Abandonados

 Por Roberto Canessa


No sé si hubo algún científico loco y maldito que dijo: en lugar de poner cobayos, pongamos seres humanos en el hielo. Que sean jóvenes para que resistan más y no se mueran con las enfermedades que traen consigo. Quitémosles el oxígeno del aire para que se tambaleen y alucinen. La mayoría serán universitarios, para ver si se las pueden ingeniar, para ver cómo se organizan, cómo operan en equipo, cómo planifican y resuelven creativamente los problemas. Pongamos deportistas, y veamos si son capaces de resistir setenta y dos días, mientras tres y luego dos de ellos intentan caminar diez días sorteando el abismo, trepando la montaña hasta llegar a los valles. Vamos a descubrir en este laboratorio siniestro cómo se forma la sociedad de la nieve. Para ver hasta dónde resisten, cuánto pueden soportar. Si resistieron hasta aquí, ateridos de frío, al borde del pánico, pues agreguemos otra trampa, más cruel todavía, más humillante si se puede, para que desciendan al fondo mismo de los abismos, y cuanto más hondo, siempre peor.

Lo más perverso de ese experimento es que puedo decir lo que pensaba ese cobayo sometido a semejante escarmiento. Yo y los otros quince que sobrevivimos. La prueba es más siniestra todavía porque podemos observar cómo el cobayo experimenta, por ensayo y error, cómo se equivoca, cómo encuentra la casilla errada y lleno de esperanzas cree vislumbrar la salida, cree escuchar los aviones del rescate, pero es un espejismo. Lo vemos subir al sur y casi muere agotado, casi queda ciego; baja al este y casi se congela. Que aprendan de sus errores, con la peculiaridad de que siguen probando, porfiados, no desfallecen, continúan moviéndose, aunque sea para el lado equivocado.

Sigamos humillándolos, tensando la cuerda hasta lo impensable. Que primero comiencen a comer los músculos de los cadáveres y luego se vean obligados a seguir con las vísceras, hasta que deban abrir los cráneos a hachazos para llegar al interior del cerebro.

Veamos cuántos van quedando por el camino, sobre los que se asienta la salida postrera, en la ruta improvisada del oeste. En la sociedad de la nieve los códigos eran completamente diferentes a la sociedad de los vivos, donde lo que se apreciaba no era algo material, sino intangibles como ser todos iguales, pensar en el grupo, ser fraternos, prodigar afectos o abrigar ilusiones. Por eso lo que más quiero en la vida es rescatar esa sociedad de la montaña, ese experimento de comportamiento humano único que funcionó en base a los cinco conceptos más sencillos que puedo imaginar: equipo, persistencia, afectos, inteligencia y, sobre todo, esperanzas. Pero para reproducir el modelo debo conocer sus claves, desentrañar sus misterios.

No puedo imaginarme pobreza ni humillación mayor que la que vivimos en la montaña. Pero regresamos de la muerte y aquí estamos. Pregunten que les contamos. Hay muchos que hoy están escalando sus cordilleras, y nosotros podemos prestarles los zapatos que nos ayudaron a salir de la emboscada. Volvimos a la sociedad convencional pero lo hicimos valorando la vida en una forma diferente, sabiendo que un vaso de agua puede equivaler a varias horas de ardua tarea para fundir la nieve con los rayos del sol que se cuelan entre las nubes. Que cualquier trozo de pan viejo es infinitamente mejor que lo que teníamos que comer en la montaña, que el colchón más duro y roñoso es muchísimo más mullido que el piso de metal roto y abollado de un fuselaje congelado. Y que si tengo esos elementos, soy una persona rica, tengo lo necesario para vivir y el resto depende de mí, porque en cualquier momento se te cae el avión y entonces te das cuenta de todo lo que tenías y lo que perdiste.

