Tres Cuentos de Carlos Villarino


BAJO EL SIGNO DE CÁNCER

El brazo muerto no siempre está del todo muerto: a veces percibo un hormigueo leve que me toma por sorpresa. Casi no pienso en él. De hecho, sólo con esfuerzo puedo recordar cómo era la vida antes de que se apagara la conexión entre nosotros. Con el resto del cuerpo he ido ganando control en áreas que creí perdidas por completo. No ha sido fácil la recuperación, o tal vez, para no crear falsas expectativas, no ha sido fácil demorar la ruina total hacia la que me dirigía. Cuando experimento esa sensación, esporádica y casi ajena, en la que algo de vida parece habitar todavía en el brazo, entro en un vaho de melancolía. Una neblina difusa parecida a la tristeza, porque a pesar de que me esfuerzo, no puedo imaginar cómo era que, en el pasado, bebía una taza de café sujetada por ese extremo, me asía de los pasamanos en el metro o acariciaba algún rostro.
Ahora que puedo verlo de nuevo, luego de algunas temporadas de estar sumergido en la oscuridad total; lo descubro menguado por completo, flácido, esquelético, inmóvil. La mayor parte del tiempo me siento alienado de él, no puedo reconocerlo como propio más que por un ejercicio de rigor racional. Está allí, fijado a un extremo del tórax como un apéndice, está, existe, pero por sí sólo no puede subsistir. Apenas si puede limitarse a permanecer allí, casi muerto, asistido por el mecanismo ciego del aparato circulatorio que, irrigándolo de sangre, evita que se apague por completo. Con el otro, el vivo, el todavía fuerte, el que asume la total responsabilidad de apoyarme en el trato con el mundo, lo tomo y lo cambio de lugar cuando su presencia se hace más inútil y más gravosa.
No es mucha la diferencia con la pierna que está de ese lado, sin embargo; a ella todavía le puedo exprimir algunos movimientos toscos y mal coordinados que, a pesar de todo, me hacen posible valerme por mí mismo. La pierna y su torpe marcha representan una victoria parcial, transitoria tal vez, sobre los bichos que se han venido comiendo los cables en mi cabeza. De allí provienen todas mis ruinas: de mi cabeza y de las desconectadas fibras nerviosas que se han ido tragando poco a poco los artrópodos que se alimentan de mí. Irónicamente, el mismo ciego mecanismo circulatorio que evita que el brazo muerto lo esté por completo, es el que mantiene pujantes a los invasores. No noté su presencia sino hasta que fue ya demasiado tarde, cuando ya habían minado vastas extensiones de corteza y la presión ejercida por su explosión demográfica comenzó a desactivar algunas funciones.
Aquella mañana, en la que desperté sobresaltado por una pesadilla recurrente, descubrí los primeros signos de su presencia. Me levanté de la cama con determinación, pero al poner ambos pies en el suelo la habitación comenzó a dar vueltas y en un instante fui a parar contra la mesita de noche en la que estaba el retrato de los abuelos. Me golpee la nariz y derramé un poco de sangre. Luego me quedé un rato tendido en el piso hasta que cesó el mareo y me pude incorporar de nuevo. Entonces pensaba que el vahído se debía a una mala digestión de la cena anterior y seguí mi vida sin preocupaciones. En aquella época jugaba al fútbol, era delantero y buen goleador. Los fines de semana eran para el fútbol, para los amigos y para los abuelos, a los que visitaba con frecuencia. Ellos me recibían con manjar de mandarina y chicha andina. Los abuelos eran los propios abuelos, es decir, hacían todo lo que un niño podría querer, necesitar y gozar de unos abuelos. Cariñosos, sabiondos, bonachones, encubridores y generosos a más no poder, hacían de mí un príncipe agasajado cada sábado que pasaba a su lado.
