Cuando Juan Pablo II fue el corazón de Venezuela

 Por Valmore Muñoz Arteaga


Todavía guardo fresco el recuerdo en mi mente cuando un día, por las montañas, apareció un peregrino. Un peregrino que se fue acercando a la gente mientras acariciaba a los a niños. Se trataba de un líder cuyas manos no empuñaban armas de ninguna clase, de ningún tipo, por el contrario, sus palabras eran de vida. Un hombre que venía de muy lejos a enseñarnos a llorar con los que lloran y a compartir nuestras alegrías. Vino a enseñarnos a compartir el pan con los pobres, a no negarle a nadie el vino, siempre junto a los que buscan, siempre consolando a los mendigos. Sí, son retazos de aquella canción llamada El Peregrino interpretada por Adrián Guacarán que muchos venezolanos guardamos celosamente en nuestro corazón, ya que es un recuerdo vivo de nuestro encuentro con un santo, con un hombre distinto, con aquel hombre que vino de muy lejos sólo para decirnos que no tuviéramos miedo, aquel dulce polaco que todos llamamos Juan Pablo II. Recuerdo vivamente aquella primera visita entre enero y febrero de 1985, y de cómo colgaban plenas en sus labios verdades que nos revelaban a Jesucristo como redentor de los hombres, centro del cosmos y de la historia, que Él es el rostro ardiente de Dios, rico en misericordia, pero, muy particularmente, a señalarnos una más profunda y plena relación con el trabajo, pues es uno de estos aspectos, perenne y fundamental, siempre actual y que exige constantemente una renovada atención y un decidido testimonio.

Nada más en bajarse del avión recordó que nuestro país era parte de otro mundo de donde puede ser tan acrecentada nuestra fe, que nuestro país es la tierra de Simón Bolívar, “cuyo anhelo fue construir una gran nación, menos por su extensión y riqueza que por su libertad y gloria”. Una primera visita con la cual buscaba impulsar la renovación traducida en nuevas metas de recuperación de la integración familiar, mayor justicia social, nuevas iniciativas en el campo de la educación para el trabajo y la convivencia cívica, en pocas palabras, vino a buscar que los venezolanos pudiéramos comprender que la mayor riqueza sólo se halla verdaderamente en el enriquecimiento interior de la persona. Por si esto fuera poco, nos hizo otra visita, justo 11 años después, como para reafirmar aquello que ya nos había dicho, con sus dedos, que le ayudaron a apretar el martillo para hacer más certero el golpe en aquellas canteras de una lejana Polonia, nos señaló cómo Dios había colmado de bendiciones a nuestro país: “tantas bellezas naturales, abundantes recursos de la tierra, un puesto muchas veces privilegiado en el concierto de las naciones, pero sobre todo, hombres y mujeres que han construido una historia, la cual hoy se prolonga en los venezolanos y venezolanas que tienen la apasionante tarea de crecer y hacer crecer la patria heredada”. Volvía con el esplendor de la verdad brillándole en los ojos y con el evangelio de la vida en las manos acogido con amor cada día por la Iglesia, anunciado con intrépida fidelidad como buena noticia a los hombres de todas las épocas y culturas.

Juan Pablo II fue dos veces el corazón de Venezuela, un corazón que latió con violencia amorosa para alentarnos en el camino hacia constituirnos en comunidad fiel que se sostiene en la verdad de Cristo y no en teorías propias, muchas veces en dolorosos contrastes con el Magisterio de la Iglesia. Una comunidad fiel que asumiera el reto de enlazar esponsalmente la fe y la vida diaria. Una comunidad fiel que sepa ser “la crítica conciencia moral de la sociedad, que señala responsabilidades y denuncia eventuales desviaciones”. Una comunidad cuyo corazón sea el hombre que reconoce su dignidad, pues “Cristo quiere la dignidad de todo hombre y de todo el hombre”. Juan Pablo II fue dos veces corazón de Venezuela, un corazón que latió con especial ritmo por el laicado nacional “porque siempre hubo, al lado de la sandalia del misionero y del cayado del obispo, grupos de hombres y mujeres que, al impulso de su fe, sembraron esfuerzo, transmitieron cultura, promovieron el progreso de los hombres de estas tierras. Fueron familias cristianas, cofradías y hermandades, órdenes terceras, catequistas y seglares brillantes, como un Cecilio Acosta o un doctor José Gregorio Hernández, ejemplo de virtudes admirables”. A los laicos nos solicitó vehementemente comprometernos creciendo en el Señor, pues la fecundidad del apostolado seglar depende de la unión vital de los seglares con Cristo. Comprometernos a partir del cultivo de nuestra intimidad con Él, en ese encuentro que cambia la vida, “que la hace más plenamente humana, que potencia y da horizontes son confín a la verdad, a la dignidad, a la felicidad del hombre”. Nosotros, hermanos en Cristo, somos los responsables de promover siempre más la dignidad y la participación del pueblo en los destinos de la nación, como modelo superador de autoritarismos de diverso signo ideológico. Nuestra primera misión es brindar estabilidad y unidad en la familia, pues ella es cuna de todo auténtico progreso civil y moral. “No sucumbáis, nos dijo el 28 de enero de 1985 en la Catedral de Caracas, a las tentaciones materiales y hedonistas –consumo ilimitado de bienes económicos, el sexo, consumo suicida de la drogas, etc. – si queréis la vida y la calidad de la vida”. 

