ASUNTOS DE UN HIDALGO DISOLUTO. Por Héctor Abad Faciolince

I

Donde se habla del beso de Eva, la primera mujer

Vine a saber que era rico como a los quince años, por los mismos días en que supe que los besos no se daban tan sólo con los labios. Era una cuestión de pudor, me imagino, pues si mucho, hasta la adolescencia, yo sabía que éramos acomodados, una palabra que para mí quería decir sillones o jardín, cualquier cosa, pero no riqueza. Ambas revelaciones se las debo a la lengua de la misma persona, Eva Serrano, la hija de unos amigos de mis padres.

Eva era un año mayor que yo y, como yo, hija única. Su familia era chilena, pero vivían en Colombia desde hacía un par de años. Los fines de semana, cuando iban a visitarnos al campo, mientras los adultos se sumergían en interminables partidas de canasta, Eva y yo hacíamos que nos ensillaran los caballos y salíamos a montar por los caminos de herradura que pasaban cerca de la finca. A veces llenábamos las alforjas de fiambre y nos parábamos a comer por ahí, a la orilla de una quebrada. Yo no sabía entonces que también en los libros los amores se consuman al lado de un arroyo, pero fue ahí, entre el rumor de la quebrada, donde Eva me reveló los misterios de mi situación económica y de la pasión con que era posible darse un beso.

Esa entrada repentina de una lengua en el espacio vedado de mi boca sigue siendo una de las mayores sorpresas de mi vida. No se me había pasado por la cabeza que además de tenedores y cepillos de dientes algún otro cuerpo extraño pudiera rebasar la frontera de mis labios, y mucho menos ese obtuso músculo húmedo. Mucho tiempo después, en la Basílica del Santo, en Padua, me di cuenta de que los demás, en cambio, habían comprendido desde siempre la importancia de ese huésped permanente de la boca, y así lo demostraba la venerable reliquia de la lengua incorrupta de san Antonio. Lamer un chupete, tragar una fruta, distinguir lo dulce de lo amargo y lo salado, articular sonidos, tan sólo estas funciones conocía mi lengua hasta que la aparición de Eva Serrano me abrió la boca y el entendimiento a otras posibilidades.

Muchas veces me pregunté dónde habría aprendido ella, tan joven, a besar así, pero ahora no me importa. Que tuviera tanta conciencia de la situación de mi familia, al contrario, me resultó claro muy pronto. Su padre era empleado en una compañía transnacional y el sueldo que le daban, aunque bueno, no le había permitido nunca poseer ciertas cosas de las que mi familia disponía como algo natural. El punzón de esa disparidad, unido a la incesante inseguridad pecuniaria de la familia Serrano, habían hecho que Eva tuviera siempre muy presente nuestros sillones y jardines, que eran, claro está, la riqueza de mi casa. Por esta mezcla de dinero y lengua, a veces llegué a pensar (pero es una ocurrencia que ahora rechazo, pues mancilla el recuerdo de mi primera mujer) que los besos lingüísticos de Eva eran una estratagema ingeniada por su madre para tratar de consolidar un noviazgo provechoso. En todo caso, tuve el privilegio de que mi primera experiencia me cogiera desprevenido por esas dos partes, plata y lengua, que influyen como ninguna otra en el principio y fin del matrimonio. Como en mi casa estaba prohibido hablar de dinero, yo no sabía que era, hasta que Eva me lo dijo, un buen partido.

La pérdida de la inocencia, para mí, no consistió, pues, en la unión de nuestros respectivos y castos genitales, asunto en el que ya mi padre me había aleccionado con la ayuda de algunas láminas de la Enciclopedia Británica, sino en la unión de las lenguas. De este húmedo contacto no hablaban ni mi padre ni la Enciclopedia Británica pues recuerdo muy bien que al volver de la finca me fui derecho a la biblioteca de la casa para consultar el artículo kiss, y luego, con desconcierto creciente, el apartado tongue, sin hallar la respuesta que buscaba. Aún conservo esos tomos de mi padre, llenos de teoría pero desiertos de información práctica en los que el beso es the act of pressing or touching with the lips, the cheek, hand or lips of another, as an expression of love, affection, reverence or greeting. La mano, la mejilla, máximo los labios del otro, pero no la lengua. Después el artículo habla del osculum pacis, pero tampoco era esto lo que me interesaba. Creí con ingenuidad que la solución podía estar en el artículo lengua y el resultado fue desastroso pues si bien daba montones de datos (que la lengua era un músculo móvil de la mayoría de los vertebrados, que estaba localizada en la parte de abajo de la boca, que era muy útil para hablar, masticar y tragar), no decía ni una palabra sobre los besos. Sostenía incluso que la lengua informa sobre los pedacitos de comida que se nos quedan atrancados entre los dientes, pero de besos ni una palabra. Por lo visto la lengua de Eva, más sabia, sabía más que la Británica. Por ella me enteré de la humedad carnal de dos bocas abiertas en contacto. Y también de su lengua recibí la revelación de lo que en el fondo quería decir acomodados. Pero me estoy repitiendo.