Fueron los abuelos los que me acompañaron por los tramos más oscuros, cuando se hizo evidente que algo andaba mal con mi cabeza. Fueron ellos, los abuelos, los que me tranquilizaron durante horas mientras esperábamos en la sala del hospital. Fueron ellos los que me llevaron en brazos cuando fallaron ambas piernas y no podía sostenerme ni para ir al baño. Cuando los amigos del colegio dejaron de visitar por las tardes, cuando los hermanos seguían jugando sus vidas evitando pasar frente a mi habitación, cuando el cabello perdido por las radiaciones me proporcionaba una imagen alienígena. Jamás lloraron, no recuerdo haberlos visto llorar o gritar de obstinación por mis interminables quejidos, por mis recurrentes y casi alucinantes interpelaciones: ¿Por qué a mí? ¿Por qué abuelito? ¿Por qué no puedo jugar contigo? ¿Por qué ya no sabe a nada el manjar de mandarina? ¿Por qué abuelo, por qué, por qué a mí?
Hoy por hoy conozco bien las explicaciones técnicas y místicas de la iniquidad que padezco. Sin embargo, aunque ya no me quejo, todavía sigue sin respuesta esa cuestión. En cualquier caso, por la razón que sea, críptica o evidente, lo cierto es que el brazo muerto me tocó a mí. Y detrás del brazo y de la pierna lisiada y de la visión borrosa y del sabor a plomo en la boca están los artrópodos hambrientos, tragando conexiones sinápticas y apagando funciones.
Meses antes de que perdiera la visión por completo, el abuelo me llevó en su carro hasta la playa. Los médicos habían prohibido toda clase de excursiones que implicasen un esfuerzo adicional para mi cuerpo, pero el abuelo no podía ver cómo se consumían las horas sin que yo pudiese gozar, así fuese tan sólo un rato, del esplendido sol que bañaba la tarde. Cuando divisé la línea costera fantaseé con salir corriendo hasta la orilla de la playa y tirarme un clavado entre las olas. Tuve que conformarme con que el abuelo me llevara cargado hasta la arena mojada y que la abuela me rociara un poco del agua de mar en el rostro. Nos quedamos allí toda la tarde, hasta que el sol comenzó a ocultarse y el cielo se fracturó en tonos rojizos. De la arena, se asomaron unos diminutos ojos que nos observaban cautelosos, erupciones de polvillo salían del piso de la playa formando pequeños cráteres en su superficie. A los ojos vigilantes les siguieron unas tenazas, exoesqueléticas prolongaciones que una vez que han sujetado algo jamás lo sueltan. Cientos, tal vez miles de diminutos cangrejos comenzaron a invadir la playa, y sin habernos percatado de ello, estábamos rodeados de un ejército de crustáceos. El abuelo estalló en un arrebato de ira como nunca antes lo había visto, intentó patear y aplastar a los cangrejos que velozmente se metieron en sus escondrijos. El abuelo siguió golpeando con un palo la superficie de la arena mientras los maldecía y les gritaba que me dejaran en paz. Entonces comprendí que de algún modo lo que había en mi cabeza, lo que me impedía jugar al fútbol, ir al colegio y sentir el sabor andino de la chicha que me preparaba la abuela tenía que ver con los cangrejos.
Como yo nunca dejaba de pensar en los cangrejos que vimos aquella tarde en la playa, le pregunté a la abuela cuál era la relación entre ellos y el tumor que crecía en mi cabeza. Se quedó un rato en silencio y luego me explicó que las palabras tienen orígenes extraños y que tal vez de allí proviene su poder enigmático. La abuela, que dictó clases en una escuela secundaria por treinta años, me explicó con absoluta sencillez que un médico griego llamado Galeno fue el primero en utilizar la palabra cáncer para referirse a los tumores que encontraba en sus enfermos. La palabra cáncer, me decía ella, significa originalmente cangrejo, por eso el abuelo odiaba tanto a aquellos medrosos animales.
La ceguera me duró más de un año. Año en el cual me sentí atrapado en una prisión sin paredes y por ello mismo sin ventanas. La prisión estaba sin embargo colmada de imágenes, figuras confusas en las que se mezclaban recuerdos con deseos, temores con pensamientos o todos con extrañas sensaciones corporales. Privado como me encontraba de ver nada fuera de mí me di cuenta del horror que significa no tener párpados en la mente. Durante más de un año permanecí confinado a un mundo sin día ni noche, sin tiempo y sin espacio definido. En ese mundo de mis enloquecidas conexiones sinápticas venía una y otra vez la silueta del artrópodo marino de cuyo cuerpo semiesférico brotaban infinitas patas y tenazas sin que yo pudiera impedirlo. Al parecer, en medio de severas fiebres alucinatorias, gritaba enajenado a toda hora. Mi débil conexión con el mundo exterior era la voz de mi abuela que incansable me arrullaba y me repetía una y otra vez que todo iba estar bien.
