El Lenguaje del Cuerpo
Por Valmore Muñoz Arteaga
El 16 de octubre de
1978, Karol Wojtyla, un cardenal que venía de muy lejos, fue elegido para
ocupar la cátedra de San Pedro, asumiendo el nombre de Juan Pablo II y
convirtiéndose en el papa número 264 de la Santa Iglesia Católica. Será un papa
que traerá una nueva dinámica a la Iglesia y cuyo pontificado tuvo al hombre,
su dignidad y sus derechos como temas fundamentales de su pensamiento y acción.
En su visión del hombre a la luz de la Palabra divina, abordó temas de
importancia suprema para la vida humana, entre ellos, la sexualidad.
Ampliamente conocidas son sus catequesis sobre la Teología del Cuerpo que, de
alguna manera, son una continuación de las reflexiones que volcó, siendo obispo
en Polonia, en los libros Amor y Responsabilidad (1960) y Persona y Acción
(1969), además de sus contribuciones al Concilio Vaticano II, cuya impronta se deja
sentir en la Constitución Gaudium et Spes. En dichas catequesis, las últimas
que sobre el tema del amor humano pronunció, al menos en ese ciclo, tienen como
protagonista al lenguaje del cuerpo a partir de una lectura mesurada del Cantar
de los Cantares que, a su vez, en muchas oportunidades, nos refieren a algunos
pasajes del Génesis, en particular, los referidos a nuestros primeros padres.
El Cantar de los
Cantares, atribuido a Salomón, se encuentra circunscrito en el espíritu que se
pasea desnudo en los primeros capítulos del Génesis, una estela sedosa que se
expresa a través del lenguaje del cuerpo que, a su vez, se transforma en signo
visible de la participación del hombre y de la mujer en la Alianza de gracia y
amor que Dios ofrece al hombre. El Cantar de los Cantares, afirma San Juan
Pablo II, demuestra la infinita riqueza de este lenguaje, cuyo borrador se
encuentra radiante en el Génesis. Lenguaje tejido a la luz de un amor más allá
de todo amor. Un amor que hizo suponer a Eduardo Galeano que el origen, más
bien se trataba de un hombre y una mujer que, al contemplarse despojados de
vestidos y escrúpulos, pensaron que tanta belleza no podía ser más que el
resultado de soñar que Dios los había soñado. Lenguaje que nace del supremo
silencio del amor para tejernos la mirada con el sagrado aliento por medio del
cual la esposa es reconocida como la hermosa entre las hermosas y el esposo
como saquito de mirra que está siempre entre los pechos de su amada. Ella se
transforma en rosa entre los espinos. Él en manzano entre los árboles del
bosque. Cuerpos ofrecidos al amor por el amor mismo que despierta la leche y la
miel que se amontonan debajo de la lengua, para pronunciarse, para besarse,
para nombrarse, para orarse.
Juan Pablo II logra
ver, por medio del lenguaje del cuerpo que se derrama en aquellos dos
enamorados, la irradiación del amor que los hace moverse en círculos,
movimientos y gestos que se corresponden con la moción interior de sus propios
corazones. Irradiación profunda, danza amorosa que va creciendo, y por medio de
ella, como escribiera nuestro poeta Juan Liscano, se huelen, se gustan, se
desean, hallándose desnudos, el uno para el otro, en la libertad que los
deslumbra aprendiéndose a mirar a sí mismos en el otro. Ese descubrimiento,
escribirá Juan Pablo II, al que dio expresión el primer hombre ante la que
había sido creada como una ayuda que le fuera similar. Descubrimiento
misterioso del otro, a quien nos damos sin perdernos, realizando la plenitud
del éxtasis, es decir, ese extraño salir de sí para encontrarnos suspirando en
el suspiro del otro. Algo como lo que canta Vicente Aleixandre , poeta español,
cuando afirma que la amada, la esposa, es el despertar de la conciencia de una
compañía en este desierto inarmónico, sola seguridad, reposo instantáneo,
reconocimiento expreso donde nos sentimos y (nos) somos, como una gran luz, la
de los cuerpos desnudos, en donde se reconocen como fueron hechos desde el
principio, es decir, ansia y gozo que vencen al temor, ya que “en el amor no
cabe el temor, pues el amor perfecto expulsa el temor” .
El Cantar de los
Cantares, diálogo de la plenitud de la unión personal, que brota desde dentro,
desde un centro, que ilumina y transfigura al mundo, elevándolo a la conjunción
humana del amor, nos muestra cómo las palabras del esposo se entrelazan con las
de la esposa para complementarse recíprocamente, como si de sus piernas
desnudas se tratara por medio de las cuales, bajo las sábanas del lecho, se
expresas su fascinación. “La palabras del amor, escribe Juan Pablo II,
pronunciadas por ambos, se concentran, por tanto, sobre el «cuerpo», no sólo
porque éste constituye por sí mismo la fuente de la recíproca fascinación, sino
también y sobre todo porque sobre él se detiene directa e inmediatamente esa
atracción hacia la otra persona, hacia el otro «yo» -femenino o masculino- que
en el impulso interior del corazón engendra amor”. Atracción por la otra
persona como totalidad, y no como reducto donde abrevar individualidades o
reducto espiritual incorpóreo. Este amor que declara el Cantar de los Cantares
es uno que cree en el cuerpo, contempla extasiado el cuerpo para cantarle y
desearle. Amor que muestra el ombligo de ella como copa redonda donde no falta
el buen vino. Amor que muestra al esposo como venado pequeño apacentado entre
los montes escarpados de ella. Y es que este amor es capaz de desencadenar una
particular experiencia de la belleza por medio de la cual, el lenguaje del
cuerpo, busca apoyo y confirmación en todo el mundo visible.
