Sobre feminismo y lucha social (carta abierta a Justa Montero) Por Miguel Manzanera


Acabo de leer el texto de Justa Montero sobre feminismo, publicado por la revista ecosocial del FUHEM, texto titulado ‘De las diferencias con los hombres a las diferencias entre las mujeres: desplazamientos del sujeto’. Quisiera hacer algunas observaciones a las opiniones ahí expresadas, sin querer entrar en polémica con la autora. El artículo plantea una oscilación del movimiento de las mujeres entre las posiciones ‘ esencialistas’, que buscan definir un sujeto femenino de la historia, y aquellas otras que exponen la diferencia y la fragmentación de la subjetividad femenina, y que podemos llamar ‘postmodernistas’. Las primeras proponen la existencia de una naturaleza femenina –oprimida secularmente por la sociedad patriarcal-, sobre cuya base se alzan los movimientos emancipadores de un sujeto femenino activo en la historia humana. Las segundas reclaman ese protagonismo para las mujeres individuales, cada una construyendo su propio género más allá de las definiciones y las normas aceptadas.

Puede señalarse que ese debate es paralelo, si no el mismo, a la polémica entre el feminismo de la diferencia y el de la igualdad, el primero postulando una identidad femenina fundada en la maternidad, la naturaleza biológica de la mujer, y el segundo buscando superar esa identidad para buscar una nueva fundada en la personalidad humana definida como sujeto autónomo, o como protagonista de su vida. El feminismo de la igualdad -que nace con la tesis de Simone de Beauvoir, ‘no se nace mujer, se llega a serlo’-, ha derivado en la contestación de las categorías ‘masculino’ y ‘femenino’ de la cultura patriarcal.

Pero al mismo tiempo parece que la realidad se empeña en escaparse de nuestras categorías analíticas. ¿Cómo entender el feminismo conservador americano, representado magistralmente por Sarah Palin y su Tea Party, donde la igualdad y la diferencia se confunden con la protección de la familia monoparental? ¿Por qué esas mujeres cristianas adhieren con tanta fuerza su religión, hasta el punto de convertirla en una fuerza política, a pesar de su evidente transfondo patriarcal? Ese feminismo de derechas está también presente entre los conservadores españoles, con Esperanza Aguirre a la cabeza –y quizás con la reina Sofía como adherente principal desde un discreto segundo plano-.

En un interesante libro, ¿Qué quieren las mujeres?, sus autoras, dos psicólogas anglosajonas, mostraban que la pareja monoparental en pie de igualdad con los varones, es el ideal de la mayoría de las mujeres de esa sociedad europea todavía hegemónica en nuestro mundo. Es muy probable que en otras culturas americanas, africanas o asiáticas, ese ideal adopte matices nada despreciables. Pero en el centro de esa enorme pluralidad parece evidente que hay una movilización imparable del sector femenino de la humanidad, para reivindicar su papel en la historia. Por mi parte pienso que esa movilización ha existido siempre, con diferentes alternativas y circunstancias. Nada más revelador que el antiguo teatro griego, de las luchas y contradicciones entre hombres y mujeres de la época. Y otro buen ejemplo de ese conflicto permanente podría ser la persecución de la brujería en la Europa ilustrada. De ello no se suele hablar en los discursos políticos y es que en mi opinión no tenemos una crónica consistente de nuestra historia en términos de feminismo.

Y es que los problemas que se plantean las mujeres son idénticos a los que se plantea la humanidad, entendida en su realidad problemática más allá de cualquier asunto particular, como es la cuestión del género. Como un fractal, cada persona, cada grupo humano reproduce la estructura completa de la humanidad. En algún momento Montero se refiere a esa dicotomía entre esencialistas y postmodernistas con palabras pertenecientes al vocabulario filosófico de la Escolástica: la polémica universalistas y nominalistas. También podríamos referirnos a ello en términos de filosofía de la ciencia: racionalistas y empiristas. Los racionalistas se basan en las ideas innatas –modernamente los ‘universales lingüísticos’-, como modelos de la realidad; por tanto, nos proponen la existencia de una naturaleza humana universal, sobre la que asentar las condiciones básicas para el desarrollo de la persona –y éstas son de carácter normativo: los derechos humanos-. Por su parte el empirismo nos presenta el entendimiento humano como un recipiente vacío que se debe rellenar con ideas; a partir de esa intuición, se enfrenta a la realidad sin prejuicios que limiten la expansión de sus posibilidades. En realidad ambas posiciones son complementarias, pero cuando el empirismo se radicaliza en escepticismo, sirve de base para una operación conservadora: la destrucción de la razón para adoptar una actitud de defensa de los intereses particulares.

Si analizamos la cuestión desde ese punto de vista general y en su desarrollo histórico, encontramos que el problema está planteado por los filósofos desde el nacimiento mismo de la modernidad –aunque evidentemente se encuentra ya presente desde la Antigüedad, en la escuela de Atenas-. Será David Hume quien haga una revisión crítica de las categorías racionalistas para enviarlas al desván de los trastos viejos ya inservibles. Ese escepticismo ha sido considerado con justicia una reacción conservadora, y repite una operación intelectual que ya se produjo en el siglo II a.C. con Carnéades, imitador de los sofistas más furiosamente aristocráticos de la Atenas democrática que 200 años antes habían disputado con Sócrates. Una diatriba que también se produjo en el Islam medieval cuando el persa al-Ghazali escribió su Destrucción de la filosofía, para oponer al racionalismo de la filosofía musulmana, un buen montón de argumentos escépticos que habrían de desembocar en el integrismo religioso.

