El diablo no duerme
Ramón "Moncho" Sabella
Si hay una constante en
los setenta y dos días en los Andes, y una constante que se mantuvo cuando
regresamos a la civilización, es esa frase de nuestras abuelas de que «el
diablo no duerme». Y como nunca duerme, hay que estar alerta. Hablo del año 72
y del presente.
Yo era el que menos
probabilidades tenía de sobrevivir. Era el más delgado de todos, muy bajo, con
veintiún años. Tenía pocos amigos en el grupo porque venía del colegio Sagrado
Corazón y no del Stella Maris- Christian Brothers, sufría bronquitis crónica y
padecía mal de altura. Pero como a tantos les sucedió, fui conociendo
gradualmente el poder que la mente ejerce sobre el cuerpo.
Todos los rugbiers
pesaban más de ochenta kilos, puro músculo, mientras que yo pesaba menos de
sesenta. ¿Por qué me salvé? Primero porque nunca, salvo el día del alud, dudé
de que saldría con vida. Luego porque regulé adecuadamente el gasto y la
reserva de energía, y en tercer lugar porque aprendí desde el primer momento
que nos salvábamos si manteníamos la humildad.
Desde el primer día
aprendí, también, lecciones básicas, más elementales, como que el ser humano se
adapta a todo. A lo bueno y a lo malo. A vivir en un palacio, completamente
olvidado del sufrimiento de los demás, o a cohabitar en medio de cadáveres,
viviendo en un féretro de metal, como era el fuselaje.
Yo estaba muy solo, no
conocía íntimamente a ninguno, vivía en el Centro, y ahí la mayoría eran de
Carrasco. Y a los que más conocía habían muerto o estaban muy heridos, como el
Vasco. Al principio miraba a mis compañeros de tragedia y sentía miedo. Llegué
a pensar que podían llegar a matarme. Al fin y al cabo mi temor inicial no era
tan descabellado: ocurrió con el barco Dolphin en 1759, cuando mataron a un español,
o en 1765, cuando el barco inglés Peggy quedó a la deriva, sin ningún alimento.
Primero mataron a un esclavo para comérselo, y luego sortearon quién sería la
víctima, que recayó en un tripulante. Pasó la noche esperando que lo mataran al
amanecer, pero al alba los encontró un barco y se salvó, aunque perdió la cordura
para siempre. En un eventual sorteo, como el del Peggy, yo tenía todos los
boletos.
Sentía miedo: ¿estos
tipos no serán capaces de matar para sobrevivir? Muy poco después me di cuenta
de cuán equivocado estaba. El grupo no sólo no era agresivo, sino que era el
más afectuoso que he conocido en mi vida. ¿Cómo pude pensar semejante desatino?
Sólo tengo una respuesta: venía con una realidad que no tenía más vigencia en
la montaña. Y el diablo, o lo que eso representa o simboliza, se entrometía en
mis pensamientos. Tan equivocado estaba que logramos sobrevivir solamente con
los afectos, porque no teníamos otra cosa, salvo el uno con el otro. Armamos de
la nada una sociedad exclusivamente de amistades, abandonada en el lugar más
frío del mundo. ¿Qué elementos materiales teníamos para sobrevivir? Unas latas
de conserva y botellas, los desechos de un avión, una radio rota, piezas de
aluminio, muchísimo menos de lo que hay en el más sórdido basurero. Pero
teníamos una voluntad irracional de volver a ver a nuestras familias.
La primera noche tras
el accidente fue una escena horripilante, que me duele recrear: la oscuridad,
el frío, el griterío. Primero intenté entrar en calor en cuclillas, haciendo ejercicio
con los músculos. Pero no podía. En ese momento me corrí más adentro. A mi lado
había un chico que me decía: «Me muero de frío, no soporto más, me estoy
congelando». Era Gustavo Nicolich, a quien yo no conocía. Entonces me acosté
sobre él, que era mucho más corpulento que yo, y pasé esa noche sobre su
cuerpo, golpeándolo, dándole un poco de aliento en la espalda. A nuestro lado
estaba la señora Graziela Mariani, moribunda, enredada entre los hierros y los
asientos junto a la cabina de los pilotos, que me extendía la mano. Esa noche,
estoy seguro, envejecí treinta años.
