El bien y los hombres

 Por Valmore Muñoz Arteaga


A la promoción 57 del Colegio Mater Salvatoris de Maracaibo


Introducción

Una de las grandes cuestiones de la filosofía es la de si el ser humano nace bueno y luego se hace malo o algo de maldad ya nace con nosotros. Esta es una cuestión que eventualmente vuelve a hacer nido en mi mente, en especial, cuando soy testigo de circunstancias que me cuestionan mi condición de hombre lanzándome a los brazos de aquella aseveración del poeta Neruda según la cual se cansaba de ser hombre. Espectáculos deplorables como Auschwitz, sin duda, nos conducen a preguntas de esta naturaleza, más aún cuando, sabiendo que aquello fue un acontecimiento que arrojó al ser humano a beber leche oscura del alba, como refiriera Celan, volvemos a él con una facilidad asfixiante haciendo gala, además, de una total indiferencia y falta de empatía.

La pregunta sobre Auschwitz ya no sería ¿cómo fuimos capaces de tanto?, sino más bien, si sabemos lo que ocurrió y lo que representó para la humanidad ¿por qué no hemos salido de esa zona gris? ¿Por qué nos hemos vuelto pequeños y lúgubres ghettos? La pandemia parecía llegar para recordarnos lo fundamental que es la vida y, al hacerlo, recordarnos lo valioso que resultan la empatía, la solidaridad, el acercamiento y el acompañamiento entre los hombres para crecer como humanidad y superar este profundo escollo en el que nos hallábamos. Sin embargo, parece que resultó ser lo contrario, a pesar de los amplísimos ejemplos donde estos valores se impusieron a la oscuridad, las tinieblas resultaron ser más densas, más espesas, estar mejor constituidas y el corazón de los hombres más cómodos entre sus fauces.

Acaso, en definitiva, Hobbes tenía razón cuando afirmaba que el ser humano es malo por naturaleza, de modo que para poder convivir se necesita un poder absoluto, una ley autoritaria que controle el impulso agresivo que surge de la motivación egoísta de todos seres. Esto, más que aclarar, oscurece, puesto que, ese poder absoluto estaría en manos de un hombre que, ya lo ha dicho, es malo por naturaleza. “El hombre es un lobo para el hombre”, escribirá en su Leviatán (1651), y que en ese estado precivilizado lo que impera es la guerra de todos contra todos. ¿Por qué? Porque el ser humano es agresivo y egoísta: si quiero una manzana y tú la tienes, yo te la voy a quitar. No hay ley, ni hay límites que lo impidan, de modo que si para lo de la manzana te tengo que matar, te mato.

Naturalmente, como cristiano, me cuesta insoportablemente aceptar tal descripción de aquel que es imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 26-27). Por ello, intentaré explicarme estas cuestiones con la finalidad de hacerme llevadero el estado de cosas en medio de las cuales me encuentro y que, muy probablemente, muchas de mis acciones ayudan a mantenerse en pie.

Imagen y semejanza

En una audiencia general ocurrida el 9 de abril de 1986, Juan Pablo II meditaba sobre lo significativo de que la creación del hombre esté precedida por esta especie de declaración con la que Dios expresa la intención de crear al hombre a su imagen, mejor, a nuestra imagen, en plural (sintonizando con el verbo «hagamos»). Según algunos intérpretes, el plural indicaría el Nosotros divino del único Creador. Esto sería, pues, de algún modo, una primera lejana señal trinitaria. En todo caso, la creación del hombre, según la descripción del Génesis 1, va precedida de un particular dirigirse a Sí mismo, «ad intra», de Dios que crea. Ese Nosotros que podría revelar una señal de la Trinidad, también estimula la idea de que el hombre es imagen y semejanza de ese Nosotros que nos habla del amor dinámico y compartido por las personas de la Trinidad.

No hablamos de un amor cualquiera, tampoco del amor que engrana la vida de una familia, es un amor que va más allá de toda explicación, es un amor perfecto compartido perfectamente por tres personas perfectas en perfecta unidad. El hombre es imagen y semejanza de tal dinámica. De alguna manera, Platón intuyó algo muy parecido volcándolo en su Timeo. Allí afirma que Dios quería que todo fuese bueno y nada malo, por ello condujo todo lo visible del desorden al orden, bajo esta perspectiva un ser bueno no podía ni puede hacer nada que no sea excelente. Santo Tomás de Aquino agregará que todas las cosas, entre ellas el hombre, son buenas en la medida en que son. El hombre es imagen y semejanza de un Ser que es Puro Acto y, como tal, la Bondad Misma.

