Las Mujeres. Por Arthur Schopenhauer


Sólo el aspecto de la mujer revela que no está destinada ni a los grandes trabajos de la inteligencia, ni a los grandes trabajes materiales. Paga su deuda a la vida, no con la noción, sino con el sufrimiento, los dolores del parto, los inquietos cuidados de la infancia; tiene que obedecer al hombre, ser una compañera pacienzuda que le serene. No está hecha para los grandes esfuerzos, ni para las penas a los placeres excesivos. Su vida puede transcurrir más silenciosa, más insignificante y más dulce que la del hombre, sin ser por naturaleza mejor ni peor que éste.

Lo que hace a las mujeres particularmente aptas para cuidarnos y educarnos en la primera infancia, es que ellas mismas continúan siendo pueriles, fútiles y limitadas de inteligencia. Permanecen toda su vida niños grandes, una especie de intermedio entre el niño y el hombre. Si observamos a una joven loquear todo el día, bailando y cantando con él, imaginemos lo que con la mejor voluntad del mundo haría en su lugar un hombre.

En las jóvenes solteras, la naturaleza parece haber querido hacer lo que en estilo dramático se llama un efecto teatral. Duran, te algunos años las engalana con una belleza, -una gracia y una perfección extraordinaria, a expensar de todo el resto de su vida, a fin de que durante esos rápidos años de esplendor puedan apoderarse fuertemente de la imaginación de un hombre y arrastrarle a cargar legalmente con ellas de cualquier modo. La pura reflexión y la razón no daban suficiente garantía para triunfar en esta empresa. Por eso la naturaleza ha armado a la mujer, como a cual, quiera otra, con las armas y los instrumentos necesarios para asegurar su existencia y sólo durante el tiempo preciso, porque en esto la naturaleza obra con su habitual economía. Así cauro la hormiga hembra, después de unirse con el macho, pierde las alas que le serían inútiles y hasta peligrosas para el período de la incubación, así también la mayoría de las veces, después de dos o tres partos, la mujer pierde su belleza.

De ahí proviene que las jóvenes casaderas miren general, mente las ocupaciones domésticas o los deberes de su estado como cosas accesorias y puras -bagatelas, al paso que reconocen su verdadera vocación por el amor, las conquistas y todo lo que con ellas se relaciona, vestir, baile, etc.

Cuanto -más noble y acabada es una cosa, más lento y tardo desarrolla tienen. La razón y la inteligencia del hombre no llega a su auge hasta la edad de veintiocho años; por el contrario, en la mujer la madurez de espíritu llega a la de dieciocho.

Por eso tiene siempre un juicio de dieciocho años, medio muy estrictamente. Y por eso las mujeres son toda su vida verdaderos niños.

No ven más que lo que tienen delante de los ojos, se fijan solo en lo presente, toman las apariencias por la realidad y prefieren las fruslerías a las cosas más importantes. Lo que distingue al hombre del animal es la razón. Confinado en el presente, se vuelve hacia el pasado y sueña con el porvenir; de aquí su procedencia, sus cuidados, sus frecuentes aprensiones.

La débil razón de la mujer no participa de esas ventajas ni de esos inconvenientes. Padece miopía intelectual que, por una especie de intuición, la permite ver de un modo penetrante las cosas próximas; pero su horizonte es muy pequeño y se le escapan las cosas lejanas. De ahí viene el que todo cuanto no es inmediato, o sea lo pasado y lo venidero, obre más débilmente sobre la mujer que sobre nosotros. De ahí también esa frecuente inclinación a la prodigalidad, que a veces confina con la demencia.

En el fondo de su corazón, las mujeres se imaginan que los hombres han venido al mundo para ganar dinero y las mujeres para gastarlo Si se ven impedidas de hacerlo mientras vive su marido, se desquitan después de muerto éste. Y lo que contribuye a confirmarlas en esta convicción, es que el marido les da el dinero y les encarga de los gastos de la casa.

