Visión del arte
Por José Gregorio Hernández
Tome la pluma y escribí con
desencanto:
Capítulo segundo. El Arte
La tarde esta cálida,
tempestuosa y cargada de fluido eléctrico, que obraba implacablemente sobre mis
nervios, comunicándonos como unas corrientes no interrumpidas de malestar.
Había tenido durante el día un trabajo fuerte y emocionante, y me sentía con
cansancio físico muy pronunciado.
Traté de coordinar mis ideas
para comenzar a escribir, confiando en que el movimiento producido por la composición
intelectual me haría olvidar el cansancio del cuerpo y los trastornos nerviosos
de causa meteorológica. ¡Vano intento! Mis esfuerzos en este sentido fueron
inútiles; por lo contrario, lejos de armonizarse las ideas se me empezaron a
confundir lamentablemente. A mí alrededor los objetos tomaban formas
fantásticas, moviéndose caprichosamente y agitándose en un baile siniestro y
lúgubre. En particular, un ramo de viejas flores que estaba olvidado sobre la
mesa en que me había puesto a escribir me producía la ilusión de que estaba
haciendo toda suerte de contorsiones; se inclinaba a la derecha y a la
izquierda con cierto aire de burla, y, por último, creí verlo que se doblaba
más profundamente como si me hiciera una cortesía, hasta que, tomando vuelo, se
desprendió de la mesa y fue a colocarse sobre la puerta entre abierta de la
habitación. ¡Puras ilusiones visuales!
En medio de las tinieblas que
cada vez más ofuscaban mi mente pude pensar que todo lo que me acontecía eran
obras de mi imaginación cansada y estropeada por el trabajo de aquel día y por
la enorme tensión eléctrica de la atmósfera. Comprendí también que en vano
trataría de luchar contra ese estado de cosas y decidí someterme a la
fatalidad. Un ruido sordo, como de un trueno lejano que me pareció oír, acabó
de ofuscarme y hacerme perder el sentido de la realidad.
Tuve todavía bastante
conciencia para más convencerme de que era incapaz de recobrar mi autonomía y
miré desoladamente alrededor de la habitación, como quien busca auxilio. Al
cabo de un rato, con gran sorpresa, vi o creí ver junto a mí un ser indefinido,
semejante a una aparición que me estaba mirando con ironía. Su vestido blanco
era como una amplia túnica que se movía como si fuera a impulsos del viento, y
de tal manera disimulaba sus formas que me era imposible distinguir si ese ente
que estaba en mi presencia era hombre o mujer.
Largo tiempo estuvo mirándome
despreciativamente. Su mirada inquisidora penetraba hasta el fondo de mi vacía
imaginación y la registraba minuciosamente como quien ojea un libro. Aquel
análisis frío y sostenido de mí ser interior, semejante a una disección
anatómica, me producía una especie de congelación interna. Después de haber
prolongado ese registro todo lo que quiso, sacudiendo la cabeza con un aire no
sé si de conmiseración o de hastío, concluyó por decirme:
--Nada has podido producir. Tu
inteligencia está como un papel en blanco; pero tengo lástima de ti y quiero
trabajar por tu cuenta.
Extendió, luego que acabó de
hablar, su brazo escultural y con la mano abierta señaló el fondo casi oscuro
de la estancia. Yo seguí con la vista aquel ademán, lleno de imperio, y miré a
lo lejos. Primero vi una espléndida llanura en la cima de un monte, como si
fuera una meseta, iluminada por una suave y deliciosa luz. Parecía que nos
acercábamos a ella con rapidez. En seguida se fueron delineando claramente los
contornos de un palacio suntuoso de construcción antigua, con las paredes de
mármol tan fino que casi tenía la transparencia del vidrio y con el techo de un
metal semejante al oro.
Me parecía que, sin movernos,
nos acercábamos a la espléndida mansión nunca vista por mí y ni siquiera
imaginada. Tuve la sensación de que habíamos penetrado en el interior de una
sala de deslumbradora riqueza, en la cual se hallaban numerosos personajes
rodeados de incomparable gloria. Tenían aquel aire lleno de majestad de los que
están habituados a dominar las inteligencias de los demás hombres, y, en
realidad, parecían reyes que estaban sentados sobre tronos. En el mismo
instante en que pasábamos junto a ellos se levantó de su asiento el más
glorioso de todos, y con seguridad era el que presidía aquel senado
resplandeciente, y con voz no terrenal comenzó a recitar los sublimes versos:
"Canta, oh diosa!, la cólera de Aquiles, hijo de Peleo".