El mundo nos pensaba muertos y tenía fundamentos. Pero íbamos a intentar volver, y si lo lográbamos, le pediríamos a la sociedad que nos dejara entrar. Y cuando aparecimos entre la bruma, se sintió culpable o ignorante, porque falló lo que tenía previsto, y por eso nos acogió y aceptó a regañadientes todo lo que le contamos. Estábamos abandonados por la sociedad pero sin embargo nuestras familias, con un empecinamiento irracional, nos buscaban. Yo, por ejemplo, le enviaba mensajes mentales a mi novia Lauri para que continuara con su vida, para que no sufriera, para que no creyera que iba a regresar y se liberara de la tristeza de quererme y quedarse anclada en esa imposibilidad.


Mi padre me buscaba porque sabía que si él se hubiera perdido, yo lo hubiera hecho hasta abajo de la última piedra, hasta el último día de mi vida. Mi madre me buscaba porque sabía que estaba vivo, y el padre de Lauri, Luis Surraco, me buscaba para consolar a su hija, para decirle lo mismo que yo: no llores más, Lauri, rehacé tu vida, tu novio no existe más que en las fotos y los recuerdos. Cuando mi padre y Luis vinieron a buscarnos a la montaña, mi novia le dio a su padre un par de medias de lana muy gruesa, una campera y remedios para el estómago, y le dijo: «Roberto tiene mucho frío y, con los hierros del avión que chocó contra la montaña, está haciendo casitas para guarecerse». Porque al igual que mi madre, siempre estuvo convencida de que estaba vivo, y que estaba aterido de frío, lo que era verdad; será por eso que durante los setenta y un días de la montaña usé el pulóver de lana gruesa que ella me había tejido un año antes. Mi madre, hasta hoy, cuando está conmigo, me sigue con la mirada en mis idas y venidas, porque no quiere perderme de nuevo. Entonces, ¿qué era lo cierto? ¿La verdad racional de mi padre y de Luis Surraco o el irracional sentimiento de mi madre y mi novia? Todo estaba tan trastocado, que lo racional se cruzaba con lo imposible y a la realidad la superó la utopía.

Como nunca había ocurrido antes, para la sociedad era imposible que hubiéramos chocado contra la montaña y siguiéramos vivos, era imposible que pudiéramos soportar el frío, era imposible atravesar esa muralla de nieve, rocas y hielo y era más imposible todavía seguir caminando, cuando encontramos, detrás, un sinfín de montañas blancas, en lugar de los valles verdes que imaginábamos. Era imposible, sí. Pero la historia de los Andes es una sucesión de quimeras, de situaciones inadmisibles.

Cuando surge la idea de alimentarnos con los cadáveres, a mí no me resultó nuevo. La base teórica la traía de antes, porque había leído sobre metabolismo en Medicina, que era la carrera que estudiaba. Conocía el ciclo de Krebs, sabía que la proteína se puede transformar en azúcar y la grasa se puede convertir en proteína, y que podíamos sobrevivir con una dieta única a base de carne sin caer en la inanición. Y ahí estaban las proteínas de los cuerpos de los amigos, pero yo no tenía el permiso de tocarlos, con la desesperación agregada de que no les podía pedir autorización porque ya estaban muertos. Hasta que encontré la paz para nuestras conciencias cuando se nos ocurrió decir que, si muero, entrego mi cuerpo para que los demás lo usen, que mis brazos ayuden y mis piernas caminen y mis músculos se muevan y formen parte del proyecto de vivir.

Al darme cuenta de que yo podía formar parte del capital de alimentos para los que estaban vivos, lo único que me faltaba era cortar el pedazo y tragarlo. Era el momento de pasar a la acción que se estaba postergando y que todos merodeábamos, y sentí que yo estaba en el grupo que tenía que ejecutarla, con Adolfo Strauch y Gustavo Zerbino. Era una carrera de postas, en este momento a mí me tocaba correr y llevar la antorcha, porque hoy o mañana podría formar parte de los que no podían seguir, en cuyo caso continuaría, pero en el cuerpo de los otros, como casi me sucedió en el alud.