La abuela se dio a la tarea de mantenerme anclado a la realidad con el hilo de su voz. Al principio me leía las historietas o novelas fantásticas que encontró por docenas en mi cuarto, luego, al darse cuenta de que con ello sólo alimentaba mi bestiario delirante se limitó a contarme los sucesos de la vida familiar. La abuela se convirtió en un noticiero doméstico que me mantenía al día sobre cómo iban las cosas en el negocio de papá, sobre las peleas entre él y mi mamá por asuntos sin importancia o sobre lo rápido que estaban creciendo los gemelos. Me repetía una y otra vez que todos me extrañaban y que pronto estaría de nuevo con ellos. Sólo cuando el escándalo cesaba un poco en mi cabeza podía aferrarme al hilo de su voz y abrigarme a la esperanza de que aquella promesa de la abuela fuera cierta. De algún modo encontraría la salida del laberinto y escaparía a la voracidad del artrópodo, mientras tanto sólo tenía que resistir y eso fue lo que hice.
Se invierte ocho veces más energía en el ataque que en la defensa, y si aquello que crecía en mi cabeza iba finalmente derrotarme no sería sin haber agotado todas las alternativas para impedírselo. El abuelo lo tuvo siempre claro, mucho más que el resto de la familia que me daba ya por desahuciado. Pese a las negativas de mis padres que sólo veían en sus esfuerzos inútiles dilaciones a un fin previsible, el abuelo me llevó a cuanto lugar hizo falta. Desde médicos alopáticos, pasando por brujos, homeópatas, imponedores de manos, exorcistas, chamanes y médiums. Sin importar su procedencia cualquier ayuda sería buena. Mi nueva actitud, la de invertir todas mis energías en resistir, comenzaba a rendir ciertos frutos y poco a poco recuperé parte de la visión; la luz del mundo exterior iluminó tenuemente la prisión en que yacía. Pensé que la estaba alucinando, pero a medida que su forma persistía y no se desdibujaba en alguna otra figura monstruosa comprendí que de nuevo podía ver, no sin esfuerzo, la sonrisa de la abuela. La gradual recuperación de mi visión y con ella la desaparición progresiva de mis crisis delirantes, infundió en el abuelo la convicción de que era posible ganarle la partida a los cangrejos. Decidió ponerme al tanto de todo cuánto me pasaba, del origen de mi enfermedad y de las acciones que en adelante tomaríamos para pasar de la defensa a la ofensiva. Ya no me habló más como a un niño, y prohibió a la abuela que me mimara con boberías. En lo sucesivo, si queríamos recuperar terreno frente a los artrópodos debíamos asumir una actitud combativa.
El abuelo, quien fuera militar de carrera, le gustaba hablar de la enfermedad como si de un código cifrado se tratara. Y la clave con la cual les fue posible tomar algunas decisiones arriesgadas provino de una fuente inesperada. El largo peregrinar por especialistas de todas las medicinas terrenales, espirituales u ocultas nos llevó a la casa de una señora. El encuentro no tuvo nada de espectacular, a diferencia de otros sitios a donde fuimos no hubo profusas bocanadas de tabaco, escupitajos de ron, ojos desorbitados o tambores afroamericanos. La señora se limitó a conversar con el abuelo, le hizo algunas preguntas sobre el tiempo que llevaba en esa situación, sobre mis padres, sobre mi infancia, comentó un poco sobre política, incluso aventuró pronósticos para la copa del mundial de fútbol. Finalmente, tras haber conversado con el abuelo por varias horas sin que aquel diálogo ameno tuviese un sentido aparente, ella se limitó a decirle que el mal era una cuestión de perspectivas, y que a grandes males sólo podía oponérseles soluciones radicales, que sólo otro mal podría contener aquello que crecía dentro de mí. La señora le dijo al abuelo que ella no tenía la respuesta a mi situación pero que no olvidara que ante la mordedura de una serpiente la única respuesta se encuentra en el propio veneno. Entonces sacó de un pequeño frasco de vidrio un trocito de cuero seco que alguna vez perteneció a un ofidio venenoso, me lo regaló y dirigiéndose a mí me prometió tenerme siempre en sus oraciones.
