El pensamiento social de Juan Pablo II
Por Valmore Muñoz Arteaga
Don y Misterio (1996) es un pequeño libro autobiográfico que narra el itinerario espiritual del Papa y cómo su vida estuvo marcada por el teatro, por el trabajo manual como minero, por los estudios en la clandestinidad, por la guerra, la familia, los amigos, los directores espirituales y, de modo especial, por los laicos. En una de sus páginas podemos leer: “La fábrica Solvay y después, pasados los años de la primera juventud, la cantera de piedra y el depurador del agua en la fábrica de bicarbonato en Borek Falecki se convirtieron para mí en seminario. No se trataba ya únicamente del pre-seminario, como en Wadowice. La fábrica fue para mí, en aquella etapa de mi vida, un verdadero seminario, aunque clandestino. Había comenzado a trabajar en la cantera en septiembre de 1940; un año después pasé al depurador de agua en la fábrica. Fue en aquellos años cuando maduró mi decisión definitiva. En otoño de 1942 comencé los estudios en el seminario clandestino como ex alumno de filología polaca, siendo obrero en la Solvay”. Esa experiencia de Wojtyla tan cercana a los obreros de la fábrica en Solvey, de alguna manera, definiría para siempre su relación con mundo obrero y su expresión social que, tiempo después, volcaría en su pontificado marcando así su pensamiento social.
El pensamiento social de Juan Pablo II debe
ser leído desde las perspectiva de su experiencia obrera previa a su camino al
seminario y, sin duda, la de los vertiginosos cambios que fueron tejiéndose a
partir del desarrollo antropológico que emanaban del comunismo y el capitalismo
que luchaban salvajemente por el control del orden mundial. Frente a ambas
ideologías, Juan Pablo II lanza su visión del hombre (Redemptoris Hominis)
donde deja bien claro que, siendo Jesucristo el centro del cosmos y de la historia,
y redentor del género humano, entonces los derechos humanos se vuelven por ello
principio fundamental para cualquier programa ideológico o proyecto político.
El hombre fue siempre su mayor preocupación y en torno a esa preocupación
gravitó en todo momento su ética social que desarrollaría ampliamente en sus
tres encíclicas sociales: Laborem
Exercens (Ejerciendo el trabajo) de 1981, Sollicitudo Rei Socialis (Atención de la realidad social) de 1987 y
Centesimus Annus (Centésimo año) de
1991. Documentos que pueden quedar resumidos en esta línea que valientemente
leyera en su visita a Cuba el 25 de enero de 1998: “Para muchos de los sistemas
políticos y económicos hoy vigentes el mayor desafío sigue siendo el conjugar
libertad y justicia social, libertad y solidaridad, sin que ninguna quede
relegada a un plano inferior. En este sentido, la Doctrina Social de la Iglesia
es un esfuerzo de reflexión y propuesta que trata de iluminar y conciliar las
relaciones entre los derechos inalienables de cada hombre y las exigencias
sociales, de modo que la persona alcance sus aspiraciones más profundas y su
realización integral, según su condición de hijo de Dios y de ciudadano”.
Laborem Exercens es la primera encíclica social de Juan Pablo II y fue publicada el 14 de septiembre de 1981. El tema central del documento fue exclusivamente el trabajo humano. A partir de su idea tan personal del hombre y del trabajo va a desarrollar toda una serie de aspectos cuya orientación es la cuestión social. Cuando vio la luz muchos compararon su estilo con el que ilumina el Evangelio de San Juan, es decir, sus líneas e ideas parecen espirales que escalan y transitan varias veces por el mismo puerto por tres ejes bien delimitados: el trabajo y el hombre a la luz del Génesis, los derechos de los hombres del trabajo y la espiritualidad del trabajo. En sus páginas, entre esas espirales vertiginosas, una misma idea que brilla por sí misma: el ser humano, hombre y mujer, debe ser estimado como el valor supremo en las relaciones laborales. Cada hombre, cada mujer que desarrollan un trabajo no son mercancía, son imágenes vivas del Dios vivo. En tal sentido, señala al trabajo como elemento clave de la cuestión social por medio de la cual cristalizará la realización de la justicia haciendo la vida humana, más humana resaltando a la dignidad del trabajo como una proyección de la dignidad humana. Precisamente, por esta razón, avala como justificada cualquier reacción de los trabajadores en contra de las injusticias provocadas por el comunismo y por el capitalismo. Desarrolla y hace una distinción fundamental entre lo que él llama trabajo objetivo, es decir, la técnica, y el trabajo subjetivo, es decir, el hombre. La distinción la hace con la finalidad de establecer entre ellas un relación justa que termine atentando contra la dignidad y los derechos del trabajador. En tal sentido, es claro comprender que, por muy relevante que sea el capital, jamás estará por encima del hombre.