Después de mi fracaso enciclopédico, todavía en busca de luz y de consuelo a mi ignorancia, revelé el asunto a mi tío Jacinto, un viejo monseñor enfermo, hermano de mi madre, durante mi obligatoria visita semanal a los parientes. Mi tío escuchó en silencio el relato de los besos. Sin decir una palabra se levantó del sillón que le servía de confesionario y sacó con sus dedos estragados uno de los volúmenes de su extensa biblioteca. Con gran solemnidad me pidió que cerrara los ojos y escuchara. El libro que había escogido era de san Jerónimo, estaba escrito en latín y tío Jacinto me fue traduciendo un trozo de corrido. Contaba un episodio en la vida de un mártir y decía más o menos así:

"Por orden del emperador Valeriano, en el año 257 de Nuestro Señor, un mártir en la flor de la juventud fue llevado a un amenísimo jardín. Allí, en medio de cándidos lirios y rosas rojas, mientras al lado serpenteaba con dulce murmullo de agua un arroyuelo cristalino, y mientras el viento rozaba con pausado rumor las copas de los árboles, fue extendido el mártir sobre un lecho de plumas y dejado allí, atado dulcemente con guirnaldas trenzadas, para que no pudiera de ninguna manera escaparse.

"Cuando todos los otros se alejaron, hizo su aparición una hermosísima meretriz, la cual se aferró al cuello del mártir con un abrazo voluptuoso y —cosa que es infame incluso relatar— empezó a manosearle con insistencia el sexo; después de haber excitado en el cuerpo del joven el apetito libidinoso, la desvergonzada vencedora pretendía yacer sobre él.

"El soldado de Cristo no sabía qué hacer ni qué camino coger: ¡no lo habían vencido los más crueles tormentos y ahora lo dominaba la voluptuosidad! Al fin, por una iluminación celeste, mordió con sus dientes la lengua hasta cortársela, y la escupió en la cara de la mujer que lo besaba: así la intensidad del dolor se sustituyó a la sensualidad y consiguió vencerla".

Debo confesar que aquella tarde de mi memoria (y hasta hoy) yo no comprendí bien si el mártir había mordido la lengua de la meretriz o la suya, pero fuera como fuera no me atreví a seguir el consejo de san Jerónimo y de tío Jacinto. Con Eva me seguí besando a la orilla de la quebrada, aunque cada vez que ejercíamos nuestro pange lingua y ese su corporis misterium irrumpía con ímpetu en mi boca, me daba casi risa de pensar en el riesgo que estaba corriendo el apéndice encarnado de aquella cándida doncella. Para decir la verdad, si la apatía de mi carácter no hubiera empezado a manifestarse desde entonces, yo no habría tenido problema alguno en comprometerme y casarme con Eva. Todavía hoy, en esas raras ocasiones en que no consigo comprender las locuras que los hombres cometen por correr tras unos labios, cierro los ojos y recupero en la memoria la carne de Eva Serrano; sé que tan sólo en este intervalo de recuerdo lejanísimo y nítido consigo entender los devaneos concupiscentes de los hombres. Por esto reconozco que juzgaba sin justicia a la madre de Eva al insinuar que era la interesada alcahueta de nuestros amoríos adolescentes; habrá sido más bien, como Celestina, una que quiso provocar lujuria a las duras peñas, y casi lo logró. Eva Serrano es la dueña de uno de los pocos cuerpos humanos que todavía recuerdo con un cierto apetito. Al fin y al cabo ahora que vuelvo a leer con sorpresa libros que ya había leído, que encuentro amigos por la calle y no los reconozco, que viajo a lugares conocidos y llego a sitios distintos, que empiezo un Padrenuestro y acabo en Avemaría, ahora que la memoria es un embrollo de ecos confundidos, si cierro los ojos y dejo los labios entreabiertos, vuelvo a sentir su lenguaraz manera de dar besos.


II

Que narra una contrita confesión de perfecta castidad e insulsa indiferencia

La castidad, en mí, no ha requerido nunca mandamientos. En el colegio, durante la confesión, recuerdo la escéptica sonrisa maliciosa del capellán ante mis reiteradas negativas a sus preguntas sobre la pureza. Sus interrogatorios eran tan minuciosos que me obligaban a pensar en algo ajeno por completo a mi experiencia. Pero mi cara de asombro no lo complacía ni mi ingenuidad llegaba a convencerlo, y así tuve que inventarme pecados contra el sexto mandamiento con tal de dejarlo tranquilo y de evitar que advirtiera siempre, antes de la absolución, que el sacramento de la penitencia carecía de validez si la confesión de boca resultaba deliberadamente incompleta. La mía llegó a ser tan completa que excedía los límites del pensamiento, palabra, obra y omisión. Después de haber tenido que mentir sobre impalpables tocamientos o sobre miradas jamás lanzadas y tentaciones que no se me pasaban por la mente, me veía en la obligación de confesar que había mentido, de manera que se me perdonara la mentira de haber confesado pecados de lujuria imaginarios.

A esta paz de los sentidos parece que llegan las personas de mi edad, pero yo llegué a ella sin siquiera salir, o mejor, salí con ella. En la juventud me persiguió la idea de ser un eunuco psicológico, pero debo aclarar desde ahora que mi inapetencia no tiene nada que ver, por lo que sé, con frustraciones profundas o con barreras erigidas por una moral demasiado rígida. En el fondo me hubiera gustado padecer, como los demás, esa fuente de torturas y deleites que debe de ser la voluptuosidad.

