Fragmentos de Novelas - Victoria di Stefano


EL DESOLVIDO

Después de salir de la ferretería, cogimos por la calle de tierra paralela al mar. La gente decía que si tuviera asfalto sería la más bonita de todas. Para mí era la más bella con asfalto o sin él, no sólo del pueblo, sino más bella que todas las otras calle y caminos del mundo. Me gustaba. Caminaba lentamente con Isabel a mi lado. Oía su respiración y el ruido de las sandalias al rozar la tierra. Parecía una linda mujer dispuesta a vivir, a dar y recibir plácidamente; serena, satisfecha, algo nostálgica, pero feliz, feliz, muy feliz.

Las casas tenían doble fachada, una hacia el mar y otra hacia la calle. En el límite de la playa estaban los cocoteros; frente a nosotros, los almendrones, los laureles y las trinitarias. Era mejor no darle la espalda a la playa. No había que mirar al oeste porque esa otra parte, tierra adentro, era árida, sucia, descolorida.

Desde el mediodía las nubes comenzaron a hincharse hasta que al fin no quedaba en el cielo más que una capa gris, espesa, uniforme. Recité en silencio "El cementerio marino". Por una vez dejé de sentirme un pobre muchacho solitario y ansioso. Es una lástima recordar que se vive sólo una vez. Es tan poco, tan rápido.

—Quisiera no irme nunca de aquí. Quedarme toda la vida.

Le estreché la mano en señal de agradecimiento.

Esas palabras significaban muchas cosas. En principio, que me quería. Que se sentía tan a gusto conmigo como yo nunca me había sentido. Era sorprendente que alguien me apreciara hasta ese punto, a mí que me sabía tonto, tonto de corazón. Me eché el pelo hacia atrás.

—Nunca te quedarás calvo. Tienes tanto pelo... serás un viejo de cabellera blanca.

Yo, de repente entristecido, viéndome viejo, con los tobillos rígidos y el cuello flácido. Quizás como mi padre.

La última vez que discutimos le dije que era un viejo asqueroso. Vives metido en burdeles. Y él dijo: allí no hago nada malo. Sólo que en ese ambiente me olvido de que estoy viejo. Yo le decía piensa un poco en mamá, ¿no te da vergüenza? También pienso en ella. Sí, me da vergüenza y no la olvido. Pero tú no me vas a entender. Esa fue su respuesta, entonces tuve que callarme y olvidar. Siempre he estado tratando de olvidar las cosas que me hieren. ¿Será lo mejor olvidarlas? Puede que no, pero yo tenía una idea profiláctica al respecto.

Consideraba que debía cuidarme para el futuro y para las tareas inmediatas que me tocaría desempeñar. Quería ser un hombre de acción, un hombre puro, el hombre nuevo; permanecer incontaminado. Impedir que me destruyeran, que me devolvieran a ellos con su tristeza contagiosa.

No valía la pena pensar en la vejez porque dentro de dos días estaríamos de vuelta. El plan de la fosforera estaba listo. Todos los detalles cuadrados. Lo único que esperábamos era la orden de arriba. Y tampoco eso era tan apremiante, el Catire había dicho que si no llegaba nos abríamos por nuestra cuenta. Era un plan perfecto, pero de todos modos se podía perder la vida.

Llegamos al final sorbiendo el viento fuerte. En la última casa había un bar. Pedí dos rones.

—No, se me sube a la cabeza, se me aflojan las piernas.

Insistía y yo la persuadí de que hacía frío y le temblaban los hombros. El hombre del mostrador se reía.

Miré hacia fuera y vi pasar las mulas y un perro siguiéndoles el paso. Un viejo con sombrero de fieltro las guiaba. Luego sentí el aliento del hombre del mostrador sobre mi nariz. Estaba inclinado tendiéndome los vasos. Entonces los cogí y salimos hacia la playa.

Isabel me pidió que nos quedáramos unos días más. Mientras hablaba alisaba la arena con la palma de la mano. Me pareció que estaba preocupada.

—¿Por qué ese apuro en irte? Parece como si te fastidiara estar mucho tiempo conmigo. ¿Es que no me quieres? Quién sabe cuánto tiempo te va a durar este capricho.

Le dije te quiero mucho, que nunca había estado tan enamorado. Se me oprimió el pecho. Jamás había dicho algo semejante. No me pasaba inadvertida la importancia de esas palabras. Me sonaban demasiado graves.

Con cierto desaliento sospeché que algún día me burlaría de ellas. Que me tocaría hacerlo. La experiencia me había enseñado que las situaciones y las personas que más nos afectan sentimentalmente son las que con el tiempo nos inspiran los pensamientos más amargos. Era una experiencia un poco literaria y sin embargo estaba profundamente arraigada entre mis temores. Ella me miró seriamente a los ojos hasta que yo desvié la mirada. Pero ya cada uno había comenzado a soñar por su lado.