Recuerdo conmovido aquella imagen del Santo Padre frente al extinto Retén de Catia. Una imagen de donde brotaban palabras de vida, como dice la canción, palabras que siguen vigentes en el ambiente carcelario de nuestro país. “Conozco las dificultades que sobrelleváis, le decía a aquellas almas que sacaban trapos blancos por entre los barrotes, pero aún en medio de ellas ha de resonar en vuestras mentes la Palabra del Señor que nos recuerda constantemente que «Dios es amor»”. Ábranle el corazón a Cristo, les pedía el papa polaco a aquellos marginados entre los marginados, acepten el desafío de la conversión. Crean, vuelvan a creer en el amor de Jesús, esfuércense en corresponder a ese amor, llegando a ser «hombres nuevos», “lo cual se manifieste en un nuevo comportamiento con las personas y las cosas”. El papa del personalismo, el papa que más tiempo dedicó a reivindicar el valor supremo del hombre también se dirigió a los administradores de la Justicia “para que el sistema carcelario sea siempre respetuoso de la condición del hombre, es decir, que se promuevan, en éste y en los demás centros penitenciarios, condiciones de vida más acordes con la dignidad humana; que se favorezca la reeducación y formación de los detenidos y no se consientan nunca vejaciones ni tratos inhumanos”. Sí, fue verdad, por Venezuela anduvo un hombre que se llevaba la paz consigo. 

En la constancia amorosa de los latidos de aquel corazón que se hizo corazón de Venezuela, brindó sus palabras a los padres y profesores de la juventud venezolana advirtiéndonos que “es necesario educar en el valor de la vida comenzando por sus mismas raíces. Es una ilusión pensar que se puede construir una verdadera cultura de la vida, si no se ayuda a los jóvenes a comprender y vivir la sexualidad, el amor y toda la existencia según su verdadero significado y su íntima correlación. De ello dependerá en gran parte que los jóvenes sepan difundir a su alrededor verdaderos ideales de vida y sean capaces de crecer en el respeto y en el servicio a cada persona, en la familia y en la sociedad”. Por ello, el 11 de febrero de 1996 en la Avenida Los Próceres, Juan Pablo II, el papa de la juventud viva y plena, decía a grandes voces que Cristo, Redentor del hombre, lo es también de la familia. “Por eso, abrir las puertas a Cristo significa robustecer la vida familiar. El Hijo eterno de Dios, al encarnarse en la Sagrada Familia de María y José, manifiesta y consagra la familia como santuario de la vida, célula fundamental de la sociedad. La santifica con el sacramento del matrimonio y la constituye en centro y corazón de la civilización del amor”. Se trata, como se lo cantaron esos mismos jóvenes en Los Próceres, que esta juventud que mira a Cristo, que canta y baila mientras lo mira mirándose el corazón, se atreva a inventar un país. Se atreva a prepararse bien para formar con solidez sus propias familias, que aprenda a valorar y preservar el amor humano auténtico. Que se atreva sin miedo a los señalamientos a abrir las puertas a Cristo que significa “hacer que la fuerza del Evangelio penetre en todos los ambientes de la sociedad actual, para transformarla desde dentro”. 

Hay un hombre por las calles que lleva la paz consigo, sigue cantando aquel niño y que tuvo la dicha de sentir el abrazo de ese mismo hombre. Yo me sentí abrazado, sentía que mis 11 años eran arropados por esa paz que ese otro niño sí sintió total y absolutamente. No sé qué sería de aquel niño llamado Adrián, pero sí supe que el niño que yo era no tuvo la entereza de seguir lo que aquel hombre le decía. Ese niño que yo era, que tuvo la inigualable experiencia de sentir de sus propios labios que “aquí a la orilla del Lago de Maracaibo, unidos al Sucesor del Pescador de Galilea, escuchamos la Palabra de Jesús de Nazaret, el maestro del Lago de Tiberíades. Son palabras con las que inaugura su misión mesiánica en Galilea: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio»”. A pesar de ver con sus propios ojos cómo sus labios se movían y decían que el Señor es bueno y recto, ese niño decidió no crecer y quedarse, por cuenta propia, entre las tinieblas de sus supuestas verdades que lo alejaban de él y lo alejaban de Dios. La voz del papa polaco se perdió, se comenzó a desvanecer hasta hacerse a penas un breve hilo que, algunas veces, se dejaba sentir y que insistió en esperar. Ese hombre que anduvo por las calles se volvió rocío breve que me recorría el alma muy a pesar mío y de mis tinieblas. Esa voz que se sembró en mí en 1985 y que yo creía olvidada, durante todo este tiempo me decía paciente que la ternura y misericordia de Dios son eternas y que de los pecados de mi juventud se olvidaría, pues Él siempre me pensará con misericordia. Yo, sin saberlo, era uno más de los presos de Catia, pero cuya libertad sólo dependía de mí y de nadie más. Ese día llegó. Llegó cuando supe de la muerte de aquel hombre que me habló una vez sólo a mí en 1985. Veinte años después, cuando se apagó aquella voz, se hizo la voz en mí, sí, muy tenue, débil, frágil, a veces imperceptible, pero la grieta se hacía presente hasta hacerse luz esplendorosa un 27 de abril de 2014. Hoy recuerdo a aquel que tomó por nombre Juan Pablo II hace poco más de 45 años años, hoy recuerdo a aquel niño que fui y que he vuelto a ser. Hoy recuerdo cuando Juan Pablo II fue el corazón de Venezuela. Esta misma Venezuela, perdida y confundida, te pide que intercedas por ella, que ores una vez más por ella, que le vuelvas a decir, así, suave, al oído: “que Dios te bendiga, Venezuela, que Dios bendiga a todos los hijos e hijas de este noble Pueblo. ¡Alabado sea Cristo!”. Paz y Bien.


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