No se crea que no busqué objetos a cualquier lejano asomo de lujuria. No hay perversión que no haya intentado practicar. Pero en vano porque masturbación, zoofilia (gansos, gallinas, ovejas, burras, caballos, perros e incluso salamandras), homosexualidad, gerontofilia, pedofilia, sadismo, masoquismo y todo lo que se quiera, jamás conmovieron mi ánimo apacible y hace ya mucho que cejé en los intentos de querer parecerme en esto a la mayoría de mis congéneres. Como previó Pascal, hace ya varios siglos, mis esfuerzos por ser bestia me convirtieron en ángel. Ni el estólido comercio natural de ingles en flor, ni las concienzudas aberraciones descritas por el marqués divino, consiguieron conmover los cimientos inmóviles de mi indiferencia.

Ante la ausencia total de días en que fuera tan lúbrico, tan lúbrico, llegué a fabricarme planes geométricos en pos de la concupiscencia. Las ansias de una vida intemperante me llevaron por años a practicar una aburridísima masturbación metódica: todos los jueves a las cinco de la tarde. Y no cuento, por procaces, las indecibles maromas que tenía que hacer para lograr mi cometido hebdomadario. Pero a mí me ha faltado constancia hasta en los vicios y muchos jueves olvidaba mi deber de manipulación vespertina. Así mismo, nunca pude perseverar en el tabaco, en el alcohol, en los tics... La fidelidad que me debo, me obliga a un permanente cambio.

No hay en mí, por lo demás, ningún trastorno físico que sirva de coartada a la precaria actividad de mis sentidos. Tengo, aunque cada vez menos, erecciones matutinas como cualquier otro hombre; doné en mi juventud litros de esperma a los bancos de semen, que no se lamentaron por escasez de zoos en mis donaciones; mi equilibrio hormonal es impecable, no he sufrido diabetes y, a pesar de la edad, mi próstata está intacta. Podría hablarse, si mucho, de un climaterio bastante prematuro, que coincide con la fecha de mi alumbramiento.

A veces me atormentaba (pero el verbo es sin duda exagerado) esta idea de ser una especie de asceta innato. Durante los años de la crianza, mis padres sufrieron con aquello que incautos médicos calificaron como un insólito caso de anorexia precoz. Comer, para mí, ha sido siempre una especie de deber, un compromiso obligatorio que hay que cumplir con el cuerpo. Nunca logro acordarme de lo que comí el día anterior y es necesario que por la mañana, al mediodía y al anochecer, alguien me recuerde la hora de las comidas. Las raras veces en que no he tenido cocinera en la casa, no se me pasaba por la mente la idea de comer y tenía que instalar despertadores que me indicaran la hora de ir al restaurante para tragar almuerzo y cena. La palabra hambre, para mí, es una abstracción, no menos intangible que la noción de líneas asintóticas: asuntos paridos en el cerebro de los hombres, y quizá existentes, pero que no comparten la indudable certidumbre del dolor.

Sí, porque del dolor poseo una percepción más clara. Tal vez a esto se debe mi completo rechazo a la anestesia y la incomprensión que tengo por los analgésicos. Es tan precaria nuestra condición humana, tan difícil de distinguir a veces de la de las plantas, que tengo al dolor por un tesoro, casi la única demostración de que estoy vivo. Nunca le tuve miedo al pinchazo de la aguja o al brotar de la sangre después de un movimiento poco diestro de la navaja barbera. Al contrario, estos raros momentos son para mí mementos de que existo. Nunca me escandalizó, por consiguiente, ese uso de los beatos tan estigmatizado por los iluministas, es decir, el cilicio. ¡Ah de las cerdas y los pinchos que te aprietan el muslo, lánguida doncella! Sólo gracias a ellos recuerdas que eres carne y no frío guijarro. Poco saben de la vida quienes no se han concedido la mística experiencia de rociarse una llaga enconada con un chorro abundante de vinagre y limón. En cuanto a las demás mortificaciones de la carne, como ayunos, desvelos y votos de silencio, nunca tuvieron ante mis ojos mérito alguno, ya que forman parte de mi disposición natural. Sin contar con que los tiempos modernos han degradado estos hábitos hasta una vulgaridad inconcebible: las dietas para adelgazar han convertido en régimen el sacro ayuno, la televisión ha hecho callar a la familia entera que comparte su absoluto retiro espiritual frente a ese altar multicolor de idioteces, pasan la noche en vela los que se van de discoteca en discoteca, ebrios de ruidos etéreos. En todo caso el ser insomne, inapetente y taciturno son cualidades de mi disposición natural que no han requerido reglas monásticas para desarrollarse. Cuando en verano me retiro a la vieja casa cural de Pulignano, en Toscana, donde tengo mi refugio para las horas de mayor misantropía, siento cierta satisfacción al comprobar que sin proponérmelo repito el ritmo y el estilo conventual de los monjes cistercienses. Ya a las cuatro estoy levantado y medito paseando por un centenario huerto de olivos salpicado con las cruces rotas de un cementerio que ya hace decenios cerró el cancel a los entierros. Una rebanada de pan y algo de agua son mi único alimento matutino. Después leo o me pongo a... Pero no voy a hablar ahora de esto. De mi vida en Pulignano, de esos días más celestiales que monacales que he pasado allí, hablaré más adelante.

Tampoco aprecio los esotéricos deleites de la embriaguez. He tenido, como todos, mis amigos borrachos. Recuerdo por ejemplo a Sergio Valderrama, que derramaba en su esófago cálices de ron (en realidad eran vasos) como quien llena un pozo sin fondo, o por lo menos muy hondo. Recuerdo su silencio hecho locuaz en virtud del espíritu ingerido, su timidez hecha trizas y convertida en azarosa audacia. Yo, en cambio, siento con la ebriedad un mareo insípido instalado en una mente obnubilada. El alcohol para mí tiene visos de somnífero. Si me interesara dormir más de las cuatro horas que ya duermo, me tomaría unas copas de más, pero en la vigilia me aburro menos que en el sueño.

