Madre Félix, pedagoga de la contemplación

 Por Valmore Muñoz Arteaga
Profesor del Colegio Mater Salvatoris
Maracaibo - Venezuela


Escribió Ramón del Valle-Inclán que “Dios es la eterna quietud, y la belleza suprema está en Dios”. Muy probablemente una idea semejante haya impulsado al pensamiento escolástico a inclinar preferentemente al estudio de la belleza inherente a toda criatura, es decir, la belleza trascendental. El universo es bello. Está compuesto de partes distintas, de luces y sombras; pero así como la belleza de un poema puede captarse considerando todos sus versos, de la misma manera, todo en este mundo es bello para quien sabe contemplarlo desde el punto de vista de donde se abarca el todo. Así, en estos términos, lo comprendió San Buenaventura. Todos los seres, cada uno de ellos, cada uno de nosotros, tenemos belleza, porque la belleza es un trascendental: donde hay ser hay belleza. Somos imagen y semejanza de Dios.

La Madre Félix, fundadora de la Compañía del Salvador y de los colegios Mater Salvatoris, parece haber tenido una poderosa inclinación hacia el cultivo de un espíritu y una voluntad contemplativos. Con tan solo 14 años de edad, vive una experiencia muy profunda y definitiva en su vida. Una experiencia que es tejida por la entrega a una convicción, en ese momento más intuitiva, de que el conocimiento verdadero consiste en percibir la realidad como una expansión del Ser en el corazón de cada ser humano, en su corazón. Intuición que le permitió sentir interiormente que, el 13 de abril de 1922, no sería un día como cualquier otro. En sus adentros ardía un fuego celestial. Esa experiencia tan significativa cuando llegó al reclinatorio levantando la mirada al monumento y abrió las puertas a un universo interior que será el sustento de toda su vida futura.

Ella lo cuenta en los siguientes términos: “Levanté los ojos al altar y vi una inmensa llama que ardía con una claridad y suavidad que me llenó de dulzura inefable. Abrí bien los ojos, quise cerciorarme bien de aquello que veía, pero aquella llama sin contornos, dorada y luminosa, quieta y penetrante en mi espíritu, no era fuego de la tierra; era fuego celestial que abrasaba mi alma. Con un conocimiento pleno, con una luz extraordinaria de lo que hacía, irresistible y dulcísimamente atraída por el Señor, me ofrecí a Él para siempre. Y desde aquel día felicísimo soy suya plena y conscientemente; a pesar de mis infidelidades, de mis grandes miserias, soy suya plena y conscientemente para siempre”. Solo la contemplación puede conducirnos al amor que se encuentra en la raíz del conocimiento. La Madre Félix fue catapultada hacia el ser amado. Se transformó en pájaro que se lanza al vuelo desplegando todas sus alas. Esa experiencia me recuerda aquellas palabras de Jesucristo cuando nos dice que miremos las aves del cielo y los lirios del campo.

Ver a los pájaros, en este sentido, es volar con ellos. Contemplar los lirios no es considerar su forma de crecimiento, sino conocerlos de verdad; es también convertirse en lirio. También lo comprendió San Ignacio de Loyola al advertir que, por medio de la contemplación, las personas salen de sí “y entran en su Creador y Señor, tienen asidua advertencia, atención y consolación, y sienten cómo todo nuestro bien eterno está en todas las cosas creadas, dando a todas ser y conservando en él con infinito ser y presencia”. San Ignacio explica la experiencia de aquella joven: se trataba de una persona desprendida de sí, abierta, existencialmente, a vivir en la presencia continua de Dios. A sentir objetivamente la mirada de Dios en el interior. Esta experiencia de la Madre Félix me ayudó a comprender la importancia de la contemplación y su potencia transformadora, no solo por ser un detenerse ante el misterio de Dios, sino un entrar al corazón del misterio, en el cual me desnudo, así como todos los que me rodean, como una respuesta de Dios a la invitación del amor que es Dios mismo.

En la contemplación de sus palabras me veo también en el corazón ardiente de su experiencia. También veo y siento el ardor de aquella llama de dulzura inefable que transforma a mi alma en esposa enamorada que grita en silencio, como cantó San Juan de la Cruz: “gocémonos, Amado, y vámonos a ver en tu hermosura al monte y al collado, do mana el agua pura; entremos más adentro en la espesura”. En la contemplación, siento que me lo explica la Madre Félix, es un hacerse presente en un acontecimiento salvífico como, escribe San Ignacio, “aquel que ve, escucha, mira y medita”; por tal motivo, también invita “a ir viendo las personas allí presentes, una tras otra […] escuchar lo que dicen […] luego mirar lo que hacen […] meditar”. Cierro los ojos de mi cara y abro los de mi corazón. Afino la mirada. Logro distinguir a aquella niña de 14 años ensimismada, con una actitud densa, pero apacible. Sonrío porque comprendo que el corazón de aquella muchachita se está iluminando, y esa luz que arde, pero no quema, le muestra cuál es la esperanza de su llamamiento, cuáles serán las riquezas de la gloria, de su herencia en los santos, y cuál la extraordinaria grandeza del poder de Dios para con los que creen, conforme a la eficacia de la fuerza de su poder (Cfr. Ef 1, 18-23)

La contemplación no es ciega y permite conocer verdaderamente transformándonos en el objeto conocido si dejar de ser lo que somos. Volviendo a los lirios del campo, significa dejarlos crecer tanto por dentro como por fuera, en el campo de la tierra como en el campo de nuestra conciencia y en el reino divino. Para conocer los lirios es necesario estar con los lirios. Esto es la experiencia. Cortarlos y hacerles violencia significaría, por el contrario, un experimento. Estas cuestiones me condujeron a contemplar a mis alumnos como esos lirios con los que debo estar. Los lirios que debo permitir crezcan en mí, dejarme crecer en ellos. Descubrir el misterio de su interioridad, descubriendo mi interioridad: el misterio del amor. La contemplación corre la cortina sobre el amor, iluminándolo porque la propia contemplación es un acto de amor. Paz y Bien







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