Madre Félix: misionera del infierno

 Por Valmore Muñoz Arteaga


El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que el infierno es un sitio al que se desciende a vivir eternamente la separación de Dios, es decir, separarse de Aquel que únicamente puede proporcionar vida y felicidad, yo diría verdadera vida y felicidad. Por otro lado, también afirma que “Dios no predestina a nadie a ir al infierno, para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final” (1037). Del infierno tenemos noticias desde siempre, aunque, sin duda, las palabras luminosas de Dante Alighieri le brindaron al infierno el rostro que hoy conocemos y que, visiones de muchos místicos, ratifican.

En la Divina Comedia, Dante describe al infierno como una ciudad de llanto, de dolor eterno, donde sufren los condenados, donde se pierde toda esperanza. San Antonio María Claret lo describe como un sitio donde se viven intensamente penas eternas. Santa Faustina Kowalska, por su parte, lo vio como un lugar de grandes y diversos tormentos, de oscuridad permanente, sofocante calor y terribles olores, aunque con la incómoda posibilidad de ver claramente, a pesar de la oscuridad, no solo a los espantosos demonios, sino nuestros pecados, aquellos que condujeron al hombre a ese sitio y, por supuesto, alejados de la misericordia de Dios, abrazados a la presencia asfixiante de Satanás.

Cuando viví la indescriptible experiencia de los ejercicios espirituales comprendí muchas cosas sobre el infierno, sobre estar allí y que, cosa que solemos olvidar, está en estrecha relación con nuestra vida aquí-y-ahora. En los ejercicios, al comenzar la oración debemos pedir “interno sentimiento de las penas que padecen los condenados, para que si del amor del Señor eterno me olvidare por mis faltas, a los menos el temor de las penas me ayude para no caer en pecado”. El temor es un gran aliciente para no pecar. Al confesarnos, si el amor de Dios no nos dice mucho, al menos no quiero pecar por temor al infierno. Luego pone cinco puntos centrados en las penas que según la tradición padecen los condenados. El primer punto será ver, con la vista de la imaginación, los grandes fuegos que padecen los condenados; el segundo, oír alaridos, llantos, voces, blasfemias contra Cristo y los santos; el tercero, oler con el olfato azufre, humo, cosas podridas; el cuarto, gustar con el gusto cosas amargas, como lágrimas, tristeza; el quinto, tocar con el tacto, a saber, como los fuegos tocan y abrasan las almas. Ahora bien, ¿qué me removió internamente de esta meditación? Me movió el hecho de saber que podemos liberarnos del infierno llevando una vida santa, pero motivada, bien sea por temor a los padecimientos o por evitar ofender a Dios. Lógicamente, la perfección radica en evitar el infierno por dolor a ofender a Dios, y aunque esto pueda resultar fácil de decir, cuando lo meditamos en profundidad, nos damos cuenta lo que complejo que realmente es.

Pienso estas cosas a propósito de unas anotaciones que hace la Madre Félix durante sus ejercicios de 1948. Ella escribe: “Quisiera que no hubiese enemigos de Dios. Si el infierno fuese lugar de misión, desearía ser misionera del infierno para que no se blasfemase más de Dios, para que se acabasen sus enemigos. Si quedándome allí –¡ay, Dios mío, que me cuesta esto! – por toda una eternidad, pudiese hacer que todos los condenados alabasen y amasen a Dios nuestro Señor, me quedaría, con tal que yo pudiese amar a Dios desde aquel antro, aunque, me estremece pensarlo, el Señor no me amase a mí”. Leo y vuelvo a leer estas líneas y no dejo de estremecerme. Hay un punto en el amor en que este se desborda de toda posibilidad de análisis racional, de toda posibilidad de explicación, de ese punto en el cual Wittgenstein afirma que mejor es callar. ¿Callar por qué? No es solo un silencio producto de la rendición ante lo inexplicable, sino un reconocimiento de los límites del pensamiento y del lenguaje. Hay cosas que están más allá de la expresión verbal y tratar de hablar de ellas nos lleva a la confusión. Ese silencio con el que callamos, no es ausencia de pensamiento, sino respeto hacia lo que no podemos capturar con palabras. Es una invitación a contemplar lo inexplicable. Estas líneas son el resultado de mi contemplación sobre lo escrito por la Madre Félix.

Ella no quiere enemigos de Dios. Su amor la conduce hasta este punto de su humanidad, de, precisamente, los límites de su humanidad. Esto, para mí, tiene un doble sentido. Por un lado, el dolor que puede provocar en Dios que, siendo el hombre el sujeto de su amor más profundo sea, al mismo tiempo, quien más dolor le provea, precisamente por ese amor. Por otro lado, la espesura a la que se condena el hombre por actuar como enemigo de Dios, no solo por la posibilidad del infierno, sino por la pérdida del sentido de la vida que seguro vive. Estos sentimientos la llevan a pensar que, si el infierno fuera lugar de misión, ella podría ser una misionera del infierno. Aquí, entonces, cobran importancia las palabras iniciales de estas líneas. Cuando ella desea ser misionera del infierno, ella sabe perfectamente lo que apunta cada concepto expuesto al inicio de este artículo. Entonces, ¿qué puede conducir a un ser humano a querer ir a tan horrendo lugar? Ni siquiera el más perverso de los hombres, a pesar de sus depravaciones, quiere visitar los abismos del infierno. No se entiende, ¿verdad? No se comprende.

La Madre Félix tiene una explicación: “desearía ser misionera del infierno para que no se blasfemase más de Dios, para que se acabasen sus enemigos […] y pudiese hacer que todos los condenados alabasen y amasen a Dios nuestro Señor”. La respuesta es por amor. Un amor que es tan extremo que rompe toda posibilidad racional de entendimiento. Un amor que solo puede comprenderse desde el misterio de la cruz. Un amor que destruiría al infierno. Un alma que se sacrifica por todas las almas y no por ella misma, sino por amor a Dios, es decir, nada para ella, todo para el Señor. Destruir el infierno para crear solo uno donde ella habite por la eternidad. Su dolor por el amor de Dios. Su dolor por la salvación de las almas. Un dolor que no es dolor, sino amor, pues el dolor mismo desaparece dentro de la misma potencia del amor. Por ello, dos años más tarde, escribe “Para que el Señor se sintiese amado en todo lugar, creo que entonces y ahora me iría hasta el mismo infierno a decirle que le amo”. Esto es, sacrificar todo –y todo es todo–, tan solo por decirle a Dios, desde el mismo centro del infierno, cuanto lo ama. Por un momento, imagina esa escena, imagina a esta mujer en el vientre sinuoso de la oscuridad eterna decir: Dios mío, te amo, y hacer, hasta del infierno, un paraíso. Lo escribo, y río, río con un gozo que me sale por los ojos y por los dedos que escriben: esto es una locura, pero una locura que nos arroparía a todos en la certeza de que la esperanza no defrauda. Vuelvo a reír y trato de mantener la compostura. No quiero levantar sospechas sobre mi salud mental o, más bien, esta nueva salud en mi corazón. Esta salud que me ayuda a recobrar mi querida misionera del infierno, este infierno en el que me transformo cuando creo que no soy amado y que estoy solo. Ha bajado hasta mí, nuevamente, la Madre para decirme: “El tiempo de Cruz es breve; la resurrección es para siempre”. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.


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