En el juego, durante algunos meses de mi lejana juventud, creí encontrar, al fin, un asilo, un templo de perdición. Una ocasión para dilapidar mi fortuna, para retar mi inamovible buena estrella. Pero qué va. En los casinos llegué a maldecir las alturas por mi buena suerte. ¿Qué gusto hay en ganar, ganar, ganar siempre o casi siempre? Así me siento, despojado del gusto por exceso de gusto.

Ah, si yo pudiera, como podría, ser un sibarita. En cambio, un caldo tibio o el té manchado con leche son los mayores manjares que mi paladar y mi lengua reconocen. Pero no se piense que mi educación me permita no elogiar las exquisiteces que se me ofrecen en manteles ajenos. El caso es que denigro o elogio todos los platos por igual. No me apetece nada, pero como de todo. No encuentro mayor deleite en deglutir una langosta que un plato de lentejas (o viceversa, para los defensores del rústico yantar). La preferencia de los hombres por ciertos manjares exóticos la comprendo por lo que es, una debilidad de entendederas, y creo que todos, si lo pensaran bien, estarían de acuerdo conmigo en que el pollo sería tan exquisito como la perdiz si tan sólo se consiguiera invertir la cantidad disponible de los dos volátiles. Degluto con disciplina, sin sentirme que hago penitencia o que mastico gloria, hígado, caviar, tortillas mexicanas, trufas de Alba, hamburguesas gringas, gazpacho andaluz o pan y agua. No veo diferencia entre un lomillo de vaca a la pimienta, una morcilla frita o una coliflor hervida. Porque si aquello que me gusta no lo conozco, desconozco también los melindres de quienes se niegan a tragar unas ancas de rana, un platillo de sesos al gratín, hormigas santandereanas o trozos de camello rancio, macerados por el sol del desierto. Ante los libros de cocina y los tratados de metafísica, mi estupor es el mismo. Ni me va ni me viene lo que allí se desmenuza: me tiene sin cuidado, y a lo mejor no lo entiendo.

Que el mundo sea mágico o esté hechizado, como sostienen mis amigos más cargados de pías ilusiones invisibles, es para mí un invento de otros para otros que no son como yo. Despojado de supersticiones me asomo a la ventana y aunque admita que el paisaje no está mal, me cuesta descubrir la deslumbrante maravilla, el perenne entusiasmo, las secretas correspondencias, la impalpable energía. Nada. Falsos signos, signos tan sólo de sí mismos, aparentes mensajes que no quieren decir nada. No creo en los milagros ni puedo ver en la cadena de azares que mezcla a su capricho las cosas y los hombres, un secreto designio de la Providencia o un paso designado de la historia. De todas las magias improbables desentraño las reglas o los trucos (o si no yo, sé que hay alguien que lo hará) y me queda el sabor desencantado del que desvela trampas. Yo, sacerdote de ninguna cosa, no me apoyo en el bastón del misterio. Y lo que desconozco lo vivo sin horror, firme con mi bastión de incertidumbre. No le doy nombres rimbombantes ni explicaciones abstrusas a lo que no entiendo: suspendo el juicio y repito no sé, no sé, sin que se me derrumbe la autoestima. Si oigo ruidos en el techo de la casa, pienso primero en los ladrones, en las ratas o en el viento, sin desperdiciar mi imaginación con los fantasmas. Sólo los insensatos tienen respuestas (insensatas) para todo; incluso ante la odiosa pero definitiva nulidad de la muerte sacan a relucir su exasperante esperanza en un imposible más allá.

La vida, una aventura ajena; la Tierra, una fosa común e insensata donde reposan Hitler y san Francisco, mi padre y sus asesinos; el amor, un ejercicio imaginario; el cuerpo, fuente de todos los males.

Este último párrafo lo dicto en beneficio de perplejos, pero no es cierto, o dice sólo verdades a medias. Porque la vida puede ser, con duda, la única aventura propia, y la Tierra el escenario para aventuras como el amor, ese paréntesis de realidad exasperada, y el cuerpo es también fuente de todos los deleites y fuente de la más absoluta indiferencia. Fuente de todo, el cuerpo, tanto de la muerte como del amor. Y eso es lo bueno de las generalizaciones, que vistas por donde se miren, son verdades rotundas que no sirven para nada.


III

El memorioso declara lo bien que lo educaron y lo malo que intentó ser

No cabe duda de que recibí lo que se dice una esmerada educación. Incluso he pensado que a lo mejor mi temperamento sosegado se debe a esa falta de errores en la crianza. Mis difuntos padres eran personas cultas que tuvieron, por lo poco que llega a saber un hijo, un matrimonio armonioso. En mis años de infancia y primera juventud tuve un preceptor y una monjita que me brindaron los primeros rudimentos culturales. Aquel era laico y liberal, aunque sin arranques de rebeldía, y ésta, obviamente, católica, pero nada mojigata. No recuerdo ningún castigo severo de parte de mis padres. Fuera de mi falta de apetito, que los preocupaba un poco, decían de mí que era un niño formal y aplicado. Siempre fui supremamente manso y por temperamento dispuesto a transigir. Sin ser perezoso o indulgente conmigo mismo, fui siempre paciente y tolerante con los demás. Desde muy pronto acogí entre mis lemas el consejo cristiano de sufrir con paciencia las imperfecciones del prójimo.