Dar ese paso fue gigantesco, aunque sólo tuvimos que caminar unos pocos metros para llegar a la parte trasera del fuselaje partido, porque sus consecuencias serían irreversibles, nunca más seríamos los mismos. Un paso difícil de comprender en todas sus dimensiones. Empezando por el hecho de abrir la ropa que uno muchas veces reconocía y hacer un corte imposible en la carne congelada. Un salto al vacío. Fue una tragedia mayor que el choque del avión, porque cuando el avión se estrelló, fue una agresión externa, pero cortar los cuerpos fue nuestra iniciativa.

En ese momento me sentí la persona más miserable del mundo y me pregunté qué había hecho de malo para verme obligado a asumir esa actitud tan humillante. Los que nos observaban desde el fuselaje compartían con nosotros esa profunda tristeza. Todos experimentamos ese momento de degradación, comerte a la muerte. Y por eso todos nos morimos un poco ese día.

Pensé en mi madre, que poco antes, tras el accidente de otros tres compañeros del colegio que se habían ahogado al darse vuelta una canoa en el Río de la Plata, frente a la playa de Carrasco, había asegurado con una gran convicción que ella jamás podría soportar la pérdida de un hijo, que no podría tolerar la tragedia que vivían esas tres madres que recorrían en sueños las playas, día y noche, alumbradas con faroles, esperando el regreso de sus hijos.

No le podía fallar. Cada uno de mis compañeros tenía un motivo tan poderoso o más fuerte que el mío que lo impulsaba a tragar el primer bocado. Dejamos de ser aquellos jóvenes alegres para transformarnos en esos seres antiguos, jóvenes-viejos, estigmatizados por la antropofagia, para bajar y seguir bajando hasta descubrir que el límite no tiene fondo, porque este sólo aparece cuando te mueres.

A la montaña empezamos a conocerla, como cuando descubrimos que si el volcán llamado Sosneado, al este, se cubría de nubes, esa noche habría tempestad y temblaríamos de frío y de miedo porque la montaña rugiría enloquecida. Aprendimos que los aludes que veíamos circular aquí y allá no nos alcanzarían, pero estábamos equivocados porque un alud nos sepultó y todo tuvo que empezar de nuevo.

Nos seguimos precipitando gradualmente en un pozo que no tenía fondo. Porque en las primeras horas tras el alud tuvimos que alimentarnos con los cuerpos de los que estaban a nuestro lado. Sabía que si no daba ese paso y no les mostraba a los demás que ese era el camino, nos paralizaríamos. Sentía que tenía que ir adelante y hacer cosas que en la vida nunca me hubiera imaginado, sumado al dolor que les causaría a las familias de los que no volverían. Quizás la medicina me hizo visualizar la situación como un cirujano, que sabe que al abrir el vientre y sacar un órgano logra separar lo físico de lo espiritual.

Enterrados en vida aprendimos a esperar. Como una regresión tan intensa que volvimos a ser semilla: una vida posible, en subjuntivo, que no sabes si en verdad germinará. Una vez más las reglas de juego habían cambiado bruscamente, sin consultarnos. De ser nuestra casa y nuestro cobijo, el fuselaje se transformó en una trampa mortal que nos acechaba para traicionarnos en cualquier instante.

En cierto momento pensé que en esa zona de nadie estábamos tornándonos en bestias salvajes, que estaba primando nuestra parte animal, la que aniquilaría a la otra. Pero me equivoqué. Porque si bien es cierto que tuvimos que hacer cosas que ningún animal suele hacer, como comer a su propia especie, lo hicimos mediante un pacto de sublime generosidad, esencialmente humano y que me emociona hasta hoy: yo podría ser tu alimento de mañana. Y en la montaña vi gestos de generosidad y entrega como jamás volví a ver en mi vida. Y esos gestos, en particular de gente malherida, que sabía que moriría, te obligan a dar todo de ti, hasta la última gota de tu sangre.

