La cuenta regresiva
Por José Luis "Coche" Inciarte
Yo había fijado que me moriría en
la Nochebuena del 24 de diciembre. Setenta y tres días después de haber caído
en la montaña. Quedaba poco tiempo. Y así como había escrito en una libretita
todo lo que iba a hacer si sobrevivía, cuando me di cuenta de que la expedición
final estaba por fracasar, porque tenían comida para diez días, que vencían el
22, me dije: les doy dos días más de plazo y me muero el 24.
Adivinando mi intención, Adolfo
Strauch, que en esa época me cuidaba como una madre, porque yo había dejado de
luchar y me la pasaba tumbado en el fuselaje, dijo que no iba a permitirlo,
¡pero era tan fácil engañarlo y dejarse morir! El hecho de haberme puesto un
plazo me daba, al mismo tiempo, una cierta serenidad. En esos días en el avión
no se hablaba, las mentes se evadían y aquella alegría de todas las mañanas de
experimentar que continuaba respirando languidecía hora a hora. Uno se miraba
en los demás y el otro funcionaba como un espejo. Nos veíamos los ojos
hundidos, la expresión abatida, y en lo más profundo del iris podía leerse el
final. Por eso, si el domingo 24 de diciembre no aparecían nuestros amigos,
diría un adiós solitario, sería una despedida mental, y me dejaría llevar,
lentamente, como en la noche del alud.
El día 18 inicié el lento proceso de morirme. Perdí completamente el apetito, la comida me provocaba náuseas, mi minúscula ración de carne se la regalaba a cualquiera, mientras Adolfo Strauch me regañaba con la mirada, lo que hacía que me la devolvieran pero, en secreto, yo volvía a entregarla.
Para agravar la situación,
después de la avalancha del domingo 29 de octubre, se me había infectado la
pierna, se había gangrenado, y no pude caminar más. Pasé a depender de los
otros. Y a esa pierna gangrenada la tuve
que operar yo mismo. Estaba en quinto año de Facultad de Agronomía y sentí que
tal vez podía hacerlo mejor que Roberto Canessa —pues, a pesar de todo su
temple, era médico de segundo año de Facultad—, quien me quería abrir el absceso
con el filo del hacha que encontramos en el avión. Pero él ya había hecho
demasiado. Tomé una hojita de afeitar y me hice una incisión, saltó toda la
materia con la gangrena y salvé la pierna, aunque no pude seguir caminando y me
transformé en un inválido.
Durante los días 19 y 20, mi
tránsito hacia la muerte progresaba. Como estaba al borde de la inanición, por
la ausencia de defensas se me formaron forúnculos purulentos en las piernas. Alcancé
a observar la vida a la distancia, me formulé preguntas que nunca me había
hecho, llegué a conclusiones que no sabía y descubrí que la nueva perspectiva
es indeleble, porque me acompaña hasta hoy, treinta y seis años después. Mi
vida se apagaba en forma paralela a cómo imaginaba que se apagaba la esperanza
de nuestra última apuesta: Nando y Roberto en una larga marcha atravesando ese
infinito blanco. Porque con el relato de Tintín, ahora me imaginaba lo que ellos
estaban viendo, ese horizonte de montañas, y por más que sus almas fueran inquebrantables,
sus cuerpos eran falibles y se estaban agotando. Eso en la mejor de las
hipótesis, si todavía continuaban con vida, si antes no habían muerto en una
grieta, congelados, o perdidos en la niebla.
El jueves 21 ni siquiera podía
incorporarme, mis necesidades me las hacía encima, aunque era lo que menos me
importaba, cuando hacía más de dos meses que no me sacaba los varios pares de
pantalones que usaba. Esa noche, curiosamente, la pasé revalorizando todo.
