El silencio de Dios. Releyendo a Camus

 Por Valmore Muñoz Arteaga


Al leer la noticia de la muerte de Nietzsche, Joan Maragall, brillante escritor español contemporáneo del filósofo alemán, una fuerte piedad invadió su alma: “la vida y la muerte de este hombre tienen algo de trágico, escribe, algo que espanta y apiada. Nietzsche es un sediento de absoluto, un sediento de Dios; pero no quiso bajarse a beberlo en la fuente de la fe, y murió de sed”. En cierta forma, las líneas de estas palabras de Maragall, me impulsan a recordar a un escritor muy acariciado por mí en mi juventud: Albert Camus, autor al que he vuelto por compromiso docente en el colegio donde laboro y sobre el que Vargas Llosa dice que para comprenderlo hay que considerar siempre su condición de provinciano, de hombre de frontera y de formar parte de las minorías. Hombre sencillo que no sintió mucho afecto por el progreso que venía con el cemento y el asfalto, pues en sus ojos brillaban pletóricas las luces naturales del paisaje campestre. Escritor que cuestionó la idea de penetrar en la problemática humana bajo una sola óptica, a partir de una sola mirada, que poner el significado del hombre en manos de una sola corriente ideológica era servirlo como plato trunco en un banquete de fieras. Un hombre tejido en medio de una moral opalescente que murió esperando una respuesta del cielo a todos los gemidos que desde la tierra hacían los más débiles y marginados.  Un pensador que fue abrumado por el silencio de Dios.

Ante sus ojos iba cobrando forma ese mal sistémico que se desarrolló en las vísceras de las sociedades del siglo XX, cada vez más masificadas, que torpemente deambulaban entre la razón y la fe, que terminaron de rodillas frente a la técnica y a las ideologías de las cuales brotarían fecundos los más grandes y atroces crímenes contra la humanidad, contra sí misma. Vomitando de sus entrañas, cada vez más oscuras, hombres sin sentido y sin contenido que gestarían una nueva manera de hacer política a partir del mal como medio expedito para alcanzar fines elevados e instalar en la cultura occidental la piedra fundacional de la razón de Estado: aquella capaz de justificar las brutalidades más impensadas en pos de la grandeza de la patria. Camus se iba sintiendo cada vez más extranjero en su propio mundo en el cual la existencia comenzaba a parecerse a un absurdo. Sin embargo, pensaba que mientras más absurda le parecía la existencia humana, más intuía que en los hombres había más cosas dignas de admiración que de desprecio. La obra de Camus es un canto a la moral desesperada, a la honra a la vieja usanza, es decir, al respeto riguroso por la dignidad propia y ajena y que cualquier fractura del orden ético personal es proporcional a la degradación en su condición de persona. Un hombre sin ética, pensará, es una bestia salvaje soltada a este mundo.

El hombre, vuelto una bestia salvaje, el ave de rapiña nietzscheano, comenzó a tejer con los hilos de sus vacíos espirituales el entramado del siglo XX. El ser humano parecía mostrarse como una pasión inútil, al menos así lo describió Sartre. Dejó de ser el lobo del hombre para transformarse en el infierno del hombre. Camus marcó distancia de estas ideas que partían de una concepción del amor basada en un diálogo enfermo entre masoquismo y sadismo, prefiriendo emprender la búsqueda de la dicha en el corazón mismo de ese hombre maltrecho, casi víctima de su Creador, del cual solo tenía como respuesta ante sus múltiples desgracias un largo, espeso y tortuoso silencio, eso que han llamado el silencio de Dios que no es otra cosa que la manifestación más escandalosa de quienes se lanzaron por la pendiente de la angustia y el vació existencial. En todo caso, para Camus, Dios guarda silencio ante el absurdo de la existencia del ser humano, por ello, termina por rechazarlo, pero, a pesar de ello, decide volcarse hacia el otro, a quien amará hasta el extremo y a quien serviría por medio del honor y la amistad. Amó, como apunta Vargas Llosa, este mundo con la misma intensidad con que los místicos amaban el otro, que, al igual que los cristianos, tuvo también el vicio por la verdad y que por ella no vaciló nunca en ir contra la corriente. Propuso, no sé si conscientemente, una especie de santidad sin Dios.

El mundo que vivió Camus le ofrecía hombres en lamentables condiciones para vivir producto de la alarmante desigualdad social, una justicia caricaturesca y unos niños llenos de vida que solo piensan en la guerra, totalmente ensordecidos por la propaganda asfixiante. Ante esta avasallante desgracia se lanza la obra de Camus como intentando ser la voz de aquel que ha preferido guardar silencio contra la injusticia y la violencia. Camus no busca negar a Dios en su existencia, más bien, pareciera buscar enjuiciar la concepción de Dios como amor, pues, hacia esa noción enfila todo su arsenal: desmentir a Dios como amor. En La Peste (1947), escribe que, ante la posibilidad de amar lo que no se puede entender, él prefiere partir de otra idea muy distinta del amor, pues “estoy dispuesto a negar hasta la muerte a amar esta creación donde los niños son torturados”. Idea que humanamente es comprensible: ¿cómo amar a un Dios que permite que los niños mueran de hambre o víctimas de la violencia generada por los mismos hombres? Preguntas que lo hermanan con Iván Karamazov, personaje de la poderosa novela de Dostoievski caracterizado por su viscoso racionalismo ateo, quien no se niega a aceptar a Dios, es el mundo que Él creó el que ni acepta ni puede aceptar. ¿Dónde está Dios? Es una pregunta que brota de la imposibilidad de conciliar el propio e inesperado sufrimiento padecido con la conciencia clara de una presunción de inocencia.