La recuperación no duró demasiado y pronto comencé a tener no sólo problemas para hablar sino que se hacía cada vez más débil mi respiración. Desesperados, los abuelos me llevaron de emergencia al hospital donde me aplicaban la quimio y la radioterapia, allí los galenos estabilizaron mis signos vitales. No obstante, el equipo médico le explicó a mi familia que tal y como avanzaba la enfermedad mi expectativa de vida era a lo sumo de algunas semanas, que la presión que generaba el tumor contra mi cerebro pronto haría que fallaran algunas o todas mis funciones vitales. Así que tan solo restaba esperar a que los cables que me conectan con el resto del cuerpo se fueran apagando uno a uno hasta que ya no quedara ningún signo de actividad cortical. Yo no recuerdo nada de ese período, lo que sé me lo contaron los abuelos cuando salí del coma y progresivamente fui recuperándome. Desde mi punto de vista yo había entrado en un sueño profundo en el que no era más que una cosa que piensa pero sin conciencia alguna sobre ese pensamiento. Ahora me encontraba a merced del cangrejo y de lo que el abuelo pudiese hacer para salvarme de sus tenazas.
La abuela me contó luego cómo mi padre y el abuelo se trabaron en una penosa discusión sobre lo que debía hacerse en ese momento. Mi padre, rendido desde el principio ante la persistencia del artrópodo creía que lo mejor era no prolongar mi agonía. El abuelo, convencido de que aquello sería lo mismo que meterme una puñalada en el pecho se negó en todo momento a rendirse. Una mañana, a la mitad de una inspección médica, el abuelo con el ceño fruncido y con la mirada fija le preguntó al doctor que dirigía mi tratamiento si no había alguna cosa final que se pudiese hacer para intentar salvarme. La respuesta inicial no se hizo esperar y no pasó de un monosílabo, un simple y determinante: no. Pero luego repuso que quizá quedaban los virus oncolíticos. El abuelo no comprendía qué podían significar esas palabras y le urgió a que le explicara. El médico habló de un tratamiento en fase experimental que consiste en inocular en el núcleo del tumor grandes cantidades de cierto tipo de virus, que neutraliza y a veces incluso revierte del proceso metastásico. Un procedimiento sencillo que una vez aplicado sólo resta esperar la respuesta del organismo. Sin embargo, acotó, en este país jamás se había intentado. El abuelo, que a pesar de ser militar de carrera sólo entiende de metáforas, le preguntó al médico cómo se llamaba ese virus, a lo que éste respondió: herpes, herpes simple.
La disputa entre mi papá y mi abuelo se prolongó por una semana. Semana en la que el viejo coronel retirado le exigía a su hijo que autorizara el procedimiento quirúrgico. El abuelo no sabía absolutamente nada de ninguna medicina terrena, espiritual u oculta pero cuando la abuela le explicó el origen extraño de la palabra herpes, entonces él entendió que esa era la única esperanza que me quedaba. La abuela siempre insistía en que las palabras tienen poderes enigmáticos y el abuelo siempre le creía. Cuando salí del coma, con idéntica sencillez me explicó la abuela que un siglo antes de que Galeno usara cáncer para referirse a los tumores, otro médico griego, Dioscórides, había usado la palabra herpes para referirse a ciertas lesiones que salían en la piel. La palabra herpes, me decía, significa: serpiente.
Así, vencidas las resistencias de mi papá, se autorizó a los médicos para que perforaran mi cabeza e introdujeran con una cánula diminuta una hambrienta serpiente en el escondrijo de los artrópodos. Ella, la que rampa y serpentea sólo se come las células que se reproducen con rapidez y en mi cerebro las únicas células que se reproducen son las del tumor. Al final la señora tenía razón, Brasil ganaría de nuevo el mundial de fútbol y sólo otro mal pudo contener aquello que crecía dentro de mí. Allí dentro se libra todavía una batalla infinita entre la serpiente y los cangrejos, y mientras los agentes del mal se ocupan unos de otros yo he podido extender mi esperanza de vida de unas cuantas semanas a poco más de quince años. Pude incluso sobrevivir a los abuelos, que tal y como decía la cariñosa, sabionda, encubridora y generosa profesora jubilada que era mi abuela, es como Dios manda.