En la primera carta del apóstol San Juan se afirma que Dios es luz sin mezcla de tinieblas (1 Jn 1,5), por ello, en el Génesis deja claro que al ver que la luz era buena, la separó de las tinieblas (Gn 1, 4 – 5). En el Bhagavad Gita se nos advierte que “el Señor Krishna es la Verdad Absoluta y la causa primordial de todas las causas de la creación, conservación y destrucción de los universos manifestados”, es decir, todo lo creado, es una emanación de una Verdad Absoluta, esto es la suma bondad, fuente última de todas las energías. Aunque en el Corán no se eleva al hombre a ser imagen y semejanza de Dios, es presentado como la «culminación» del proceso de creación de la tierra y la vida, aunque también es presentado como un ignorante que ni siquiera sabe cómo implorar perdón una vez que ha comido del fruto prohibido.

Rousseau

Mientras Hobbes defendía que el ser humano es malo por naturaleza, Jean Jacques Rousseau señala todo lo contrario. Va a defender la idea según la cual el estado de naturaleza lo pueblan buenos salvajes, que el ser humano es bueno y empático, porque si uno de esos salvajes ve a otro sufriendo, siente una inclinación natural a auxiliar. Entonces, ¿qué es lo que hace malo al ser humano? Lo que hace al hombre malo, lo que despierta su agresividad es el momento en que el primero dijo «esto es mío», la propiedad. Porque si esto es mío, otro puede decir, «pero yo también lo quiero» y así aparecen la competencia, la envidia y la agresividad.

La filosofía tomista señala que lo que en Dios es uno, en la criatura está dividido; la bondad de la criatura está fragmentada, y necesita completarse a sí misma por medio de actividades y accidentes, para adquirir su completa perfección, su perfección final. El hombre es, en tal sentido, bueno, pero puede ser mejor cada vez hasta que alcance su fin. El bien se vuelve en el fin del hombre, entonces la bondad descansa en su ordenación a su fin: la plenitud del hombre es la plenitud del bien. Somos seres de luces y sombras, pero estamos hechos para la luz. Por ello nos llaman a caminar en la luz, pues “si caminamos en la luz, como él está en la luz, estamos en comunión unos con otros…” (1 Jn 1, 7).

Caminar hacia el bien

Caminar hacia el bien es permaneceré en la luz y, aunque esto es un selló que de manera imborrable está en todos los hombres, se requiere de una voluntad firme para poder dar el primer paso. La voluntad, para Antonio Rosmini, es la potencia moral. Esa potencia moral debe requerir el bien. Siguiendo el aliento de Santo Tomás de Aquino, Rosmini piensa que el hombre debe querer el bien, querer al ser, puesto que allí se revela el acto moralmente bueno. Ahora bien, enmarcados en el pensamiento de Rosmini, afirmamos con él que la libre voluntad sólo se manifiesta en el hombre con la reflexión, es decir, pensar.

Pensar impide que el hombre actúe dentro de las reglas del sistema al que pertenecen sin reflexionar sobre sus actos. Pensar implica la certeza de que el hombre asuma en todo momento la consecuencia de sus actos. Además, alimentar la posibilidad de pensar críticamente fundamental, según Hannah Arendt, para fomentar la libertad de actuar. Pensar será entonces caminar buscando la luz, no solo para hallarla, sino para mantenerse en ella. Esa luz, como afirma Rosmini, es Cristo, puesto que Él es el objeto de la caridad, de la bondad, de la verdad. Jesús es la luz el mundo, a luz que brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la comprenden.

Al alejarnos de la luz, naturalmente, todo se oscurece, se pierde claridad, el hombre queda imposibilitado de escoger lo que le conducirá hacia su plenitud. La oscuridad confunde al hombre anulando la posibilidad de actuar con absoluta libertad. Entre las tinieblas, el hombre sucumbe ante la plenitud que también ofrece el mundo, solo que esta conduce siempre al vacío. Vemos con pena como alguien que se considera exitoso en el mundo muchas veces tiene vacíos como por ejemplo podemos ver a alguien que ha llegado a la «plenitud» de su carrera profesional, pero le ha costado su familia. Entonces, “¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o se arruina a sí mismo?” (Lc 9, 25) Paz y Bien

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