Había aprendido en esos últimos días de moribundo que la vida había que
merecerla, no se recibía de regalo, y para merecerla había que entregar algo,
fundamentalmente afecto, y vaya si lo habíamos entregado a los amigos vivos y
muertos en todos esos días. Y pensaba todo eso porque me estaba preparando para
morir, estaba cada vez más cerca, a tres días exactos, los contaba por horas.
Todo se había truncado demasiado rápido, pero había valido la pena. ¡Qué ironía
que a la mañana siguiente, el 22, aparecieran las noticias de la llegada de
Nando y de Roberto!
Me emociona tanto recordarlo, que
siempre se me nubla la vista cuando lo pienso, cuando reflexiono que yo les
había dado dos días más de margen para morirme y que al fin llegaron, sorteando
a la lógica, y no me morí. En esa madrugada, abrí los ojos y vi los
resplandores del amanecer helado. Daniel Fernández ya no estaba a mi lado,
porque, como hacía todas esas mañanas, salía en la oscuridad, poco antes del
alba, congelándose, cubriéndose de escarcha, para escuchar esa radio diminuta e
inverosímil que nos conectaba con un mundo en el que nadie creía, a pesar de
que estábamos atentos a lo que decía. Eduardo Strauch y Álvaro Mangino tampoco
estaban en el avión. Cierro los ojos para dejar de ver ese escenario fúnebre
del fuselaje, donde tantos habían pasado de un estado al otro, pero cuando
vuelvo a abrir los párpados surge Daniel Fernández en el borde del avión, con
una expresión en el rostro completamente diferente a la que veíamos todos los días,
al punto que parecía otra persona, los ojos le brillaban, como si hubiera rejuvenecido
diez, veinte años.
Desde mediados de diciembre se
había derretido la nieve que sostenía al avión, el que se mantenía apenas sobre
un pedestal de hielo que no se derretía por la propia sombra del fuselaje, y
por eso estaba elevado. Teníamos que saltar para salir y para subir, a
diferencia de los días anteriores, cuando para salir del fuselaje había que
subir a la nieve. Daniel estaba asomado al avión, con el cuerpo más abajo,
agarrado de los bordes, cuando se pone a gritar como descosido: «¡Aparecieron
Nando y Roberto! ¡Llegaron!». La puta.
Boquiabiertos nos miramos entre
todos. Como figuras enclenques, nos incorporamos, incrédulos, y nos abrazamos,
llorando, pero el avión empezó a balancearse sobre ese frágil pedestal donde se
sostenía, y como estaba en una ladera, pensamos que iba a caer y rodar rumbo al
valle. Entonces permanecimos quietitos, como paralizados, y en silencio nos
encogimos, como si quisiéramos pesar menos de lo que pesábamos, y, gateando,
salimos.
Llegamos al borde y nos tiramos uno
a uno hacia afuera, y ahí sí dimos rienda suelta a una emoción contenida hacía
setenta y un días, nos revolcamos en la nieve, nos besamos entre todos. En
medio del bullicio y del griterío nos pasamos de mano en mano el pomo de pasta
de dientes que quedaba, el que usábamos de postre, y nos lavamos los dientes,
que se habían convertido en unas teclas ennegrecidas que se movían cuando las
tocabas, porque la encía con escorbuto había trepado, y los dientes oscilaban
tanto que parecía que caerían. Nos sangraban las encías pero igual nos
limpiamos, me cambió el gusto en la boca, y lentamente empezó una nueva
metamorfosis.
Sin hablarlo previamente, comenzamos a actuar como en la sociedad prolija y civilizada e intercambiamos los sacos para que cada uno tuviera el suyo, su propiedad, y a las nueve de la mañana yo estaba sentadito en el lado oriental del fuselaje, esperando los helicópteros, porque en la radio habían anunciado, además de la llegada de Nando y Roberto, que los helicópteros estaban preparándose para salir en nuestra búsqueda.