Gustavo Nicolich creyó
que ese día yo le había salvado la vida, como lo escribió en una de las cartas
dirigidas a sus padres y a su novia, y eso nos vinculó estrechamente hasta su
muerte. Pero siempre sentí que él estaba equivocado, y se lo dije. Yo no le
había salvado la vida, simplemente había empezado a entender de qué se trataba
esto de los afectos, para salvarnos mutuamente. Por eso, a partir del primer
día tuve el amigo que me faltaba en la montaña, hasta dormíamos agarrados de
las manos adentro de los bolsillos, para pasar menos frío.
Después aprendes otro
elemento crucial en esta peculiar fórmula de supervivencia: administrar la
energía. Aprendes a hacer un extraño balance entre la generosidad y el egoísmo.
Al principio cada uno daba lo máximo y no se reservaba nada para sí, pero con
el tiempo te dabas cuenta de que había una línea delgada que no podías rebasar.
Si atravesabas la raya te morías. Lo sé porque lo padecí, y casi me morí varias
veces. Estuve al borde de la muerte cuando dormí varios días junto al boquete
del avión, y quedé acostado en la nieve que había entrado. Sufrí hipotermia,
porque me adormecí sin darme cuenta, hasta que casi me congelé. De inmediato,
ardí de fiebre y comencé a delirar. Los muchachos, creyendo que me moría, me
ubicaron en el medio del avión, entre todos, para que me recuperara con su
calor. Ese era el lugar de los caídos, la última oportunidad. Poco a poco dejé
de delirar, se me fue la fiebre y recuperé las energías. Recuerdo cómo lloré el
día que me pude incorporar sin ayuda. Y aprendí la lección, que es una
paradoja. En ese mundo de ternura, empecé a ser un poco más egoísta. Empecé a
hacer ese balance entre dar y preservarte. Numa Turcatti, tan íntegro y
desinteresado, es el caso contrario: entregó todo lo que tenía, no se reservó
nada para él. Y se murió.
Nosotros nos caímos un
13 de octubre y, como veintinueve pasajeros no nos morimos con el choque, el
diablo nos quiso matar en el transcurso de esa noche. Como no podía con
nosotros, nos quiso matar con una avalancha dos semanas después, el domingo 29
de octubre. Nos habíamos empezado a aclimatar de a poquito, a conocer la
montaña, a conocer sus reglas, cómo caminar en ella, cómo beber agua, cómo
tolerar el frío.
Me sucedió algo muy
curioso, tal vez producido por el shock o por el cerebro alterado que se
quedaba sin oxígeno. Veía todo como en tres planos: veía desde arriba, el avión
enterrado, cubierto de nieve; veía en otro plano el avión desde adentro del
fuselaje, con la gente sepultada, y en un plano más profundo veía mi cuerpo,
debajo de la nieve, sin vida, con mi saco y mi pantalón azules que había
encontrado en una percha en la cabina de los pilotos. Incluso desde el segundo
plano veía cómo Roy caminaba para un lado y para el otro, y percibo cuando pisa
donde yo tenía mi mano izquierda, y ahí, con esa simple huella, me quedan al
descubierto tres dedos, ¡tres dedos!
Entonces asimilo
claramente que, si quiero, tengo la oportunidad de escapar del sepulcro. Que si
me atrevo, puedo volver a casa. En ese momento surge esa duda cruel: ¿cuál es
el cementerio de verdad: volver al sufrimiento de morirte de hambre, de frío, o
dejarte llevar, y seguir ese sendero pacífico hacia no se sabe dónde? Entonces
me inundó la imagen de mi familia llorándome, sentados a la mesa, con mi plato
vacío esperándome, y con esos dedos que quedaron libres empecé a escarbar,
haciendo un hoyo en torno a la mano. Coche vio ese movimiento, esa mano que
sobresalía y se movía, cavó hasta llegar a mi rostro y empecé a respirar de
vuelta. Cuando salgo, yo también empiezo a cavar. Consigo sacar a uno, pero los
dedos se me congelan. Cuando llegué al segundo, estaba muerto. Los dedos se
enfrían cada vez más y no responden. Quiero cavar pero se doblan. Al final me
oriné las manos para recuperar la fuerza en los dedos. Seguí y seguí. Cuando no
pude cavar con las manos lo hice con los puños y después tuve que hacerlo con
los codos.
