CUSTODIAR EL CORAZÓN. Audiencia del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy quisiera introducir
un ciclo de catequesis sobre el tema de los vicios y las virtudes. Y podemos
comenzar por el inicio mismo de la Biblia, donde el libro del Génesis, a través
del relato de los progenitores, presenta la dinámica del mal y de la tentación.
Pensemos en el paraíso terrenal. En el cuadro idílico que representa el Jardín
del Edén, aparece un personaje que se convierte en el símbolo de la tentación:
la serpiente, este personaje seductor. La serpiente es un animal insidioso: se
mueve lentamente, deslizándose por el suelo, y a veces ni siquiera se nota su
presencia, porque es silencioso y consigue mimetizarse bien con su entorno
Sobre todo por eso es peligrosa.
Cuando inicia su
diálogo con Adán y Eva, demuestra que también es un refinado dialéctico.
Comienza como se hace en los malos chismes, con una pregunta maliciosa:
"¿Es verdad que Dios dijo: ¿No comerás de ningún árbol del jardín?"
(Gn 3,1). La frase es falsa: Dios ofreció realmente al hombre y a la mujer
todos los frutos del jardín, excepto los de un árbol concreto: el árbol de la
ciencia del bien y del mal. Esta prohibición no pretende prohibir al hombre el
uso de la razón, como a veces se malinterpreta, sino que es una medida de
sabiduría. Como si dijera: reconoce el límite, no te sientas dueño de todo,
porque el orgullo es el principio de todos los males. El relato dice que Dios
coloca a los progenitores como señores y guardianes de la creación, pero quiere
preservarlos de la presunción de omnipotencia, de hacerse dueños del bien y del
mal. Esta es una mala tentación, aúna hora, este es el escollo más peligroso
para el corazón humano, del que debemos cuidarnos todos los días.
Como sabemos, Adán y
Eva fueron incapaces de resistir la tentación de la serpiente. La idea de un
Dios no tan bueno, que quería mantenerlos sometidos, se coló en sus mentes: de
ahí el colapso de todo. Pronto los progenitores se dieron cuenta de que, así
como el amor es recompensa en sí mismo, el mal es también castigo en sí
mismo. No necesitarán los castigos de Dios para darse cuenta de que han obrado
mal: serán sus propios actos los que destruirán el mundo de armonía en el
que habían vivido hasta entonces. Creían que se asemejaban a los dioses, y en
cambio se dan cuenta de que están desnudos, y de que también tienen tanto
miedo: porque cuando el orgullo ha penetrado en el corazón, entonces ya nadie
puede protegerse de la única criatura terrenal capaz de concebir el mal, es
decir, el hombre.
Con estos relatos, la
Biblia nos explica que el mal no comienza en el hombre de forma estrepitosa,
cuando un acto ya se ha manifestado, pero mucho antes, cuando uno comienza a
entretenerse con él, a adormecerlo con la imaginación y los pensamientos,
acabando siendo atrapados por sus halagos. El asesinato de Abel no comenzó con
una piedra arrojada, sino con el rencor que Caín guardaba perversamente,
convirtiéndolo en un monstruo en su interior. También en este caso, de nada
sirven los consejos de Dios: "El pecado está agazapado a tu puerta; hacia
ti se dirige su instinto, pero tú lo dominarás" (Gn 4,7).
Con el diablo, queridos
hermanos y hermanas, no se discute. ¡Nunca! No se debe discutir nunca. Jesús
nunca dialogó con el diablo; lo expulsó. Cuando fue tentado en el desierto, no
respondió con el diálogo; simplemente respondió con las palabras de la Sagrada
Escritura, con la Palabra de Dios. Estén atentos, el diablo es un seductor.
Nunca dialogar con él, porque él es más astuto que todos nosotros y nos la hará
pagar. Cuando llegue la tentación, nunca dialogues! Cerrar la puerta, cerrar la
ventana, cerrar el corazón. Y así, nos defendemos contra esta seducción, porque
el diablo es astuto, es inteligente. Intentó tentar Jesús con citas bíblicas!
Se presentó como gran teólogo. Con el diablo no debemos conversar. ¿Habéis
entendido bien? Estén atentos. Con el diablo no debemos conversar, y con la
tentación no debemos dialogar. No debemos conversar. La tentación llega:
cerremos la puerta, guardemos el corazón. Es capaz de disfrazar el mal bajo una
invisible máscara de bien. Por eso hay que estar siempre alerta, cerrando
inmediatamente el más mínimo resquicio cuando intenta penetrar en nosotros.
Hay personas que han caído en adicciones que ya no pudieron superar (drogas,
alcoholismo, ludopatía) sólo porque subestimaron un riesgo. Se creyeron
fuertes en una batalla de nada, pero en lugar de eso acabaron siendo presa de
un enemigo poderoso. Cuando el mal arraiga en nosotros, entonces toma el nombre
de vicio, y es una mala hierba difícil de erradicar. Sólo se consigue a costa
de un duro trabajo.
Uno debe ser el
guardián de su propio corazón. Esta es la recomendación que encontramos en
varios padres del desierto: hombres que dejaron el mundo para vivir en oración
y caridad fraterna. El desierto -decían- es un lugar que nos ahorra algunas
batallas: la de los ojos, la de la lengua y la de los oídos, sólo queda una
última batalla, la más difícil de todas, la del corazón. Ante cada
pensamiento y cada deseo que surgen en la mente y en el corazón, el cristiano
actúa como un sabio guardián, y lo interroga para saber por dónde ha venido:
si de Dios o de su Adversario. Si viene de Dios, hay que acogerlo, pues es el
principio de la felicidad. Pero si viene del Adversario, sólo es cizaña,
sólo es contaminación, y aunque su semilla nos parezca pequeña, una vez que
eche raíces descubriremos en nosotros las largas ramas del vicio y de la
infelicidad. El éxito de toda batalla espiritual se juega en su comienzo: en
velar siempre por nuestro corazón.
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