Exactamente a las 12:45, de
acuerdo al reloj que conservo hasta hoy, sentimos un sonido que nunca habíamos
escuchado, atrás de la gigantesca pared montañosa, al oeste, pero a causa del
viento inmediatamente desapareció. Se parecía a aquellos primeros días, cuando
todos discutíamos si habíamos escuchado a un avión o si era el viento, o una
avalancha, o si en verdad era ese sonido bendito con el que siempre soñábamos,
las aspas del helicóptero que al fin venía por nosotros. Nos quedamos mirando
al cielo y buscando, buscando, pasaron varios minutos pero nada. ¿Habíamos
alucinado de nuevo? Hasta que alguien gritó «¡Allá vienen!». Miré a la montaña
alta y no vi nada, «Nos estamos enloqueciendo todos juntos», pensé. Pero cuando
giré la cabeza para mirar al que había gritado, que se incorporaba con dificultad,
desde el valle del este, o sea del otro lado, vi que se recortaban dos puntitos
negros, dos puntitos que se movían con respecto a las referencias estáticas de
aquel paisaje monótono que conocíamos de memoria, y que venían en silencio,
pero ¿por qué no hacían ruido?, ¿era otra trampa de nuestras mentes
trastornadas?, hasta que identificamos las formas de los helicópteros, ahora
estaban mucho más cerca y ahí sí rompieron el silencio estrepitosamente con sus
motores, con toda la potencia, sobrevolándonos, y yo veía gente que saludaba,
distinguí a Nando, y ese sonido de los motores fue un himno a la vida que
todavía evoco, y cada vez que lo escucho me pongo a llorar con la misma
intensidad de aquel 22 de diciembre de 1972.
No sé cómo llegué hasta donde
había bajado uno de los helicópteros y uno de los socorristas que ya estaba
sobre la nieve me tomó como si yo fuera una bolsa y me arrojó adentro del
aparato, que permanecía a una cierta altura, porque no podía posarse debido a
los feroces remolinos de viento y porque la superficie de la montaña era
inclinada. Todo era confuso, no sabía bien qué pasaba, creí que habían subido
todos pero no, no lo habían hecho. Entonces viene esa salida tan difícil porque
el remolino tiraba al helicóptero, y yo me decía «Puta, me voy a morir ahora en
lugar del 24», y de repente recuerdo un gran silencio, después el piloto, el
comandante Carlos García, explica que el aire caliente lo está sacando del
cajón entre las montañas, y yo no entiendo nada de lo que dice y por eso cierro
los ojos por el miedo, como hice la primera noche en la montaña, no sé cuánto
tiempo, mucho, poco, no sé.
Porque cuando abrí los ojos el
paisaje se había coloreado, y predominaba el verde. Pero antes, cuando miraba
hacia abajo y veía el fuselaje cada vez más pequeño, aquellos despojos entre la
nieve donde había dejado tantas cosas, a Dios, el ser humano desnudo en cuerpo,
alma y mente, con lo mucho que había perdido, mis amigos que permanecían ahí,
se me anudó el corazón. Los despojos del avión se empequeñecían segundo a
segundo, dejando a un Coche enclenque arrastrándose a su lado, un muchachito de
veinticuatro años deambulando encorvado por la nieve, buscando el rincón donde
se iba a morir, escondido para que no se lo impidieran. Y hoy, cada vez que
subo a la montaña me formulo las mismas preguntas, las que se afirman con los
años, cuanto más viejo me pongo: «¿Cómo hicieron esos jovencitos para soportarlo?
¿Por qué lo lograron?». Y, fundamentalmente, «¿Para qué lo hicieron?».