Para no multiplicar los ejemplos, volveré a la cuestión que nos ocupa. La clave de la emancipación se encuentra en la cuestión de cómo se construye el sujeto humano y ésta es una cuestión práctica, es decir, moral. Esa es la respuesta de Kant a Hume. No se puede resolver el problema que nos ocupa desde una decisión salomónica que zanje la cuestión para siempre; no hay tal solución. Pero si podemos establecer la conveniencia de una u otra toma de posición, en función de objetivos históricos considerados imprescindibles para la evolución humana y su supervivencia en el planeta Tierra. En ello además coincidiremos todos hombres y mujeres, en la medida en que asumamos la racionalidad, puesto que se trata de cuestiones que a todos nos atañen y sobre las que podemos llegar a acuerdos razonablemente.

Tampoco es que debamos exagerar la racionalidad de la especie humana, pero sobre ella nos debemos fundar: ésta es nuestra mejor cualidad y la que nos ha salvado la vida más de una vez, en momentos de casi segura extinción biológica. Y éste es precisamente el meollo de la cuestión de la actual coyuntura histórica: la especie está corriendo serios peligros a causa de la destrucción ambiental que ella misma ha creado. Debemos centrar nuestros esfuerzos en crear una situación ambientalmente sostenible para la especie humana. La destrucción ambiental está enraizada en las estructuras económicas, políticas y culturales, de la sociedad actual, y es claro que éstas deben ser cambiadas. Naturalmente esto tiene que ver con el patriarcado y con la liberación de las mujeres (¡y también de los hombres!), respecto de la esclavitud sexual que ese sistema crea con el objetivo de fomentar y proteger la reproducción de la especie.

Desde la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo, celebrada en 1994 en El Cairo, las Naciones Unidas han señalado la necesidad de fomentar la educación y la igualdad de las mujeres, así como su acceso a la libre determinación sobre su capacidad reproductora. Esa es la mejor solución para detener el aumento de la población mundial. Está comprobado que la emancipación de las mujeres reduce la tasa natalidad, y el ejemplo más claro es la evolución de la sociedad española en las últimas décadas del siglo XX, pasando de las tasas de natalidad más altas del mundo en la década de los 60 bajo la dictadura fascista fuertemente patriarcal, a tener las tasas más bajas en los 90, cuando las mujeres alcanzaron un alto grado de independencia. Es claro que reducir la tasa de natalidad y con ello el crecimiento de la población, es un elemento imprescindible de la sostenibilidad ecológica de la especie, junto con otras políticas redistributivas que limiten la riqueza y el despilfarro de los países desarrollados del globo.

Con los objetivos del milenio, al mismo tiempo, la ONU promueve la salud materna y la emancipación de las mujeres, como fundamento de una organización más racional de la vida social y medio para alcanzar un equilibrio en el desarrollo humano. En mi opinión es ésta la línea de trabajo principal, no sólo para el movimiento feminista, sino para todo ser humano que se precie de poseer la capacidad de ser racional y toda institución que busque la mejora de la vida humana. Pero es claro también que las prácticas que desarrollan una sexualidad polimorfa, no convencional, por fuera de la familia monógama y patriarcal, contribuyen a su modo a reducir las tasas de natalidad. Así que nada se puede objetar desde el punto de vista que estamos adoptando. El problema está en fijar los límites que necesariamente han de marcar la vida humana, y por tanto la sexualidad en tanto que humana.

La naturaleza de esos límites es histórica. En nuestros días esos límites están establecidos por la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la Asamblea General de la ONU de 1948, y demás declaraciones internacionales que complementan esa base jurídica. La cuestión es saber que esos derechos fundamentales nos comprometen a todos moralmente, y que debemos dirigir nuestra acción en el sentido de completar su realización universal.

Esa línea de trabajo es la que se está perdiendo en las décadas del neoliberalismo y la globalización. El imperialismo euro-americano ha buscado eliminar las expectativas de emancipación humana que se abrieron tras la Segunda Guerra Mundial. Los nuevos movimientos internacionales que se están desarrollando en la resistencia contra ese imperialismo, nos muestran que todavía hay perspectivas emancipatorias para la humanidad. Pero es una desgracia que la sociedad española, incluido el movimiento de mujeres, no haya sido consecuente con los requerimientos de la razón en esta coyuntura histórica, y nos encontremos inmersos en una marea conservadora con perspectivas nada halagüeñas para todos. Ese movimiento antirracional no es extraño en un Estado como el español, con una larga historia de oscurantismo. Y también es fácil perder la perspectiva en medio del combate diario. Pero debemos tener claro cuál es el enemigo a batir y no perdernos en falsas polémicas que benefician la ganancia de los oportunistas.

Tomado de: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=116531

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