Tantas partes defectuosas se compensan, sin embargo, con un mérito. La mujer más absorta por el momento presente, goza más de él que nosotros. De ahí esa jovialidad que les es propia y las hace ser capaces de distraer y a veces consolar al hombre abrumado de preocupaciones y penas.
En las circunstancias difíciles no hay que desdeñar la costumbre de recurrir, como en otros tiempos los germanos, al consejo de las mujeres; porque tienen una manera de concebir las cosas enteramente diferente de la nuestra. Van derechas al fin por camino más corto; porque, en general, sus miradas se detienen en lo que está a su mano. Por el contrario, nuestra mirada pasa sin fijarse por encima de las cosas que se nos meten por los ojos, y buscan mucho más allá. Necesitamos que se nos traiga a una manera de ver más sencilla y más rápida. Añádase a eso que las mujeres tienen positivamente un juicio más aplomado y no ven en las cosas nada más que lo que hay en ellas en realidad: al paso que nosotros, por influjo de nuestras pasiones excitadas, amplificamos los objetos y nos fingimos quimeras.

Las mismas aptitudes nativas explican la conmiseración, la humanidad, la simpatía que las mujeres manifiestan por los desgraciados. Pero son inferiores a los hombres en todo lo que atañe a la equidad; a la rectitud y a la probidad escrupulosa. A causa de lo débil de su razón, todo lo que es de presente, visible e inmediato, ejerce en ellas un imperio contra el cual no pueden prevalecer las abstracciones, las máximas establecidas, las resoluciones enérgicas, ni ninguna consideración de lo pasado a lo venidero, de lo lejano a lo ausente. Tienen las primeras y principales cualidades de la virtud, pero les faltan las secundarias y accesorias... Por eso la injusticia es el defecto capital de las naturalezas femeninas. Eso proviene de sus escasos buen sentido y reflexión que hemos señalado; Y lo que agrava aún más este defecto, es que el negarles fuerza la naturaleza, les ha dado como patrimonio la astucia, para proteger su debilidad; y de ahí su falacia habitual y su invencible tendencia al embuste. En león tiene dientes y garras, el elefante y el jabalí colmillos de defensa, cuernos el toro, la sepia tiene su tinte con que enturbiar el agua en torno suyo; la naturaleza no ha dado a la mujer más que el disimulo para defender y protegerse. Esta facultad suple a la fuerza que el hombre toma del vigor de sus miembros y de su razón.

El disimulo es innato en la mujer, lo mismo en la más aguda que en la más torpe. Es en ella tan natural su uso en todas ocasiones, como en un animal atacado el defenderse al punto con sus armas naturales. Obrando así, tiene hasta cierto punto conciencia de sus derechos, lo cual hace que sea casi imposible encontrar una mujer absolutamente verídica y sincera.

Por eso precisamente es por lo que con tanta facilidad compren, de el disimulo ajeno, y por lo que no es fácil usarlo con ella.

De este defecto fundamental y de sus consecuencias nacen la falsía, la infidelidad, la traición, la ingratitud, etc. Las mujeres perjuran ante los tribunales con mucha más frecuencia que los hombres, y sería cuestión de saber si debe admitírselas a prestar juramento. Ocurre de vez en cuando que señoras a quienes nada les falta son sorprendidas en los almacenes en flagrante delito de robo.

Los hombres jóvenes, hermosos, robustos, están destinados por la naturaleza a propagar la especie humana, a fin de que ésta no degenere. Tal es la firme voluntad que la naturaleza expresa por medio de las pasiones de las mujeres. Con seguridad, ésta es la más antigua y poderosa de todas las leyes. ¡Pobres, pues, de los intereses y derechos que se le pongan por obstáculos! Cuando llegue el momento, suceda lo que quiera, serán hollados sin misericordia.

La moral secreta, inconfesa y hasta inconsciente pero innata de las mujeres, consiste en estor "Tenemos fundado derecho a engañar a quienes se imaginan que, proveyendo económicamente a nuestra subsistencia, pueden confiscar en provecho suyo los derechos de la especie. A nosotras es a quienes se nos han confiado; en nosotras descansa la constitución y la salud de la especie, la creación de la generación futura; a nosotras nos incumbe trabajar para ello con toda conciencia".
Pero las mujeres no se interesan de ningún modo in abstracto por ese principio superior; solamente lo comprenden in concreto, y cuando se presenta ocasión no tienen más manera de expresarlo que su manera de obrar. En este punto su conciencia las deja mucha más tranquilas de lo que se pudiera creer, porque en el fondo más oscuro de su corazón sienten vagamente que al hacer traición a sus deberes para con el individuo, los llenan tanto mejor para con la especie, que tienen derecho infinitamente superiores.