El brazo muerto no siempre está del todo muerto, a veces percibo un hormigueo leve que me toma por sorpresa. Casi no pienso en él, de hecho, sólo con esfuerzo puedo recordar cómo era la vida antes de que se apagara la conexión entre nosotros. Con el otro, el vivo, el todavía fuerte, el que asume la total responsabilidad de apoyarme en el trato con el mundo, sujeto aquel trocito de cuero seco que alguna vez perteneció a un ofidio venenoso.


ANTES DE IRNOS

A mil ciento ochenta metros sobre el nivel del mar, los rayos del sol apenas calientan las mejillas. Hará quizá unos catorce grados centígrados, el aliento se condensa al contacto con el viento de la montaña y como dragones furiosos exhalamos bocanadas de vapor. El borde de la taza de chocolate nos quema los labios sin darnos cuenta. Miramos las nubes que rozan el filo del páramo en su inmensidad. Cada extremo de la cruz sobre la que estamos sentados nos permite una perspectiva privilegiada. Las calles semidesiertas dan la impresión de que estamos ante una visión fantasmal: nada se mueve, la naturaleza petrificada sugiere que una peste mortífera arrasó con todo ser viviente. Sin embargo, aún quedan algunas almas vagando, resistiendo entre las casas abandonadas, los huertos marchitos, las antiguas cafetaleras, los pastizales donde la mala hierba crece en ausencia del ganado.
Un ángel de mármol empuña la parte superior de la cruz como una espada. Los tres: el ángel mortuorio, ella y yo, nos damos encuentro cada mañana para ver cuál vecino, cuál amigo de la infancia está subiendo sus peroles a un camión y dejando atrás sus raíces. Nos preguntamos a dónde van tan despacio, arrastrándose por la montaña con su saco de costumbres y tradiciones centenarias. Dónde podrán ir a parar aquellos desterrados, a dónde iremos nosotros cuando nos toque el turno. Toda una vida en el páramo, oliendo bosta de vaca y frailejones, tomando leche de chiva y orinando tras las matas. Pronto todo quedará atrás o, para mayor precisión: hundido en la indiferencia.
Sobre la cruz, cual aves de carroña, nos sentamos a contemplar cómo se va muriendo el pueblo. Cada mañana, ella y yo, subimos al cementerio con un termo de chocolate caliente y nos sentamos sobre la tumba de mármol. La del coronel, que vio coronadas sus hazañas durante la guerra federal con un pequeño panteón que ¬¬–entre sepulcros campesinos y fosas comunes– se eleva majestuoso. Desde su tumba esperamos ansiosos la llegada del desastre.
El coronel se encargó de administrar la próspera producción de café en la serranía. Empedró las calles, instaló la botica y se abrió paso por la calle principal que da a la iglesia, al volante del primer carro que hizo sonar su motor en esta parte del páramo. Todos amaban al coronel, las casi novecientas personas que vivían o trabajaban en el pueblo estaban ligadas a él por alguna deuda moral o material. Se cuenta que a su muerte cerraron las ventanas de las casas por tres días en señal de luto. La cuarta mañana, el pueblo estalló en una fiesta total. Ya no estaba el coronel, ya no había que quererle, respetarle, y en especial, ya no había que deberle. Pero todas esas historias y recuerdos quedarán sepultados para siempre bajo las aguas del olvido.
El páramo no es la montaña, no son los frailejones, ni la bosta de vaca, ni las mañanas neblinosas, ni el chocolate caliente. Esas cosas están en todas partes de la cordillera andina. El páramo es nuestro páramo, no el de los otros cruzando la montaña. El páramo es nuestra Plaza Central, no la de ellos en el valle contiguo. El páramo es nuestro páramo, con nuestra iglesia, nuestro cementerio, nuestra botica, nuestras casuchas, no las de los otros en cualquier parte del mundo donde haya lo mismo. El páramo es nuestro páramo, el propio, el que descubrimos ella y yo entre lagañas y mocos cada mañana al ir a la escuela.