Entonces pude ver en el dosel
del trono en que se hallaba el recitante esta inscripción en letras
refulgentes: "¡Poesía! ¡Eres de todas las bellas artes la más
excelsa!¡Eres el arte divino".
Comprendí que íbamos a salir de
aquel encantado recinto, y, una vez fuera de él, continuamos nuestro aéreo
viaje con rapidez. Muy distante debíamos encontrarnos, a juzgar por lo largo
del tiempo, cuando empecé a sentir como el ambiente perfumado del bosque y a
notar el silencio inapreciable del desierto, apenas interrumpido por el ruido
de las corrientes de aire que levantábamos a nuestro paso. Era evidente que
entrábamos en un lugar solitario y silencioso. La aparición me habló
diciéndome: "Cierra bien los ojos y apresta los oídos". Obedecí al
punto y puse todo mi esfuerzo en oír.
De aquella ignorada región de
la tierra, de aquel rincón bendecido del mundo, se elevaba un canto celestial.
No parecía formado de voces humanas, y hubiérase creído que alguno de los coros
angélicos lo entonaba. Compuesto solamente de voces, sin ningún acompañamiento
de orquesta, la frase musical estaba formada por una melodía grave y pausada
que en algunos momentos parecía un lamento, un sollozo o una súplica, pero que
en otros instantes tomaba los grandiosos acentos de un himno triunfal. En mi
alma se despertaban emociones del todo semejantes a la expresión sensible de
aquel canto, que me traía el recuerdo de dulces días, de días serenos y
apacibles de mi vida, quizá pasados para siempre. La aparición me habló con voz
emocionada y me dijo: "Es el himno cartujano que noche y día sube al cielo
a pedir misericordia por el pobre mundo. En el desierto viven esos seres como
ángeles formando el jardín privilegiado de la Iglesia".
Poco a poco fuimos perdiendo la
audición del himno, conforme nos alejábamos del desierto y entrábamos en la
llanura. De repente llegamos a un espacio lleno de primorosas flores. En medio
de él se levantaba una escala de singular belleza de la cual se irradiaba una
brillante luz en todos los ámbitos de aquel dilatado espacio. Estaba formada
por siete gradas talladas en una piedra riquísima y preciosa como el diamante.
Sus pasamanos eran como de esmeralda cubiertos de facetas, y toda ella parecía
suspendida en el aire y rodeada de gran esplendor.
En la tercera grada de aquella
inimitable escala estaba de pie una bellísima mujer ligeramente reclinada en la
verde esmeralda. Llevaba una ondulada túnica escarlata y sobre los hombros
descansaba un manto de imperial armiño. En la mano derecha tenía el cetro.
Luego que nos hubo visto hizo un ademán con la mano izquierda enseñándonos
hacia el Oriente.
En aquella dirección apareció
un campo irregular y quebrado en el que venían algunas palmeras torcidas y casi
secas, agitadas por el viento; hacia la izquierda, y en dirección de las palmeras,
se notaba la bella ensenada de un lago de plomizas aguas; a orillas del lago
unas colinas cubiertas de hierbas y de no muy grande elevación, y, por fin, más
allá y por encima de las colinas el cielo azul con nubes acumuladas, mensajeras
de próximas borrascas. Una gran multitud de hombres, mujeres y niños se
encontraba en aquel sitio y le daba el aspecto de un campamento. Toda aquella
muchedumbre parecía presa de un entusiasmo indescriptible, como si hubieran
sido testigos de un acontecimiento nunca visto en el mundo; como que lo
comentaban y discutían con vehemencia, y a veces llagaba a mis oídos el ruido
de una inmensa aclamación semejante al ruido del mar durante una tempestad.
Unos cuantos de los actores de aquella escena estaban afanados recogiendo unos
objetos que, ciertamente, eran pedazos de pan y restos de pescado, los cuales
iban colocando cuidadosamente en cestos. De pie sobre una pequeña elevación del
terreno y dominando aquel espectáculo estaba Él, resplandeciente en su
divinidad y con las manos omnipotentes levantadas al cielo en actitud de dar
gracias.