Como las mujeres únicamente han sido creadas para la propagación de la especie, y toda su vocación se concentra en ese punto, viven más para la especie que para los individuos, y toman más a pecho los intereses de la especie que los intereses de los in, dividuos. Esto es lo que da a todo su ser y a su conducta cierta ligereza y mires opuestas a las del hombre. Tal es el origen de esa desunión tan frecuente en el matrimonio, que ha llegado a ser casi normal.

Los hombres son naturalmente indiferentes entre si; las mujeres son enemigas por naturaleza. Esto debe depender de que el odium fiuiinum, la rivalidad, que está restringida entre los hombres a los de cada oficio, abarca en las mujeres a toda la especie, porque todas ellas no tienen más que un mismo oficio y un mismo negocio. Basta que se encuentren en la calle para que crucen miradas de guelfos y gobelinos.

Salta a los ojos que en la primera entrevista de dos mujeres hay más contención, disimulo y reserva, que en una primera entrevista entre hombres.

Adviértase, además, que, en general, el hombre habla con algunas atenciones y cierta humanidad a sus subordinados, hasta a los más ínfimos; pero es insoportable ver con qué altanería se dirige una mujer de sociedad a una mujer de clase inferior, cuando no está a su servicio. Quizá dependa esto de que entre mujeres son infinitamente más grandes las diferencias de alcurnia que entre los hombres, y esas diferencias pueden con facilidad modificarse o suprimirse.

La posición social que ocupa un hombre depende de mil consideraciones; para las mujeres, una sola circunstancia decide su posición: el hombre a quien ha sabido agradar. Su única función las pone bajo un pie de igualdad mucho más marcado, y por eso tratan de crear ellas entre si diferencias de categorías.

Preciso ha sido que el entendimiento del hombre se obscureciese por el amor para llamar bello a ese sexo de corta estatura, estrechos hombros, anchas caderas y piernas cortas. Toda su belleza reside en el instinto del amor que nos empuja a ellas. En vez de llamarle bello, hubiera sido más justo llamarle inestético.

Las mujeres no tienen el sentimiento ni la inteligencia de la música, así como tampoco de la poesía y las artes plásticas. En ellas todo es pura imitación, puro pretexto, pura afectación explotada por su deseo de agradar. Son incapaces de tomar parte con desinterés en nada, sea lo que fuere, y he aquí la razón. El hombre se esfuerza en todo por dominar directamente, ya por la inteligencia, ya por la fuerza; la mujer, por el contrario, siempre y en todas partes está reducida a una dominación en absoluto indirecta; es decir, sobre él ejerce una influencia inmediata. Por consiguiente, la naturaleza lleva a las mujeres a buscar en todas las cosas un medio de conquistar al hombre, y el interés que parecen tomarse por las cosas exteriores siempre es un fingimiento, un rodeo, es decir, pura coquetería y pura monada. Rousseau lo ha dicho: "Las mujeres, en general, no aman ningún arte, no son inteligentes en ninguno, y no tienen ningún genio. Basta observar, por ejemplo, lo que ocupa y atrae su atención en un concierto, en la ópera o en la comedia; advertir el descaro con que continúan su cháchara en los lugares más hermosos de las más grandes obras maestras. Si es cierto que los griegos no admitían a las mujeres en los espectáculos, tuvieron mucha razón; a lo menos, en sus teatros se podría oír alguna cesa".

En nuestro tiempo, al mulie taceat in ecclesia convendría añadir un taceat mullier in theatro, o bien sustituir un precepto por otro, y colgar éste, en grandes caracteres, sobre el telón del escenario.