Después de parar en el valle
perdido de Los Maitenes, me vuelven a subir al helicóptero y me llevan al
hospital San Juan de Dios, en el poblado más próximo, San Fernando. Cuando me
bajan, me quitan la ropa, con toda la mugre que tenía, me cubren con una manta
y, cuando me llevan a la habitación número uno, yo alcanzo a verme en el
reflejo de un vidrio, un esqueleto con vida, un espectro sucio que se mueve,
pensé. Luego llegó un médico para atenderme el pie, y en medio de la
conversación, mientras yo no cesaba de expresarle lo deslumbrante que me
resultaba ese lugar, como al descuido me preguntó, mientras me curaba, qué fue
lo último que había comido, la pregunta clásica de los médicos, como si yo
hubiera ido a la consulta con hora marcada, en una clínica de Montevideo. Le
respondí, con la mayor naturalidad: «Carne humana». Él siguió curándome el pie
como si nada, no advertí el más mínimo cambio en su actitud, ni en el
movimiento de sus manos que ahora me vendaban. Pero más tarde me enteré de que
después de haberme escuchado, no supo más lo que estaba haciendo, le fue
imposible concentrarse, simplemente movía las manos con el desinfectante para
un lado y para el otro, pero su cerebro estaba volando lejos de aquella
habitación y de aquel esqueleto barbudo que, alucinando, no hacía más que
alabar los colores de las paredes, la armonía con que había sido construida esa
cama vulgar de hospital.
Minutos después, entró un cura muy flaco y muy jovencito: «Soy Andrés Rojas», se presentó. Apenas lo vi entrar, me incorporé en la cama, lo abracé y brotó un torrente de palabras de mi boca, contándole todo, mientras él intentaba serenarme. Cuando quiso darme la comunión, le pedí que antes me confesara, pero me respondió en una forma muy madura: «Te has confesado desde que entré». Cuando recibí a Dios a través de la hostia, sentí claramente que ya lo tenía adentro, que ya vivía en mí, porque ya sabía que ese Dios o ese espíritu superior existe y pertenece a todos los hombres, porque así se me había revelado en mi vida de moribundo.
El sábado 23 de diciembre dejé
San Fernando rumbo al hospital Posta Central, en el corazón de Santiago, en una
ambulancia que demoró dos horas en llegar. Me acompañaba mi hermano, que cuando
me vio por primera vez, unas horas antes, me abrazó y permaneció en silencio,
porque no le brotaban las palabras. En la ambulancia yo viajaba acostado en la
camilla y mi hermano venía sentado junto a mí. Después de aquella emoción muda
del encuentro, entablamos una conversación muy tierna, mientras la ambulancia avanzaba
por la ruta. Mi hermano me hacía preguntas sobre detalles, algún nombre, alguna
anécdota, y yo le respondía, y luego yo le formulaba preguntas sobre
Montevideo, fundamentalmente preguntas sobre la familia y mi novia Soledad,
porque salvo a él, todavía no había visto a ningún otro de mis allegados. Hasta
que en un determinado momento, como al pasar, me pregunta: «Che, ¿y cómo
vivieron?, ¿de qué se alimentaban?». Lo preguntó con mucha espontaneidad, como
si recién se le ocurriera que le faltaba esa información, porque antes estaba
lo otro, si me dolía la pierna, cómo era el frío, cómo fue el accidente del
avión, cómo me sentía. Ante esta nueva pregunta le dije la verdad, en el estilo
directo con que nos estábamos comunicando, «de carne humana». «Ah, sí, claro»,
respondió él, y permaneció en silencio, tanto que yo me incorporé para mirarlo,
y me di cuenta de que se estaba descomponiendo. Cuando advierto que está blanco
como una hoja, le pregunto: «¿Te sientes mal?». «Sí, estoy mareado, se me ha descompuesto
el estómago», responde, y me di cuenta de que se iba a desmayar. Entonces me
levanté de la camilla y lo acosté a él en mi lugar. Así llegamos a Santiago, y
cuando los enfermeros del hospital Posta Central abrieron la puerta de la
ambulancia, vieron a un muchacho muy pálido acostado, con los ojos cerrados, y
a otro muchacho, excesivamente flaco, con los labios resquebrajados y una barba
muy larga, a su lado, consolándolo y tomándole la mano, y entonces se miraron
perplejos porque no sabían a cuál debían colocar en la camilla para trasladarlo
de urgencia al Centro de Tratamiento Intensivo, como estaba indicado en las
especificaciones del médico que viajaba en la cabina: ¿al barbudo esquelético o
al semidesmayado? Levanté un dedo y entendieron que era yo, y así fui a parar al
CTI, donde me reencontré con Roy Harley, Álvaro Mangino y Javier Methol.
