El papel del escritor

 Albert Camus


Al aceptar la distinción con que esta Academia ha querido honrarme, mi gratitud era tanto más profunda porque sabía que esta recompensa sobrepasaba mis méritos personales. Todo hombre, y, con mayor razón, todo artista, desea ser reconocido. También yo lo deseo. Sin embargo al conocer esta decisión he comparado su prestigio con lo que soy realmente. ¿Cómo un hombre casi joven, cuya única riqueza son sus dudas y una obra aún en el telar, habituado a vivir en la soledad del trabajo o en las estancias del afecto, no hubiera sentido una especie de pánico ante una determinación como esta, que de un golpe le lleva, desde su soledad al centro de una luz resplandeciente? ¿Con qué corazón también podía recibir él este homenaje en la hora presente en que, en Europa, otros escritores, de extraordinarias dimensiones, están reducidos al silencio, mientras su tierra natal padece una incesante desgracia? Yo he conocido ese desasosiego y esa turbación interior. Para recuperar la paz, me ha sido necesario igualarme a un sino demasiado generoso. Y, puesto que no podía hacerlo apoyándome en mis méritos, acudí a lo que me ha sostenido durante las circunstancias más contradictorias en el curso de mi vida: la idea que tengo de mi arte y del papel del escritor. Deseo solamente con un sentimiento de reconocimiento y amistad, explicar cuál es esta idea.

En verdad, yo no puedo vivir sin mi arte, pero nunca he puesto a éste por encima de todo. Si me es necesario, es precisamente porque no se separa de nadie y me permite vivir, tal como soy, al nivel de todos los hombres. El arte no es a mis ojos un deleite solitario. Es un medio para conmover al mayor número posible de personas ofreciéndoles una imagen privilegiada de los sufrimientos y de las felicidades comunes. De esta forma impide que el artista se aísle; sometiéndolo a la verdad más humilde y más universal. Y aquel que ha elegido su destino de artista porque se creía diferente, comprende muy pronto que no alimentará su arte y su diferencia, sino confesando su parecido con todos. El artista se forja en ese permanente ir y venir de él hacia los otros, entre la belleza de la cual no puede prescindir, y la comunidad de la que no puede sustraerse. Es por ello que los verdaderos artistas no desprecian nada; se obligan a comprender antes que a juzgar, y si tienen que tomar un partido en este mundo, no podría ser otro que el de una sociedad, en la que según las grandes palabras de Nietzsche, ya no reine el juez sino el creador, sea desempeñando un trabajo artesanal, técnico o intelectual.

El papel del escritor, por tanto, no se separa de deberes difíciles. Por definición, hoy no puede estar al servicio de los que hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren. Pues de no ser así se hallaría privado de su arte. Y aunque todos los ejércitos de la tiranía con sus millones de hombres intenten arrancarlo de su soledad no lo conseguirían, sobre todo si él ha decidido unirse a su marcha. Pero sólo el silencio de un prisionero desconocido, abandonado a las humillaciones en el extremo del mundo es suficiente para expulsar al escritor de su destierro voluntario, y para que solidarizado con él utilice los privilegios de la libertad, y haga resonar ese desgarrador silencio en todas partes con los recursos de su arte.

No existe un hombre lo suficientemente grande para tan ardua vocación. Sin embargo el escritor en todas las circunstancias, enfrentado a una existencia oscura o provisionalmente célebre, golpeado por los hierros de la tiranía o libre durante algún tiempo para expresarse, puede encontrar el sentimiento de una comunidad viva que lo justifique, con la única condición de que acepte las dos cargas que constituyen la grandeza de su oficio: su permanencia al servicio de la verdad y de la libertad. Y como su vocación se justifica al reunir el mayor número posible de hombres en esta tentativa, no puede aceptar la mentira y la servidumbre, las cuales imperan haciendo proliferar las soledades. A pesar de las debilidades personales, la nobleza de nuestro oficio estará siempre en dos arduos compromisos: la negativa a mentir y la resistencia a la opresión. Durante más de dos décadas de una historia enloquecida, perdido sin auxilio en las convulsiones de este tiempo como todos los hombres de mi generación, he sobrevivido por el oscuro sentimiento de que escribir era un honor, porque este acto me obligaba a portar —tal como yo era y según mis fuerzas—, con todos los que vivían la misma historia, la desgracia y la esperanza que compartíamos.

