Carta de un Provinciando del Mundo
Por Valmore Muñoz Arteaga
Escribo estas líneas no
con ánimos o intereses estéticos. Las escribo con solo una intención: expresar
lo que pienso-siento en este momento. No puedo decir que marco distancias de
filósofos o poetas porque, al final, ellos terminan formando parte del ADN de
las ideas, incluso, aunque uno nunca los haya leído. Me gustaría mencionar el
origen, la fuente de estas líneas, de dónde vienen, pero como tampoco sé hacia
dónde van, supongo que estamos a mano.
Quiero titular estas
líneas Carta de un Provinciano en el
Mundo. Así tituló Hesnor Rivera, amigo y magnífico poeta venezolano, las
colaboraciones que durante su permanencia en París y Colonia, envió al Diario
Panorama como una especie de corresponsal alucinado. Además, porque, según la
etimología, un provinciano se refiere a aquel que es perteneciente o procedente de un lugar fuera de la capital.
Escribo como provinciano
perteneciente a otro mundo y es que, algunas veces, me siento ajeno a mi tiempo
y espacio. No sé si esto es bueno. No sé si esto es malo, muchos menos si
resulta muy brillante o escaso de toda lucidez. No lo sé y, para ser más
honesto, no me importa. Esta vez no me importa.
Hace algunos años,
catorce aproximadamente, generé una situación absurda e innecesaria en mi
familia. Vivíamos como sociedad uno de esos momentos políticamente álgidos,
exacerbados, inútiles porque, al final, no conducen a ninguna parte. Alguien de
mi familia estaba siendo entrevistado. La entrevista era sobre cuestiones
político-partidistas, que no de Política, hay una diferencia significativa que,
supongo, no hay qué explicar. Hizo un comentario desafortunado y alejado de la
verdad, pero que yo, arrastrado por la virulencia de aquellos momentos, exageré
olímpicamente. Sin atender a ninguna consideración, ni a lo que dicta la
prudencia, ni la sensatez, me lancé a escribir una perorata de insultos, eso
sí, exquisitamente expuestos, haciendo gala de cinismo e ironía brutal.
Esto, no podía ser de
otra forma, cayó muy mal. Mi padre me hizo un reclamo franco y directo. La respuesta
de sus familiares más directos no podía ser distinta de lo que fue. Recuerdo que,
cuando estaba en medio de esa situación, caí en perfecta cuenta de lo absurdo
de todo, del sin sentido, de la estupidez. Le escribí un correo electrónico
tratando de disculparme que nunca respondió. No sé si lo leyó.
De aquellos días a
estos han transcurrido catorce años en los que he tenido que vivir situaciones
de todo tipo. Situaciones que me llevaron a hacerme muchas preguntas. ¿Soy más
decente por creer en esto o en lo otro? ¿Soy moralmente superior si pienso esto
o aquello? ¿Tengo derecho a señalar a otros por estas u otras razones? Cada
pregunta me llevó a indagar en mí, a ubicarme, pero, a pesar de ello, seguí
más o menos en la misma frecuencia: trataba con cierta animosidad al que creía
en algo distinto, a quien siguiera ideologías distintas, a quien tuviera otros
criterios culturales o estéticos, y, claro está, esa distancia la marcó la
superioridad en la que yo creía encontrarme.
Hace algunos meses
escribí un artículo que nunca envié a Revista
Vida Nueva. El artículo trata sobre la declaración Fiducia Supplicans, Confianza Suplicante, del Dicasterio para la
Doctrina de la Fe, que desató un polvorín que no ha mermado en el seno de la
Iglesia. En una parte del artículo escribo: “Dice el Evangelio: para que seáis hijos de vuestro Padre
celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e
injustos (Mt 5,45). Y le envían sus
discípulos, junto con los herodianos, a decirle: «Maestro, sabemos que eres
veraz y que enseñas el camino de Dios con franqueza y que no te importa por
nadie, porque no miras la condición de
las personas (Mt 22,16)”. Cuando escribí estas líneas, muchas cosas me
asaltaron la mente y el corazón, entre ellas, aquel episodio con mi familia.
Si Cristo mirara la
condición de las personas, me pregunto ¿qué verá en mí? Quizás, si has llegado
hasta acá en la lectura, pensarás que soy un exagerado o un tontorrón, pero a mí
estas cuestiones me sacuden muy profundamente. Más aún, si es verdad, como dice
San Juan de la Cruz, que al final del día seremos juzgados por el amor,
entonces, ¿cuál será mi sentencia? Estas preguntas corroen las bases de mi
prepotencia, de mi soberbia, porque conozco bien la respuesta. Tomás de Kempis
dice que podríamos gozar de mucha serenidad si no nos metiéramos en los asuntos
ajenos y en lo que otros dicen y hacen.
Sonrío en este momento
con no poca vergüenza cuando recuerdo que los momentos en los que más he
aprendido, más he crecido, más he profundizado en el conocimiento, es cuando he
abierto mi corazón al otro. Cuando salgo de mi encierro de autosuficiencia. Cuando
he abierto mi corazón a hermanos protestantes, ateos, budistas, judíos; a aquellos
que tienen ideologías distintas a las mías. La verdad es una sinfonía compuesta
por muchos instrumentos y la raíz de esa verdad es un anhelo de Jesucristo: que todos seamos uno (Jn 17, 21)
En noviembre del año
pasado, la muerte de mi madre me volvió a reunir con aquel a quien había
ofendido. Con mucho temor y vergüenza saqué el tema. Él hizo ademán de no
recordar. Yo creo que sí lo recordó. Le pedí perdón. No me respondió, pero
dejó de llamarme Valmore, para volverme a llamar Valmorito. Así me dicen
algunos familiares de larga data. Hice ademán de no darme cuenta, pero sentí
una alegría en mi corazón. ¿Por qué en vez de pelear para imponer mis ideas o
mis creencias, más bien, lucho por vivir más a menudo esa pequeña alegría en el
corazón?
Este familiar al cual
he hecho referencia, atraviesa en este momento, una situación límite. Su cuerpo
parece apagarse y eso es algo que no puede quedarse así, en el simple acto de
apagarse. Por ello, quizás en nombre del tiempo que se perdió por los
distanciamientos provocados por tonterías y superficialidades, trataré, con la
ayuda de Cristo y María Santísima, de vivir más seguidamente esos
momentos de alegrías en el corazón. Vivirlos y, con algo de voluntad y
dedicación, hacerlos vivir a otros. ¿Es estúpido? No digo que no, pero dentro de
las múltiples posibilidades de estupideces de las que somos capaces, esta es una que, francamente, no me
importaría protagonizar. Esto, estoy consciente, afincará mi condición de
provinciano en el mundo, pero, como decía antes en broma, de algo tenemos que
morirnos. Por supuesto que no será fácil, ni sencillo, pero, como aprendí
del salmista (Sal 138, 8) de la Madre Félix: aquello que yo no pueda, el Señor
lo hará por mí. Paz y Bien.
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