Carta pública a mí mismo
Estimado Valmore…
Soy yo, tú mismo. Un tú mismo algo confundido y, debo suponer que, a eso se deben estas
líneas sorpresivas, hasta para mí que soy tú mismo. La confusión radica en que
no sé si yo soy tú mismo del futuro o
del pasado. No sé si quien escribe lo hace desde aquel niño que fuiste o desde
el hombre que serás. Quizás un poco de los dos. Creo que por ahí hay una
película que protagoniza Bruce Willis llamada The Kid. Me ha venido a la mente, ya que, en la película ocurre
algo extraordinario como está ocurriendo ahora contigo, solo que el presupuesto
con el que cuento da apenas para estas líneas. En todo caso, creo oportuno
hacerlo, más allá de estas confusiones, puesto que, no te siento tan centrado
como usualmente has sido. Demás está decir, lo importante que para mí es que
recuperes un poco esa tranquilidad, sea yo del pasado, del futuro o un poco de
los dos.
Los últimos años no han
sido sencillos para ti, ¿o para nosotros? Muchas cosas han sucedido. Cosas que
te han afectado alterando planes, proyectos, alterando de cuajo eso que algunos
llaman zona de confort, que más que
de confort, como se suele entender, se trata de esa zona donde, a pesar de las
dificultades, te movías con mucha solvencia y tranquilidad. La oscuridad fue a
sacarte de esa zona para tenerte a su merced. Y no conforme con eso, se ensañó
desde los rincones donde eras –y eres– más vulnerable. Recuerdas cuando, siendo
un niño, veíamos esas caricaturas de robots y los malvados buscaban los puntos
débiles de, qué sé yo, ¿Mazinger Z, puede ser? para poderlo atacar y vencer. Algo
así.
Poco a poco fue minando
tu interioridad, con mucha lentitud, pero seguridad y firmeza. Sin embargo, lo
que esa oscuridad no sabía era que, por otro lado, quizás utilizando los propios
esfuerzos de la maldad, se iba colando una luz muy poderosa que avanzaba en
silencio, secretamente, sin que nadie lo notara, así como crecen los árboles
que dan frutos y buena sombra. Crecen en silencio. Sin escándalo. Solo te das
cuenta de su presencia cuando lo ves elevado frente a ti. Esa luz se fue
instalando con ternura y delicadeza en tu corazón, mientras la oscuridad
avanzaba también, como lo suele hacer ella: de manera vulgar, prepotente y
ordinaria. Claro, no te dabas cuenta de estas cosas porque, como siempre,
andabas en lo tuyo, es decir, absolutamente distraído escuchando alabanzas,
reconocimientos, señalamientos que pensaste eran tu sostén y se transformaron
en una muy eficiente cámara de tortura. La oscuridad sabe cómo oscurecer.
Te hizo creer que eras
admirado, respetado, considerado y, de entrada, no está mal, pero sabía que era
tu debilidad, que por allí caerías en su pestilencia. Sabía que tu ego, ¿el
nuestro?, era el camino. Que tu soberbia sería tierra fértil. ¿Recuerdas?: usted
sí que es inteligente, profesor; ¿pero qué bien escribe; escuchemos al profesor
que es un sabio… en fin. Escuchabas lo que querías escuchar. Y cuando estabas
en la estratósfera de la egolatría, te cortan las alas. Caes estrepitosamente y
no estabas preparado. Estabas confiado. Confiaste más en esas voces que en
Dios. Hasta pensaste que Dios te hablaba a través de ellas. En sus halagos
frágiles, interesados y confundidos, pensaste que Dios te aplaudía de pie. Nos olvidaste.
Hablo en plural partiendo del hecho de que, quien te escribe somos tú mismo del pasado y del futuro. Olvidaste
lo que eres por acomodarte a lo que decían de ti. Doble error. Tú no eres lo
que la gente piensa y, mucho menos, lo que la gente, que se aprovechó de ti,
pensaba. Te utilizaron. Y te dolió. Por un lado, por el hecho de haberte
sentido utilizado, claro está, pero más aún porque, muchos de los que lo
hicieron, eran personas que amabas y admirabas.
Sin embargo, esa luz
que anidaba en tu corazón, mientras tú mirabas a otra parte, fue cincelando en
tu interior unas palabras que brotaron de un amor que no veías para tenderte un
puente: “esperar en silencio la salvación del Señor”. Cuando te cortaron de
pronto las alas, todo fue en caída libre. El vértigo fue brutal, pero esas
palabras estaban allí e hicieron menos dura la caída. Levantarte te ha llevado
mucho tiempo. El daño ha sido considerable. La confianza en ti mismo se vino a
pique. Comenzaste a dudar de tus competencias, al punto de sufrir por pensar
que serías despedido de cualquier parte por incompetente. Por otro lado, quizás
por las mismas razones, proyecto personal que emprendías, fracasaba, a veces
estrepitosamente.
