I Don't Know How To Love Him - Rescatado -
Por Valmore Muñoz Arteaga
No pensaba escribir
hoy. Quería hacer otras cosas, pero a veces, solo a veces, una fuerza me invade
y me obliga, me impulsa hacia algo
siempre desconocido, cuya belleza es tan solo ir, sin pensar en salidas o llegadas, como estar yendo siempre en gerundio constante,
permanente y ya está. La cosa comienza cuando ya había comenzado el apagón
correspondiente. Todos los días se va la electricidad en mi casa, normalmente
entre 7 pm y 11 pm, aunque a veces comienza antes y termina después, y otras
tantas nos toma por sorpresa por la mañana, al mediodía o por la tarde, cuando
el calor es tan espeso que podemos escribir sobre su lomo un par de groserías.
Decía que la cosa comenzó cuando ya había comenzado el apagón. Mi tableta
estaba cargada, así que podía utilizarla hasta que el sueño me sacará de la
penumbra y del calor. Había descargado el álbum Jesuchrist Superstar de 1973, versión de la película de Andrew
Lloyd Webber y Tim Rice.
El álbum lo escuché
mucho de niño cuando visitaba la casa de mi tío Luis, ya que mi primo Lionel
era amante del rock. En su habitación descubrí la oscura belleza del rock en
algunos discos de Black Sabbath, Jethro Tull, Led Zeppelin, Emerson Lake &
Palmer, Deep Purple, entre otros que unirían a The Beatles y Kiss para darle
sonido a mis 7, 8 y 9 años. El disco me atrapó desde el primer instante,
particularmente una canción. La canción se llama I Don't Know How To Love Him, interpretada por Yvonne Elliman como María Magdalena. La escena nos muestra a
una mujer totalmente abrumada por un amor que no entiende, que la supera: No sé cómo tomar esto. No veo por qué me
mueve. Es un hombre, es solo un hombre. Y he tenido tantos hombres antes, De
muchas maneras, Es solo uno más. Dice confundida la, hasta ese momento,
prostituta. Una confusión que penetra hasta sus huesos: Me asusta tanto, lo quiero así, lo amo tanto. En esta canción he
encontrado la experiencia más real y profunda de sentirse con Él. Y es que el problema de Magdalena es que,
precisamente, no es solo un hombre, o quizás sí, quizás sí sea tan solo un
hombre que nos muestra la plenitud de serlo.
En medio de la
oscuridad trataba de verme en cada verso que interpretaba aquella mujer
verdaderamente desnudada por el amor. Un amor que quiebra todo sentido, todo
concepto, todos y cada uno de los resquicios del lenguaje. Este amor que lo
hace todo nuevo de nuevo y no es fácil cargar
con esta cruz. He crecido en una cultura donde la certeza es fundamental para caminar con cierta seguridad, pero con
Él no hay certezas de este tipo, sino
otras para las cuales uno no está preparado hasta bajar a los profundidades de
lo que uno es como hace María Magdalena
en esta canción y en esa escena. Entramos en la frecuencia de otro tipo de
conocimiento, uno que brota como plegaria de adoración. Adoración que es amor
que nos deja sin fuerza para describirlo porque es infinitamente grande y
maravilloso. En medio de la oscuridad comprendo en su voz de río suavecito que
el ese amor supera las fronteras de
todo lenguaje, todo sonido, todo silencio. Cuando
me he visto a mí misma, parezco alguien más, canta, he sido cambiado, sí, realmente cambiado.
Cierro los ojos en
medio de la oscuridad para recordarme en aquel cuarto siempre desordenado con
una guitarra colgada en la pared a la que le faltaba una cuerda. Una guitarra
que era como otro Cristo que pende
para iluminar. Cristo siempre es música aunque falten todas las cuerdas. Siento
los ojos humedeciéndose poco a poco. El instante se vuelve mágico, pues
acostado a mis pies estaba Sebastián, mi hijo menor. A su edad yo estaba en
aquel cuarto escuchando esta misma canción que ahora escucho. Sonrío porque por
cosas así es que María Magdalena se
enamoró de aquel hombre que no era solo
un hombre. Ahora me detengo porque quiero llorar, ya que escribo con la
canción de fondo, mientras recuerdo la experiencia de anoche. Me pierdo en un
arreglo para la flauta y lloro. No queda otro camino, sino llorar porque este
amor confunde.
Esa flauta es una
imagen. Estamos Jesucristo y yo frente al mar de Galilea. En silencio.
Contemplando juntos los colores y aromas de ese mar que diseñó el corazón
siempre ardiente de Dios. Contemplo a Jesús contemplando el mar. Veo claramente
sus cabellos moverse con el viento o, quizás, con la voz de María Magdalena. No sé qué pasa por su
mente, pero intuyo que por su corazón paso yo, pasa Sebastián acostado a mis
pies, pasa María Magdalena, pasas tú que llegaste hasta aquí. Pasan tus seres
queridos. Los que están a tu lado, los que están en otros países lejanos, los
que están ahora con Dios gozando de un amor distinto. Jesucristo me mira.
Sonríe. Abre sus brazos y yo apoyo mi cabeza en su pecho. Entonces la flauta no
es una flauta, sino su corazón que late con fuerza, con vigor, con una vida que
no se extingue y que la cruz que le espera hará más fuerte, más vivo. No, no sé
cómo amarlo. Yo tampoco sé. Quiero amarlo, lo amo, pero no sé cómo, parezco alguien más. No sé cómo tomar esto. ¿Debería gritar y
gritar? ¿Dejar salir mis sentimientos? ¿De
qué se trata? No
me gustaría saberlo. Me asusta tanto. Lo quiero así. Lo amo tanto.
Comentarios