La Sociedad de la Nieve: Pacto de amor y vida
Por J. M. Sadurní
Cincuenta y un años
después de la tragedia aérea ocurrida en los Andes, cuando el vuelo 571 de la
Fuerza Aérea Uruguaya chocó contra el pico de una montaña mientras sobrevolaba
la cordillera en dirección a Santiago de Chile, el director español Juan
Antonio Bayona lleva de nuevo esta increíble historia de supervivencia a la
gran pantalla con su última superproducción, La sociedad de la nieve, una
adaptación del libro del escritor y periodista uruguayo Pablo Vierci, que llega
a Netflix este 4 de enero de 2024.
El libro y el film
cuentan la dramática historia de los supervivientes de aquella tragedia, un
grupo de personas que, contra todo pronóstico, logró superar una situación que
a priori resultaba fatídica. Tuvieron que hacer frente a la falta de comida,
soportar temperaturas extremas y, en última instancia, escuchar con horror cómo
las autoridades los daban por muertos. Pero, aun así, lograron lo que parecía
imposible: sobrevivir.
Y es que aquel 13 de
octubre de 1972 tuvo lugar una de las catástrofes aéreas más dramáticas de la
historia, que aún hoy es trágicamente recordada porque quienes lograron
sobrevivir, los miembros de un equipo amateur de rugby uruguayo, el Old
Christians, que pasaron 72 días en la nieve esperando a ser rescatados.
Aunque lo peor y más
trágico fue que, precisamente para sobrevivir, tuvieron que alimentarse de los
cuerpos de sus compañeros fallecidos en el accidente. "Estábamos rodeados
de muerte, nuestros amigos eran estatuas de hielo, la vida era acción, movimiento,
rebeldía. Suicida era quedarse quieto", recuerda Gustavo Zerbino, uno de
los supervivientes del desastre.
CRUZANDO LOS ANDES
Pero empecemos por el
principio. El presidente del club de rugby Old Christians, Daniel Juan,
contrató un doble turbohélice de la Fuerza Aérea Uruguaya, un Fairchild FH-227D
con cuatro años de antigüedad, que debía transportar al equipo hasta la capital
chilena, donde iba a jugar diversos partidos amistosos. La aeronave, pilotada
por el coronel Julio César Ferradas, un experimentado piloto de la Fuerza
Aérea, y por el copiloto, el teniente coronel Dante Héctor Lagurara,
transportaba 40 pasajeros, entre ellos los 19 miembros del equipo de rugby,
junto a los que viajaba un grupo de amigos y familiares, y los cinco
tripulantes de la aeronave.
El avión despegó del
aeropuerto de Montevideo el 12 de octubre con destino a Santiago de Chile. Sin
embargo, las malas condiciones climatológicas obligaron a los pilotos a cambiar
el plan de vuelo, así que tuvieron que aterrizar en el aeropuerto de Mendoza
(Argentina). Al día siguiente, la previsión meteorológica no había mejorado
mucho, pero aún así los dos pilotos decidieron despegar. A pesar de que era un
trayecto corto, el vuelo entrañaba ciertas dificultades, ya que requería un
ascenso muy rápido para salvar la altura de la cordillera andina y, una vez
superada esta, descender deprisa para poder alcanzar sin contratiempos la pista
de aterrizaje.
EL INFIERNO ESTÁ EN LA
CORDILLERA
Los pilotos volaban de
manera instrumental, aunque solo se veían nubes. Cuando creyeron que habían
logrado salvar los elevados picos de los Andes, empezaron el descenso, pero, al
recuperar la visibilidad, se dieron cuenta de que en realidad estaban volando a
escasos metros de las enormes y escarpadas cumbres nevadas. El avión se
estrelló al final de la tarde. Primero se rompió un ala y después la otra; el
brutal impacto partió el avión en dos y la cola, junto con los pasajeros que
iban sentados en esa parte del avión, fue despedida a centenares de metros.
Todos fallecieron debido al choque. La parte delantera del avión se deslizó a
toda velocidad por la ladera helada de la montaña hasta detenerse bruscamente.