Sin embargo, la luz,
esa luz te condujo a una voz que parece que te esperaba. Una voz que te dijo,
sin esperar nada de ti: Dios te ama de manera gratuita. Esa voz fue la de la
Madre Félix que escribió para ti líneas que, por esperar en silencio al Señor,
se han transformado en un aceite que ha sanado, poco a poco, tus heridas. Sus palabras
comenzaron por organizarlo todo y a ayudar a entendernos. Sin embargo, quedaban
todavía rastros de aquellas sombras y, eventualmente, la inseguridad volvía, el
miedo, el temor, ese dolor en el pecho. Cuando no pudiste más. Cuando ya no
sabías qué otra oración más hacer. Cuando ya perdías la cuenta de los cambios
de lugar de las oraciones al rezar. De llorar una y otra vez en la capilla del
colegio o en la Eucaristía, nuevamente la luz vino hasta nosotros para
decirnos: Dios te ama y no lo hace porque eres especial, tengas esto o lo otro,
seas lo que seas, hagas lo que hagas, te ama y ese amor, aceptar ese amor,
tener conciencia de ese amor es lo que te hace especial. No se trata de que
confíes en ti, en tus competencias, en tu inteligencia, sino que confíes en
Dios y en su amor, en su lealtad, en su fidelidad, en su misericordia. Solo allí
la luz que, había entrado secretamente, en silencio, casi a hurtadillas, abrió
sus alas para abrirte los ojos.
Sí, deja de escribir y
llora. Tienes derecho a hacerlo, pero ese llanto que no debes ocultar es
producido por la conciencia de que Dios te ama. De que lo que has sufrido, Él
lo sufrió primero. Que no lloraste solo. Que Él estaba a tu lado y que te
protegió hasta de ti mismo. No te diste cuenta porque no estabas realmente en
silencio esperando su salvación, sino que te aferrabas a tus quejas y a tu
dolor. No tenías oídos para su silencio, sino para tus lamentos. ¿Y sabes? Él
comprendió y te espero. Él sabe esperar y no lo hace por tener la eternidad
para Él, sino porque tiene amor para ti.
Por supuesto, aun hay
dolor, aun hay heridas, pero que, ahora sí, van a comenzar a sanar. Te has dado
cuenta de que el dolor en tus manos y pies clavados a la cruz, no se debe a que
alguien te los lastima, sino producto de moverte tanto, de intentar bajarte, de
tu lucha para no morir. Si no hay muerte, no hay resurrección. Tú lo sabes. Siempre
lo has sabido. Hay personas a tu lado que te aprecian, que te valoran y lo
hacen porque sí, no porque seas inteligente o hayas escrito uno o dos libros. Te
aprecian porque si. Personas que han llegado a tu vida, puestas por Dios, para
acompañarte en este trecho del camino. Sí, tus cananeos. Cananeos que te han
recordado que Dios no te ha prometido riquezas o posesiones, no te ha prometido
reconocimientos o condecoraciones, tampoco aplausos ni sentados, ni de pie. Te prometió
la salvación en su amor y Él no se puede contradecir.
¿Tienes miedo? Jesús
tuvo miedo. María tuvo miedo. Los apóstoles tuvieron miedo. San Francisco de
Asís tuvo miedo. San Oscar Romero tuvo miedo. San Juan Pablo II, que pidió no
tener miedo, tuvo miedo. Tener miedo no es el problema. El problema es dejar
que el miedo tenga la última palabra. Tú
mismo de niño tuvo un sueño y yo, Tú
mismo del futuro soy ese sueño. Tú eres el puente que se extiende entre un
sueño y su concreción. No estás solo tomando esa decisión, ni ninguna otra. ¿Te
tropezarás?, te levantas. ¿Te caerás?, te levantas. No tengas miedo a
equivocarte, ¿no les dices eso a tus alumnas constantemente? ¿No se lo dijiste
hace poco a Sebastián? Los más hermosos poemas surgen de tachones y borrones. Tú
mismo has visto las partituras de la 7ma Sinfonía de Beethoven que tanto amas por
su belleza indescifrable. Esa belleza surgió de esas tachaduras que van dando
forma, van definiendo, van ajustando mi rostro, que será tu rostro algún día. Todo
saldrá bien, muchacho. Confía en Dios que compone mejor que Beethoven.
Paz y Bien, Valmorito,
a mayor gloria de Dios.
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