En el colegio, sin llegar a ser nunca el primero de la clase, estaba más cerca del alumno brillante que del crapuloso. Me iba bien en los exámenes a pesar de que no copiaba. Y no porque me propusiera ser honrado, sino porque desde entonces ya sabía que por lo general lo que se logra copiar en los exámenes son los errores del otro. Si algún problema tuve durante el período escolar, fue una persistente sospecha de hipocresía. La monjita de compañía me explicaba que a veces la virtud despierta envidia. Más cómodo que tratar de acercarse a la bondad del otro es poner en entredicho que la suya sea virtud auténtica. Pero nunca pretendí desmentir las sospechas de mis compañeros. Al contrario, con el ánimo de consolarlos en la exactitud de la imagen que de mí se hacían, emprendí travesuras que no me atraían ni me interesaban. Hice maldades con el único fin de no ofender a los demás con mi buen comportamiento. También, debo admitirlo, porque me daba cierto fastidio que me apodaran Don Perfecto. Ese deje de crítica en el sobrenombre, esa sombra de duda, la sospecha insinuada de un fingimiento de fondo, eran mi único problema en el colegio.

Es cierto, a veces los profesores y alumnos se aprovechaban de mi condición bondadosa y de mi ánimo condescendiente. Llegaban a abusar de mi disposición de servicio y en secreto me tomaban el pelo cuando creían sacarme alguna ventaja. Pero de estas bromas no quise nunca darme por enterado, ya que creía injusto privarlos del gozo de mi ingenuidad. De todas maneras, si mucho se insiste en la bondad, y uno se empeña (así sea sin esfuerzo) en ser generoso y servicial, si uno no alza la voz para contestar y está dispuesto a ofrecer cuantas mejillas sean necesaria, a la postre crea más resistencias que admiración. La imagen de la virtud es en ocasiones más odiosa que la de la infamia. Fue así que en el colegio debí amargar la pídora de mi buen comportamiento y confesar, como ya dije, pecados que no había cometido, o bien cometer faltas que me repugnaba cometer. Pero también 'repugnar' es un verbo exagerado; diré más bien que el mal me ha dejado siempre indiferente. No me atrae, no lo necesito, nunca me ha hecho falta robar o fornicar o hacerle daño a nadie o desear las mujeres de mi prójimo.

De mis malas acciones apenas si guardo memoria. Poco remordimiento dejan las maldades cometidas sin la intención de hacer el mal. No por esto la maldad inmotivada deja de tener un no se qué de diabólico. Recuerdo que nuestro profesor de castellano tenía dificultades con la ortografía. Por eso, mientras hacíamos un ejercicio de composición en clase, yo levantaba la mano para preguntar la ortografía de palabras de las que estaba perfectamente seguro, pero que ponían en aprietos al profesor: "Perdón, profesor, ¿cómo se escribe erudición?" Y él caía en la trampa de la doble ce. Si preguntaba por estremecer o por torácico no fallaban los resbalones en la equis, por no decir la jota en cirugía o la espúrea e de la palabra espuria. Pero yo no gozaba con sus gazapos inocentes, lo juro, y no era mía la alegría de los pocos compañeros que se daban cuenta de mis fingidas inquisiciones. No me interesaba el provecho del prestigio que podía ganar entre mis compañeros; quería solamente, con torpeza, contentar la lengua. Y digo con torpeza pues en ese entonces yo no había pensado ni escrito todavía uno de mis primeros aforismos: "Las faltas de ortografía son el mal aliento de la escritura". ¿Y qué satisfacción podemos sacar de pedirle a alguien a quien le apesta la boca que nos respire en la nariz? En adelante he luchado por ser menos brillante y más inteligente.

Otra crueldad, nefanda en este caso, consistía en calentar al profesor de religión. Su homosexualidad era un secreto que circulaba a voces por todo el colegio. Al final de la clase, después de dos horas dedicadas a denunciar la pérdida de los valores, la caída de una ética integérrima, la perdición del mundo, tenía cierto encanto acercarse a su escritorio y como por error apoyar el pubis contra su costado. Ese rubor de los cachetes, ese aletear de las manos, ese irresistible entreabrir y entrecerrar los muslos, eran los signos evidentes de su excitación. El alumno modelo que, todo inocencia, cara de angelito, le hacía preguntas sobre la decadencia moral, era también el vehículo de su perdición. De estos dilemas insolubles estaban llenas las noches insomnes del profesor de religión. Pero tampoco en estos casos me deleitaban las risas cómplices de la mayoría de mis compañeros, que se daban cuenta del embaucamiento. De esta premeditada malevolencia conservo un recuerdo parecido al remordimiento.

Fui cómplice, también, de cochinadas repugnantes y gratuitas. Como escarbar con otros compañeros en las fiambreras de los estudiantes más zonzos, desdoblar las hojas de plátano en que estaban envueltos los tamales, abrir la masa de maíz por un costado, escupir entre el tocino y las alcaparras, volver a poner todo en su sitio y observar después, llenos de hilaridad, en el recreo, el deleite inconsciente con que los majaderos masticaban los bollos aliñados con salsa de saliva ajena. Disfrazada de viril franqueza, pero de hecho con una perversidad llevada a extremos más sofisticados, no faltaba quien informara al burlado, cuando había acabado, de la presencia encubierta y engullida del gargajo.

