Unas líneas sobre el perdón

 A la Madre Cristina Vez, quien me acercó una mañana al rostro de Cristo en la cruz


A lo largo de mi vida he transitado por muchas experiencias que me han causado dolor y sufrimiento. Experiencias que, de alguna manera, han contribuido en mi proceso de crecimiento espiritual y mental. Algunas de ellas dejaron honda huella en mi corazón. El tiempo, la oración y la infinita misericordia de Dios me han ayudado a superar esas experiencias, aunque no ha sido nada sencillo por razones vinculadas a mi manera muy particular de procesar el conocimiento y la información, pero que no es el tema de estas líneas. En todo caso, estas circunstancias han hecho que viva el perdón de forma agónicamente espesa. Y el perdón está estrechamente ligado al sufrimiento.

El sufrimiento


«Suplo en mi carne –escribe San Pablo, resaltando así el valor del sufrimiento– lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24) Más adelante resalta: “me alegro de mis padecimientos por vosotros”, lo cual conduce a San Juan Pablo II a concluir que la alegría de cristiano deriva del descubrimiento del sentido del sufrimiento. Precisamente por ello, Chiara Lubich, resaltaba que su noche no era realmente tan oscura. Estas ideas las desgrano lentamente sobre la página en blanco mientras recuerdo que, en este año que transcurre, cumple cien años El Sentido del Sufrimiento, libro fundamental para comprender el pensamiento de Max Scheler.

Un libro corto que cobró forma gracias a las sombras que promocionaban el fondo histórico de la Primera Guerra Mundial, lo cual revela que no es un documento amparado en la especulación abstracta de un hombre de ideas, sino, todo lo contrario, se trataba de una respuesta concreta y objetiva a la congoja de su tiempo. Aunque, hay que afirmar, además, que el tema constituyó una relevancia central de su experiencia humana. Max Scheler comprendió que el futuro no estriba ni depende tanto de los proyectos más o menos utópicos de ciertas personalidades de acción, sino del redescubrimiento de fuentes interiores que dan sentido al sufrir humano, brindando la potencia solvente que sostiene a la alegría esencial.

Certificar que el sufrimiento tiene un sentido es como afirmar que tiene un para qué, a hallarle cierta justificación, un puesto particular en la existencia de todo ser humano. No obstante, esto no quiere significar que tenga un único y exclusivo para qué ajustado a toda la humanidad, objetivo. Nada más alejado a lo que creemos que es la realidad. Scheler considera que cada individuo debe descubrir, en su propia existencia, dicha justificación, debe encontrar el sentido particular a sus sufrimientos. Esto, de alguna manera, nos recuerda un poco a lo que Viktor Frankl, lector de Scheler, expone en su obra El Hombre en Busca de Sentido.

Max Scheler emprende, de la mano de su intuición y su experiencia objetiva, un peregrinaje por el sufrimiento humano, a partir de un sintiente acercamiento a las distintas doctrinas religiosas y filosóficas que han tratado de identificar la actitud correcta de tomar frente a la realidad del dolor y el sufrimiento en el mundo. Se acerca a la actitud budista, al pensamiento griego a través del hedonismo, el estoicismo, a la visión del sufrimiento en el Antiguo Testamento, para llegar a la visión cristiana del sufrimiento que presenta como una pedagogía del dolor. Escribe que «visto desde las interpretaciones, medicinas, técnicas y anestesias mediante las cuales el genio antiguo quería beberse completamente el mar del sufrimiento, la doctrina cristiana del sufrimiento provoca como un cambio radical y completo de la actitud hacia el sufrimiento».

A partir de esta revisión, desarrollará en su Ética una teoría de los estratos de profundidad de los sentimientos, desde la cual el dolor y el sufrimiento son considerados de distintas maneras según el sedimento al que se concurra. Mientras mayor sea la profundidad interpretativa y la experiencia del sufrimiento, nos ubicaremos más de cerca con el hombre «existencial, metafísico y religioso», es decir, con la persona espiritual, a diferencia del solo organismo vivo o del yo. Cada uno de estos estratos, o modos de ser, van a definir una actuación hasta alcanzar a la persona, que Scheler define como «aquella posibilidad actuante desde lo espiritual, capaz de actos de valor, éticos y morales, a partir de la cual se conforma un ser humano particular desde sus decisiones libres». Esa posibilidad actuante, para nuestro filósofo, cobra sentido solo a partir de la perspectiva cristiana. Perspectiva que no permite que la noche sea tan oscura, aunque sí desafiante.

Comprende que en el corazón del cristianismo existe un giro, un cambio radical con todo lo que, al respecto, se había dicho y pensado. Jesucristo es ese cambio, Dios mismo hecho hombre, que San Pablo describe como «imagen de Dios invisible, primogénito de todas las criaturas […]. Él es el principio, primogénito de entre todos los nuestros, pues Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la plenitud y reconciliar por él y para él todas las cosas» (Col 1, 15 – 20) El cristianismo, que contempla la cruz como camino de redención, va a volcar todo el sentido y la actitud radicalmente hacia el dolor reconociendo su realidad con objetividad, y participando del dolor ajeno sin retórica ni falsa negación de la realidad.