Juntos, una vez más, pasamos la noche en una cápsula, mejor equipada que el CTI
improvisado del fuselaje.
Incluso en ese lugar extraño,
conectado a los monitores, con los sonidos asincrónicos y esas rayitas verdes
que se dibujan en la pantalla, me pareció ver, entre todas las lucecitas que
permanecen encendidas, esa estrella que me acompañó durante las noches en el
avión, con mi madre y mi novia Soledad en el pensamiento. Eso ocurría cuando
uno dormía del lado derecho del fuselaje y veía a través de las siete
ventanillas ovaladas del avión que estaban más altas, en el lado izquierdo. Era
una estrella muy brillante que tardaba aproximadamente una hora en pasar de una
ventanilla a la otra. Lo mismo ocurría cuando había luna llena, y yo pensaba en
mi barrio querido de Punta Gorda, en Montevideo, próximo a Carrasco, porque
sabía que mi madre estaba observando esa misma estrella al oeste y esa misma
luna. Eran en esos momentos cuando me comunicaba con ella, diciéndole: «Estoy vivo,
mamá, resiste», el único mensaje que quería transmitirle. Poco después mi madre
me lo contó: «De noche salía a caminar, iba hasta el extremo de Punta Gorda,
por la rambla, frente al mar, y veía la luna y una estrella muy brillante
pensando en ti».
En esa nochecita del sábado 23 de
diciembre en el CTI, cuando entró mi madre, nos miraba a los cuatro internados,
pero como estábamos tan parecidos, no terminaba de reconocerme, no se convencía
de que fuera yo. Hasta que la tuve que llamar haciendo gestos con la mano, y
ahí fue un contacto difícil de expresar, el contacto físico de una ilusión
remota que se tornaba realidad.
Mi novia Soledad y mi madre siempre creyeron que estaba vivo. Incluso Soledad me visualizaba con nitidez, me veía muy delgado, con colgajos y medallitas en el cuello. Un día antes, en el hospital de San Fernando, una monja entró a mi habitación y, sin consultar, me colgó piolas con medallitas del cuello, que yo no me quité. Cuando mi madre al fin me reconoció en el CTI, con aquel aspecto esquelético y el cuello cubierto de medallitas, quedó muy impresionada, porque era exactamente así como Soledad me había imaginado. Entonces me dijo esa frase que tanto me conmueve: «Te parí dos veces, hijo, sólo que esta vez sufrí y me alegré mucho más que la primera».
En la noche que llegué a
Montevideo, mi madre le pidió a mi hermano, con quien yo compartía el
dormitorio, que se cambiara de habitación, y se acostó ella en la cama de al
lado. De noche yo no podía conciliar el sueño, porque estaba acostumbrado a no
dormir sino apenas a dormitar en el fuselaje, para no congelarme y por la
incomodidad insoportable. Entonces hacía tiempo fumando tabaco de hoja,
mientras mi madre me observaba en la oscuridad. A ciegas, iluminado apenas por
la brasa del cigarrillo, yo hacía dibujos al carbón sobre un manojo de papeles
que había colocado a mi lado.
No sabía lo que quería dibujar,
pero no podía dejar de hacerlo. Lo que surgían eran todas escenas de la
montaña. Hasta que cuatro días después, el 1.º de enero, en una sola noche de
insomnio y trabajo frenético hice toda la secuencia de la montaña, dibujos que
todavía conservo, que culminan con la llegada de los helicópteros.
