Entre la maldad y la estupidez

 Por Valmore Muñoz Arteaga


Introducción

Estamos a las puertas de un final o un comienzo, eso lo determina la perspectiva con la cual cada quien contemple la vida. Ha sido un año francamente difícil, pues, si bien hemos superado la pandemia, en muchas ocasiones, sus consecuencias, nos han llevado al límite de nuestras limitadas posibilidades humana. Podríamos afirmar que hemos estado viviendo constantemente en la frontera, en los límites, al borde. Probablemente, esto se dio así debido a que, a pesar de tantas experiencias como humanidad, no hemos aprendido a comprendernos como seres salvados y esto implica a concebirnos como seres únicos e incomparables.

No hemos comprendido que el ser humano no está conformado por una sola dimensión. Y no será posible esa comprensión si continuamos sumergidos bajo las espesas aguas de una visión monolítica de nosotros mismos, como si bastara un solo prisma para saberlo todo sobre nosotros. Una visión cerrada al misterio. Una visión que se forja con corazones de piedra. Una visión tejida arbitrariamente por nuestra maldad banal y nuestra estupidez infinita. Bajo esta perspectiva, quiero recordar a Hannah Arendt y a Dietrich Bonhoeffer, particularmente, dos ideas por ellos desarrolladas que tienen absoluta vigencia, al menos, desde mi perspectiva: la banalidad del mal y la estupidez humana.


La banalidad del mal

Hannah Arendt está estrechamente ligada a la definición de este concepto, no solo por lo que tuvo de iluminador en su momento, sino por la polémica que desató con la publicación del libro donde la desarrolla: Eichman en Jerusalén (1963). Durante el desarrollo del juicio contra el nazi, Arendt se preguntó cómo una persona absolutamente normal, consciente de lo que ha hecho, nunca lo niega, pero que tampoco ve nada intrínsecamente malo en los actos que ha realizado. El sostén de su justificación fue: cumplía órdenes lo cual, para sorpresa de muchos, lo hacía un buen ciudadano, es decir, al cumplir esas órdenes, sin cuestionar ninguna, evidenciaba que tan solo se trataba de una demostración de virtudes ciudadanas. A esta conducta, Arendt la encapsula en el concepto de banalidad del mal.

En las acciones de Eichmann, la filósofa no ve convicciones ideológicas o morales, y no las ve porque no las hay y esto hace el cuadro más dramático y aterrador. Eichmann era el resultado maduro de una sociedad que se negó a pensar. Pensar es, según Arendt, una suerte de constante diálogo interno en el que, en la íntima soledad, uno juzga sus propias acciones. Eichmann carecía de pensamiento, o al menos no lo ejercitaba mientras orquestaba el traslado de miles de judíos para ser ejecutados. Tan solo cumplía órdenes. En esta actitud de Adolf Eichmann podemos ver retratada a la sociedad moderna.

¿Por qué una persona normal, que ni es malvada ni tiene mayores pretensiones que las de cumplir órdenes, se involucra en tamaña maldad? Se pregunta Arendt. Por una incapacidad de juicio. Hannah Arendt distingue entre conocimiento y pensamiento; el primero es la acumulación de saberes y técnicas, la conceptualización de lo aprendido mientras que el segundo lo define como una suerte de constante diálogo interno en el que, en la íntima soledad, uno juzga sus propias acciones. Eichman carecía de pensamiento, o al menos no lo ejercitaba mientras orquestaba el traslado de miles de judíos para ser ejecutados. Esto lo situaba como un nuevo agente del mal que, sin parecerse en nada a los más convencidos ideológicamente, se entremezclaban en una masa desideologizada y sin reconocimiento que contribuye (activa o pasivamente) al horror


Teoría de la estupidez

Una de las figuras morales más altas de la resistencia al nazismo la encarna el teólogo Dietrich Bonhoeffer. Bonhoeffer fue uno de los tantos testigos que palidecieron ante el desarrollo de la Kristallnacht o Noche de los Cristales Rotos en 1938. Acontecimiento desarrollado por fuerzas de choque nazi y la propia sociedad civil alemana contra judíos y sus negocios ante la mirada cómplice de autoridades alemanas. A partir de este momento, el joven pastor inició su oposición al régimen hitleriano que nunca ocultó, mucho menos en sus intervenciones públicas.

Como es de suponer, Bonhoeffer fue apresado y en su presidio se cuestionaba cómo una nación que parió a los más importantes poetas, filósofos y músicos haya terminado en lo que sus ojos contemplaban: un colectivo de cobardes, delincuentes y criminales. La respuesta no la encontró en la malicia, como afirma Arendt, pero sí en la falta de pensamiento, pero que él resaltó como estupidez. La estupidez es el enemigo más peligroso de toda sociedad. No hay manera de combatirla, pues toda razón cae en oídos sordos concluyendo en que, para el estúpido, lo verdaderamente importante resulta intrascendente. Bonhoeffer no alcanzó a ver el desarrollo de las redes sociales, pero sin duda, en gran medida, el funcionamiento de estas son un caldo de cultivo para el incremento de la estupidez.

«Ni las protestas ni el uso de la fuerza consiguen nada aquí; las razones caen en saco roto; los hechos que contradicen los prejuicios de uno simplemente no necesitan ser creídos —en esos momentos la persona estúpida incluso se vuelve crítica— y cuando los hechos son irrefutables, simplemente se dejan de lado como inconsecuentes, como incidentales. En todo esto, la persona estúpida, en contraste con la maliciosa, está completamente satisfecha de sí misma y, al irritarse fácilmente, se vuelve peligrosa al pasar al ataque», detalló Bonhoeffer.


Conclusión

Aunque parecen dos ideas distintas, a mi juicio, son estrechamente vinculantes. Tanto la banalidad del mal como la estupidez redundan en lo mismo: la imposibilidad de pensar por sí mismo. En ambos casos, alguien, a veces quien controla el Estado, piensa por ellos y sus seguidores tan solo obedecen a la espesura irracional de eslóganes o lemas que, además, en ningún momento se sienta a meditar. Quizás, termine siendo más nociva la estupidez que la maldad, ya que, en la mayoría de los casos, como demostró Arendt, la estupidez o incapacidad de pensar estimula la maldad. Y, como sostiene Bonhoeffer, termina haciendo «más daño un idiota poderoso que una banda de maquiavélicos intrigantes (...) sabemos cuándo hay maldad y podemos negarle poder (…) Pero la estupidez es mucho más difícil de eliminar, por eso es un arma peligrosa. Como a los malvados les cuesta hacerse con el poder, necesitan que los estúpidos hagan su trabajo. Como ovejas en un campo, una persona estúpida puede ser guiada, dirigida y manipulada para hacer cualquier cosa. El mal es un maestro de marionetas, y nada le gusta tanto como las marionetas descerebradas que se lo permiten, ya sea en el público en general o en los pasillos del poder».

Uno de los caminos para contrarrestar estos males endémicos en el corazón del hombre está en posibilitar espacios para el estímulo de pensamiento crítico. La educación, esto se ha dicho hasta la saciedad, es una de las vías más expeditas para alcanzar tal cometido. Una educación que no solo se contente con brindar conocimiento, sino un pensamiento activo que trabaje sobre ese conocimiento y permita al hombre elaborar juicios racionales y creativos, además de construir marcos adecuados para el momento de tomar decisiones al corto, mediano y largo plazo. Creo que allí está la clave. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.


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