Un frío producido por la
emoción circuló por todo mi cuerpo; pensé que me iba a morir. Entonces hice un
violento esfuerzo sobre mí mismo, tratando de recobrar mi libre personalidad,
como quien procura despertar encontrándose en medio de una pesadilla. Casi
recobré el uso de mis sentidos, de tal suerte que empecé a distinguir los
objetos de la habitación y hasta oí claramente la voz de un granuja que gritaba
en la calle: "Para el miércoles. ¡El cuatro mil trescientos cincuenta y
nueve!".
No pude luchar por más tiempo y
volví a caer en mi letargo. A mi lado estaba todavía la aparición, que me dijo
con aire de comprimida cólera: "Estás bajo mi autoridad; aunque no quieras
has de prestarme atención hasta el fin". Y, agarrándome con fuerza por un
brazo me condujo velozmente y como si fuera llevado por una ráfaga de naciente
huracán. Llegamos al cabo de un largo tiempo a un silencioso y dilatado
recinto, que al principio creí había de ser como un recinto mortuorio, pero
luego pude convencerme de que era un espacio cerrado en el cual se distinguían
grandes masas de jaspeado de mármol que custodiaban la entrada y se extendía a
lo lejos. Por dentro de ellas se encontraban lujosas columnas, preciosos molinos
de mármol de raros colores que contribuían con matices a dar belleza y armonía
al conjunto.
En el centro de aquel recinto
se levantaba, esbelta, la figura de una mujer de blanco mármol. Parecía acabada
de salir de la onda líquida y por ello cubría castamente su desnudez con tela
abundante de profusos pliegues. Su rostro ovalado y de una deslumbradora
dulzura estaba iluminado por una sonrisa celestial, y su mirada, rica de
inmortalidad, se dirigía vagamente a lo lejos, como si estuviera mirando el desfile
de las generaciones seculares que habrían de venir a contemplarla sin saciarse
jamás de admirar su belleza. Me sentí como poseído de un verdadero éxtasis
producido por aquel esplendor, y hubiera deseado nunca más salir de ese recinto
encantado, hasta que una voz me sacó de aquel arrobamiento, la cual,
descendiendo de lo alto, exclamaba: "¡Oh hombre! ¡Admira el poder creador
de que disponen los de tu raza! ¡Pueden ellos transformar, la fría piedra en un
ser como éste que ves palpitante de vida, el cual representa el ideal perfecto
de la belleza!".
Pero, sin dejarme oír más, la
aparición me obligó a continuar nuestra marcha. Corrimos sin descanso y
pasábamos como una exhalación por los aires, absolutamente como si
atravesáramos los continentes y los mares. Después me dijo de nuevo: "Mira
en frente de ti; no tienes tiempo que perder".
Vi un caudaloso río azul de
dormidas aguas sobre las cuales se habían debido cantar las baladas antiguas. A
su orilla izquierda estaba extendida amorosamente una gran ciudad, una ciudad
antigua, es verdad, pero tanto en los pasados como en los presentes tiempos
gloriosa y heroica. Como iluminando la ciudad, se levantaba majestuoso el
edificio espléndido de la Catedral, cuyos contornos se dibujaban
maravillosamente en las aguas del río. En la fachada se levantaban dos
altísimas torres rematadas en atrevidas agujas, y toda aquella construcción era
una verdadera filigrana de piedra, monumento acabado de belleza y ejemplar
perfecto del estilo ojival, el mayor invento arquitectónico de la inteligencia
humana. Sobresalían en ella la potencia y la magnificencia ordenadas y
armónicas, engendradas por la artística disposición de las formas geométricas.
Al entrar oímos claramente los sagrados cánticos de la oración vespertina, los
cuales produjeron honda conmoción en todo mí ser.
Traté de ver si la aparición
estaba a mi lado como antes y nada pude distinguir. Hice un esfuerzo mayor para
abrir los ojos y mirar a mí alrededor, y entonces fue cuando empecé a volver a
la realidad. Tan luego pude coordinar mis ideas me puse a recordar lo que me
había sucedido, pronto comprendí que era todo aquello una simple visión
imaginaria producida por el cansancio y el estado atmosférico.
En el suelo estaban unas
cuartillas caídas de la mesa: en una de las cuales había un renglón medio
borrado en el que pude leer: Capitulo segundo. El Arte...
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