Estas personas, nacidas al principio de la primera guerra mundial, que tenían veinte años en el instante que se instalaba el poderío de Hitler y al mismo tiempo los primeros procesos revolucionarios, que luego fueron confrontados, para completar su cruel formación con la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial, con el desgarrador universo de los campos de concentración, en una Europa de tortura y cautiverio, deben educar hoy a sus descendientes y levantar sus obras en un mundo amenazado por la destrucción nuclear.

Imagino que nadie podrá pedirles que sean optimistas. E incluso creo que debemos asumir la difícil tarea de comprender —sin por esto dejar de luchar contra ellos— el error de los que angustiosamente reivindican el derecho al deshonor, cayendo en los nihilismos de la época. Aunque por suerte sucede que muchos de nosotros, en mi país y en Europa, hoy han rechazado este nihilismo intentando hallar una legitimidad. Forjando para su propósito un arte de vivir en tiempos de catástrofe, para nacer por segunda vez, y luchar posteriormente, con el rostro descubierto, contra el instinto de muerte que actúa en nuestra historia.

Sin duda cada generación se cree predestinada para rehacer el mundo. La mía sabe sin embargo que no podrá lograrlo. Pero su tarea es más compleja: consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una corrupta historia en la que se mezclan las revoluciones decadentes, las técnicas que han refinado su demencia con los poderes mediocres que pueden destruir todo pero que ya no saben persuadir; descendiente de un tiempo donde los dioses muertos y las ideologías extenuadas se confunden con la inteligencia que rebajada se ha hecho esclava del odio y la opresión, esta generación ha tenido que restaurar en sí misma, a partir de sus tremendas negaciones, un poco de lo que constituye la dignidad del vivir y del morir.

Ante un mundo amenazado por la destrucción, cuando los grandes inquisidores corren el riesgo de instaurar para siempre el reino de la muerte, mi generación sabe que debería, en una suerte de carrera delirante contra este horizonte, inventar en el planeta una paz que no sea la de la servidumbre, conciliar de nuevo el trabajo con la cultura, y volver a hacer con todos los hombres un arca de la alianza. No es factible que ella pueda cumplir esa obra inmensa, pero es seguro que, por todas partes en el mundo, mantiene ya su apuesta doble de verdad y libertad, y algunas veces sabe morir sin odio por esta causa. Es esta generación la que merece ser evocada y festejada donde quiera que se encuentre, especialmente allí donde está sacrificándose. Es sobre ella, sin excepción, que en un compromiso profundo quisiera hacer recaer el homenaje que hoy recibo.

Por tanto, después de describir la nobleza del oficio de escritor, quisiera regresar al artista a su verdadero sitio, no teniendo otros privilegios que los compartidos con sus compañeros de lucha, y así, vulnerable pero obstinado, arbitrario pero apasionado por la justicia, podría construir una obra sin vergüenza ni orgullo ante la vista de todos, compartiendo unas veces dolor y otras belleza, consagrado a sacar de la duplicidad de su ser las creaciones que trata obsesivamente de levantar en el movimiento destructor de la historia. ¿Quién podrá esperar de él, entonces, soluciones prefabricadas y una hermosa moral?

La verdad es misteriosa, fugitiva, se la ha de conquistar sin cesar. La libertad es peligrosa, tan difícil de vivir como exaltante. Debemos avanzar hacia esos dos objetivos, penosamente pero inexorablemente, seguros desde el comienzo de nuestras debilidades en ese largo camino. ¿Qué escritor se atrevería, instalado en la buena conciencia, a ser predicador de la virtud? En cuanto a mí, necesito reiterar que no pretendo salvar a nadie. Y aunque nunca he podido renunciar a la luz, a la existencia libre en que he crecido, creo que esta añoranza revela muchos de mis errores y mis faltas, ayudándome a comprender mejor mi oficio, y a mantenerme decididamente, junto a todos aquellos seres silenciosos o silenciados, que sólo soportan la vida que se les hace en el mundo por la memoria o el deseo de fugaces y profundas felicidades.

Reducido entonces a lo que realmente soy, a mis límites, a mis obligaciones, como a mis más arduas convicciones, me siento libre de señalar, para culminar, la extensión y la generosidad del reconocimiento que me han concedido; y más libre también para expresar que quisiera aceptarlo como un homenaje hecho a todos aquellos que participando en idéntico combate, no han recibido privilegio alguno, y por el contrario han conocido la desventura y la persecución.

Sólo me resta entonces desde lo más íntimo del corazón manifestar, como testimonio personal de gratitud, la misma y antigua promesa de fidelidad que todo artista verdadero, cada día, se hace a sí mismo, en el silencio.


Comentarios