Educar la interioridad


Por Valmore Muñoz Arteaga

Escribió Antonio Rosmini en su Introducción a la Filosofía que más allá de la ciencia hay un mundo real, que se escapa a menudo a los ojos de los científicos y de los filósofos y, en este mundo, vive en gran parte el hombre, que no vive solo de ciencia. Advertía el sacerdote y filósofo italiano lo que la Modernidad y el Positivismo no pudieron, ni quisieron comprender. En los últimos siglos la racionalidad cartesiana y positivista ha ido relegando progresivamente la espiritualidad y todo tipo de racionalidad ajena a la certeza al ámbito de una subjetividad estéril e incluso, en algunos casos, enfermiza. Y aunque el mundo fue desarrollándose a partir del dato cierto y el cálculo, a pesar de ello, comenzaron a proliferar cursos de crecimiento personal, terapias alternativas, técnicas orientales de meditación y nuevas visiones de religiosidad que fueron denunciando la existencia de un vacío que las fórmulas y los números no podían llenar. El ser humano entendió intuitivamente que hay algo más y que, como señaló Rosmini, no vive solo de ciencia.

Ese algo más es ese mundo que existe debajo del mundo visible y ruidoso en que nos agitamos, lo advirtió Unamuno, por debajo del mundo de que se habla, “otro mundo visible y silencioso en que reposamos, otro mundo de que no se habla”. Ese mundo donde se teje el misterio del hombre y cuya manifestación más noble es la libertad.

Se han identificado tres grandes causas que han influido en cierta tímida recuperación de la espiritualidad. Se señala el interés por la interioridad como balanza al efecto deshumanizador de la tecnologización que vivimos como sociedad y que, como se ha denunciado reiteradamente, puede derivar en una peligrosa concepción mecanicista del ser humano. En segundo lugar, el fenómeno migratorio ha acercado a los pueblos cuyo modo de pensar no ha desistido de mantener la mirada puesta en el misterio de la vida cotidiana. En último lugar, el paso firme que viene dando la psicología humanista en la formulación de nuevos marcos teóricos, entre ellos la educación emocional, que ha abierto un camino en el abordaje del tema de la interioridad. Camino que ha ayudado a superar las tradicionales reticencias entre las ciencias humanas y la espiritualidad.

Debido a estos acercamientos vienen desarrollándose interesantes propuestas que apuntan hacia formulaciones que ayuden a educar la interioridad con la finalidad de perder el temor y los recelos de pensar con los sentimientos. Acercamientos que pausadamente vienen estableciendo puentes que permitan ir superando las concepciones negativas con las que hemos venido asumiendo la interioridad del hombre. Josep Otón, profesor en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas de Barcelona, afirma que el interior humano requiere ser explorado y trabajado para descubrir en él los destellos de la dimensión trascendente de la existencia. Educar la interioridad implica una doble acción: 1.- posibilitar la emergencia de aquello que brota del interior; y 2.- canalizar este material psíquico para aprovechar su potencial sin distorsionar la vida consciente. Pensar en educar la interioridad nos obliga a asistirnos con la etimología del término educar. Por un lado, procede del verbo latino educere, que significa “sacar de dentro”. Por otro lado, tenemos la segunda etimología que se le atribuye al verbo educar que es educare, cuyo significado es “conducir”.

A través de la acción educere-educare­ se puede ir configurando el espacio interior que, como es sabido, es moldeable. Tanto la literatura como la música son vehículos apropiados para poder conducir hacia el exterior aquello que se oculta en lo profundo del ser humano. Escribe Rainer Maria Rilke en sus Cartas a un Jove Poeta: “Su mirada se dirige hacia lo exterior y eso es precisamente lo que ahora no debería hacer… Existe sólo un remedio. Adentrarse en sí mismo… Excave dentro de sí mismo en busca de una respuesta profunda”. La literatura puede ayudarnos a hallar el paraíso que brota brevemente, en fragmentos deslumbrantes. Nos muestra la ruta hacia lo profundo del bosque para beber del silencio introvertido de los árboles.

Sin embargo, el mundo que concebimos hoy tiene a la literatura, así como al universo de la interioridad humana como algo inútil. Algo ajeno a los presupuestos, el cálculo, las ganancias. Un mundo utilitario que ha hecho que un martillo valga más que una sinfonía, un cuchillo más que una poesía, una llave inglesa más que una pintura; porque, como resalta Nuccio Ordine, es fácil hacerse cargo de la eficacia de un utensilio mientras que resulta cada vez más difícil entender para qué pueden servir la música, la literatura o el arte. El utilitarismo ha transformado al bello albatros de Baudelaire en algo feo y grotesco. Una educación de la interioridad puede ayudar al hombre a reencontrarse con la convicción de que lo inútil puede hacer que cualquier cosa sea más bella.

La poesía, ya lo afirmaba Ionesco, la necesidad de imaginar es tan fundamental como lo es respirar. Respirar es vivir y no evadir la vida. En su discurso de recibimiento del Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa señalaba que “un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños”.

Educar la interioridad permite reconocerse desde dentro, relacionarse desde lo auténtico y lo profundo para poder encontrar un equilibrio personal. La interioridad no es un espacio al cual se le debe temer o desconfiar. Todo lo contario. Teológicamente hablando, es una experiencia de encuentro con Dios y conmigo mismo, implica una cierta soledad, sí, pero una soledad que me regresa al corazón, una soledad que me vuelve hacia el centro de mi propio ser en donde encuentro mi verdadera identidad. Paz y Bien

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