Pero, ¿qué puede esperarse de las mujeres, si se reflexiona que en el mundo entero no ha podido producir este sexo un solo ingenio verdaderamente grande, ni una sola completa y original en las bellas artes, ni un solo trabajo de valor duradero, sea en lo que fuere? Esto es muy notable en la pintura. Son tan aptas como -nos, otros para aprender la parte técnica y cultivan con asiduidad este arte, sin poder gloriarse de una sola obra maestra, precisamente porque les falta aquella objetividad del espíritu que es necesaria, sobre todo para la pintura. No pueden salir de si mismas. Por eso las mujeres vulgares ni siquiera son capaces de sentir sus bellezas, porque natura non facit sutus. En su célebre obra Examen de ingenios para las ciencias -que tiene más de trescientos años de fecha- rehúsa Huarte a las mujeres toda capacidad superior.

Excepciones aisladas y parciales no cambian las cosas en nada: tomadas en conjunto, las mujeres son y serán las nulidades más cabales e incurables.

Gracias a nuestra organización social absurda en el mayor grado, que las hace participar del título y la situación del hombre, por elevados que sean, excitan con encarnizamiento las menos nobles ambiciones de éste; y por una consecuencia natural de este absurdo, su dominio y el tono que imponen ellas corrompen la sociedad moderna.

Debiera tomarse como norma esta sentencia de Napoleón Iº "Las mujeres no tienen categoría".

Chamfort dice también con mucha exactitud: "Están hechas para comerciar con nuestras debilidades y con nuestra locura, pero no con nuestra razón. Existen entre ellas y los hombres simpatías de epidermis y muy pocas simpatías de espíritu, de alma y de carácter".

Las mujeres son el sexus sequior, el sexo segundo desde todos los puntos de vista, hecho para estar a un lado y en segundo termino. Cierto que se deben tener consideraciones a su debilidad; pero es ridículo rendirles pleito-homenaje, y eso mismo nos degrada a sus ojos. La naturaleza, al separar la especie humana en dos categorías, no ha hecho iguales las partes.

Esto es lo que han pensado en todo tiempo los antiguos y los pueblos de Oriente, que se daban mejor cuenta del papel que conviene a las mujeres que nosotros con nuestra galantería a la antigua moda francesa y nuestra estúpida veneración, que es el despliegue más completo de la necedad germano-cristiana. Esto no ha servido más que para hacerlas tan arrogantes y tan impertinentes. A veces me hacen pensar en los monos sagrados de Benarés, los cuales tienen tal conciencia de su dignidad sacrosanta y de su inviolabilidad, que todo se lo creen permitido.

La mujer en Occidente, lo que se llama la señora, se encuentra en una posición enteramente falsa. Porque la mujer, el sexus sequior de los antiguos, no está en manera ninguna formada para inspirar veneración y recibir homenajes, ni para llevar la cabeza más alta que el hombre, ni para tener iguales derechos que éste.

Las consecuencias de esta falsa posición son harto evidentes. Sería de desear que en Europa se volviese a su puesto natural a ese número dos de la especie, humana y que se suprimiera la señora, objeto de mofa para el Asia entera, y de la cual también se hubieran burlado Roma y Grecia.

Desde el punto de vista político y social, esta reforma sería un verdadero beneficio. El principio de 1a ley sálica es tan evidente, tan indiscutible, que parece inútil formularlo. Lo que se llama propiamente la dama europea es una especie de ser que no debiera existir. No debería haber en el mundo más que mujeres de interior, aplicadas a los quehaceres domésticos, y jóvenes solteras aspirantes a ser lo que aquéllas, que se formasen, no en la arrogancia, sino en el trabajo y en la sumisión.

Precisamente porque hay damas en Europa es por lo que las mujeres de la clase inferior, es decir, la gran mayoría, son infinitamente más dignas de lástima que en el Oriente.

Lord Byron, dice así: "Meditado en la situación de las mujeres bajo los antiguos griegos y es bastante conveniente. Es estado actual, resto de la barbarie feudal de la Edad Media, es artificial y contrario a la naturaleza. Las mujeres debieran ocuparse en los quehaceres de su casa; se las debería alimentar y vestir bien, pero no mezclarlas en la sociedad. También deberían estar instruidas en la religión; pero ignorar las poesías y la política; no leer más que libros devotos y de cocina. Música, dibujo, baile, y también un poco de jardineo y labores del campo de tiempo en tiempo. Las he visto en Epiro trabajar con fruto en el arreglo de los caminos. ¿Y por qué no? ¿No barren las hojas secas y extienden el heno para que se seque? ¿No son lecheras?

