Madre Félix Torres: educar es acercar a los hombres a Cristo

 Por Valmore Muñoz Arteaga


Aunque su deseo más íntimo fue dedicar su vida a Dios, en su fructífero peregrinar, la Madre Félix comprendió que esa dedicación se hacía objetiva en el prójimo, de esta manera, también cumplía con la profundidad de la vocación que nos propuso Jesús: amar al prójimo como a nosotros mismos. Por ello, transitó el camino pedagógico para crear escenarios de fervoroso amor y servicio a la Iglesia, a mayor gloria de Dios.

Si bien es cierto, la Madre María Félix no desarrolló formalmente un sistema pedagógico concreto, dejó muchas pistas para la elaboración de uno que tuviera a Jesucristo como centro vital, dado que tuvo claro, casi desde la infancia, que nada es pobre si Cristo está presente. Por ello, y con una claridad que solo podía venir del cielo, se trazó el objetivo de poner a los jóvenes en contacto directo con Jesucristo, esto era la base de todo. En su caso, y como sabemos, su interés estuvo en crear colegios para niñas asociados a la Congregación Mariana, dado que, no solo es María Santísima el único camino hacia Jesucristo, sino porque, es precisamente en ella donde se conforma el deseo ardiente de glorificar a Dios siguiendo de cerca a Jesucristo.

¿Por qué centrar un proyecto educativo en Jesucristo? La Madre María Félix fue un testigo activo de un tiempo complejo, cargado de espesas dificultades humanas, al que había que darle respuesta. Respuesta oportuna y pertinente que abrazara la verdad, precisamente porque el signo de estos tiempos lo marcaba una progresiva crisis de la verdad. Esto lo advirtió decididamente Benedicto XVI muchos años después al preguntar cuántos vientos de doctrina hemos conocido durante estos últimos decenios, cuántas corrientes ideológicas, cuántas modas de pensamiento. Todo ello revela que existe una crisis de la verdad. Una crisis que nació del nihilismo y se expandió con el relativismo moderno.

En medio de las tinieblas que oscurecen mente y corazón, la Madre María Félix hizo muy suyo el mensaje evangélico según el cual Jesucristo venció como luz al mundo, para que todo el que crea en Él no quede en tinieblas (cfr. Jn 12, 46). La Madre, cuyo corazón estaba completamente perfumado con el Evangelio, comprendió claramente que quien camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si camina de noche, tropieza, porque le falta la luz (cfr. Jn 11, 9 – 10) La oscuridad es espesa y alarmante. El hombre, sin la luz que es Jesucristo, pierde toda noción de la verdad y si para el hombre no existe una verdad, en el fondo, no puede ni siquiera distinguir entre el bien y el mal. En tal sentido, Jesucristo es la luz del mundo, la luz que el hombre necesita, no simplemente por el hecho que implica la relación entre luz y conocimiento, sino porque, como escribiera San Juan Pablo II: “es la luz del mundo, pues en Él se ha revelado la Vida. Se ha revelado mediante la palabra del Evangelio, pero sobre todo se ha revelado mediante su muerte redentora en la Cruz”.

En tal sentido, para la Madre María Félix, un proyecto educativo tenía que estar concebido para acercar al hombre a Jesucristo, es decir, acercar al hombre a la Verdad. A la Verdad se acerca el hombre desde el amor que se entrega hasta las últimas consecuencias, solo desde el amor el hombre se transforma en colaborador de la Verdad (cfr. 3 Jn 8). Ubicar estas ideas como columna vertebral de un proyecto educativo implica la búsqueda de establecer una ética  abierta a las cuestiones de la ética, con criterios para vivir en la bondad y en la verdad, del destino humano y de las últimas preguntas.

La Madre María Félix fue una lectora voraz y una mujer profundamente estudiosa, pero con un corazón y una mente de puertas abiertas a Cristo, por ello, tuvo un conocimiento muy claro de sus fortalezas y sus limitaciones. Se concibió a sí misma dentro de un orden amoroso que no le permitía amar lo que había que amar menos y amar menos lo que había que amar más. Esa claridad la quiso para sus niñas y para el hombre en general.

