LA LUJURIA. Audiencia general del Papa Francisco
Queridos hermanos y
hermanas, ¡buenos días!
Hoy escuchemos bien la
catequesis, porque después tendremos un circo que actuará aquí para
entretenernos.
Continuemos nuestro
itinerario sobre los vicios y las virtudes; y los antiguos Padres nos enseñan
que, después de la gula, el segundo "demonio", es decir vicio, que
está siempre agazapado a la puerta del corazón es el de la lujuria. Mientras
que la gula es la voracidad hacia la comida, este segundo vicio es una especie
de "voracidad" hacia otra persona, es decir, el vínculo envenenado
que los seres humanos mantienen entre sí, especialmente en el ámbito de la
sexualidad.
Entiéndase bien: en el
cristianismo no se condena el instinto sexual. Un libro de la Biblia, el Cantar
de los Cantares, es un maravilloso poema de amor entre una pareja de novios.
Sin embargo, esta hermosa dimensión de nuestra humanidad, la dimensión sexual,
la dimensión del amor, no está exenta de peligros, hasta el punto de que ya San
Pablo tiene que abordar la cuestión en la primera Carta a los Corintios.
Escribe así: "Es cosa pública que se cometen entre ustedes actos
deshonestos, como no se encuentran ni siquiera entre los paganos" (5,1).
El reproche del Apóstol se refiere precisamente a un uso malsano de la
sexualidad por parte de algunos cristianos.
Pero miremos la
experiencia humana, la experiencia del enamoramiento. Aquí hay muchos recién
casados, ¡ustedes pueden hablar de esto! Por qué sucede este misterio y por qué
es una experiencia tan impactante en la vida de las personas, ninguno de
nosotros lo sabe. Una persona se enamora de otra, el enamoramiento llega. Es
una de las realidades más sorprendentes de la existencia. La mayoría de las
canciones que oímos en la radio hablan de esto: amores que se encienden, amores
que siempre se buscan y nunca se alcanzan, amores llenos de alegría o amores
que atormentan hasta las lágrimas.
Si no está contaminado
por el vicio, el enamoramiento es uno de los sentimientos más puros. Una
persona enamorada se vuelve generosa, disfruta haciendo regalos, escribe cartas
y poemas. Deja de pensar en sí misma para proyectarse completamente hacia el
otro. Es bello esto. Y si le preguntas a una persona enamorada: “¿por qué amas
tú?”, no encontrará respuesta: en muchos sentidos, el suyo es un amor
incondicional, sin motivo. Paciencia si ese amor, tan poderoso, es también un
poco ingenuo: el enamorado no conoce realmente el rostro de la otra persona,
tiende a idealizarla, está dispuesto a hacer promesas cuyo peso no capta
inmediatamente. Este "jardín" donde se multiplican las maravillas no
está, sin embargo, a salvo del mal. Puede ser contaminado por el demonio de la
lujuria, y este vicio es particularmente odioso, al menos por dos razones.
En primer lugar, porque
devasta las relaciones entre las personas. Para documentar tal realidad,
desgraciadamente bastan las noticias cotidianas. ¿Cuántas relaciones que
comenzaron de la mejor manera se han convertido luego en relaciones tóxicas, de
posesión del otro, carentes de respeto y de sentido de los límites? Son amores
en los que ha faltado la castidad: una virtud que no hay que confundir con la
abstinencia sexual - la castidad es más que abstinencia sexual-, sino con la
voluntad de no poseer nunca al otro. Amar es respetar al otro, buscar su
felicidad, cultivar la empatía por sus sentimientos, disponerse en el
conocimiento de un cuerpo, una psicología y un alma que no son los nuestros y
que hay que contemplar por la belleza que encierran. Amar es esto, el amor es
hermoso. La lujuria, en cambio, se burla de todo esto: la lujuria saquea, roba,
consume de prisa, no quiere escuchar al otro sino sólo a su propia necesidad y
placer; la lujuria juzga aburrido todo cortejo, no busca esa síntesis entre
razón, pulsión y sentimiento que nos ayudaría a conducir sabiamente la
existencia. El lujurioso sólo busca atajos: no comprende que el camino del amor
debe recorrerse lentamente, y que esta paciencia, lejos de ser sinónimo de
aburrimiento, nos permite hacer felices nuestras relaciones amorosas.
Pero hay una segunda
razón por la cual la lujuria es un vicio peligroso. Entre todos los placeres
del hombre, la sexualidad tiene una voz poderosa. Implica todos los sentidos;
habita tanto en el cuerpo como en la psique, y esto es bellísimo, pero si no se
disciplina con paciencia, si no se inscribe en una relación y una historia en
la que dos personas la transforman en una danza amorosa, se convierte en una
cadena que priva al hombre de libertad. El placer sexual, que es un don de
Dios, se ve socavado por la pornografía: satisfacción sin relación que puede
generar formas de adicción. Debemos defender el amor, el amor del corazón, de
la mente, del cuerpo, el amor puro de donarse recíprocamente. Y esa es la
belleza de las relaciones sexuales.
Ganar la batalla contra
la lujuria, contra la “cosificación” del otro, puede ser un esfuerzo que dura
toda la vida. Pero el premio de esta batalla es el más importante de todos,
porque se trata de preservar esa belleza que Dios escribió en su creación
cuando imaginó el amor entre el hombre y la mujer, que no es para usarse el uno
al otro, sino para amarse. Esa belleza que nos hace creer que construir juntos
una historia es mejor que lanzarse a la aventura - ¡hay tantos don Juanes! -,
cultivar la ternura es mejor que doblegarse ante el demonio de la posesión – el
verdadero amor no posee, se dona -, servir es mejor que conquistar. Porque si
no hay amor, la vida es triste, es una triste soledad. Gracias.
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