En 1987, aparece Sollicitudo Rei Socialis, su segunda carta encíclica social, con la
finalidad de relanzar la Doctrina Social de la Iglesia por medio de una
invitación a retomar las ideas expuestas por Pablo VI en Populorum Progressio. A diferencia de Laborem Exercens, el estilo de este documento es sumamente claro y
preciso: analizar el mundo contemporáneo desde la convicción de la esperanza de
desarrollo, es decir, contemplando al hombre desarrollarse como imagen de Dios
abarcando las vertientes políticas, económicas, sociales, ecológicas y
religiosas. Lanza al ruedo de la dinámica social dos conceptos por medio de los
cuales analizar y construir una nueva realidad: la conversión y la solidaridad.
En este documento hace una denuncia radical y fuerte: su oposición al
distanciamiento cada vez más alarmante entre los países ricos y los pobres. En
ese sentido, destaca la existencia de estructuras de pecado que sólo pueden ser
suprimidas, como hemos dicho, desde una conversión hacia la solidaridad.
Rescata el concepto de Pablo VI de «desarrollo integral» como camino seguro
hacia la paz. Retoma con pasión el llamado que había hecho la Iglesia en
Medellín: la opción preferencial por los pobres haciendo un señalamiento al
mundo de los poderosos para que ajusten sus sistemas políticos y económicos a
los derechos humanos. Tajantemente, Juan Pablo II, toma postura frente a los
dos sistemas imperantes en el mundo señalando que, al final, se parecen en su
maltrato hacia el ser humano.
La preocupación social de Juan Pablo II vuelve a hacerse evidente 5 años después con la publicación de su tercera carta encíclica social: Centesimus Annus. El papa polaco mira en la historia a la Rerum Novarum que cumple su primer centenario. Sin embargo, no se trata sólo de un recordatorio, es mucho más que una celebración, se trata de un documento que pretende ser una verdadera apertura hacia el futuro retomando las cosas nuevas. Resalta en sus páginas que la distancia insalvable entre la Iglesia y las fórmulas marxistas y capitalistas en sus diametralmente diferentes antropologías, es decir, la concepción que tienen del hombre con respecto a la que tiene el catolicismo. Para la Iglesia, el hombre no es un concepto abstracto, vacío y carente de sentido. Todo lo contrario, se trata de personas concretas con historias que están incluidas en el misterio de la Redención. Ambas ideologías han cometido brutales errores en materia económica fomentando el odio, la violencia y la lucha de clases por un lado; y por el otro, el descubrimiento de nuevas fórmulas más sutiles de sumisión, explotación y esclavitud. Ambos planteamientos se apartan y cierran los ojos ante el hombre respondiendo a su inspiración atea, en un caso, y laicista, en el otro. Tanto el comunismo como el capitalismo terminan respirando de la negación de Dios privando de su fundamento a la persona hasta hacerla prescindir de su dignidad y responsabilidad. Empobreciendo así “la visión de la vida, el nacimiento, el matrimonio, la familia, el trabajo, la muerte pues se dan pseudorespuestas incapaces de colmar las aspiraciones naturales de las mentes y los corazones provocando un vacío espiritual”. Frente al vasto y descarado aparataje propagandístico e ideológico, Juan Pablo II afirma la posición de la Iglesia: “En ambientes intensamente ideologizados, donde posturas partidistas ofuscaban la conciencia de la común dignidad humana, la Iglesia ha afirmado con sencillez y energía que todo hombre, sean cuales sean sus convicciones personales, lleva dentro de sí la imagen de Dios y, por tanto merece respeto”.
Estas líneas están lejos, muy lejos de ser,
una síntesis del enorme y profundo pensamiento social de Juan Pablo II, pero sí
podríamos verlas como una introducción para unos y un recordatorio para otros
en estos momentos en los cuales atravesamos por una crisis cuyo punto de
partida, al menos para mí, es la negación del hombre y su dignidad por quienes
tienen la responsabilidad de administrar el poder en Venezuela. Líneas que,
además, buscan tímidamente mostrar que la Iglesia guarda en su corazón un
tesoro, una fuente para que la sociedad beba de él y pueda desarrollarse
plenamente dentro de los valores de la verdad y la justicia. Me refiero, claro
está, a la Doctrina Social de la Iglesia, impulsada de manera decisiva y
particular por Juan Pablo II, como camino primordial de atención al hombre real
y concreto entendido como ser social. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.
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