«La gran innovación de la doctrina cristiana de la vida, señala Scheler, fue que no consideró como buena la apatía, es decir, el embotamiento para el sentimiento sensible, tal como lo habían hecho la Stoa (estoicos) y los antiguos escépticos, sino que, por el contrario, marcó un camino por el que se podía sufrir el dolor y el infortunio sin dejar por ello de ser dichoso […] La liberación del dolor y del mal no constituye para la Ética cristiana —como en el budismo— la beatitud, sino únicamente la consecuencia de la beatitud; y esa liberación no consiste en una ausencia del dolor y la pena, sino en el arte de sufrirlos de la manera justa, es decir, de un modo dichoso, tomar su cruz dichosamente sobre sí».

El perdón


Hace algunos años atrás, un grupo de personas muy queridas y valoradas por mí, me causaron un daño tremendo. Provocaron en mí un dolor agudo e intenso que he intentado superar no menos intensamente. Cuando creo que lo he logrado, entonces algo ocurre que me recuerda aquello y comprendo que la herida realmente no ha sanado. Por un parte, creo, debido a que no ha existido ni un mínimo de arrepentimiento y, por otra parte, debido a que me resulta muy difícil comprender que se cause tanto daño y se siga caminando como si nada hubiera pasado. Esto, claro está, tiene sus explicaciones, pero ninguna la comprendo. En todo caso, un acontecimiento reciente, despertó esa herida lo cual me ha obligado a enfrentarme con el concepto de perdón, con la finalidad de que deje de ser concepto y se transforme en experiencia.

Conversando con una persona muy querida por mí, me recordaba el momento en el Evangelio en el cual Jesús, muriendo en una cruz, pedía al Padre el perdón para aquellos que le causaban tanto dolor y sufrimiento: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34) ¿Por quiénes intercedía Jesús ante el Padre? ¿Quiénes eran estos que nada sabían? Tenemos por un lado a los miembros de Sanedrín. ¿No sabían lo que hacían? «Conviene que muera uno solo por el pueblo, y no que perezca la nación entera», afirma Caifás en el Evangelio de Juan, capítulo 11, versículos 49-50. ¿Acaso se refería Jesús a los romanos? «Entonces Pilato declaró a los jefes de los sacerdotes y a la multitud: ―No encuentro que este hombre sea culpable de nada» (Lc 23,4), señala Pilato. Entonces, sí sabían lo que hacían. No solo lo sabían, sino que el propio Jesús debió estar consciente de ello y, es elemental suponerlo, el Padre también, ya que “ve lo que haces en secreto” (Mt 6,6). Jesús nos lanza una invitación desde la herida abierta de su costado: perdonar lo imperdonable, y debo confesar que nunca había reparado en ese detalle escandalosamente evidente.

Perdonar lo imperdonable me condujo de inmediato a una amarga discusión que se generó en la Filosofía cuando el mundo se enteró de la oscuridad de los campos de exterminio nazis. Una discusión que nos condujo a pensarnos por dentro, desde lo más íntimo y profundo de nuestra condición humana, hasta los hechos del lenguaje. Se descubrió, por ejemplo, que la palabra y el nombre del perdón en español, francés e inglés, al menos, hacen alusión al don, al perdón como don. Per-don, en español; par-don, en francés; y for-give, en inglés, remiten al dar, al donar. En inglés también existe Pardon. Por otra parte, en relación con la lengua, es importante señalar que aquellos envueltos en una escena de perdón tienen que compartir, como mínimo, una referencia a una lengua para poder comprender el gesto que están llevando a cabo el uno con respecto al otro, o al menos hacerse comprender, tanto como perdonar, en una lengua que les permita reconocerse.

El perdón no solo tiene que ver con el sufrimiento, sino con un tiempo, en este caso, con el pasado, pero con un pasado que no pasa. Jacques Derridá, filósofo francés, señaló que el perdón sólo cobra sentido a partir de un hecho ya ocurrido, pasado. El perdón se solicita o se concede por algo ocurrido en un pasado, se relaciona con lo pasado. Y no obstante, el/lo pasado del perdón no es algo pasado, no pasa y no pasa del pasado, se mantiene irreductible. Se trata ahí de una impasibilidad del pasado, de un haber-sido como esencia misma del ser, del ser pasado del ser como acontecibilidad. Esta paseidad le da su sentido al perdón, constituye la perdoneidad. Por otro lado, habiendo tenido lugar un hecho como hecho pasado, como algo que ocurrió, es importante establecer que este ser-pasado de lo ocurrido no basta para definir una escena de perdón. Es necesario a la vez que el hecho como acontecimiento no sea solamente un hecho neutro o algo que ocurrió, sino que «este hecho haya sido una fechoría y una fechoría hecha a alguien por alguien»,

