Dios, el amor de los místicos
Por Valmore Muñoz Arteaga
En «Eros y ágape. La
noción cristiana del amor y sus transformaciones», libro publicado en 1969 por
Anders Nygren, teólogo luterano sueco, se dice que el deseo recóndito en la
actitud místico-religiosa no puede ser sino la expresión de una actitud del ser
humano hacia Dios, una contestación a la llamada seductora y encantadora del
Esposo que, al intuir su presencia, enamora a la esposa. El deseo de gozar por
clara y esencial visión al Esposo es el propósito capital que desnuda al
místico. Es su deseo del Amado lo que lleva a la esposa a salir velozmente de
noche, dejando de lado cualquier otro afán, tras los vestigios de quien,
habiéndola enamorado, la dejó luego herida de amor. El deseo es fuerza que hace
salir al místico del mundo y de sí para buscar a Dios. Esa ardorosa búsqueda de
Dios dentro y fuera de ellos hace que, de alguna manera, los míticos nos
ofrezcan un rostro distinto e intenso de la teología, por ello hay quien afirmó
que todos los santos son teólogos y que definirlos de tal manera superpone las
fronteras de la teología sobre las fronteras de la santidad en la Iglesia.
Pensemos, por ejemplo, en la primera carta de San Juan en la cual afirma que
todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios, y quien no ama no ha
conocido a Dios, ya que Dios es amor (Cfr. 1 Jn 4, 7-8).
Habíamos dicho en un
artículo anterior que en la actualidad se ha vivido la fe muy alejados de las
experiencias místicas, de esa apertura sensible necesaria para poder vaciarnos
de nosotros mismos y abrirnos a una dimensión mucho más profunda de la
experiencia de la vida. Esto, de alguna manera, ha hecho que el amor sufra un
funesto desviamiento, no solo en la mentalidad del mundo secularizado, sino
también entre los creyentes y, en particular, entre las almas consagradas.
Simplificando al máximo, podríamos formular así la situación: en el mundo
encontramos un eros sin ágape; entre los creyentes encontramos a menudo un
ágape sin eros. El mundo contemporáneo, impulsado por ideologías confundidas,
fomentó en la cultura la necesidad de abrirle un proceso a Dios como amor. No
en todos los casos se niega a Dios, pero es como si así lo fuera, ya que se ha
quebrado la imagen tradicional de Dios como amor, en especial, negando el
testimonio cristiano del amor capaz de ayudar realmente a la existencia del
hombre.
Por ello, intuyo que el
mundo actual necesita muy particularmente mirar con ánimo y sin complejos la
presencia viva de los místicos. Los místicos no aspiran a pensar a Dios, como
solemos hacer los modernos buscando respuestas que, además, no vamos a tener,
sino a «dejarlo ser»; no ambicionan entender en su interior (indagar la verdad,
conocer la realidad), sino que más bien dejar que el ser mismo se vierta (deja
que la verdad se revele, que la realidad se realice) y que fluya libremente.
Esto nos abre a una dimensión mucho más dulce y, quizás, más humana, de
relacionarnos con los otros y con la realidad. Esa experiencia de Dios es, al
mismo tiempo, una experiencia del amor, conocimiento propio mediante la
comunión en la fe y en la caridad, ya que Dios se comunica por medio de la
mente y el corazón. Primer movimiento por el cual la esposa se decide a
abandonarlo todo para llenarse del amor furtivo del Esposo.
La primera palabra del
místico es Dios acariciada por todos los sentidos desde el amor: fuego
incandescente de caridad. Dios se revela y se comunica a Sí mismo a los hombres
en las expresiones más típicas de su ser amoroso. Los místicos de todas las
culturas espirituales nos señalan que el hombre está impulsado a responder
creyendo y confiando enteramente en su amor hasta el ensimismamiento.
Dios-Amor, dirá Chiara Lubich, es una fuente gozosa que fortifica, que
entusiasma de alegría e ilumina la existencia. Por ello, Silvano del Monte
Athos, monje ortodoxo, se atreve a pedirle a Dios que le conceda a todos los
pueblos comprender su amor y su dulzura, a fin de que los hombres olviden la
amargura terrena, abandonen el mal y se adhieran a Él mediante el amor y vivan
la paz, cumpliendo su voluntad. “El Señor quiere que amemos al prójimo y si tú
piensas que el Señor ama al prójimo quiere decir que el amor de Dios está
contigo. Y si piensas que el Señor ama mucho a su criatura, y si tú mismo
tienes misericordia hacia todas las criaturas, amigos y enemigos, y te
consideras inferior a todos, esto significa que la gracia poderosa del Espíritu
Santo está contigo”. La apertura del hombre al amor que es Dios, según los
místicos, se expresa en la dimensión de su paternidad que nos impulsa a la
fraternidad, en cuanto a que transforma a la humanidad en hermanos.
Ante la mirada
contemplativa de los místicos, Dios se manifiesta en la Trinidad, es decir, un
Dios como perfecta comunión de vida, unidad tejida por amor recíproco entre las
personas que conforman este luminoso misterio. Hildegarda de Bingen sostiene
como si pretendiera con ello lanzar un mensaje a los hombres y pueblos del
mundo que, a pesar de tratarse de Tres Personas (Padre, Hijo y Espíritu Santo)
no se encuentran divididos entre sí, sino que realizan juntamente su obra. “Bien
sé que tres en sola una agua viva residen, y una de otra se deriva” canta San
Juan de la Cruz. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo conservan la misma
«agua», el mismo ser, la misma identidad, el mismo amor. La poseen y la
comparten, porque desde toda la eternidad Dios es donación y acogida. “Que
todos sean uno. Como tú Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en
nosotros” (San Juan 17:21). Solo Cristo, escribirá Chiara Lubich, puede hacer
de dos uno, porque su amor, que es anulación de sí mismo (amor infundido en
nosotros por el Espíritu Santo), nos hace entrar hasta el fondo del corazón de
los demás. El filósofo francés Merleau-Ponty señaló que lo primordial en la
vida humana no podía ser ni el yo ni el otro, sino la vida en coexistencia. Esa
vida en coexistencia es acariciada por el amor que la permite, que, al igual
que en la Trinidad, nos ubica frente a la apertura a la unidad sin que se
desdibuje la particularidad, puesto que, bajo esta perspectiva antropológica,
la Trinidad que es Dios se nos asoma como único símbolo real de reunión de los
seres en el ser, definido a partir de ahora como ser anímico, motor móvil de
toda la realidad o, como lo vislumbró Dionisio Aeropagita: ser relacional del
universo.
La Trinidad como
trasfondo de lo real, lo advertirá la contemplación mística, traspasa a los
hombres en un diálogo amoroso invariablemente circulatorio y abierto que nos
lleva de la mano hacia el ingreso en la persona. Una sociedad armonizada por
esta experiencia mística fortalece al amor dinamizándolo como un movimiento en
inquebrantable búsqueda del amor mismo. Este dinamismo propio del amor nos
permitirá comprender con mayor lucidez que el amor es creativo, pues descubre
los valores más altos encarnados en los otros. La revelación de Dios como
Trinidad también desnuda la naturaleza del hombre. Toda la doctrina de la cual
se alimentan los místicos revela al hombre antropológicamente como imagen y
semejanza de Dios, aunque desde una perspectiva distinta a la de los Padres de
la Iglesia. Catalina de Siena afirma que solo por amor Dios hizo a los hombres
a su imagen y semejanza, resaltando que, a diferencia del resto de las
criaturas, Dios dijo “hágase”, pero para el hombre reservó
un “hagamos” como consentimiento de la Trinidad toda. Juliana de Norwich afirma
que la bienaventurada Trinidad ha creado a la humanidad a su imagen y semejanza
“y Aquel que había creado por Amor, quiere en el mismo amor llevar al hombre a
la misma felicidad, y aún más”. Por ello, el misterio trinitario es la
respuesta a los problemas de convivencia entre los hombres. En ella está
nuestra imagen más perfecta, y, como la comprende Santa Teresa de Jesús, no solo como
imagen individual de cada ser humano, sino la imagen de toda la humanidad.
El amor al que nos
abren los místicos, a través de una existencia en plena apertura, no solo es
fuente, sino que también es fin y motivo del obrar, en palabras de San Agustín
uno se transforma en aquello que ama: “¿Amas la tierra? Serás tierra. ¿Amas a
Dios? Entonces yo digo, serás Dios”. Esta experiencia mística y sensible se
fundamenta, como es de suponer, a través de un logos de amor que abre los ojos
de los ojos para desgastar las bases que han sustentado la dinámica de la
modernidad, alimentada por la determinación de cada uno de existir aparte y por
su parte de los demás. En el amor, el hombre coincide con la voluntad del bien,
es fuerza unitiva que transforma al Yo en el Otro de manera que cuanto
pertenece a uno no quede separado del otro. He allí la novedad del mensaje
cristiano sobre Dios, que es uno y trino, como revelación del amor, esencia de
su naturaleza divina. Amor cuya perfección solo es posible a partir de una
coimplicación con Dios, que permite el descubrimiento de nuevos valores,
ampliando y enriqueciendo nuestro universo axiológico que nos lleve a que
cualquier cosa de un hermano nuestro nos preocupe y ocupe como algo de nuestra
vida. De tal manera que, tomando como modelo la imbricación amorosa que nos
desnudan los místicos, los seres humanos podemos redescubrirnos dentro de la
vocación de prójimo que tanto nos urge recuperar. Paz y Bien, a mayor gloria de
Dios.
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