¿Acercar al hombre a Jesús? Cuando uno se sumerge en la vida de la Madre Félix, entramos en contacto con un ser humano que aprendió que, en la intimidad con Jesús, era como se debían resolver las dificultades espirituales y materiales. Esto es algo que me ha llamado poderosamente la atención de su espiritualidad. Mujer que pisa la tierra, pero que no renuncia a mirar hacia el cielo, comprendió perfectamente la importancia que tenían tanto las realidades espirituales como las materiales. Claro está, no miraba estas últimas como camino para la esclavitud a las cosas de este mundo, sino, más bien, un camino lleno de posibilidades para acceder a las realidades espirituales. Precisamente es su acercamiento a Jesús lo que le permitió librar gallarda y dignamente las batallas materiales. Su enamoramiento del Cristo Crucificado le permitió contemplar a Jesucristo como la viva esencia del amor y ese amor era el que ella quería mostrar a los estudiantes y, en líneas generales, a todos los que le rodeaban.

La educación se prestaba como un camino maravilloso para ello. Una tarea que ella guardaba en su corazón con mucho celo, seriedad y afecto, ya que tenía muy clara la responsabilidad implica, una responsabilidad que la increpaba profundamente: “a veces me asusta la enorme responsabilidad que tenemos delante de Dios y ante esta sociedad tan desquiciada en que nos toca movernos. Hemos de hacernos pedazos hasta lograr que todas estas niñas que el Señor nos confía sean auténticas hijas de la Iglesia”. ¿Cómo lograr esto? Pues de la única manera posible, solo a través del amor podemos mostrar a Cristo, solo a través del amor podemos fundamentar todo sacrificio, solo a través del amor podemos construir el sueño de la Iglesia: edificar, precisamente, una civilización del amor.

La Madre Félix entra en sintonía con el Concilio Vaticano II al comprender que la educación tenía que estar al servicio de un humanismo remozado, que incite al desarrollo armonioso de las capacidades físicas, morales e intelectuales, “finalizadas a la gradual maduración del sentido de la responsabilidad; la conquista de la verdadera libertad; la positiva y prudente educación sexual”. Y la Iglesia, experta en humanismo, ha subrayado insistentemente en transformar el proceso educativo en uno en el cual cada ser humano, visto como persona, pueda desarrollar sus actitudes profundas, rescatar la vocación de prójimo del hombre y así contribuir a la vocación de la propia comunidad. “Humanizar la educación significa poner a la persona al centro de la educación, en un marco de relaciones que constituyen una comunidad viva, interdependiente, unida a un destino común”. También significa aceptar y asumir que es necesario actualizar el pacto educativo entre las generaciones. Por estas razones, la Iglesia insiste, y lo seguirá haciendo, en señalar a la familia como la columna vertebral del humanismo. Una educación con estas características, no solo garantiza el servicio formativo, sino que acompaña desde el principio hasta el final al hombre, no lo deja solo, pues también necesita revisar los resultados dentro del marco general de las aptitudes personales, morales y sociales de los participantes en el proceso educativo.

Un humanismo con Cristo en el centro como gran maestro, como corazón de la pedagogía. Cristo, que quiere estar de nuevo presente “con toda la fuerza desbordante de su misterio de amor. Quiere salir al encuentro del hombre de hoy, mediante maestros y formadores que sean verdaderos educadores, enriquecidos por una fuerte predilección hacia los jóvenes, sacada de Cristo, que posee la verdad sobre el hombre, y dotados de una gran sabiduría para humanizar todos los nuevos descubrimientos y para restaurar la armonía de la persona”, como señala San Juan Pablo II. “Para una auténtica obra educativa, resalta Benedicto XVI, no basta una buena teoría o una doctrina que comunicar. Hace falta algo mucho más grande y humano: la cercanía vivida diariamente, que es propia del amor y que tiene su espacio más propicio ante todo en la comunidad familiar". Ese “algo” más grande, que realmente es “alguien” más grande y vital, podría complementar la Madre Félix: ese alguien es Jesucristo. Su presencia viva en el corazón es lo que transforma el educar en un acto de amor. La Madre Félix supo responder a este reto, porque aprendió su estilo educativo en la escuela del Corazón de Cristo: “Yo quisiera que todas en la Compañía envejeciéramos amando cada vez más a nuestras alumnas. Ellas son la prole, más numerosa que las estrellas del cielo, que el Señor promete a las vírgenes que lo son por amor al reino de los Cielos”. En sus palabras ponemos deleitarnos en el aroma del deseo profundo de la Iglesia. “La educación, enseña Benedicto XVI, y especialmente la educación cristiana, es decir, la educación para forjar la propia vida según el modelo de Dios, que es amor, necesita la cercanía propia del amor”.