Sentado en el otro brazo de la cruz le miro las rodillas mientras balancea las piernas suspendidas en el aire. ¡Sabe que la observo y se hace la loca! Levanta la taza de chocolate mientras me dibuja una sonrisa. No puedo perderme ninguna, ya pronto no habrá más. Su familia dice que se va para la costa. La nuestra y que para la capital. Le miro las rodillas que deja descubiertas al rocío que nos hiela los huesos. La piel se acostumbra, la carne se endurece y se compacta; son más de dos días viviendo en el páramo. Sus piernas macizas, sus ojos, sus labios, su cuerpo diminuto e infernal, todo eso quedará anegado en los recuerdos. Quisiera tenerla, esconderme bajo su piel, irme con ella bajo su falda hasta la costa, a donde sea. Lo que daría por tragármela a besos en alguna de las casas abandonadas y llevarla acurrucada en mi cuerpo hasta la capital, a dónde sea…
Pero nada de eso ocurrió, ahora lo recuerdo. En aquel entonces imaginamos una ola de treinta o cincuenta metros de alto tragándose el pueblo a su paso. Imaginamos que los dos estaríamos allí, parados uno al lado del otro sobre los brazos de la cruz del coronel, con el ángel mortuorio, desafiando la columna de agua que amenazaría con sepultar nuestras casas. Nos imaginamos a los tres en una batalla final con Poseidón y sus ejércitos. Que el coronel se encarnaría en estatua funeraria y que con su espada prodigiosa partiría en dos el monstruo hidroeléctrico. Sin embargo, cuando finalmente desalojaron nuestras casas –las últimas– también subimos nuestros cachivaches a un camión, y con la idéntica lentitud de quien no quiere despedirse, abandonamos el pueblo. Las aguas del río entraron silenciosamente por las calles del pueblo. No hubo la gran ola gigante, ni Poseidón, ni el ángel mortuorio en la batalla final. Sólo un silencio absoluto y el progresivo flotar de los objetos abandonados elevándose con el nivel del agua. Poco a poco, en el mayor de los mutismos, con absoluta indeferencia, casi con desgano, el embalse de la represa se fue llenando y sepultando nuestro páramo. El nuestro, no el de ellos ni el de más nadie. Del pueblo sólo queda un campanario que ocasionalmente se asoma sobre la superficie del lago, ruinoso sobreviviente de lo que alguna vez fue nuestro hogar.
Esa mañana –antes de irnos– corrí hasta la tumba de mármol para verla por última vez, pero ella ya no estaba.


RECUERDOS

"Para que el yo no se encoja, para que conserve su volumen,
hay que regar los recuerdos como a las flores y, para regarlos,
hay que mantener regularmente contacto con los testigos del pasado..."
Jean-Marc
Milan Kundera, La Identidad


La silueta de su rostro en la penumbra se dibuja con los lánguidos rayos de sol que aún se escurren por entre las ventanas, lamiendo con delicadeza la superficie de su cuerpo un instante antes de retirarse para siempre. Es una imagen sobria, ensimismada, casi melancólica, que mira a la pared desierta, espejo de su alma. La observo con fascinación procurando no perturbar aquella película en blanco y negro que espera por ser revelada, es tan hermosa como triste. Afuera se oye el murmullo de los árboles que se mecen con la brisa de la tarde arribando a su fin. Ella, desnuda sobre el sofá, se encuentra cubierta casi por completo por la oscuridad que progresivamente se cierne sobre nosotros, un ligero resplandor atraviesa toda la habitación iluminando por un segundo su rostro; en el borde de la mejilla brilla una molécula vidriosa y húmeda que pende lista para precipitarse entre sus pechos. Una vez el faro intruso del carro se ha retirado no queda ya mucho espacio para nosotros. Ocupa casi todo el sofá con sus largas y estilizadas piernas que, no obstante, están replegadas formando un ángulo que transforma sus rodillas en crestas de montañas que protegen el valle de su pubis mientras éste reposa silente entre ellas. Sobre las crestas, como nubes dibujadas, bordean sus brazos para cerrar así el hoy inextricable camino hacia su vientre. Jamás me había conmovido tanto una silueta en la penumbra.
