Noche oscura del alma

 Por Valmore Muñoz Arteaga



“En una noche oscura, con ansias en amores inflamada…”, así comienza uno de los grandes clásicos de las letras españolas, pero, al mismo tiempo, uno de los conceptos místicos más profundo de los que podamos conocer: la noche oscura del alma. Tan profundo. Tan tremendamente humano. Jesucristo tuvo su noche oscura. La Santísima Virgen tuvo su noche oscura, de hecho, podría asegurar que tuvo más de una. Todos los santos de la Iglesia, de todos los tiempos y geografías, vivieron su noche oscura del alma. De hecho, San Juan de la Cruz, escritor del poema, también la vivió y de manera intensa.

“La cueva oscura donde temes entrar es donde está tu tesoro”, escribió Joseph Campbell. En pocas palabras, la noche oscura del alma es una crisis espiritual y de identidad que se resuelve cuando el sujeto encuentra a Dios. Para decirlo más llanamente, cuando nos sentimos aplastados por las dificultades y ellas nos vacían de tal forma que pensamos que nada tiene sentido, que no vale la pena seguir insistiendo, que todo se ha derrumbado y que esto no puede, en modo alguno, revertirse.

De alguna manera, hay una escena que suelo recordar cuando atravieso mis noches oscuras. Esa escena la protagoniza Pedro, el apóstol. Dice: “Pedro salió de la barca, caminó sobre el agua y fue hacia donde estaba Jesús. Pero vio que el viento era fuerte, tuvo miedo, se empezó a hundir y gritó: —¡Señor, sálvame! Jesús de inmediato lo tomó de la mano y le dijo: —Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?” (Mt 14, 29-33) Creo que estas noches se desatan cuando perdemos de vista al Señor. Al hacerlo, inmediatamente nos comenzamos a hundir. El problema es que somos hombre de poca fe. Hemos creído que tener fe es un pasaporte a la felicidad aquí y ahora, y la felicidad entendida como satisfacciones terrenales e inmediatas. Decía San Juan Pablo II que la fe se refiere a una realidad invisible, que está por encima de los sentidos y de la experiencia, y supera los límites del mismo intelecto humano (argumentum non apparentium: “prueba de las cosas que no se ven”: cf. Heb 11, 1); se refiere, como dice San Pablo, a “esas cosas que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre”, pero que Dios ha preparado para los que lo aman (cf. 1 Cor 2, 9). Jesús exige una fe así cuando el día antes de morir en la cruz, humanamente ignominiosa, dice a los Apóstoles que va a prepararles un lugar en la casa del Padre.

Sobre esa realidad invisible nos habló Benedicto XVI. El mar va a simbolizar la vida presente y la inestabilidad del mundo visible; la tempestad indica toda clase de tribulaciones y dificultades que oprimen al hombre. La barca, en cambio, representa a la Iglesia edificada sobre Cristo y guiada por los Apóstoles. Jesús quiere educar a sus discípulos a soportar con valentía las adversidades de la vida, confiando en Dios, en Aquel que se reveló al profeta Elías en el monte Horeb en el «susurro de una brisa suave» (1 R 19, 12). Vivimos en un mundo absolutamente inestable y necesita atiborrarnos el alma de vacuidades porque solo así el mundo encuentra sentido. El mundo nos necesita vacíos de sentido y concentrados en la tormenta. Nos necesita aplastados por la oscuridad de la noche.

Volviendo al Evangelio: Pedro camina sobre las aguas no por su propia fuerza, ninguno de nosotros puede, sino por la gracia divina, en la que cree; y cuando lo asalta la duda, cuando no fija su mirada en Jesús, sino que tiene miedo del viento, cuando no se fía plenamente de la palabra del Maestro, quiere decir que se está alejando interiormente de él y entonces corre el riesgo de hundirse en el mar de la vida. Lo mismo nos sucede a nosotros: si sólo nos miramos a nosotros mismos, dependeremos de los vientos y no podremos ya pasar por las tempestades, por las aguas de la vida. Cuando perdemos de vista los ojos del Señor, entonces nos convencemos de que Él no está y lanzamos la amarga pregunta: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46)

Sí, muchas veces nos sentimos abandonados, descartados por el amor de Dios, al margen y en medio de los leones dispuestos a devorarnos. Sin embargo, no es así. Ni los rugidos de los leones son tan fuertes, ni la oscuridad tan oscura. Eso, más bien, es producto de nuestros temores, de nuestros miedos. De hecho, escribo estas líneas porque, en el fondo, son para mí, para convencerme de que esta oscuridad no es tan oscura. Para recordar que los sufrimientos del cristiano, vividos juntamente con las tribulaciones de Cristo, permiten donar los beneficios de Cristo a su Cuerpo místico. Así pues, la Iglesia no solo es el Cuerpo de Cristo salvado por los sufrimientos del hombre-Dios; también es su Cuerpo místico, que sigue salvando al mundo mediante los sufrimientos de sus miembros. Estos completan así, por vocación recibida del Señor, las tribulaciones de Cristo.

Por estas razones, Chiara Lubich señala que la noche realmente no tiene oscuridad, ya que, “apenas llega el dolor, debo abrazarlo con tanta rapidez, debo estrecharlo a mí, consumarlo en uno […] hecho dolor con Él, el dolor, es así como llegamos a ser no dolor, sino el Amor, Dios […]¡Qué estupendo! Jesús, estoy dispuesta, bien, te abrazo, te estrecho a mí, me hago dolor contigo enseguida… Mi noche no tiene oscuridad”. La Madre Félix señala en una carta que, ante las dificultades que se nos presentan en la existencia, debemos levantarnos y continuar avanzando, puesto que Dios, que es nuestro padre, “curará nuestros rasguños y nuestras cicatrices de la caída con penas purificadoras y nosotras las hemos de recibir con verdadera alegría”. Tengo miedo, pero confío, confío en Jesucristo que venció a la muerte, la oscuridad más espesa y penetrante de todas.

¿Cómo termina el poema de San Juan de la Cruz? “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo, y déjeme, dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado”. Así es: reclinar mi rostro sobre el Amado y todo, absolutamente todo cesa. Paz y Bien


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