Sentido del pecado
Por Valmore Muñoz Arteaga
En las anotaciones
correspondientes a los Ejercicios
Espirituales de 1948, la Madre Félix reflexiona: “He aquí la brújula de mi
navegación: cumplir la voluntad de Dios nuestro Señor. En desolación o
consolación, en salud o enfermedad, en paz o en guerra: cumplo la voluntad de
Dios nuestro Señor, ¡pues ya voy bien!” En todo, cumplir la voluntad de Dios. Creo,
es mi apreciación muy personal, este es el resultado inevitable, no solo de quien
ama a Dios, sino que, además, está consciente de que es amada. Amar a Dios y
sentirme amado por Él, creo que allí radica en buena parte la potencia de la
vida en la fe. Lo contrario sería, a mi juicio, abrir el corazón para que el
pecado salga.
San Agustín estaba
convencido de que el pecado es “una aversión a Dios y volverse hacia las
creaturas”. Darle las espaldas a Dios y volverse a las creaturas
desordenadamente. De modo que en todo pecado hay una lucha de dos amores. Si
yo, por amor del dinero, hago una acción deshonesta como robar, entonces entre
Dios y el dinero, elijo al dinero. El pecado es quien introduce el desorden en
el mundo lo cual conduce al hombre a amar
menos lo que debe amar más y a amar más lo que debería amar menos. Por lo
tanto, existe una relación estrecha entre amor y pecado. Una relación que pone
al hombre a responder a la pregunta ¿Quién es Dios para mí?
Esto me parece
fundamental de meditarlo porque nuestros tiempos han dejado claro que el pecado
ha perdido su sentido y, de alguna manera, si este pierde su sentido algo tiene
que resultar afectado en la relación amorosa entre el hombre y Dios. San Ignacio
de Loyola meditó mucho al respecto. En sus Ejercicios
Espirituales desnuda su deseo de que recobremos el verdadero sentido del pecado.
El pecado viene a ser, en cierta manera, un modo de vivir sin saber para qué.
Un vivir sin fundamento y sin sentido. Sin embargo, esto resulta actualmente
una complicación, yo diría, cultural. El
periodo filosófico señalado como Modernidad,
donde se van a fraguar las bases de nuestro pensamiento, parece, a primera
vista, completamente antitético respecto a los problemas teológicos y
religiosos. Se señalan como sus raíces la revolución científica, la autonomía
del poder político, la reivindicación de la racionalidad como único criterio de
verdad y la reducción de Dios a una idea. Creando un marco en el cual palabras
como infierno, diablo y pecado quedan reducidas a formas anticuadas de un
pensamiento pacato y anacrónico.
De hecho, esto ha ocurrido en el seno de la propia Iglesia Católica. Lo advirtió en su momento el padre Gabriele Amorth cuando denunció que en la Iglesia, en los años 80, había muchos obispos que no creían en los exorcismos ni en el demonio. El pecado corrió con la misma fortuna. Por ello, como han dicho los papas de los siglos presentes, estamos viviendo tiempos en que se ha perdido el sentido del pecado. En la Exhortación Reconciliación y Penitencia, San Juan Pablo II repite lo que había dicho Pío XII, “El pecado del siglo es la pérdida del sentido de pecado”. San Pablo VI advirtió que “el pecado actualmente es una palabra silenciada”.
En la pérdida del
sentido del pecado, el temor a Dios ha quedado reducido a solo una afirmación
que se repite porque algo hay que decir
o, como una advertencia de muerte y posterior castigo que, efectivamente es
real. Se ha extraviado ese sentido del temor a Dios como respuesta de amor del
hombre. Esto nos ayuda a intuir a que existen dos temores: uno inicial y el
otro perfecto; el primero es el de los que se inician en la piedad, y el otro
es el de los santos que han llegado a la perfección y a la cumbre del santo
amor. Por ejemplo, el que hace la voluntad de Dios por temor a sus castigos:
todavía es principiante tal como dijimos, ya que no hace el bien por sí mismo
sino por el temor a los castigos. Otro hace la voluntad de Dios porque ama a
Dios mismo, y ama especialmente serle grato: este sabe lo que es el bien,
conoce lo que es estar con Dios. Este es el que posee el amor verdadero, el
amor perfecto como dice san Juan, y ese amor lo lleva al temor perfecto. Teme y
guarda la voluntad de Dios no por evitar los azotes o el castigo, sino porque,
habiendo gustado la dulzura de estar con Dios, como hemos dicho, aborrece el
perderla, teme quedar privado de ella. Este temor perfecto, nacido del amor,
expulsa el temor inicial. Y es por eso que san Juan dice que el amor perfecto
expulsa el temor: Pero es imposible llegar al temor perfecto sin pasar por el
temor inicial. Sin embargo, tanto uno como otro, en el mundo de hoy, parecen
salir sobrando.
San Agustín y Santo
Tomás de Aquino definen al pecado como una falta contra la razón, la verdad, la
conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el
prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del
hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como una
palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna. “Solo en el
conocimiento del designio de Dios sobre el hombre se comprende que el pecado es
un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan
amarle y amarse mutuamente”, señala el Catecismo (387).
Perder su sentido
inclina al hombre a abusar de su libertad y del amor. A romper el vínculo que
hace a Dios el Padrenuestro, es
decir, hiere mortalmente la fraternidad a la cual estamos llamados desde el
principio. No solo a la fraternidad con el otro, sino con nosotros mismos,
arrebatando en el hombre la orientación del sentido de su vida, de su propia
existencia. Quizás, esto nos lo que quería alertar San Juan Pablo II con la
exhortación a mirar a Cristo y no perderlo de vista, con la finalidad de no
hundirnos en el funesto abismo de la tormenta. Paz y Bien, a mayor gloria de
Dios.
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