Aquel pequeño anexo sólo había conocido otro hombre aparte de mí, pequeño enclave de juventud rodeado de quintas y árboles tan hermosos como vetustos, donde ella habría de vivir sus últimos años de universidad. Minutos antes, cuando el ardor encendido en llamas nos parecía una hoguera inagotable, al deslizar mi boca en búsqueda de sus senos, hallando en ellos mis deseos, mis ansias y premuras, ella me acariciaba la nuca y rozaba con sus dedos mi cabello como marcando las notas de un bajo. Descendiendo a rapel, mis dedos sobre su cuerpo pronto hallarían la gruta que al contacto se estremeció en un sismo, límpidos líquidos manaban de las paredes, humedeciendo todo el clima interior y exterior, un estruendo nos sustrajo por un momento, pero ella, tranquila, sonriente, me dijo al oído: “son las lluvias de mayo que anuncian su llegada”. Entonces, la envidia se apoderó de mis dedos y un segundo quiso también entrar, un leve gemido acompañó una contracción que hizo la gruta más estrecha por un instante. Traté de acallarla con un beso profundo, quería tragarme ese quejido y guardarlo eternamente dentro mí.
Lo que sobrevino después fue sólo soledad, lo que al principio parecía placer hecho sonido se transformó en sollozo, en súplica, en rechazo. Sentí cómo su mano procuraba arrebatarme de su sexo, al principio titubeante pero luego cada vez con mayor firmeza. Torpe, confundido por el propio deseo de satisfacción, interpreté erróneamente ese gesto, pensando que se trataría de algún juego de seducción, quizá la materialización de alguna perversión cientos de veces fantaseada, la fascinación del ultraje o el vértigo de la violación, apresuré la embestida del vástago y sentí cómo sus piernas presionaban mis caderas haciendo resistencia y su pubis emprendía la retirada conforme sus nalgas se enterraban más y más en el sofá. Como todavía quedaba suficiente claridad dentro como fuera, me percaté que diminutos riachuelos rodaban mejilla abajo con un desenfreno que no alcanzaba a comprender, de golpe me detuve y me quedé quieto con el miembro suspendido mientras éste perdía milímetro a milímetro el poder de la erección. Ella secaba toscamente con la muñeca las lágrimas que bañaban su rostro como si le hubiesen amputado ambas manos durante el encuentro; parecía, en la penumbra cada vez mayor, un manco sacándole todo el provecho posible a sus inertes muñones. A pesar de no poder precisarlo, me pareció que durante el tiempo transcurrido después, el silencio y la oscuridad se hermanaron en una celada final donde ella y yo seríamos las víctimas indefensas de su presencia. Lentamente, me incorporé sobre mis articulaciones y giré en dirección del angosto espacio disponible en la orilla del sofá, con la derecha fijaba el eje mientras la izquierda trazaba en el aire la ruta de la desbandada cuando la derrota es inminente. Me senté en el borde, inaugurando el gheto al que en adelante sería confinado. Ella, pesadamente, replegaba sus piernas acurrucándose en el recodo derecho del sofá, su mirada fija en la pared en una imagen para siempre inmortal. Un segundo estruendo sacudió la ciudad, que yacía sumida en un manto de gotas torrenciales: “han llegado —pensé— las lluvias de mayo”.
Para evitar malentendidos es importante aclarar que ella no era en absoluto virgen, ni fisiológicamente hablando tenía limitaciones para el acto sexual. Lo que esa tarde-noche ocurrió es algo que aún hoy no alcanzo a comprender, algo se había roto, algo había roto yo (o ella) sin que nos percatáramos hasta qué punto lo fracturado tocó los nervios. En aquella pieza, anexo de quinta del Este de la ciudad, habitaba un equilibrio de años que mi presencia vino a alterar y de la cual jamás se repondría. Hay que aclarar también que mi estancia allí no respondía a estratagema alguna, tampoco salté por la verja trasera adentrándome en un hogar desconocido para tomar del elixir virginal de ninguna mujer. Yo estaba allí por un acto deliberado de mutuo deseo que reclamaba insistentemente su consumación.