Siempre creí que nada
sería peor que la primera noche, cuando terminé acostado sobre el cuerpo de
Nicolich y tomado de la mano de una mujer muerta. Pero, sin embargo, la
avalancha fue mucho más cruel, porque ya no eran personas desconocidas, y era
tremendo tener que convivir sepultado bajo la nieve durante tres días y tres
noches al lado de los cuerpos muertos de tus amigos. Estábamos encerrados,
rodeados de nieve por todos lados, no podíamos salir, y no había otra opción
que alimentarnos de esos cuerpos.
Estoy seguro de que la
paz que estaba viviendo en mi muerte en el alud se debía a que me estaba
muriendo bien. Porque la peor cosa que nos podía suceder en esas circunstancias
era irnos con cuentas pendientes, creyendo que habíamos dejado algo deshonesto
y desleal en nuestro pasaje por la Tierra.
De tanto convivir con
la muerte, intentábamos rescatar lo mejor de cada uno, dejando de lado las debilidades
o imperfecciones que traíamos, de las que nos íbamos despojando gradualmente,
para morirnos bien. Y cuando alguien hacía una macana, se la marcabas y el tipo
la reconocía en el acto, se enmendaba al instante, porque él sentía lo mismo
que tú: no quería morirse mal, no quería que esa familia del fuselaje, que eran
los únicos seres vivos en la faz de la Tierra que le restaban, quedaran con
algún mal recuerdo, algo no resuelto cuando se podía morir en el momento menos
pensado.
Nadie quería morirse en
un estado espiritual atormentado, y eso fomentaba la humildad, la camaradería y
la fraternidad, para lograr acceder a un estado espiritual al que
considerábamos ideal, por si esa noche o esa tarde te tocaba el turno de
marcharte.
En la sociedad
civilizada no hay, en ninguna escuela, en ninguna Facultad, una materia que te
enseñe cómo vivir para morir bien. ¿Alguien está preparado para morirse? ¿Se
puso a pensar? Cuando me morí en la avalancha me llevaba los afectos, las
emociones de mi vida y nada más. Pude observarme por milésimas de segundo desde
arriba, y veía que mi cuerpo no llevaba equipaje.
Una noche, en el
fuselaje, nos preguntamos: si nos íbamos a morir el próximo día, qué hubiéramos
cambiado en la vida que habíamos llevado hasta entonces. Recuerdo que era una
ronda en la que cada uno decía lo que sentía, uno después del otro. Algunos
pidieron que los saltearan porque preferían no hablar. Uno decía que se
arrepentía de todas las disputas innecesarias que había tenido con su familia,
otro se lamentaba de no haber dicho muchas más cosas que tenía para decir a la
gente que quería, a otro le dolía haberse preocupado más de lo necesario,
descuidando el disfrute de las pequeñas cosas, y cuando me llegó el turno dije
que no tenía nada que cambiar, creía que no tenía ninguna asignatura pendiente.
Y si me muero hoy, lo hago tranquilo de que hice lo que tenía que hacer.