El pontificado de Francisco y su preocupación educativa, nos muestra varias claves para comprender el espíritu pedagógico de la Madre Félix. Cuando se refiere a la educación, pone en evidencia que la educación es un acto de amor porque es generadora de la vida y su pluridimensionalidad; educación arranca la persona de su mismidad, la ayuda familiarizarse con su interioridad, a ejercitar sus potencialidades, a abrirse la trascendencia. Además, es un acto de esperanza que ayuda a romper ese círculo vicioso del escepticismo, de la increencia, de la cristalización de concepciones y actitudes contrarias a la dignidad del ser humano. Rasgos que, tanto Francisco como la Madre Félix, seguramente han interiorizado en su experiencia vital ignaciana.

Resulta fundamental tocar acá el tema de los maestros y profesores. La Madre Félix lo tenía claro: “No hay nuevas crisis intrínsecas de juventud; lo que hay es crisis de educadores”. En tal sentido, se requiere de maestros y profesores que miren a Cristo, ya que es Él quien abre al hombre el conocimiento de Dios y de sí mismo. Lo abre a la verdad, porque Él es la verdad (cfr. Jn 14, 6), tocándolo interiormente y curando así «desde dentro» todas sus facultades, expuso el San Juan Pablo II: “Cristo es aquel que «todo lo ha hecho bien» (Me 7, 37). Es el modelo que debéis contemplar constantemente para que vuestra actividad académica preste un servicio eficaz a la aspiración humana, a un conocimiento cada vez más pleno de la verdad”. Ubicar a Cristo en el centro significa poner a Cristo en el centro de la labor educativa que hace al hombre más hombre que busca la comunicación de la verdad y de la belleza de la Palabra de Dios. Ubicar a Cristo en el centro de la enseñanza significa comprender que el tesoro más sublime del hombre no es la máquina, sino el alma, no es la tecnología, sino el corazón.

Hablamos de maestros y profesores que “miran con fe a un niño porque no es un ser para malearlo a nuestro gusto, sino un hijo de Dios que trae la imagen que el mismo Dios está reclamando que se forme a lo que él ha puesto en potencia en ese futuro hombre”, así lo pensó San Oscar Arnulfo Romero. Moldearles el corazón con la forma de la mirada de Cristo, cuya presencia en el mundo es un permanente –y siempre nuevo– cuestionamiento de la realidad humana, en especial, en ambientes de espesa injusticia. Maestros y profesores que favorezcan una seria reflexión “sobre el sentido profundo de la existencia, ayudando a volver a encontrar, más allá de los conocimientos individuales, un sentido unitario y una intuición global. Esto es posible porque esta enseñanza pone en el centro la persona humana y su inviolable dignidad, dejándose iluminar por la experiencia única de Jesús de Nazaret, de quien busca investigar su identidad, que no deja de interrogar a los hombres desde hace dos mil años”, reconoció Benedicto XVI.

“La instrucción de las niñas, apunta la Madre Félix, es medio y moralmente estamos comprometidas con estas, con sus familias, con la sociedad y con la Iglesia por los bienes que resultan del saber humano; pero la meta a la que aspiramos es la educación integral de una criatura racional de Dios, destinada a logros trascendentes y eternos”. Por ello, insistió en maestros y profesores que contribuyan eficaz y cristianamente “a hacer a los hombres hermanos de una sola casta: la HUMANA, a darles conciencia de la alta dignidad a que puede llegar por su filiación divina”. Apostó por docentes que tuvieran el liderazgo para encabezar una revolución social auténtica, “la que hace a todos los hombres hermanos con todas sus consecuencias, e hijo de Dios con todos sus derechos de filiación, es el sello de Cristo, Fundador de la Iglesia, y el sello que Él ha imprimido en todo lo suyo”. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.

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