Cuando regresaba al fuselaje de las expediciones a la cola del avión y veía lo deteriorados y desfigurados que estaban los amigos, con los pelos largos e hirsutos, la mugre acumulada y los rostros tan demacrados, ojerosos, con el hueso de las cejas salido y las mejillas hundidas, recordaba las ilustraciones de aquel libro de Charles Dickens, A Tale of Two Cities, donde los niños tenían cara de viejos. Éramos esqueletos con cuero caminando, con los labios agrietados y secos y un olor permanente a cementerio.

Conozco los dos grupos porque al principio yo pertenecía a la comunidad del avión, ayudaba en todo lo que podía, incluso era el que curaba a los heridos con la colaboración de Gustavo Zerbino y Diego Storm. Luego pude observar cómo era ese otro mundo fuera del avión cuando tuve que atender a Gustavo, el día que regresó destrozado de su caminata a la montaña del sur.

Había perdido la visión, sentía que tenía arenilla dentro de los ojos, yo tenía que masticar la carne y ponérsela en la boca desmenuzada porque se le habían aflojado los dientes, debía frotarle los pies porque los tenía congelados y no los sentía.

Uno de los amigos, Arturo Nogueira, con las piernas rotas, me dijo: «Qué suerte tienes tú, Roberto, que puedes caminar por los demás». Fue entonces cuando me di cuenta de que era la persona para hacerlo. Y cuando asumes esa idea, te empiezas a convertir en los sueños y las ilusiones de los otros, y caminas por ti y porque los demás han depositado en ti una confianza que ni tú mismo tienes, porque manejas una información y una realidad que ellos no pueden conocer ni percibir.

Así empieza a prepararse la expedición final, algo materialmente posible, aunque aparentemente imposible. Entonces pensé: voy a poner mi parte y le pediré a Dios que si quiere ayudarnos, que lo haga. Que si me interpone una pared, que esta tenga grietas para poder clavar las uñas y treparla. Que si coloca una trampa en el camino, que deje una vía para esquivarla.

Poco después llegó el momento de la verdad, cuando no había más candidatos para atravesar la cordillera. Nando tenía el compromiso de salir, tenía una necesidad imperiosa de volver a su padre y decirle que no todo estaba perdido, después de la muerte de su madre y hermana. Tintín ya había salido en otras expediciones anteriores y se sentía cómodo y fuerte en esos desplazamientos, yendo y viniendo. A él le gustaba exigirse al máximo, y por eso la caminata final, aquellos sesenta kilómetros, o cien mil pasos, Tintín no dudó en hacerla, porque estaba dispuesto a entregar todo, a pesar de esos dos litros de sangre que perdió en el momento del accidente, que formaron un coágulo gigante, y nunca terminó de reponerlos.


Esa sociedad de la nieve estaba colmada de instantes sublimes, que de un momento a otro podían arrojarte nuevamente en la profunda incertidumbre. La mejor noche, y al mismo tiempo una de las peores, fue durante el primer día de la expedición final, en el día sesenta y uno, cuando íbamos escalando la ladera gigantesca, con Nando y Tintín. Ascendimos la pared durante todo el día, con un ángulo que nos provocaba vértigo. Seguimos subiendo de tarde, pero anocheció de golpe, y comenzó a soplar un viento helado. Teníamos los pantalones mojados que empezaron a congelarse, y no encontrábamos un lugar donde guarecernos para descansar y, eventualmente, dormir. La noche ya se estaba desplomando y con ella no veríamos más dónde pisábamos, en medio de las grietas y los acantilados. Pero cuando ya nos había ganado la desesperación y lloraba de frustración porque no podría cumplir con nuestra promesa de vivir y de traer la vida para nuestros amigos, en un recodo escondido de la montaña sorpresivamente encontramos una explanadita de piedra, dos metros por dos, con hielo y nieve, donde pudimos poner el saco de dormir sobre los cojines que nos aislaban del frío. No lo podíamos creer, y también nos costó creer que inmediatamente se calmó el viento, asomó la luna, y ante nosotros apareció ese valle infinitamente blanco donde estaba el avión, y las estrellas tan cercanas, y yo pensé: no puede ser que esto sea lindo, que esté disfrutando de esta visión, con las Tres Marías y la luna ahí tan cerca.