Con estas lecciones de
humildad aprendidas en los Andes, resulta difícil asimilar cuando a uno le
hablan de hazaña y heroísmo. ¿Quiénes son los héroes? Yo me pregunto, ¿qué
héroes? ¿De qué me hablan? Esta fue una historia de desgraciados, y en ese
marco no había espacio para héroes ni lucimiento. Este concepto pertenece a la
sociedad convencional, que después es recreado artificialmente en las películas
y los libros. Arriba no había películas. A nadie se le pasaba por la cabeza
hablar de titanes y superhombres. Es una mala traducción que hicieron desde
abajo. Por eso digo que el diablo nunca duerme: nosotros mismos, al bajar,
empezamos a hablar de hazaña. Cuando en la verdadera historia, nadie quería ni
se sentía un campeón que estaba protagonizando una gesta gloriosa. Era
exactamente al revés, éramos el grupo y la meta era hacer cada uno su tarea,
sin que ningún líder ni semidiós la ordenara. Si algo no existía en la sociedad
de la nieve era el protagonismo. Pero como el diablo no descansa, cuando
bajamos, impulsados por el nuevo entorno, empezamos a buscar a los
«protagonistas».
Si cuando subimos a la
montaña, como ahora, en marzo de 2006, les pido a los dieciséis sobrevivientes
que me hablen desde el corazón, todos me dirán lo mismo. Que en todo caso los
héroes fueron los heridos que después se murieron, porque no se me ocurre un
acto más loable que en lugar de lamentarse y pedir compasión, cuando sabían que
no tenían oportunidades de salir, nos daban ánimo a nosotros, los que podíamos
caminar.
Creo íntimamente que si esta historia demuestra algo es lo que podemos extraer de gente como Enrique Platero o Numa Turcatti, que nos enseñó lo que es un héroe humilde, lo que parece un contrasentido. A Platero lo operó Roberto con una hoja de afeitar, cortándole un emplasto de sangre y carne que le sobresalía del orificio que le había quedado en el vientre cuando Zerbino le quitó el tubo que tenía clavado. Jamás se quejó ni dejó de trabajar. Numa nos enseñó el heroísmo anónimo al entregar a los otros más de lo que se reservaba para sí mismo. En ese balance de solidaridad y egoísmo, que es lo que te permitía morir o vivir, él inclinaba la balanza a favor de los otros y en detrimento de sí mismo. Él subió a la montaña en la primera expedición, al cuarto día, con Adolfo Strauch, Roberto Canessa y Carlitos Páez. Luego participó en la terrible expedición de dos días, sin ningún abrigo, con Gustavo Zerbino y Daniel Maspons, donde casi mueren. Y cuando vino el alud y tapó todo, el que más trabajó, el que más nieve quitó para que pudiéramos volver a vivir, fue Numa, quien de nuevo rebasó sus propios límites. Ahí hay un nudo gordiano que es necesario desentrañar. ¿Por qué actuaba de esa manera? Por eso Numa está estrechamente vinculado, también, con la expedición final, porque fue su muerte la que precipitó la salida, y lo hizo en el momento justo, porque cuando vino el rescate, diez días después, a algunos, como Roy, les quedaban pocas horas de vida. Fue el disparador de la salida salvadora, y esto no es una casualidad: es la consecuencia de su actitud en la montaña. Al fin, estaba con el sistema inmunológico tan devastado que contraía cualquier infección. Le dábamos antibióticos, los doctores de la montaña lo curaban a diario, pero se nos murió. Y con él, todos nos morimos un poco más.
Nunca sentí que se
transmitió la verdadera historia, esta esencia de lo que acaeció. En el libro
¡Viven! el autor no pudo subir a la montaña, y entonces el texto relata las
anécdotas, el exterior, pero no lo que sucedía dentro de cada uno de nosotros.
Es la narración fría de los hechos. Pero si no se cuenta lo que sucedía dentro
de nosotros, no se descubre la humildad, que es la esencia de la historia.
Cuando bajamos a la
sociedad, el diablo muestra la cola, y todo se empieza a distorsionar, surgen
la competencia, el egocentrismo, la envidia, la vanidad, todas características
muy humanas, es cierto, pero la historia pierde su núcleo. Lo que nos salvó fue
la humildad, entonces rescatar el núcleo es recuperar ni más ni menos que la
fórmula salvadora, lo que debe perdurar, para nosotros y para todos los que se
interesan y se aproximan a este hecho.
¿Por qué cuando subimos
a los Andes vuelve a aflorar lo más genuino, que desaparece cuando bajamos?