Ese encumbrado colegio particular donde recibí mi primera educación era sobre todo un templo de farsantes. Empezando por mí, como ya he dicho, que para adecuarme debía inventar pecados nunca cometidos y cometer maldades nunca deseadas. Bueno, para decir la verdad, cometía y reincidía en un pecado que nunca me pareció tal. Y era leer cualquiera de los libros que encontraba en la biblioteca de mi casa. Allí hallaba el gusto que jamás me dieron las lecturas obligatorias del colegio, que si bien recuerdo se limitaban a ediciones censuradas del Lazarillo, más mutiladas aún que el Lazarillo castigado; la María sin besos y sin la apología de los negros, y algunos capítulos de El carnero que no sé cómo conseguían expurgar. Los clásicos, había que leer a los clásicos, pero éstos, para ellos, eran si mucho algunos soporíferos Autos sacramentales de Calderón.

En esto de las lecturas recuerdo que tenía el apoyo de mi padre, quien a veces me llamaba a su presencia y me decía con un solemne gesto pontifical de origen iluminista que intentaba abarcar con el brazo toda su biblioteca: "Lee lo que quieras pues los libros que no sean apropiados para tu edad, simplemente no los vas a entender, te vas a aburrir con ellos y vas a pasar a otros hasta encontrar los tuyos".

Recuerdo, con horror, uno de esos pecados de peligrosa lectura. Gracias al permiso paterno yo ostentaba en el colegio los títulos prohibidos, hasta que un pequeño auto de fe me enseñó a ocultar mejor mis preferencias. Sin entender un chorizo lo que ahí estaba escrito, pero por llevar la contraria, un día me presenté en el recinto del colegio con un libro de la biblioteca de mi padre: La gaya ciencia. El capellán, con una sonrisa de interés, me lo pidió prestado. Pasaban los meses y no me lo devolvía, hasta que por fin me atreví a preguntar por el libro. El padre me dijo: "Hay libros que indigestan nuestra mente. Por el solo hecho de poseer un libro de ese tudesco depravado, ya hemos caído en tentación, si no en pecado. No voy a devolvértelo. Aunque quisiera no podría pues te hice un favor. Lo quemé. En la mitad del patio del colegio hice una pequeña hoguera con mis propias manos, y lo quemé". Ah, si el Gaspar Medina de esos días hubiera sido aún más desobediente y hubiera leído toda la biblioteca de su padre, habría podido contestarle con una frase de Quitapesares: "Los que queman libros, tarde o temprano, llegan a quemar seres humanos". Pero ese que yo era se quedó mudo ante la noticia de la hoguera del capellán mayor.

Recuerdo también la expulsión de uno de mis compañeros. Se llamaba Juan Jacobo Rodó y era uno de los internos, pues su familia vivía en el Valle del Cauca. Toda la vida de Juan Jacobo, ahora puedo decirlo, llegaría a ser una cadena de persecuciones; su rebeldía no tuvo nunca precio. Pero de la cadena de actos heroicos de Juan Jacobo, el iluso, hablaré en otras memorias, si me quedan fuerzas para escribir novela comprometida. Ahora quiero contar tan sólo el primer episodio de represalias absurdas en su vida.

Juan Jacobo, una noche, se llevó al cuarto y a la cama a una noviecita que se había conseguido en el barrio obrero que quedaba por los alrededores del colegio. Lo descubrieron en flagrante delito (que es como decir con él adentro), escucharon sus imposibles descargos en la comisión de disciplina y luego lo expulsaron. Juan Jacobo me contó, con rabia, que meses atrás lo habían descubierto en la misma cama y similar postura (aunque distinto orificio) acostado con un compañero del internado. Y él y yo sabíamos que a muchos otros internos y externos los habían pillado masturbándose juntos en los baños. Nunca había pasado nada, salvo tibias admoniciones. Cuando le comunicaron la decisión irrevocable de expulsarlo, Juan Jacobo intentó alegar la incongruencia del castigo en los dos casos. El padre rector lo llamó aparte para decirle: "Hombre, Rodó, la solución es muy sencilla: los jovencitos no quedan preñados".

Ni él ni yo sabíamos que en los colegios para ricos es más importante enseñar a proteger el patrimonio que el pudor; no era una cuestión de moral sino un asunto práctico: acostarse tan jóvenes con una adolescente pobre podía llevar al embarazo, a una carrera truncada, al matrimonio con una persona de menor rango. Recuerdo cuánto nos ofendimos Juan Jacobo y yo por una acción que considerábamos de doble moral. Nosotros creíamos que ciertas instituciones habían sido erigidas con un temple ético inmune a la doblez; no habíamos leído todavía ciertos libros y cometimos el craso error de atacar a la Iglesia sin comprender, como comprendió Quitapesares (también demasiado tarde), que en realidad la Iglesia es una potente corporación a la que mucho conviene permanecer afiliados.

Por mucho que los disfracemos de santidad y alegría, los colegios de adolescentes son una morada de suplicios (bueno, no para todos, para los verdugos no). Allí nos preparamos a ver el estreno de los crímenes más abominables que veremos repetirse durante el resto de la vida. Allí entramos en contacto con todos los tipos humanos que vamos a encontrar más adelante: del adulador al ladrón al asesino. Raras veces podemos toparnos también con el justo. Mis compañeros tuvieron ese privilegio.