Roy Harley, uno de los
supervivientes del accidente, afirmaría posteriormente en unas declaraciones
que "si el infierno existe, yo lo viví en la cordillera". Y es que en
la primera noche a la intemperie (durante la cual murieron cuatro personas
más), los supervivientes tuvieron que soportar temperaturas de 30 grados bajo
cero. El frío extremo, el pánico, el dolor, la desorientación, los cadáveres
que se acumulaban dentro del avión y los lamentos de los heridos más graves
dibujaban un situación extrema con la que los supervivientes iban a tener que
convivir durante más de 72 días. Aunque no todos lograrían superar las heridas
ni la dureza de las circunstancias.
NORMAS NO ESCRITAS
Con el paso de los
días, la comida, de por sí escasa, iba terminándose, y para saciar la sed había
que derretir la nieve. Lo que mantuvo al grupo con vida los primeros días fue
su capacidad de organización y la decisión de trabajar por un objetivo común.
Cada uno cumplía una función especifica: Roy Harley se encargó de las
comunicaciones, Gustavo Zerbino de la parte sanitaria, José Luis Inciarte
contaba historias para mantener el ánimo elevado.
Pero no todos estaban
de acuerdo. Es el caso de Fernando Parrado. En el accidente habían fallecido su
madre y su hermana, y, tras haber estado en coma, quería marcharse de allí como
fuera. Preocupados por su situación, el resto de supervivientes le dijeron:
"¡Pará!, tenemos que organizarnos, preparémonos: hacer guantes, lentes,
bastones, cuerdas…".
Aquellos jóvenes, con
el ánimo de sobrevivir, organizaron una sociedad solidaria en la que todo
pertenecía a la comunidad. Años después, en una entrevista, Gustavo Zerbino,
uno de los supervivientes, declaró que "las normas aparecían y se
aparecían por sí solas. La primera norma, que nunca fue escrita, pero no se
podía romper, era que estaba prohibido quejarse. No te podías quejar. Al que se
quejaba no le hablabas, no le dabas agua, no le dabas de comer, no le
masajeabas los pies… solo hasta que decía 'perdón' y empezaba de vuelta. ¿Por
qué? Todos estábamos fríos, todos teníamos hambre, todos teníamos miedo, todos
esperábamos a nuestra madre. Solo nombrar a una madre, decir tengo frío o decir
algo que era redundante, era algo negativo".
EN BUSCA DE ALIMENTO
Cuando salían del
maltrecho fuselaje que era su refugio, su única visión era un yermo desierto
blanco a 3.500 metros de altitud. Estaban rodeados de picos nevados, cimas
volcánicas sin rastro de vida animal o vegetal. Para colmo, el fuselaje del
avión también era blanco, lo que dificultaba aún más las labores de búsqueda.
En dos ocasiones vieron cómo les sobrevolaba un avión, y en una oportunidad
incluso creyeron que los habían localizado. Exultantes de alegría consumieron
algunas de las pocas provisiones que aún les quedaban pensando que al día
siguiente serían rescatados. Pero cuando por fin se dieron cuenta de que nadie
los había visto, no dejaron que la terrible decepción les hiciera perder la
esperanza de que pronto alguien vendría a rescatarles.
Los días iban pasando.
Las labores de búsqueda del aparato no se habían paralizado, pero en la montaña
la comida empezaba a escasear y los supervivientes cada vez estaban más
débiles. Los intentos por encontrar algo de alimento les llevaron incluso a
comerse la pasta dentífrica y a elaborar un "té de tabaco" con los
cigarrillos. El hambre era tan apremiante que incluso abrieron los asientos del
avión esperando encontrar paja, aunque no había nada allí que les pudiera
aportar algo de energía.
UN DILEMA ESPIRITUAL
Finalmente, el décimo
día marcaría un antes y un después en la vida de aquellos hombres a los que la
fatalidad había conducido a aquella situación tan extrema. Con un solo objetivo
en mente, el de sobrevivir, alguien sugirió que una de las pocas opciones que
les quedaban era obtener las proteínas que necesitaban de la carne de los
cadáveres de sus amigos y familiares.
Todos eran católicos, y
aquella decisión les obligaba a enfrentarse a un dilema espiritual muy profundo
y difícil. En una entrevista, Roy Harley recuerda amargamente que "tuvimos
que tomar esa decisión y la tomamos; fue aceptada muy rápidamente por todo el
grupo […]. Hicimos un pacto; si alguno se muere, nuestro cuerpo está a
disposición del grupo".