Regresamos a la cordillera y la actitud de unos con otros cambia radicalmente.
Nos cuidamos mutuamente, como hacíamos en el 72. Volvemos a sentir miedo, a
vernos inseguros, y de la mano de esa vulnerabilidad vienen las otras
sensaciones.
Muchas veces pensabas:
y si se mueren todos y soy el último, ¿qué hago? Ese pensamiento me enloquecía,
porque el último moriría sin afectos, desprotegido, desamparado. Si eras el
último, ¿con quién te tomabas de las manos?
También el miedo tenía
su contracara. Cuanto más grandes eran las piedras que te aparecían en el
camino, o que caían sobre las chapas arrugadas del fuselaje, cuanto más
penábamos, más nos uníamos y más recursos interiores encontrábamos para no
entregarnos, más se robustecía esa rebeldía profunda contra la injusticia.
Todo eso nos tornó cada
vez más agudos, utilizamos lo mejor de cada uno. Sin aire para respirar, la
mente se aguzó y se tornó precisa como un estilete en una mano sabia. Incluso
en esos estados alterados de la conciencia, surgieron fórmulas muy creativas,
que tal vez, con la mente ordenada, nos hubiesen parecido una locura imposible
de intentar. Muchos inventos, como la penicilina, surgen de la casualidad, por
un accidente, como cuando Alexander Fleming olvidó una placa con hongos en la
ventana y a la mañana siguiente descubrió que alrededor no crecían bacterias.
La sociedad que debimos formar surgía de accidentes, como olvidar una placa con
hongos en la ventana: salimos al oeste cuando las ventiscas lo permitían porque
por accidente encontramos la cola y ganamos tiempo. Roberto Canessa, Gustavo Zerbino
y Diego Storm eran médicos porque habían cursado un período mínimo en la
Facultad. Roy Harley era ingeniero por lo mismo; y yo era como un «obispo».
Esto no lo he contado porque temo que no se comprenda.
Incluso cuando lo hacía
en la montaña, no me gustaba que me vieran los compañeros, porque creerían que
había perdido la razón, como nos sucedía con tanta frecuencia. Cuando alguien
se moría, yo siempre lo bendecía, le daba la extremaunción, como si fuera un
sacerdote. Y no lo hacía para cumplir un ritual litúrgico, sino porque era
necesario brindarle paz a la muerte. Me parecía imperioso que alguien le
dijera: «Descansa en paz», y como no había otro que lo hiciera, lo asumí yo.
El 22 de diciembre,
cuando escuchamos en la radio que Nando y Roberto habían llegado a Los
Maitenes, fue la mayor celebración a la vida que pueda imaginar. Con la placa
de hongos olvidada habíamos descubierto la penicilina. Como sabíamos que venían
a buscarnos nos preparamos para el encuentro. Al rato, tras una espera
angustiante, empezamos a escuchar el ruido de los helicópteros que estaban
llegando desde abajo, subiendo por el valle del este. Los dos helicópteros se
aproximaron al glaciar donde estaba el fuselaje, pero como no podían posarse,
unos andinistas se arrojan a la nieve y automáticamente corro hasta uno de
ellos y lo abrazo. Era Sergio Díaz, que a su vez me abraza fuerte, llorando, y
repite estremecido «¡Están vivos, están vivos!».
Como había demasiada
turbulencia, los dos helicópteros debían irse cuanto antes, y como no nos
pudieron llevar a todos, dejaron a otros dos andinistas, Osvaldo Villegas y
Claudio Lucero, con equipos de nieve, y a un cuarto, el enfermero José Bravo,
al que empujan del helicóptero vestido como estaba, con una camisa y un
pantalón liviano. Como no había precedentes en este tipo de rescate, tuvieron
que improvisar. Éramos, siempre fuimos, los conejillos de Indias.
Mientras sucedían todos
esos imprevistos, Sergio Díaz continuaba abrazándome, ajeno a lo que ocurría
con los helicópteros, ajeno a lo que debía hacer como miembro del Socorro
Andino, llorando como un niño desconsolado. Luego voy hacia adentro del avión a
buscar el morralito con mis cosas, como todos habíamos hecho, inexplicablemente,
como si volviéramos de un viaje, pero cuando regreso, los helicópteros se
habían marchado.