IV

En el que se hacen conjeturas sobre el olor de santidad y se dan las dimensiones secretas del seno

Si no temiera pasar por presuntuoso, e incluso considerando que no soy creyente, diría que soy un santo. Creo que todas las confesiones, ya sea de pecadores o de beatos, pretenden que el lector saque esa conclusión. Estoy escribiendo generalidades y sé que los relatos detestan la abstracción. No dicen "Pepe García era avaro", sino que cuentan un episodio de centavos reñidos en la tienda de la esquina. Está bien. Pero el cine y la televisión me han cansado ya de estos cuentos extendidos e implícitos. A la palabra le queda la rápida virtud de lo abstracto. No explico por qué soy un santo, digo que lo soy. Yo, en vez de tratar de demostrarlo en quinientas páginas de acciones, enmiendas y arrepentimientos, lo declaro sin sonrojo en dos palabras: soy santo. En tres: soy un santo. Y ni me va ni me viene pasar por presuntuoso pues los fingidos temores que se escriben en los libros son meras figuras retóricas que ya no captan la benevolencia de nadie.

Lo cierto es que no me importa demasiado la opinión que el lector vaya a formarse de mí a raíz de estas páginas, ni me interesa que sea benévolo o maligno en su juicio sobre el desmemoriado que las dicta. La vanidad, a mis años y en mi estado, es un residuo anacrónico de la juventud. La condena o el panegírico, si alguna vez los hay, no cambiarán una cana de mi cabeza dura. Es cierto que no hay nadie tan viejo que no pueda vivir un año, pero lo que me resta de vida no puede contarse, de todas formas, en decenios. Mi repugnante enfermedad, de la que por ahora no hablaré (aunque anticipo que no es gota), me permite decir que por pura terquedad sigo aferrado a la existencia. Y en estas horas o meses que me quedan he resuelto poner a funcionar el último juguete de la vejez, es decir, esta memoria desastrada que dicta a mi amanuense algunas vivencias quizá desfiguradas por la distancia y por la fantasía. A mi secretaria, sí, a usted, señorita Bonaventura, taquígrafa de mis desventuras, custodia de mis secretos, a usted le ruego que transcriba sin pudor lo siguiente:

Mi secretaria tiene veinticinco años, mucho menos de la mitad de los míos. Mi secretaria copia lo que le dicto con puntos y comas. Lo pasa en limpio cuando yo estoy cansado y de la copia mecanográfica me relee para que yo pueda hacer las correcciones. Pocas correcciones, no porque haya poco que corregir, sino porque si exagero en ello, podría perder la vida en una sola frase. La señorita Bonaventura sabe qué frases me han hecho dudar más, sabe qué partes escabrosas he tenido que volver a redactar decenas de veces, pero ella no lo dirá. Todo debe parecer espontáneo como esta confesión.

¿En qué íbamos? Yo sostenía que era un santo. Sí, si es posible definir así a un temperamento apático, a uno que no es bueno por elección o por esfuerzo, sino porque le sale. Más que un hombre lleno de cualidades, soy un hombre sin defectos. Esta carencia es mi único atributo.

Para ser santo me educaron mis tíos sacerdotes, y así salí. No por mi culpa, pues siempre quise ser, en el peor sentido de la palabra, bueno. Pero nada. A mi edad sigo siendo un santo a pesar de que he hecho hasta lo imposible por no serlo. Porque he sido santo no sólo sin pretenderlo —que es lo de menos— sino también sin quererlo. Mi condición de elegido nunca me gustó. Los santos tradicionales resisten a la tentación. Yo he hecho hasta lo imposible para ser tentado, sin conseguirlo. ¡Ah, Señor, hazme caer en tentación! Pero nada.

Después de unos pocos episodios de maldad forzosa durante la primera juventud, he limitado mis actos hasta un punto que raya con la total inactividad. Ya he dicho que no soy una persona perezosa. Madrugar, levantarme, nunca ha sido para mí un suplicio. Es verdad que gracias a mi situación familiar nunca he tenido necesidad de trabajar, y si he trabajado (poco, para qué negarlo) ha sido sólo por mi gusto. Tengo personas de confianza que se encargan de mantener e incluso aumentar mi patrimonio sin que se requiera mi intervención ni mi presencia. Dispongo de mucho dinero y lo gasto, lo ahorro o lo comparto a mi antojo. Tienen razón los que han constatado que el dinero no tiene la menor importancia, mientras lo tenemos. Viven preocupados por la plata los que no tienen suficiente, así como quienes más hablan de sexo son aquellos que poco lo practican.

A propósito, entre mi taquígrafa y yo no existe la más escondida actividad sexual; como mucho, podría reconocer esporádicos, cortos y casi casuales comercios corporales. Nada serio: un abrazo filial, una palmada donde la espalda pierde su castísimo nombre. La pongo a ella, a quien estoy dictando, por testigo. Y no se crea que Bonaventura es una chica fea. Una de mis debilidades, la más grave quizá, es que nunca he podido soportar la compañía de las personas feas. Su sola presencia me incomoda, me molesta, me impide pensar o me obliga a pensar tan sólo en el arbitrio desquiciado de una naturaleza que permite semejantes desmanes. Así, pues, que Bonaventura no es una chica fea. Siendo mi secretaria no podría serlo o al menos yo no podría estar dictándole.

