¿Cuán grande es tu fe?

 Por Valmore Muñoz Arteaga


Hay un pasaje del Evangelio sobre el cual me gustaría reflexionar en tu compañía. Pensar en voz alta, enmarcando ese pensamiento en el Evangelio según San Mateo 15, 21 – 28. Este da cuenta sobre el encuentro entre Jesucristo y una mujer sin nombre, por lo tanto, sin identidad, una mujer prohibida por la ley, pagana, una mujer sin nombre, una mujer que podrías ser tú o yo. Dice el Evangelio:


En aquel tiempo, Jesús se retiró a la región de Tiro y Sidón.

Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle:

«Ten compasión de mí, Señor Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo».

Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle:

«Atiéndela, que viene detrás gritando».

Él les contestó:

«Solo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel».

Ella se acercó y se postró ante él diciendo:

«Señor, ayúdame».

Él le contestó:

«No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos».

Pero ella repuso:

«Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos».

Jesús le respondió:

«Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas».

En aquel momento quedó curada su hija.

La fe de esta mujer no solo es grande, sino profundamente conmovedora. Este encuentro celebra uno de los momentos de mayor ternura del Evangelio, aunque precedido de la aparente dureza de los labios de Jesús. Por otro lado, si vemos bien entre las líneas que descalza Mateo en esta página, notaremos una doble forma de la fe con respecto al milagro. Una fe que precede al milagro y otra que es efecto producido por el milagro, bien porque el milagro mismo la provoca en el alma de quienes lo han recibido, bien porque han sido testigos de él. Sin embargo, quisiera detenerme brevemente en la actitud de esta mujer antes del milagro, por decirlo de alguna manera.

Jesús le dice: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos”. Duras palabras que se hacen más difíciles de digerir si sabemos de dónde provienen. No ha sido enviado a los descarriados, lo cual revela que esta mujer, efectivamente, lleva una vida de moral, al menos, dudosa. Jesús insiste en su dureza, en su actitud aparentemente negativa: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos”. Ella no se indigna, sino que, por el contrario, reconoce que es eso o menos delante del Señor, pero aún así, cree en su amor y su misericordia: “Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. A ella, reconociéndose una nada, quizás un despojo, rostro de la vergüenza, le basta con una migaja, pues esa migaja, está segura, salvará a su hija de un demonio malo.

¿Qué somos verdaderamente delante del Señor? San Francisco de Asís decía que él era lo que era ante Dios. Por su parte, Ángelus Silesius afirmó: “No sé lo que soy, ni soy lo que sé”. Y es que, como escribió la Madre Félix: “En la vida espiritual no vale erguirse sobre sí mismo y planear programas de santificación. Todo cuanto el hombre, apoyándose secretamente o inconscientemente en sí mismo, queda estéril, se viene abajo”. La mujer del Evangelio no le importó mucho su relación con ella misma, su supuesto autoconocimiento, lo que el mundo le había dicho. Esta mujer, por el amor a su hija, se despojó de todo, de absolutamente todo, y se postró ante el amor del Señor, que es tan infinito que tan solo una migaja bastaría para sanarla.

Esta mujer dio muerte a todo lo terreno que había en ella y decide alimentarse del pan vivo con fe y caridad para con Dios; tanto más cuando sabemos que sin fe es imposible participar de este pan. No necesita para ella más curación, ya que confiesa a Cristo como el Señor e Hijo de David. Ella, más bien, pide ayuda para su hija. Acude a Jesús porque, seguramente, el ardor del amor de madre, la llevó a reconocer que era poseedor del misterio de la Voluntad del Padre. Qué grande es su fe y que maravilloso el amor que nos abre el corazón a la fe. La fe que es una respuesta del hombre a la palabra de la revelación divina.

En el Ángelus del domingo 20 de agosto de 2017, el Papa Francisco explica de una manera sencilla toda la profundidad que abraza cada palabra de este pasaje de Mateo: “El Señor, en un primer momento, parece no escuchar este grito de dolor, hasta el punto de suscitar la intervención de los discípulos que interceden por ella. El aparente distanciamiento de Jesús no desanima a esta madre, que insiste en su invocación. La fuerza interior de esta mujer, que permite superar todo obstáculo, hay que buscarla en su amor materno y en la confianza de que Jesús puede satisfacer su petición. Y esto me hace pensar en la fuerza de las mujeres. Con su fortaleza son capaces de obtener cosas grandes. ¡Hemos conocido muchas! Podemos decir que es el amor lo que mueve la fe y la fe, por su parte, se convierte en el premio del amor. El amor conmovedor por la propia hija la induce «a gritar: “¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David!”» (v. 22). Y la fe perseverante en Jesús le consiente no desanimarse ni siquiera ante su inicial rechazo; así la mujer «vino a postrarse ante Él y le dijo: “¡Señor, socórreme!”». Qué manera tan simple de explicar lo que tanto nos cuesta entender.

Ahora, ¿qué me dice esto a mí? Recuerdo en este momento un testimonio de la Madre Félix que, en cierta forma, contrasta con la historia que relata el Evangelio. Escribe la Madre en sus cuadernos personales: “Recién instalada la Academia, antes de empezar las clases, llegó al cobro una factura de electricista o lampista cuyo importe era de cincuenta pesetas. Un verdadero capital para mí, que hacía mucho tiempo que no tenía un solo céntimo. Pero entonces no había visto nunca devolver una factura sin abonar su importe, y ni se me pasó por la mente rogar que aplazase el cobro. Cogí la factura y dije al operario que esperase un momento, y con ella me fui a arrodillar ante un Cristo que presidía la sala de visitas y le dije al Señor: ––Pagadla Vos, que yo no puedo… Y al momento volvieron a llamar a la puerta. Era la muchacha de una señora que había venido a inscribir a su hija. En un sobre me traía el importe de una mensualidad. Exactamente cincuenta pesetas. Las di al operario y me fui a besar al Cristo”.

Esto es, actitudes distintas, solicitudes distintas, preocupaciones distintas, pero una misma fe cuya respuesta no se hizo esperar. Hay una relación, más que una relación, hay un vínculo muy estrecho entre los milagros de Cristo y la fe. Una fe que se sustenta no en el tipo de persona que yo sea, sino en el amor del Señor que cae sobre unos y otros, sin discriminar. Sin embargo, para que esta respuesta sea dada, tiene que nacer de un corazón contrito y humillado. Un corazón arrepentido es un corazón que se reconoce imperfecto, es un corazón desarmado, sordo a las voces del ego y del mundo, para gritar: Ten compasión de mí, Señor, ayúdame. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.

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