Las leyes que rigen al matrimonio en Europa suponen a la mujer igual al hombre, y así tienen un punto de partida falso.

En nuestro hemisferio monógamo, casarse es perder la mitad de sus derechos y duplicar sus deberes. En todo caso; puesto que las leyes han concedido a las mujeres los mismos derechos que a los hombres, hubieran debido también conferirles una razón viril.

Cuántos más derechos y honores superiores a su mérito confieren las leyes a las mujeres, más restringen el número de las que en realidad participan de esos favores; y quitan a las demás sus derechos naturales en la misma proporción que a unas cuantas privilegiadas se los han dado excepcionales.

La ventaja que la monogamia o las leyes resultantes de ella conceden a la mujer, proclamándola igual al hombre produce la consecuencia de que los hombres sensatos y prudentes vacilan a menudo en dejarse arrastrar a un sacrificio tan grande, a un pacto tan desigual.

En los pueblos polígamos cada mujer encuentra alguien que cargue con ella; entre nosotros por el contrario, es muy restringido el número de las mujeres casadas y hay infinito número de mujeres que permanecen sin protección, solteronas que vegetan tristemente en las clases altas de la sociedad, pobres criaturas sometidas a rudos y penosos trabajos en las filas inferiores. O bien, sé truecan en miserables prostitutas, que arrastran uña vida vergonzosa y se ven conducidas por la fuerza de las circunstancias a formar una especie de clase pública y reconocida, cuyo fin especial es el de preservar de los riesgos de seducción a las felices mujeres que han pescado marido o que pueden esperarlo. Solo en la ciudad de Londres hay ochenta mil mujeres públicas, verdaderas víctimas de la monogamia, cruelmente- inmoladas en el altar del matrimonio. Todas esas infelices son la comprensión inevitable de la dama europea, con su arrogancia y sus pretensiones. Por eso la poligamia es un verdadero beneficio para las mujeres, consideradas en conjunto.

Además, desde el punto de vista racional, no se ve por qué cuando una mujer sufre algún mal crónico, o no tiene hijos, o se ha hecho vieja, no había de tomar su marido otra más. Lo que dio prestigio a los mormones, fue precisamente la supresión de esta monstruosa monogamia.

Al conceder a la mujer derechos superiores a su naturaleza, se le han impuesto deberes también por encima de su naturaleza. De ahí demanda para ella una fuente de desdichas. En efecto, esas exigencias de clase y de fortuna son tan pesadas, que el hombre que se casa comete una imprudencia si no hace un casamiento brillante Si desea encontrar una mujer que le guste por completo, la buscará fuera del matrimonio, y se limitará a asegurar la suerte de su querida y la de sus hijos.

Si la mujer cede sin exigir en rigor los derechos exagerados que solo el matrimonio le concede, entonces pierde el honor, por, que el matrimonio es la base de la sociedad civil, y se prepara una triste vida, porque está en la naturaleza de los hombres el preocuparse desmedidamente de la opinión de los demás. Si, por el contrario, la mujer resiste, corre el riesgo de apencar con un marido que le desagrade o el de secarse en su sitio quedándose para vestir santos.

Desde este punto de vista de la monogamia conviene leer el profundo y sabio tratado de Thomasius De Corcubinatu. En él se ve que en todos los pueblos civilizados de todos los tiempos, hasta la Reforma, el concubinato ha sido una institución admitida, hasta cierto punto legalmente reconocida, y de ningún modo deshonrosa. La reforma luterana fue quien la hizo descender de su categoría, porque encontró en ella una justificación para el matrimonio de los clérigos y la Iglesia católica no pudo quedarse atrás en este punto.

Es inútil disputar acerca de la poligamia, puesto que de hecho existe en todas partes y solo se trata de organizarla.

¿Dónde se encuentran verdaderos monógamos? Todos, a lo menos durante algún tiempo, y la mayoría casi siempre, vivimos en la poligamia.

