Carta pública a la Madre Félix
Por Valmore Muñoz Arteaga
Querida Madre Félix,
apóstol de los detalles:
¿Por qué hacer público
lo que debe ser privado? Sé muy bien que no te haces esta pregunta, ya que la
respuesta quedó clara para ambos en conversación pasada. La hago pública
porque, como te comenté, creo que muchas personas pueden hallar algún provecho
en estas líneas. Además, cuando escribo, muchas veces termino llegando a
conclusiones y aprendizajes que, de otra manera, no podría. Como si, al
escribir, indagara profundamente en mis pensamientos, en mi corazón. Escribir es
un verdadero viaje hacia mi interior. Hacia lo más profundo del corazón donde
se guardan las cosas importantes y entiendo que esa acción de guardar puede resultar, en ciertas
ocasiones, inconsciente, no nos damos cuenta o, más bien, no tenemos siempre conciencia,
de todo lo que se va reservando en nuestro interior. Justamente, sobre esto
último, pueden tratarse estas líneas.
Tu vida no fue nada
fácil. La vida de cualquier ser humano atraviesa por diversas situaciones que
generan dolores profundos. Creo que eso también es resultado de la convivencia
humana. Nuestra libertad sale al encuentro de otras libertades que, a veces, no
coinciden, que su encuentro no es del todo amable y esto ocurre por diversas
razones, ya lo sabes, diferentes experiencias de vida, edades, culturas,
convicciones, posiciones, en fin, esos aspectos que determinan nuestras
identidades. El ser humano sufre, precisamente, porque la vida no siempre es
color de rosa. Vivir implica, muchas veces, atravesar grandes y extensos
desiertos que provocan desasosiego. Cierta sensación de soledad y oscuridad que
nos asfixian. Tú viviste muchas. Algunas provocadas por tu soberbia juvenil. Esa
soberbia que tejió en tu corazón esos sueños de grandeza y que potenció aquel
pueblo donde diste tus primeros pasos. Todo contribuía a aumentar esa soberbia,
tu vanidad, tu insensatez. Destaco precisamente eso porque, quizás esté
equivocado, pero intuyo que esa es la base de todo lo que vendrá después, en
especial, del sufrimiento.
Esa soberbia que bien
conocemos, nos hace vernos de manera errada. Sí, tenemos una visión clara y
diáfana de lo exterior, pero no de lo interior, y es allí, justamente, de donde
nos perdemos, de donde nos alejamos, donde está realmente la brújula que nos
ayuda, no solo a vivir, sino a saber
vivir que es otra cosa, o más bien, es la cosa en sí. Esa soberbia nos atavía
de ropajes y vestiduras, y como, ya lo dijimos, estamos lanzados a este mundo
de libertades, creemos y nos hacen creer que ellas, esas vestiduras, somos
nosotros. Así nos acostumbramos a identificarnos con la exterioridad tejiendo inconscientemente todo un entablado de
apariencias al que llamamos existencia, al que señalamos como realidad, como el
mundo en que debemos vivir sometidos a normas que, ya sabemos, son solo
apariencias.
Esas vestiduras que
buscamos lucir con tanto esmero y con la mejor intención. Es el mundo en el
cual hemos nacido. El que nos ha indicado cómo ser y comportarnos. Suponemos que
es así e intentamos ajustarnos para ser felices. Esas vestiduras que nos
siembran otros sueños, otros objetivos, otras metas, pero que, como me
escribiste, cuando estallamos solo sale aire de vanidad de dentro y nada más.