Pero era cierto, esa noche sentí que era un ser privilegiado por estar en ese lugar, sentí que era la única persona, con mis dos compañeros, capaz de ver el universo con esa perspectiva. Pensé que la luna era un espejo donde veía mi casa y sentí que iba a poder verla de vuelta desde Montevideo, cuando unos minutos antes creía que la vida se estaba terminando. Aprendí para siempre que cuando te sientes perdido en la inmensidad, es sólo un sentir.

Existen hombres para sus circunstancias. En ese sentido, Nando, Tintín y yo conformamos un equipo de montaña. Se apoyaban mucho en mis opiniones, y yo en la voluntad irrefrenable de Nando de seguir adelante, y en la actitud incondicional de Tintín ante las decisiones tomadas, lo que conformó una simbiosis funcional. Luego, con Nando formamos una pareja ensamblada y complementaria. A ella se suma, al final, el arriero Sergio Catalán, que en verano lleva las vacas a apacentar a «la veranada», como le llaman los pastores, una zona donde aquí y allá, entre el hielo, surge pasto verde y fresco, donde los animales tienen cría. Por eso él las conoce por generaciones, a las madres y las crías, y debe cuidarlas en todo momento porque las persiguen los pumas. ¿Cómo va a abandonar a una vaca o un ternero que ha criado a lo largo de toda su vida? Tiene una pertenencia con los animales difícil de entender si no estás en la montaña. Y no puedo dejar de vincular ese hecho con su reacción ante nosotros. ¿Cómo va a abandonar a dos jóvenes harapientos, que avanzan trastabillando después de atravesar la cordillera, si él mismo es un hombre de montaña, un sobreviviente? Por eso tuvo la nobleza y la misericordia de ayudarnos, y hacer su propia travesía para salvarnos. Siempre creí que nada fue casual en el accidente. Y que si ese mismo episodio nos hubiera ocurrido en las proximidades de la civilización, y no en la precordillera andina alejada de la mano de Dios, y hubiéramos intentado detener a alguien en algún sendero para que nos ayudara, es posible que no hubiéramos tenido tanta suerte. Pero encontramos a un hombre bueno y sencillo como Sergio Catalán, que fue capaz de dejar su trabajo, abandonar sus vacas a merced de los pumas, viajar ocho horas a caballo, subirse en un camión de Vialidad del Ministerio de Obras Públicas para llegar, cincuenta kilómetros después, a Puente Negro, donde había una unidad de carabineros, con el único propósito de ayudar a personas que no conocía.

A veces veo las películas que nos filmaron a Nando y a mí cuando llegamos a Los Maitenes, tras ser rescatados por el arriero. Tengo una mirada curiosa, que primero se focaliza en mi interlocutor pero inmediatamente se pierde y se abstrae mirando hacia otro lugar. Estoy respondiendo preguntas y de repente miro para el costado y no escucho más lo que me dicen. No hay que escuchar sólo la voz de Nando cuando dice «Sí, estamos bien», sino observar todo el discurso paralelo de su rostro, de sus ojos, que dicen algo completamente diferente. Y en el momento que le preguntan cuántos son en su familia, la cámara me enfoca y mi mirada vuelve a perderse.