Nos sentamos en el
exterior a esperar a esos helicópteros que iban a volver por nosotros, pero no
venían. Comenzamos a contarles a los andinistas todo lo que habíamos vivido, lo
que habíamos tenido que hacer, cómo logramos sobrevivir, y ellos no se
convencían, y así fue el contacto que yo hice con la civilización, en plena
montaña, con cuatro rostros incrédulos y espantados, porque no podían creer lo
que habíamos hecho, que estuviéramos vivos, cómo habíamos soportado los
temporales, las avalanchas, el frío, con las ropas que teníamos. Meneaban las
cabezas, miraban nuestros mocasines, los pulóveres, los restos de los cadáveres
desperdigados, y no podían asimilarlo. Pasó una hora, dos, tres, cuatro, cinco
horas, y los helicópteros no vinieron.
Después que empezó a
hacer frío y a oscurecer, nos convencimos de que no regresarían ese día. Nos
dolía en lo más profundo, porque estábamos muy sensibles a cualquier tipo de
abandono. La diferencia de esa noche era que había gente distinta, y en el
fondo sabíamos que no nos iban a abandonar definitivamente. Al enfermero a
quien habían empujado del helicóptero tuvimos que abrigarlo con nuestros
harapos. Se transformó en uno más de nosotros, los vagabundos de la nieve.
Luego nos sentamos
dentro del fuselaje con Osvaldo Villegas y Sergio Díaz y este nos dice que a
las doce era su cumpleaños. Yo ignoraba que se estaba iniciando uno de los
mejores momentos de mi vida, la noche del día setenta y uno. No era sólo por
los alimentos, los sabores que reaprendíamos, sino por la conexión que se trabó
con Sergio Díaz, el único que permaneció toda la noche en el fuselaje. Hasta
cierto punto era entendible que los otros nos miraran con tanto recelo. Lo que
para nosotros era nuestro hogar, para ellos era espeluznante, con restos
humanos, con el olor ácido que había adentro del avión, porque en la noche
orinábamos y lo tirábamos junto a la entrada, porque no había forma de salir,
sumado a la mugre, la sangre, y las infecciones secas o purulentas de setenta y
un días oprimidos adentro de ese sarcófago. Villegas, Lucero y el enfermero
armaron una carpa de alta montaña donde se refugiaron esa noche. Además estaban
con mucho miedo a las avalanchas. Los veía en la entrada de la carpa,
conversando entre ellos en murmullos, sin dejar de mirar a las montañas
iluminadas por la luna. Había nevado mucho, caían toneladas de nieve
permanentemente y la montaña roncaba. Los tres desgraciados, temblando de
miedo, descubrieron esa noche lo que para nosotros ya era rutina. Mientras
tanto, Sergio permanecía en el fuselaje, seguro y a sus anchas, porque había
llegado a la conclusión de que esa noche valía más que cualquier riesgo o
sacrificio. Por eso jamás se inquietó por las avalanchas que estremecían el
firmamento.
Sergio nos decía que
medio mundo nos estaba esperando, que había una verdadera conmoción, pero
nosotros no podíamos entender de qué estaba hablando. Cuando advirtió que había
cosas que no podíamos comprender, con mucha agudeza intentó por otra vía, para
conectarnos a la vida por intermedio de la música y la poesía. Fue entonces que
repetimos, durante horas, el poema de José Martí que nos enseñó esa noche, el
que nunca más olvido, y cada tanto acude a mi memoria y recito para mí mismo,
porque Sergio no lo dijo de casualidad, nos estaba expresando, por pura
intuición, el mejor resumen de lo que habíamos vivido: «Cultivo una rosa blanca
/ en junio como en enero / para el amigo sincero / que me da su mano franca / y
para aquel que me arranca / el corazón con que vivo / cardo ni ortiga cultivo /
cultivo una rosa blanca».
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