Una creación en la cual, desde el principio, está presente el sufrimiento de hombres inocentes no puede ser la imagen ni la proyección de un ser perfecto, todo amor. Por esta razón, a través de sus personajes, prefiere luchar contra la creación tal y como es, que si el orden del mundo está regido por la muerte, “acaso es mejor para Dios que no crea uno en él y que luche con todas sus fuerzas contra la muerte, sin levantar los ojos al cielo donde Él está callado”. Por ello, Mersault, protagonista de El Extranjero (1942), prefiere, ante la consumación de su pena de muerte, el grito de odio de los hombres a la moral divina. Para Camus, como para millones más, el sufrimiento del inocente tendría que obligar a Dios a dar la cara. En tal sentido, me da la impresión de que ese silencio de Dios que reclama Camus está representado en la actitud del cristiano frente a los problemas del mundo. El silencio de Dios pareciera ser la indiferencia de los creyentes, ese creer en Dios, pero vivir como si no existiera o como expusiera Vattimo en el título de uno de sus libros: «creer que se cree». ¿Qué hace Camus? ¿Limitarse a solo cuestionar? ¿Limitarse a señalar? No, Camus asume la responsabilidad que considera no asumen los cristianos. Levanta su voz contra la peste espiritual señalándola como enfermedad que corroe poco a poco el alma del hombre y lo conduce a una rebelión metafísica e histórica contra la noción de Dios como providencia y como amor. En este mundo de Dios, Camus repudia el reinado, no del amor, sino la ley del más fuerte y del malvado. Camus se compromete activamente por el bien de los demás y, sin darle crédito a la fe cristiana, apuesta por un tipo de sociedad en la cual el Estado, más que gobernar –muchas veces bajo el subyugamiento del individuo– busque proteger a los ciudadanos brindándoles a cada uno de manera particular la posibilidad de desarrollar a plenitud toda su dignidad como ser humano.

Camus, a pesar de todo, parece no renunciar a la esperanza, aunque lo hace por vías distintas, pero que en esencia no se distancian mucho de la esperanza cristiana. Cuando uno se sumerge en las páginas de El Extranjero entramos en sintonía con una idea muy distinta de la tradicional explicación del origen del mal. Estamos claros en que Dios es inocente del mal en el mundo, en ningún sentido y bajo ningún aspecto puede ser causa del mal ni directa ni indirectamente, pues la falta de gracia solo viene de nosotros. Camus parece apuntar a la necedad como el origen del mal, ya que, como lo dijo el propio Cristo en el suplicio de la cruz, el hombre no sabe lo que hace. En sus páginas parece advertirnos que, como reflexionara Bonhoeffer, debe tenerse mayor precaución frente al necio que frente al malo. El mal capital de nuestros tiempos tiene su origen en la apatía moral de los hombres, en especial, de los seres inteligentes, por esta razón, escribe Norbert Bilbeny, no los llama simplemente necios o idiotas, sino idiotas morales.

El silencio de Dios, ya lo escribí alguna vez, no es tal. Dios está hablándonos permanentemente. Dios nunca deja de decir y su Palabra nos acompañará hasta el final de los tiempos. El problema, a mi juicio, parece centrarse en los idiotas morales que hacen mucho ruido, hablan mucho, dicen demasiado. Levantando tanto la voz que terminan relegando a la Palabra del Señor al plano de la privacidad más íntima que, al desconectarse de la dinámica social, se vuelve anodina, se transforma más es un balbuceo de nuestro ego que en un fiel reflejo de su amor. El idiota moral que grita demasiado, en especial, sobre el silencio de Dios, es el nuevo ángel exterminador que, como ayer, no sabe lo que hace, pero se goza y regodea en jugar a la suerte su destino a los pies de la cruz que les brinda sombra y protección. Camus quizás no supo de Maximiliano Kolbe, quizás no tuvo la oportunidad de entrar a su celda donde fue asesinado por los nazis y tocar con sus dedos de novelista la cruz que pintó el sacerdote para que, por medio de ella, Cristo lo sacara del más profundo abismo. Quizás así, de esa manera tan sencilla y simple, Camus hubiera caído en cuenta de que, de alguna manera, Dios no hacía silencio, sino que hablaba a los hombres a través de él, tan pequeño, tan provinciano, tan de la periferia como lo fue Jesús y tantos otros. Dios nunca hace silencio, a pesar de ser el silencio. Dios habla y habla con fuerza. Dios habló en Auschwitz por medio de Kolbe y Stein. Dios habló en una oscura cárcel en Vietnam por medio de Văn Thuận. Dios habló en El Salvador por medio de Monseñor Romero y Rutilio Grande. Dios no ha callado nunca. En el fondo, muy en el fondo de su corazón, a lo mejor, Camus lo sabía, lo sentía, lo intuía. Quizás por ello hubo un «algo» que lo impulsó a luchar, a no abandonar del todo la esperanza. Algo, en ese silencio de Dios, lo lanzó hacia los otros por medio de la amistad y la justicia. Dios decide cómo llegar a cada quien y cuál vía utilizará para hacer sentir a los hombres su amor, esa potestad es de Él, no nuestra. Después de todo, “¿Qué es el hombre para que tú lo tengas en cuenta, o el hijo del hombre para que pienses en él?” (Salmo 144, 3). Paz y Bien.

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