Llegamos caminando a Los Maitenes como fantasmas, y la sociedad fugaz y desorientada que no nos estaba esperando nos recibe con voracidad porque veníamos de la muerte. Esa era su única motivación y su gran curiosidad. Nos fuimos acostumbrando a hacer tanto por nosotros mismos que pensábamos que, después de salir de la montaña, deberíamos llegar a Santiago y encontrar una estación de tren y por eso reservamos el dinero para un pasaje de ferrocarril que atravesara la cordillera hasta llegar a Buenos Aires, cruzar el Río de la Plata en algún barco, y arribar, tal vez caminando, hasta nuestras casas, para tocar el timbre, abrir la puerta y decirles que estábamos vivos. Pero no contábamos que encontraríamos al arriero, ni que el mundo estuviera tan necesitado de remediar su engaño. Parece una alegoría: si esos jóvenes inexpertos e ingenuos sobrevivieron al accidente del 72 y superaron la valla de los Andes, la vida no puede ser tan difícil. Ese es el razonamiento de toda esa gente necesitada de coraje, de creer en sí misma, que viene a buscar algo que no conoce a este Valle de las Lágrimas, a casi cuatro mil metros de altura, donde el viento sopla inclemente, el oxígeno no alcanza para respirar y el cuerpo nunca termina de caldearse. Vienen a preguntarse cómo hicimos para sobrevivir, y se van con una respuesta tan simple que les sorprende: nunca perdimos el proyecto de escapar, siempre creímos con todas nuestras fuerzas que algo extraordinario era posible. Más que anclarnos en los recuerdos, huimos hacia adelante.

Actualmente no vivo en la montaña, aunque no puedo sacármela de encima. A uno de mis hijos le preguntaron en un programa de televisión si admira a su padre por lo de los Andes, y él contestó: «No sé, porque en esa época aún no había nacido, pero lo admiro porque va a trabajar todos los días para que a nosotros no nos falte lo necesario para vivir».

Tenemos la chance de vivir la vida de los que no tuvieron la oportunidad de hacerlo, todos los que están enterrados acá junto a esta cruz de hierro. Y para hacerles justicia debo llevar una vida digna, para que cuando muera, después de los muchos errores cometidos, les pueda decir: sé que no fue suficiente, pero hice lo mejor que pude.

¿Qué fuimos? Un grupo de jóvenes desgraciados. ¿Qué somos? Un grupo de hombres adultos buscando un sentido a una gran tragedia que nos sucedió. Por el hecho de contar esta historia, jamás creí tener un don especial. He ido a la Universidad de Harvard a hablar de medicina y ahí obtengo la respuesta adecuada, medida: me escuchan y basta. Pero hablo de los Andes y los conmuevo, lloran, preguntan, me abrazan. Porque es una historia que el que la escucha se la lleva en el alma: se va con mucho más de lo que llegó. Yo no soy más que su narrador, con el agregado de que estuve allí, soy la prueba fehaciente de que en verdad sucedió.

En la montaña quedó una manera de sobrevivir que tuvimos que desarrollar y poner en práctica. Me acuerdo claramente cómo crujía la nieve bajo nuestros pies o cuando nos enterrábamos hasta la rodilla, en las expediciones frustradas, o en la final, exhausto, cuando mis músculos ya no podían responder. Quedó el frío de las tardes, el viento helado cuando caía el sol, el rugido de los aludes, la impotencia.

Quedó en la montaña el compromiso a no dejarnos contagiar por los orgullos y las vanidades de la sociedad convencional de la que proveníamos. Esa comunidad incontaminada de amigos que se abrazan y se piden disculpas cuando alguien levantaba la voz, o se fastidiaba, porque era insoportable el estrés que se vivía pero más nos dolía la angustia de actuar mal. Quedó la filosofía de los hombres de montaña, ese código de los arrieros de darse una mano aunque en ello se jueguen la vida.

Volver a la montaña es como regresar a los diecinueve años. Observo desde esta altura todo lo que me ha tocado vivir, y me da tanta pena que hoy no podamos volver juntos, que ellos no hayan podido cumplir su destino, que hayan quedado atrapados tan precozmente en esta emboscada. Entonces me parece que lo que ellos no pudieron hacer, nosotros intentamos que se siga cumpliendo. Ellos hicieron mucho esfuerzo por sobrevivir. Pusieron demasiado empeño para salir de la montaña y nosotros nos desvelamos para que sobrevivieran, pero no tuvimos las fuerzas suficientes para sacarlos. Les pido perdón, y acepten, en paz, que vivamos por ustedes.

 

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