Lo que parecía hoguera inagotable se reveló en cerillo de fósforo cuya flama, flamita, se consumió en pocos minutos quemándonos algo más que los dedos. Cuando la penumbra cedió paso a la oscuridad total, transcurridos unos minutos me puse de pie y a tientas busqué entre los muebles mis vestimentas; hallando primero la camisa, me la puse pausada y taciturnamente. Encendí la lámpara de piso que proyectaba una luz tenue e indirecta y observé mi reflejo en el espejo del fondo, mis piernas velludas hacían remedo de esa tan sensual imagen que es una mujer desnuda en una camisa de hombre, pero que en el caso de un hombre desnudo en su propia camisa, es poco menos que risible. Terminada la labor de devolver a la cebolla sus capas me dispuse a abandonar aquella habitación. Al voltear hacia el sofá ella dormía plácidamente, sustraída a todo dolor, bálsamo emocional sólo superado por el amor y la droga. Ahora me percato de que yo también me había dormido y que lo que parecían minutos fueron realmente algunas horas. ¿Me habré dormido en ese pequeño resquicio de sofá? No, es imposible, jamás habría podido dormir en ese borde, debí haberme deslizado hasta el piso alfombrado, aletargado por el cansancio y los acontecimientos previos.
Abandoné el lugar llevándome de ella un catálogo de imágenes que sólo podré exponer en la galería de mis recuerdos, en el museo de mis nostalgias, en el inventario de mis frustraciones. De esas imágenes atesoro especialmente el de su vientre plano, atlético, marcado por una cicatriz perpendicular de unos cinco centímetros de largo y unos dos o tres milímetros de ancho, rayo que atravesando el firmamento lo ilumina a su paso. Aquella era la huella de que una vez un pequeño apéndice pondría en jaque la existencia de ese hermoso cuerpo. Meses antes, cuando nos conocimos, hablamos de nuestras cicatrices como dos marineros fanfarronean de las suyas cual garantía de proezas náuticas, recuerdo que cuando llegamos al capítulo del apéndice me comentó la posibilidad de ocultar esta huella con un tatuaje de cuarto menguante y un lucero minúsculo a la diestra de la luna madre. También me dejó entrever que de seguir a ese paso quizá algún día, pronto, podría llegar a verla, esa posibilidad me obsesionó por los meses siguientes a esa conversación.
El que aún hoy pueda verla nítidamente se debe no sólo a haber reconstruido ese encuentro cientos de veces en mi cabeza tratando de averiguar qué fue lo que pasó aquella tarde, en qué punto cruzamos mal a la izquierda y nos extraviamos para siempre, sino también a que de facto la estoy viendo ahora. Pese a la luna menguante y la estrellita a la diestra, se puede todavía ver aquel rayo que ilumina el firmamento de su vientre. Para otros, y con seguridad para los amantes que vinieron y volvieron después de mí, será completamente imperceptible, pero para mí, que he llevado estas imágenes en el portafolio de mi memoria por años, que escudriñé en ese corto intersticio de tiempo y espacio cada centímetro de su cuerpo como un forense el cuerpo del delito, es imposible ocultar aquella huella.
Hoy, no sólo veo esa marca y todas y cada una de la cicatrices de las que tanto fanfarroneamos meses antes de nuestro encuentro, también veo algunas nuevas que otrora no existían, que ahora habitan y parasitan lo que antes fueran como nubes dibujadas en la cresta de las montañas. Consumidos los brazos por los piquetes, le impiden hoy proteger el valle de su pubis expuesto por completo en esta mesa de disección. Por aquella época, cuando yo terminaba la carrera de Medicina y ella la licenciatura en Letras, no sabíamos que estábamos destinados a encontrarnos en el borde de la vida, en el purgatorio de los muertos de una medicatura forense, no sabíamos…
Así, mientras le practico la autopsia de ley, escucho la voz de Compay Segundo cantando “Rosa de Francia” en el ya legendario disco Calle Salud:
Una rosa de Francia / con su suave fragancia / una tarde de mayo / su milagro me dio… / y en mi jardííín encanta / aún la llevo en el alma, como un rayo de sol / aún la llevo en el alma, como un rayo de sol / soool…
y escribo tembloroso en el acta de defunción: “Causa de la muerte: sobredosis de heroína”.

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