Cuando permanecimos sepultados
bajo la nieve durante tres días después del alud, se creó un antes y un
después, separando dos historias diferentes. Cuando al fin salimos, el paisaje
era otro, la gente era otra. Salimos ocho menos, pero salió uno más, y ese «más
uno» inmaterial nos advirtió que se terminaban definitivamente las mezquindades
de la sociedad «civilizada», entre comillas. Fue ahí cuando entré en un
contacto mucho más estrecho con una fuerza superior. No me hizo más cristiano
ni menos cristiano, simplemente mucho más creyente en un mismo Dios para todos,
que se expresa a través del hombre, en el altar de la naturaleza. Es fácil no
creer desde el llano: es imposible no creer cuando estás a solas con la
montaña.
Hubo una mutación, porque todo lo
que hicimos a partir del alud fue apropiado para llegar a la meta de volver a
casa. Fue inteligente cómo nos organizamos, fue adecuado cómo nos contuvimos
mutuamente para no enloquecer. La idea de los expedicionarios fue una decisión
muy sabia que no tuvo dueño. Sabíamos que Nando quería salir, pues a ese hay
que cuidarlo, pensábamos. Él elige a Canessa y a Vizintín. No se me ocurre un
equipo más adecuado. Pero ese proyecto es del grupo. ¿Quién decidió? Todos. El
«más uno» que salió del alud nos hizo más perspicaces, nos señaló desde
nuestras mentes cómo había que hacer las cosas y a los expedicionarios los
llevó de la mano para que pudieran atravesar la cordillera. Se me podrá decir:
«Esas son suposiciones, Coche». Pues que cada cual analice y evalúe los hechos
y verá si no llega a las mismas conclusiones. Yo veo otra huella junto a los expedicionarios
cuando hacen la última travesía. Sé que los hechos indican algo diferente, que
es la hazaña del hombre solo, pero en mi mente yo diviso esa huella. Y todavía
Nando sube al helicóptero y nos encuentra, en medio de la nada distingue el
valle y esas rocas que uno las tenía grabadas en la mente. ¿El «más uno» no viajaba en ese helicóptero? Todo
el equipo funcionó como un organismo nuevo y muy eficaz. Los tres primos
Strauch, que por su parentesco tenían una cohesión de clan dentro del grupo, se
transformaron en un referente que tranquilizaba, que coordinaba, cuidándonos a
todos por igual. Pero todos fueron, en su medida, fundamentales. Los quebrados
fundían agua, otros cortaban carne, otros planificaban. Fuimos costureras del
saco de dormir, fuimos madres, padres, enfermeros. Creo que mi rol fue el de
contención psicológica: con una pierna lastimada, era lo que podía hacer,
contener a los otros, para poder resistir hasta mañana. En Alcohólicos Anónimos
dicen: «Hoy por hoy no bebo, mañana veo», una fórmula que te repites todos los
días. Fui a varias reuniones de Alcohólicos Anónimos porque estaba bebiendo
demasiado y decía eso mismo, «Por hoy no tomo». Por eso en la montaña separamos
las balas del revólver del piloto, por hoy no hago ninguna locura, veremos si
mañana amanecemos vivos.
En una libretita apunté todo lo que quería hacer si salía vivo. Le pedía a Dios que me enseñara a llenar ese hueco inmenso que se nos había abierto, un hueco metafísico que no puede llenarse con banalidades ni con conquistas materiales. Allá arriba, en la miseria más absoluta, hallé la respuesta, encontré cómo llenarlo, y anotaba lo que iba a hacer si sobrevivía, cómo iba a llenar ese hueco sin caer en las tentaciones fáciles y fútiles de la sociedad convencional. En estos años que me tocó vivir, creo que he cumplido con algunos de los deberes con los que me comprometí, lo que tengo escrito en esa libretita que guardo siempre a mi lado, porque me impide, hasta hoy, que pierda el rumbo. Es la brújula abollada que teníamos en la montaña.