Si todo hombre tiene necesidad de varias mujeres, justo es que sea libre y hasta que se le obligue a cargar con varias mujeres. Estas quedarán de ese modo reducidas a su verdadero papel, que es el de un ser subordinado; y verá desaparecer de este mundo la dama, ese monstruo de la civilización europea y de la estolidez germano-cristiana, con sus ridículas pretensiones al respeto y al honor. ¡No más señoras, pero también no más esas infelices mujeres que llenan al presente la Europa!...

Es evidente que por naturaleza la mujer está destinada a obedecer. Y prueba de ello que la que está colocada en ese estado de independencia absoluta, contrario a su naturaleza, se enreda en seguida, no importa con qué hombre, por quien se deja dirigir y dominar, porque necesita un amo. Si es joven, toma un amante; si es vieja, un confesor.

El matrimonio es una celada que nos tiende la naturaleza.

El honor de las mujeres, lo mismo que el honor de los hombres, es un "espíritu de cuerpo" bien entendido. En la vida de las mujeres las relaciones sexuales son el gran negocio. El honor consiste para una joven soltera en la confianza que inspire su inocencia, y para una mujer casada en la fidelidad que tenga a su marido.

Las mujeres esperan y exigen de los hombres todo lo que ellas necesitan y apetecen. El hombre, en el fondo, no exige de la mujer más que una sola cosa.

Así, pues las mujeres tienen que amañárselas de tal modo que los hombres no pueden obtener de ellas esa cosa única sino a cambio de encargarse de ellas y de los hijos futuros. De la maña que se den depende la felicidad de todas las mujeres. Para obtenerlas, es preciso que se sostengan entre si y den pruebas de espíritu de cuerpo.

Por eso marchan como una sola mujer, en apretadas filas al encuentro del ejército de los hombres, quienes, gracias al predominio físico e intelectual, poseen todos los bienes terrenales. El hombre: he ahí el enemigo común que se trata de vencer y conquistar, a fin de llegar con esta victoria a poseer los bienes de la tierra.

La primera máxima del honor femenino ha sido, pues, que es preciso rehusar sin misericordia al hombre todo comercio ilegítimo, a fin de obligarle al matrimonio como una especie de capitulación, único medio de proveer a toda la gente femenina.

Para conseguir ese resultado, debe respetarse con todo rigor la precedente máxima. Todas las mujeres, con verdadero espíritu corporativo, velan por su ejecución.

Una joven soltera que ha caído, se ha hecho culpable de traición hacia todo su sexo; porque si ese acto se generaliza, quedaría comprometido el interés común. La expulsan de la comunidad, se la cubre de vergüenza, y de ese modo se entera de que ha perdido su honor. Toda mujer debe huir de ella como de una apestada.

La misma suerte espera a la mujer adúltera, porque ha faltado por el marido. Su ejemplo es de tal naturaleza, que retraería a los hombres de firmar semejante tratado, y de éste depende la salud de todas las mujeres.

Aparte de este honor particular de su sexo, la mujer adúltera pierde también su honor civil, porque su acto es un engaño, una grosera falta a la fe jurada. Puede decirse con alguna indulgencia "una joven soltera seducida"; no se dice "una casada seducida".

El seductor puede devolver el honor a la primera con el matrimonio; no puede devolvérselo a la segunda, ni aún después del divorcio.

Viendo con claridad las cosas, reconoce, pues que el principio del honor de las mujeres es un espíritu de cuerpo útil, indispensable, pero bien calculado y fundado en el interés. No puede negarse su extremada importancia en el destino de la mujer; pero no puede atribuírsele un valor absoluto más allá de la vida y de los fines de la vida, y que merezca que se le sacrifique en holocausto la vida misma...

Lo que prueba de una manera general que el honor de las mujeres no tiene un origen verdaderamente conforme con la naturaleza es el número de sangrientas víctimas que se le ofrecen, infanticidios, suicidios de madres. Si una joven soltera que toma un amante comete una verdadera traición hacia su sexo, no olvidemos que el pacto femenino podrá haber sido aceptado tácitamente, pero sin compromiso formal por parte de ella. Y como en la mayoría de los casos ella es la primera víctima, su locura es infinitamente más grande que su perversidad.

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