"Le pedíamos a
Dios desde lo más profundo de nuestro ser que este día no llegara, pero ha
llegado y tenemos que aceptarlo con valor y fe. Y fe es que si los cuerpos
están ahí es porque Dios los puso. Y si llega el día en que yo pueda ayudar a
mis amigos con mi cuerpo, lo haría con mucha alegría", este fragmento de
la carta que escribió Gustavo Nicolich a su madre y a su novia antes de morir,
y que Gustavo Zerbino les hizo llegar tras el rescate, muestra el pacto de vida
y amor al que llegaron aquellos jóvenes, a los que no importó ofrecer sus cuerpos
sin vida a sus compañeros para ayudarles a sobrevivir.
¡ESTAMOS ABANDONADOS!
Convencidos de que
gracias a esta dramática decisión podrían conseguir sobrevivir hasta que los
equipos de rescate dieran con ellos, los debilitados supervivientes decidieron empezar
a cortar finas lonchas de carne, grasa o músculo de los cuerpos. Empezaron por
la tripulación, pero cuando se dieron cuenta de que no iba a ser suficiente
decidieron que también debían hacerlo con sus seres queridos.
Por muy desagradable
que aquello fuera, se convencieron de que era la única manera de poder salir
con vida de esa terrible situación, y acabaron por comerse las vísceras. Pero
sus esperanzas parecieron derrumbarse definitivamente el 23 de octubre, cuando
escucharon por radio que la búsqueda se había suspendido y que solo se
retomaría a finales de enero para recuperar los restos del avión y los cuerpos
sin vida de sus ocupantes. ¡Los daban por muertos!
Saberse abandonados y
que el mundo entero los diera por muertos resultaba absolutamente abrumador,
pero su inquebrantable determinación de salir de allí por sus propios medios y
encontrar ayuda era tal que al día siguiente planearon realizar varias
expediciones cortas para ponerse a prueba. Tres de los que se consideró que
estaban mejor preparados partieron en busca de la cola del avión, aunque
tuvieron que volver con síntomas de congelación.
A partir de entonces
reservaron las mejores ropas y las mejores raciones de comida para quienes
salieran en busca de ayuda. Fabricaron raquetas para los pies y con los cojines
de los asientos confeccionaron sacos de dormir. Pero pronto la desgracia volvió
a cebarse en ellos. La noche del 29 de octubre, un alud sepultó lo que quedaba
del avión; el fuselaje se llenó de nieve y ocho de los supervivientes murieron
en el acto. Ya solo quedaban 19.
EL FINAL DE LA
PESADILLA
El 12 de diciembre,
Fernando Parrado, Roberto Canessa y Antonio José "Tintín" Vizintin
Brandi salieron en busca de ayuda. "Escuchar que te decretan muerto, que
ya no estás y que el mundo sigue sin ti, quita el dilema de si esperar el
rescate o salir a caminar", recuerda Canessa. Vizintin regresó al avión
tres días más tarde y los otros dos decidieron seguir a toda costa.
Tras diez días de
marcha, de haber ascendido picos de más de 4.500 metros de altura y de haber
caminado quién sabe cuántos kilómetros en pésimas condiciones y sin apenas
comida, los dos jóvenes por fin vieron a un hombre montado a caballo. Era
Sergio Catalán, un mulero que los llevó hasta su finca donde esperaron a los equipos
de salvamento. ¡Estaban salvados!
El resto de
supervivientes que aguardaba en el avión el regreso de sus compañeros vivió
aquella situación en medio de la angustia, la esperanza y el miedo. Pegados a
la radio, no hacían más que sintonizar emisoras para saber si la expedición
formada por sus tres amigos había tenido suerte. Al décimo día de su partida
oyeron a través de las ondas los nombres de Parrado y Canessa. ¡Lo habían
conseguido! Finalmente llegaron los helicópteros de rescate. A bordo de uno de
ellos, Canessa dirigió a los incrédulos pilotos, que nada más llegar a la zona
del accidente vieron a un grupo de jóvenes levantando los brazos y abrazándose.
La pesadilla por fin había llegado a su fin.
Gustavo Zerbino
recuerda emocionado en una entrevista que "la gratitud es una de las
acciones más escasas y devolver la energía que recibiste, material, física,
emocionalmente, hace que la energía se mueva. A mí la cordillera me aceleró el
aprendizaje interior de darme cuenta de la capacidad ilimitada que tiene el
hombre y que todo es posible cuando aceptamos que solos no podemos y con
humildad pedimos ayuda. Así que, soy una persona feliz, que agradece todos los
días por estar vivo. La vida es ahora".
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