Curiosamente, Juan
Pablo II logra ubicarse dentro de la experiencia del lenguaje, deambula
asombrado entre las palabras que estos esposos se procuran para comprender que,
pese a esa búsqueda de la experiencia de la belleza por medio de las cosas del
mundo visible, siempre resultarán insuficientes, pues, con qué cosa puede él comparar
la hermosura de ella, con qué cosa puede comparar la hermosura de él, si esa
hermosura es sin mancha. Por ello, afirma Juan Pablo II, deciden abandonar toda
metáfora para volverse a la única posible que brota del lenguaje del cuerpo,
pues sólo él es capaz de expresar lo propio de la feminidad, de la
masculinidad, la totalidad de la persona. Lenguaje del cuerpo, lenguaje
singular que es engendrado en el corazón. Corazón que late y brinda la
posibilidad de contemplar en el corazón de la sabrosa desnudez al hermano, a la
hermana. No se llaman con el nombre propio, sino que apelan a expresiones que
dicen más, mucho más, de eso se trata el lenguaje del cuerpo. Cada palabra es
un intento de abrazar el entero «yo» del otro, alma y cuerpo, con una ternura desinteresada.
Paz del encuentro en la humanidad como imagen de Dios, encuentro por medio de
un don recíproco y desinteresado. Lenguaje del cuerpo que, además, releído en
la verdad va de común acuerdo con el descubrimiento de la inviolabilidad
interior de la persona. Paz del intercambio, de la dialéctica entre ellos, como
lo describe Octavio Paz, constante ir y venir, tránsito, un tránsito que es tan
sólo un simple ir hacia el otro. Lenguaje promovido por el amor de Dios para
nuestra promoción y que, en su límite, nos descubre el amor sin límite, sin
sombra ni recuerdo de temor, la plenitud de amar a Dios, a todo en Él y al otro
como imagen de Él.
La verdad del amor,
proclamada por el Cantar de los Cantares, reflexiona Juan Pablo II, no puede
ser separada del lenguaje del cuerpo. “La verdad del amor hace que el mismo
lenguaje del cuerpo sea releído en la verdad. Esta es también la verdad del
progresivo acercarse de los esposos que crece a través del amor: y esa cercanía
significa también la iniciación al misterio de la persona, pero sin que esto
implique su violación” . La verdad de la gradual proximidad de los esposos a través del amor se
desenvuelve en la dimensión subjetiva del corazón, del afecto y del
sentimiento, que permite descubrir en sí al otro como don y, en cierto sentido,
gustarlo en sí. Ese amor los hace una sola carne sentiente, palpitante, órbita
que mira a la eternidad, un solo canto ceremonial, oración que no termina y se
hunde en sí misma hasta expandirse por el universo hasta derramarse de nuevo en
ellos mismos y en todos los demás, una sola carne que se promueve, se
multiplica y sigue creciendo, amor que los une y que es de naturaleza
espiritual y sensual al mismo tiempo. Por ello, cada caricia es éxtasis del
amor que reverbera en un instante que es eterno, eterna propagación del amor,
para verterse sin término en el puro corazón del otro que también se entrega y
no deja nada para sí como Cristo en la cruz. “El hombre y la mujer deben
constituir en común ese signo del recíproco don de sí, que pone el sello sobre
toda la vida” , escribe Juan Pablo II.
En la dinámica del amor
que se desgaja del lenguaje del cuerpo se revela indirectamente la casi
imposibilidad de apropiarse y posesionarse de la persona por parte de la otra.
La persona es alguien que supera todos los grados de apropiación y de dominio,
de posesión y de satisfacción del deseo que surgen del mismo lenguaje del
cuerpo. “Si el esposo y la esposa releen este lenguaje en la plena verdad de la
persona y del amor, llegan siempre a una convicción cada vez más profunda de
que la gran amplitud de su pertenencia constituye ese don recíproco en el que
el amor se revela fuerte como la muerte, es decir, llega hasta los últimos
límites del lenguaje del cuerpo, para superarlos” . Y es que, a la luz del amor que borbotea del
lenguaje del cuerpo, comienza a arder en la carne y el alma de los esposos la
verdad que proclamara San Pablo que sostiene que el amor es paciente,
servicial, no es envidioso y no se irrita; no lleva cuentas del mal recibido, no
se alegra de la injusticia, todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo
lo soporta y se complace en la verdad de contemplar al otro como persona con
derecho a alcanzar su propio horizonte compartiendo el mismo horizonte y que,
como sabemos desde el principio de los tiempos, están convocados a la comunión.
Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.
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