Cuando salí, a los ocho meses me
casé; lo hubiera hecho al mes siguiente, porque estaba en el primer lugar de la
lista, pero no me hallaba en condiciones físicas, había perdido la mitad de mi
peso, y, por prescripción médica, necesité ocho meses para recuperarme. Al año
nació mi primer hijo, lo segundo en la lista, que me trajo uno de los momentos
más vibrantes que he tenido en mi vida. Y después otra hija, y luego el
tercero, y con ellos crecidos, criados, y con muchas otras cosas que me había
impuesto, pude poner la palabra «fin» a la última hoja de esa libretita que
llené con la letra trémula por el frío y el miedo, en el fuselaje del F571.
En la cordillera pedía media hora
para volver con mi familia, con mi novia, y contarles estas novedades que había
aprendido, porque me parecían demasiado trascendentes como para que murieran
conmigo. Media hora me alcanzaba para mostrarles mi descubrimiento: que el amor
no se divide sino que se agiganta. Pero no me dieron esos minutos que pedía, al
final tuve treinta y seis años para contarlo.
Cuando regresamos a Montevideo,
en los primeros tiempos me costó mucho vivir con el tema de haber comido los
cuerpos de los amigos muertos, porque al tabú uno lo tiene adentro, agazapado,
aunque crea que lo ha superado y resuelto. Y si bien la sociedad no te lo
recuerda constantemente, indirectamente te lo señala. Si por un lado fue una
íntima comunión entre los hombres, una amorosa entrega para que los otros
siguieran viviendo, en términos prácticos allá arriba debíamos cortar y comer
todo, y esa imagen es demasiado violenta. En mis conferencias sobre los Andes
siempre me preguntan qué partes comíamos, y respondo: todo. A veces
embromábamos: «Tú no te mueras porque estás demasiado flaco y huesudo». Y en
diciembre llegábamos a hacer apuestas de humor negro, sobre quién se moría
primero, y yo lo puedo contar porque era uno de los candidatos preferidos, con
mi estampa cadavérica. Incluso me enteré de que en un momento lideraba las apuestas,
era el «favorito», como en el turf, aunque no me importó. «Si ganan conmigo les
serviré de poco», bromeaba con mis amigos, señalando mi costillar sin carne.
Pero al otro que «competía» no le gustó y les pidió que no jugaran más de esa
manera, y de inmediato se terminaron las apuestas. Igual ninguno hubiera ganado
porque los dos sobrevivimos.
Hasta el año 2002, viví en
silencio, con el dolor y los recuerdos. Pero los treinta años del accidente
fueron un punto de inflexión, porque me di cuenta de que lo que no se dice
provoca dolor, y que hablar, cura. Creía que me haría bien relatar mi verdad,
pero jamás sospeché que les haría bien a otros escucharla. Es una forma de
medir el tiempo: setenta y un días es mucho para pasarla tan mal y treinta años
es demasiado para mantener el sufrimiento escondido.
Hace pocos años retomé la pintura, después de aquellos dibujos que empecé a bocetar en la noche del 28 de diciembre de 1972, con mi madre observando en la penumbra, cómo su hijo, con una brasa de cigarrillo moviéndose de la boca a la mano izquierda, dibujaba con frenesí, buscando algo que no podía encontrar. Los motivos que pinto son variados, pero inconscientemente, sin proponérmelo, siempre vuelvo a recrear una misma escena: un grupo de muchachos con los brazos extendidos, en la montaña helada, con dos helicópteros que llegan desde el valle. Los pinto, los vuelvo a pintar, pero lo más curioso es que cada vez que cuento a los muchachos, que nunca sé si están recibiendo a los helicópteros cuando llegan o los están despidiendo cuando se van, los cuento y los vuelvo a contar y, con lágrimas en los ojos, siempre descubro que son más de dieciséis.
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