Cuando se solicita un perdón qué es lo que se busca perdonar, la falta cometida o a aquel o aquella que la cometió. En otras palabras, ¿qué es lo decisivo en el perdón, lo que se perdona o a quien se perdona? Cuestión del qué y el quién del perdón. ¿Se perdona algo, o se perdona a alguien? O tal vez se perdona algo a alguien. ¿Qué es lo que se perdona en el perdón? El perdón tiene un sentido ordinario: al tropezar accidentalmente con alguien se nos puede escapar un ¡Perdón! Este perdón que, sin mayor dificultad ni esfuerzo, se pide por cualquier cosa, por algo venial, es por ello el perdón de lo perdonable. ¿Se trata del perdón al que hace referencia Jesús en la cruz? No lo creo. ¿Fue un accidente, un tropezón, que más de 6 millones de seres humanos murieran gaseados en los campos nazis? Entonces, ¿sobre qué tipo perdón hablamos? Sobre el perdón de lo que parece difícil de perdonar; un perdón que podría resultar más bien, dada la naturaleza del daño y la falta cometida, inconcebible, desafiante y, por qué no, imposible de acordar. En este sentido, uno se confronta con lo imperdonable, con algo —un qué— imposible de perdonar, por ende, con un perdón imposible.

Lo imperdonable


En este punto, me ubico frente a dos realidades de perdonar lo imperdonable: perdonar aquel daño que rebasa los límites de lo permitido y perdonar a quien no pide perdón. Sobre ello hay mucha documentación, pero intuyo que, y puedo estar equivocado, ninguna de estas argumentaciones puede explicar la acción de perdonar lo imperdonable, puesto que, a mi entender que es objetivamente hablando escaso y pobre, lo imperdonable es un desafío a lo racional, ya que lo pone en crisis, lo conduce más allá del límite. El amor, porque hablamos del amor, invita a la racionalidad a romper consigo misma, a negarse a sí misma, a contemplarse desde otra fuente. El amor es alguien que nunca ha terminado de expresarse debido a que el lenguaje es limitado, a pesar de todas las posibilidades que nos brindan la poesía y los sueños. La poética de ese alguien que es el amor nos impulsa hacia la otra orilla, hacia el riesgo de la otra orilla, más allá del estupor, más allá del estremecimiento, del asombro.

El amor, que es alguien, enciende la dulce hoguera donde los leños crudos del lenguaje crepitan la alegría del Evangelio. Una alegría que transforma a las palabras en ramitas que crecen hacia adentro, hacia afuera, hacia arriba, elevándonos hacia una plenitud que nos abre el camino hacia una dimensión desde la cual se perdona lo imperdonable sin más. Por supuesto, esto no es algo que se alcanza solo con decretarlo o meditar sesudamente en ello.

Es el resultado de un profundo trabajo de ingeniería y arquitectura espiritual que transforme nuestra conciencia humana en una manifestación de Cristo. Un trabajo que es el resultado de, precisamente, ir hacia la otra orilla. Un trabajo que, y aquí me lanzó al riesgo del error, debe desprenderse del amor a Dios. El amor a Dios es fuente del amor al prójimo. La caridad cristiana posee esta inagotable fecundidad. La búsqueda primaria del reino de Dios no nos debe llevar al olvido de las necesidades de los otros, incluso de los que atentan contra nosotros, ya que precisamente cuando vemos reflejado en sus rostros el sufrimiento se convierte para nosotros en imágenes transparentes de Cristo. Jamás debemos olvidar esta característica nuestra y esta original concepción religiosa y humana de nuestra simultánea y jerárquica relación con Dios y con el prójimo. Y es que a veces, ese rostro de odio de quienes nos adversan e intentan destruirnos, no es más que el rostro de un Cristo sufriente por un corazón que lo ignora.

El perdón no devuelve lo perdido, pero puede ubicarnos ante la posibilidad de que lo ocurrido no ocurrió. Esto, como es de suponer, también nos ubica en una posición límite. Vladimir Jankélévitch teoriza sobre el perdón apuntando a que éste no es, en modo alguno, una actitud o forma de pensar, sino un momento que sucede en un instante y luego se esfuma. “En un movimiento singular; radical, e incomprensible, el perdón lo borra todo, lo aleja todo y lo olvida todo. En un abrir y cerrar de ojos, el perdón hace tabula rasa del pasado, y este milagro es para el perdón tan simple como decir hola, buenas tardes o “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Por esta razón, el perdón auténtico encierra una radicalidad milagrosa, inefable, extrajurídica, más allá de toda razón, porque en cuanto se den razones, el perdón se transforma en esa confusión de la que nos habla Derrida. El perdón bebe directamente del amor y por esta razón se encuentra siempre más allá de todo sistema ético. El amor y el perdón, entonces, pertenecen al instante como acontecimiento que rompe el devenir y que inaugura un nuevo comienzo. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.


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