Carta pública a Mariela (Sobre el sacrificio)
Por Valmore Muñoz Arteaga
Querida mía, a veces,
como sabes, sentimos que todo nos golpea con una dureza que suponemos injusta.
En otras ocasiones, es mucho peor. Los problemas caen uno tras otro y sentimos
que no tenemos oportunidad de respirar. Vienen como olas que van golpeando las
rocas almacenadas en la orilla. Poco a poco, esas olas, van erosionando aquello
que se suponía sólido y fuerte hasta que va perdiendo su forma original. Lo
mismo ocurre con nuestro corazón cuando las adversidades comienzan a
sacudirnos, en muchas oportunidades, removiendo lo más profundo de nosotros.
Allí, justo allí, debemos hacer que la fe sea la solidez de nuestro ser y estar
en el mundo. No se trata de apelar a la fe como último recurso. Los cristianos
debemos vivir en la fe y no acudir a ella cuando nuestras fuerzas nos
abandonan, puesto que, por esa razón, por no vivir en la fe, es que nuestras
fuerzas nos abandonan.
Claro está, seguro lo
debes estar pensando, esto no es fácil y tienes razón. Se nos hace tan
complicado, ya que en nuestra cabeza le damos rienda suelta a una serie de
voces que nos aturden haciendo más hondo el hoyo en donde estamos. Esas son las
voces que hay que acallar y la única manera que conozco para hacerlo es
deteniéndonos un rato, así como cuando limpiamos el cuarto y paramos un rato
para recuperar el aire. Detenernos, respirar profundo y ofrecer lo que nos
ocurre con mucha fe recordando que ningún ideal se hace realidad sin
sacrificio. A tus hijos los pariste con dolor, ofreciste tu cuerpo a un dolor
muy profundo por amor para darle la oportunidad de vivir a Miranda y Sebastián,
he allí el milagro, allí, en el ofrecimiento por encima del sufrimiento al que
nunca estuviste obligada. El amor lo soporta todo, Mariela. El sufrimiento es
inevitable, entonces, vamos a dignificarlo desde el amor.
Tomás de Kempis,
sacerdote agustino del Siglo XV, escribió en su libro La I,mitación de Cristo
(1418) que es cosa buena para nosotros encontrar, de vez en cuando,
dificultades y contrariedades porque hacen que el hombre recapacite sobre sí mismo
y, en lo más íntimo, comprenda que es un desterrado y que su esperanza no debe
fundamentarse en ninguna cosa de este mundo. Cuando suframos ofrezcamos ese
sufrimiento vencidos por el amor, por ese amor que llevamos dentro y que fue
puesto allí desde siempre por Dios a través de su aliento divino. Al hacerlo,
el sufrimiento termina por humanizarnos y divinizarnos, ya que le damos
apertura a la conducción de la voluntad del Padre. Comprendiendo aquello que
nos dejó San Pablo en la Segunda Carta a los Corintios: “Apretados en todo, mas
no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, mas no abandonados;
derribados, mas no aniquilados… Llevamos siempre en nuestros cuerpos la muerte
de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro
cuerpo… sabiendo que quien resucitó al Señor de entre los muertos, también nos
resucitará con Jesús”.
San Juan Pablo II
lentamente se ha vuelto uno de mis guías espirituales junto al Papa, todavía
incomprendido, Benedicto XVI y de él he aprendido que mediante la fe nuestros
sufrimientos son enriquecidos con nuevo contenido y significado; conocemos
también el amor de Aquel que llevó a Cristo a la cruz y, por el sufrimiento, a
la unión con todo ser humano. Encarnarnos a esta verdad nos permitirá modificar
nuestra conducta, nuestra relación con los otros, con el prójimo que son
nuestros hermanos, aunque nos hagan el bien, aunque nos hagan el mal.
Acercarnos a una idea que exponía San Josemaría Escrivá de Balaguer al
recomendarnos la sonrisa amable para quien nos molesta; silencio ante la
acusación injusta; nuestra bondadosa conversación con los irritantes e
inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven con
nosotros, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes… Esto, dirá, con perseverancia,
sí que es sólida mortificación interior. Dejemos de sentir y de vivir en la
idea de que esta o aquella persona nos molesta o fastidia, más bien, entremos
en la consciencia de que esas personas, que son nuestros hermanos, tan
pecadores y débiles como tú y yo, realmente nos brindan la oportunidad de
santificarnos.
Vivir en paz pasa por
hallar la paz en nosotros. Hallar la paz en nosotros pasa por armonizarnos con
la realidad. Armonizarnos con la realidad sabiendo que la realidad son todos
aquellos que nos rodean. Armonizarnos con ellos, con todos, es descubrir el
valor del sacrificio y del perdón. Orar y pedir con fe por aquellos a los que
amamos es bueno, pero no tiene tanto mérito como hacerlo por quienes nos han
ofendido, nos ofenden y nos ofenderán. Orar con fe y ofrecer nuestro dolor a
Dios aunque duela en los huesos de los huesos, de todas maneras, nunca
compensaremos lo que Él hizo, hace y seguirá haciendo por ti y por mí. Vivamos
en su amor, en armonía con su amor. Venzamos la irracionalidad del odio con la
irracionalidad del amor. El perdón nos introduce en el universo de la
misericordia y el sacrificio en el sufrimiento nos purifica el alma, el corazón
y la mente.
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