También me ha tocado estallar muchas veces. En uno de esos estallidos, me reencontré
con Dios. Sobre eso ya te he hablado bastante. De lo que no te he hablado, pero
seguro conoces muy bien, a veces, ese camino hacia Dios también está lleno de
esas mismas vestiduras superficiales. Cambiamos de hábito, pero no de hábitos. ¿No
te parece curioso que la palabra hábito
tenga este doble significado? Por un lado, hablamos de vestido o traje que cada
persona usa según su estado, ministerio o nación. Por otro lado, modo especial
de proceder o conducirse adquirido por repetición de actos iguales o
semejantes, u originado por tendencias instintivas. Sea cual sea el hábito, aquí lo importante es el
corazón. Sí, lo sé, sobre eso también me escribiste en alguna oportunidad. Solo
que no te comprendí hasta hoy. Hasta hoy cuando me hiciste leer reiteradas
veces: “conviértanse a mí de todo corazón, con ayuno, con llanto, con luto. Rasguen los corazones y no los vestidos”
(Jl 2. 12-13).
Hemos conversado tanto
sobre el sufrimiento. Sobre su aceptación. Sobre darle sentido en el marco de
la Pasión de Cristo. Sobre el hecho de que el dolor es un maestro que nos hace
fuerte el espíritu, pero que todo eso lo había advertido desde mis vestiduras y no desde mi corazón. Que no son las vestiduras
las que debemos rasgar, sino el corazón. Sí, recuerdo al pobre Caifás que rasgó
sus vestiduras ante el Pleno del Sanedrín cuando acusó a Jesús de un pecado muy
grave (Mateo 26, 59-66). Mientras Jesús, por el contrario, es despojado de
ellas (Mt 27, 33-36). ¿A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César?
El vestido confiere al hombre una posición social; indica su lugar en la
sociedad, le hace ser alguien. Ser
desnudado en público significa que Jesús no
es nadie, no es más que un marginado, despreciado por todos. Pero ¿la
Iglesia no nos enseña todo lo contrario? El hombre siempre es alguien, pero nos olvidamos fácilmente de nuestra identidad más
profunda y por ello, ante el sufrimiento, salimos derrotados constantemente. No
es el fin de una situación lo que verdaderamente nos levanta, sino comprender
con el corazón que somos alguien para
Dios, somos alguien porque somos amados por Él. No somos esos vestidos. Somos ese
corazón.
Ese corazón que te
condujo a comprender que debemos revestirnos
de Cristo, mejor, identificarnos con Cristo, ser uno con Él. Sin embargo, a
pesar de ello, no dejaste de sufrir. Nadie deja de sufrir, lo sé. El sufrimiento,
más que un padecimiento, es un camino que nos conduce al misterio del amor de
Dios, de alguna manera, es uno de los rostros del anhelo de Dios, y solo dejaré
de anhelarlo cuando esté frente a Él. No dejaré de sufrir. Solo puedo cambiar
mi manera de enfrentar ese sufrimiento, y en eso tú fuiste experta. No se deja
de sufrir. Se aprende a sufrir, tal y como se aprende a vivir. Este es otro de
los misterios de nuestra fe, pero que el mundo señala de masoquismo y aprovecha
para vendernos sus cortinas de humo que son, como decimos, pan para hoy y hambre para mañana.
Enséñame a sufrir,
Madre de los detalles. Entiendo que nadie entenderá esta petición, que me verán
con sospecha, que analizarán mi enfermedad. Lo sé, pero, realmente me importa
cada vez menos y no lo señalo como un desafuero soberbio, ¿o quizás sí? No lo sé.
Solo sé que no quiero impedir el amor de Dios evadiendo este sufrimiento que
atormenta. Quiero despojarme de estas vestiduras y rasgar mi corazón porque el Señor no desprecia los corazones
contritos y humillados (cfr. Sal 51, 17)
Enséñame a sufrir, pero
también enséñame a aceptar. Me he dado cuenta de que, cuando no aceptamos, de
alguna manera, dudamos de la Misericordia de Dios, dudamos de Él, de su
cercanía, de su amor. Yo no quiero dudar porque si dudo, si llegara a dudar,
entonces todo perdería sentido y esa es la antesala al infierno. Ayúdame a
sentir tu mismo deseo ardiente de glorificar y seguir de cerca a Jesucristo. A ser,
como tú lo fuiste, un cooperador de la verdad que abre las puertas a la
redención del hombre y del mundo. Paz y Bien, Madre Félix, a mayor gloria de
Dios.
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