No me podía sacar de la cabeza el asunto de la fosforera. Era la tarea más difícil que se me había encomendado. No podía acobardarme. Eso era decisivo. Si yo salía adelante en esa misión, significaba que era valiente. Si uno lo es una vez, lo es para siempre. Así pensaba y lo creía a ciegas. En el fondo me sentía tranquilo, estaba seguro de que no sentiría miedo. Los nervios eran por la espera. De pronto me dio por imaginar mi muerte, lo que pensaría y diría mi padre cuando le avisaran que su hijo había muerto, hasta el jefe de la policía se manifestaría conmovido ante el joven heroico. Esas cosas no ocurrían sino en el cine y en la imaginación de los tipos como yo. Lo sabía, pero de todos modos sentía placer en construir las frases patéticas y desconsoladas del viejo. Restearse en una vaina bien arrecha es como tocar la gloria en vida, había dicho uno de los muchachos. Eso debía ser cierto.

Cuando volvimos a la casa, Isabel se fue corriendo a la cocina.

—Es como si estuviéramos casados, ¿verdad?

Yo me quedé en el corredor tratando de leer uno de los libros que habíamos traído. Era una lectura en blanco. Pensaba en eso de estar casados. En ese momento no era conveniente, era como darle la espalda a los muchachos. Además, Isabel no estaba hecha para esa vida. Sería hacerle daño. Pero sí, en ese momento éramos un matrimonio: ella en la cocina y yo aquí esperando que lo tuviera todo listo para sentarme a la mesa y conversar sobre el día tan magnífico que habíamos tenido. Después nos iríamos a la cama, haríamos el amor y dormiríamos hasta el día siguiente, tan igual y maravilloso como el anterior.

Ninguno de los muchachos estaba casado. Calatrava tenía un hijo, pero eso era diferente. Marco Polo se había divorciado porque la lucha y el matrimonio eran incompatibles. Como uno anda de un lado para otro y no le puede cumplir a la mujer, entonces le ponen cachos.

Eso decía. Pero que a él no llegaron a ponérselos porque se dio cuenta a tiempo de que eso iba a suceder tarde o temprano. Figúrate, me decía, por un lado peleando con los gorilas, el gobierno y la policía, y por el otro enguerrillado con la mujer. Dicen que si uno llega tarde es porque anda emparrandado y no por nada político. Mi mujer decía que tenía la experiencia del papá, que con la excusa de la política se echaba escapaditas con la querida, mejor dicho, con las queridas, porque tuvo muchas. Yo le dije que no viniera a comparar a su papá conmigo. Tu papá es un vendeobreros. Me respondió que su papá sería un vendeobreros pero que antes había sido un revolucionario y que fue en ese entonces cuando se echó la primera querida. Para poder mantenerla fue que empezó a vender obreros. Pascual, te aseguro que me dolió separarme de ella. Era una muchacha ingeniosa. Inteligencia no le faltaba.

Después de cenar me quedé un rato en el jardincito esperando que ella se arreglara.

Se encendió una luz en el mar. Una señal, como si alguien llamara y dijera: ¡Ahora! ¡Arrójate a la arena! Atravesé el pasillo a la persecución de la sombra que salía oblicua debajo de la puerta, entre la madera y el piso. Me detuve. Mis párpados se cerraban bajo la fatiga, de golpe un viejo temor. La pasión tiene sus pausas, sus preguntas, vale decir, una crucifixión. Preveía el futuro como una sombra negra, ondulante, con el sentimiento decrépito a cuestas, me disolvía en el ridículo, en el horror, en las recriminaciones. Ya no me reconocía en el hombre plácido de la mañana.

La sombra de sus pies, detrás de la puerta, se alargaba sobre esa mancha luminosa que llegaba hasta la lona rayada de las sillas. Ella estaría esperando.

Abrí la puerta completamente.

Estaba sentada en el borde de la cama, vuelta hacia la pared, sobre las piernas la almohada. Oía que me acercaba y seguía en la misma posición, dándome la espalda. Una curva frágil, los hombros echados hacia delante, como si los músculos hubieran perdido su fuerza y ya no pudieran sostenerlos.

Ese temblor suavísimo de plumas de cisne, de aguas profundas, y ahora cada vez más fuerte, como el tableteo de una ametralladora, y el cuello bajaba lentamente ya descubierto el cabello. Después nuevas descargas, la cabeza sobre las rodillas. Me vi frente a un llanto, de esos que hacen intratable la situación.

La pistola y los preservativos estaban sobre el colchón, allí mismo, donde yo los había dejado.

Afuera, los cangrejos crujían como brasas al fuego.

Pasamos toda la noche echados en la cama hasta que los gallos del vecino cantaron y entonces nos dimos cuenta de que estaba amaneciendo. Miró el techo, las paredes, y después abrió la ventana, pero todavía no había salido el sol. Sólo las capas de luz grisácea que se iban esfumando y la humedad del rocío en el marco de madera. Se sentó en la silla de lona, frente a la ventana abierta, con las piernas estiradas y mirándose las puntas de los pies con aire melancólico. