Una lección de los Ejercicios Espirituales
Por Valmore Muñoz Arteaga
A las madres Esperanza y Cristina
Hace algunos años, no
sé cuántos, cayeron en mis manos las Obras
Completas de San Ignacio de Loyola. Una edición magnífica de la Biblioteca
de Autores Cristianos publicada en 1952. La compré entusiasmado por la
experiencia, para ese momento reciente, de conseguir las Obras Completas de San Francisco de Asís, cuya lectura fue una
verdadera aventura hacia el interior del hombre. Experiencia que alimentó mi
afán por conocer, un poco más de cerca, la mística cristiana. Así que, todo lo
que estuviera a mi alcance y me lo permitieran mis limitados recursos
económicos, lo compraba. Así llegué a las obras de San Ignacio. Obras que no
estaba buscando, ya que no había un orden consciente en mí. Pudieron ser las
obras de cualquier otro, pero fueron esas las que se presentaron.
Una vez en mis manos,
me lancé a conquistar aquellas páginas amarillentas por el paso del tiempo. Sin
embargo, no fue tan sencillo, ni tan simple. Sencillamente, me sentía estar
leyendo algo en otro idioma, peor que otro idioma, de otra dimensión
conceptual. Me sentí deambulando por un territorio con otras leyes, otras
racionalidades muy distintas a las que estaba acostumbrado. Recordé mis
intentos con Hegel y Heidegger, pero mucho más espeso. Antes de rendirme, busqué
comentadores de San Ignacio que, al menos desde mi ignorancia galopante,
parecían comprenderlo bien. A pesar de maravillarme y admirar esa proximidad
con San Ignacio de esos comentadores, cuando volvía a las obras, ocurría
siempre lo mismo: nada. Soltaba aquel libro, lo volvía a tomar, lo soltaba de
nuevo, pero, curiosamente, sin frustraciones, podría decir que con cierta
alegría.
En todo caso, en esas
obras se encontraban, por supuesto, los Ejercicios
Espirituales. Un “texto” fundamental y primordial para la espiritualidad
católica. Sabía muy bien que esas páginas intentaban encerrar la experiencia
personal de San Ignacio, peregrino en búsqueda de la voluntad de Dios. Por otro
lado, también sabía que estos ejercicios
habían estimulado el espíritu de las Máximas
de Perfección Cristiana de Antonio Rosmini que conozco bien, pues las he
leído y meditado varias veces en mi vida. Sin embargo, aquellas líneas se me
hacían esquivas, a pesar de vislumbrarlas, cada una, con los brazos abiertos, esperándome
con ansias.
Cuando entré como
profesor en el Colegio Mater Salvatoris, de profunda espiritualidad ignaciana,
hallé la posibilidad de, no solo conocer un poco más de cerca las
interioridades de esas páginas, sino la de los propios ejercicios. Recuerdo que le comenté estas cosas a la Madre Cristina
y ella me dijo algo que me complicó aún más mi situación: aquel libro de los
ejercicios no era para leer, sino para vivir. Información que, poco tiempo
después me ratifico Madre Esperanza, directora general del Colegio. Esas páginas
no eran un tratado o manual espiritual, sino la condensación de una experiencia
personal, muy personal y que solamente viviendo esa experiencia y haciéndola
mía se podía destrabar aquello que en mi mente hacía aguas. Entonces, algo muy
fuerte en mi interior, me empujaba a hacer algo que mi mente no entendía.
Hacer los ejercicios se transformó en una
obsesión. Debo agradecer a la pandemia la posibilidad de haber comenzado a
hacerlos a distancia, vía on line. No
sé qué pensaría San Ignacio de ello, pero era la oportunidad, es la oportunidad.
Comencé a hacerlos. Todavía no concluyo la primera semana, pero ya en mi
corazón se despertó una inquietud infantil, no por inmadura, sino una inquietud
de niño que busca el Reino. Aquellas primeras líneas que mi mente no lograba
comprender, la experiencia del corazón me las ha ido explicando. Por ello, pido
me permitas compartir esas primeras líneas y luego, si tu paciencia es tan
grande como mis ganas de compartir lo que hay en mi corazón, esgrimir un par de
cosas.
Escribe San Ignacio:
«El hombre es creado para alabar, hacer
reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su alma; y
las otras cosas sobre la haz de la tierra son creadas para el hombre y para que
le ayuden en la prosecución del fin para que es creado. De donde se sigue, que
el hombre tanto ha de usar de ellas, cuanto le ayuden para su fin, y tanto debe
privarse de ellas, cuanto para ello le impiden. Por lo cual es menester hacernos
indiferentes a todas las cosas creadas, en todo lo que es concedido a la
libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera, que
no queramos, de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza,
honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás;
solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos
creados» (Ejercicios, nº 23).
En primer lugar, para
un hombre como yo que se ha preguntado tantas veces por sí mismo, por lo que es
ser hombre y, sobre todo, por qué y
para qué estoy aquí viviendo las cosas que vivo, tanto las buenas como las
malas, estas primeras líneas han sido más que reveladoras: he sido creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios,
y ese mundo que me rodea ha sido creado para que me ayuden en la prosecución del fin para que fui creado. Y esta revelación
me pone antes dos cuestiones muy claras y precisas frente a cada persona, cada
cosa, cada acontecimiento: ¿me sirve para conocer, y amar, y servir a Dios?,
aceptado. ¿Me impide conocer, amar y servir a Dios, esta persona o este
ambiente?, rechazado. Porque tanto se ha de estimar cualquier ser en cuanto
escala hacia Dios, y tanto se ha de evitar, en cuanto no inspire la unión e
intimidad con Dios. Claro, ese me sirve
o no me sirve puede redundar en una
explicación muy inoportuna y equivocada. No se trata de un mero pragmatismo
utilitario, sino que, en la medida en que estas cuestiones las tenga claras en mi
corazón, entonces mi ser-hacia-el-otro
será de verdadera calidad y de aproximación de ese otro al amor de Dios. Tener
estas cuestiones claras contribuirá enormemente a nuestro orden interior, de tal manera que, como pedía San Agustín: no amemos
más lo que habría que amarse menos y no amar menos lo que habría que amarse
más.
En segundo lugar, y quizás lo que más me ha sacudido hasta los momentos. Me ha sacudido por lo que la proposición implica. Una proposición que no es aplicable hasta atravesar por terribles tempestades y dolorosos tormentos: tanto ha de usar de ellas [las cosas creadas], cuanto le ayuden para su fin, y tanto debe privarse de ellas, cuanto para ello le impiden para abrir paso a la indiferencia. Indiferencia que explica San Ignacio así: hacernos indiferentes a todas las cosas creadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos, de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos creados.
Comprender esto ha sido
muy amargo para mí, ya que me pone en una encrucijada lacerante y que, por
supuesto, me despierta mucho temor e incertidumbre. ¿Cómo comprendí esto? Lo
comprendí viendo una imagen que se instaló en mi corazón durante el 6 día de
meditación. Vi a Jesús pendiendo de la cruz, agonizando, al borde de la muerte.
Entonces pensé, humanamente hablando, que Jesús se entregó a la muerte por puro
amor y confianza en su Padre, pero también por puro amor a sus hermanos, pues
para eso fue creado. Se entregó a los tormentos más brutales y violentos que se
conozcan por amor y confianza, y eran tales ese amor y esa confianza que sus
sufrimientos se transformaron en caminos hacia un bien mayor. Jesús fue
indiferente a su propio dolor, a su propio sufrimiento, a su propia vida, pues
confió plenamente en la promesa de la resurrección de su Padre, ya que, además,
al ser primero en todo, sabía que él se transformaría en camino para sus
hermanos hacia la plenitud del hombre. De esa forma se abría a mi entendimiento
aquellas palabras que llegaban a mí desde la distancia.
Tomás de Kempis en su Imitación de Cristo, libro que debió
leer con entusiasmo San Ignacio, escribe: “Aquel que no se desprenda de todas
las criaturas, no podrá libremente entregarse a las cosas divinas. Por eso hay
pocos que llegan a la contemplación, porque pocos saben desprenderse del todo
de las cosas creadas y perecederas”, y es que “todo el que haya dejado casas, o
hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o hijos o tierras por mi nombre,
recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna” (Mt 19,29). No, no se trata
de una especie de misantropía, sino
que solo el que ama a Dios plenamente puede vivir plenamente el amor que se derramará
luego luminoso hacia los demás.
Quería compartir esta
experiencia porque creo que, en estos momentos en los cuales se están jugando
aspectos definitivos en el orden político y social en nuestro país, hacerlo en presencia
de Dios. Bajo estas cuestiones que nos posibilita San Ignacio, no solo es
oportuno, sino necesario para superar las sombras que han instalado en nuestra
mente y pretenden acceder al corazón. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.
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