Es más, por complacer a los lectores curiosos y de libido atenta, voy a copiarles la descripción pormenorizada que una vez hizo un amigo, Quitapesares, del cuerpo de mi amanuense. Allí él, el autor de la descripción, o su demiurgo, afirma que los pechos de la señorita Cunegunda Bonaventura son una de las pocas perfecciones del universo. He aquí la página de mi Quitapesares:

"Tetas como las de Cunegunda Bonaventura, la evolución las produce cada dos o tres siglos. Debe de haber una especie de número pi secreto que da la dimensión perfecta de los senos y este número debería medirse de una vez por todas en las tetas de la secretaria de Medina. Una vez él me permitió tocárselas, en su biblioteca, y mis manos las abarcaban casi por entero sin acabar de abarcarlas. Era como sentir que se poseía por completo una teta pero a esa completez faltaba siempre algo, una reserva de deseo, para ser completa. El grado de turgencia era también irrepetible. No eran esas tetas duras en exceso de algunas quinceañeras o de las cuarentonas operadas con silicona. Si un inventor de almohadas consiguiera medir la mullidez del pecho de Bonaventura daría con la receta del imposible insomnio y también del imposible despertar. Esa misma vez probé la textura de la piel y mi lengua resbaló por el seno de Cunegunda como si la piel de ésta fuera un helado de natas, pero cálido. El redondel del pezón se conmovió brevemente al contacto con mi lengua e hizo que su piel, antes un poco más lisa, si se puede, que la del resto del seno, se uniformara en todo a la teta entera, salvo en el color que pasó del rosado al rosa intenso”. Acabamos de leer juntos, divertidos, esta exagerada descripción pectoral del amigo libidinoso. Por una vieja debilidad de lector, que me obliga a tratar de comprobar siempre todas las descripciones que leo, le pido ahora mismo a mi amanuense que me enseñe su seno, y confirmo al lector que es casi cierto lo que el lujurioso Quitapesares sostiene. Y ya que uso el verbo sostener, mi secretaria no requiere sostenes. Si yo fuera un puerco, como mi amigo y como la mayoría de los hombres, ahora mismo temería acercar una mano hasta el cuerpo de Bonaventura. No puedo hacerlo con toda inocencia. Sí, ella está aquí, al alcance de mi mano (más aún: su teta izquierda en mi mano derecha), copiando lo que usted está leyendo, pero no hay deseo en las yemas de mis dedos y tan sólo puedo hacer apreciaciones estéticas. No dudo que haya personas que se exciten ante la marmórea estatua de una Venus platónica; pero si alguno no tiene erecciones frente a las estatuas (ni siquiera tocándolas), piense que eso mismo me pasa a mí frente a las perfecciones pectorales de Bonaventura.

Ella sabe, por ejemplo, que puede mear en mi presencia, y por lo mismo hemos puesto una bacinilla en esta biblioteca. Así yo no debo detener el hilo de mis pensamientos por el simple hecho de que mi secretaria tenga una necesidad corporal. Con eso de orinar, creo que pasa como con los bostezos: son algo contagioso. A eso se debe que Bonaventura, mientras yo le dictaba lo de sus meadas ocasionales, haya tenido que subirse la falda y bajado los calzoncitos para dejar rodar su chorrito amarillo de inocente orina. Acabo de levantarme y he sumergido el índice en la tibieza de la bacinilla. Ahora me estoy chupando el índice. Creo que después de algunas horas de dictado empiezo a entrar en déficit de sal. Sólo por eso lo hago, no se crea. No se crea el lector que aquí podrá encontrar desaforadas páginas de sexo, habiendo buenos escritores que lo hacen y aún mejores que no lo hacen.

Digo: Borges tampoco hablaba de la cama compartida con sus lazarillas. No pretendo parecerme a él, no aspiro a adquirir esa perfecta frigidez de sus escritos. Yo veo bien y no sufro de temblores; si no escribo con mi mano es por costumbre y porque me parece más cómodo desenredar la madeja de mis pensamientos sin preocuparme por la caligrafía o por las metidas de pata de mis dedos sobre el teclado. Quitapesares dice que escribir es hablar sin que a uno lo interrumpan. Pues eso mismo es dictar. Querida secretaria, déjeme otra vez darle las gracias por sus buenos oficios y permítame depositar un ósculo perfectamente paternal en la raíz de sus muslos todavía húmedos.

Decía que yo era un santo. Una exageración. Setenta y dos años de vida pueden hacernos indulgentes con nosotros mismos. Pero no sé por qué revelo mi edad. Poco interesan a los jóvenes (y jóvenes, frente a mí, son la mayoría de los hombres) las peroratas de los viejos. Mejor sería decir que soy un joven de veintisiete años que se imagina a sí mismo con la cifra de su edad invertida. Pero en tal caso todo esto que escribo sería una falsificación y tampoco estoy seguro de que a la gente le interesen las falsificaciones. En fin. En todo caso lo que menos interesa al lector son las digresiones. Así que volvamos a lo mío: soy un santo. O casi.

Esto lo puedo decir yo, que me conozco y me dicto. Desconfíen del omnisciente, del omnipotente, del demiurgo que en tercera persona puede decir de mí lo que le dé la gana y divulgarlo a los cuatro vientos. Siendo que mi verdad es mía y sólo yo la sé, expongo mis hechos para demostrarla. Desconfío de los juicios supuestamente imparciales y creo, aunque no siempre, a este tremendo yo, mi único dueño. Digan lo que digan los caletres malpensados, sólo yo sé que soy un santo. Un santo. Aunque tal vez estoy exagerando.

Comentarios

Pandacucho ha dicho que…
Leí ese libro hace un tiempo. Me pareció desordenado y divertido, aunque hubo más de una vez en la qu eme perdí completamente en las divagaciones y memorias de ese viejo.

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