan desde el valle. Los pinto, los vuelvo a pintar, pero lo más curioso es que cada vez que cuento a los muchachos, que nunca sé si están recibiendo a los helicópteros cuando llegan o los están despidiendo cuando se van, los cuento y los vuelvo a contar y, con lágrimas en los ojos, siempre descubro que son más de dieciséis.






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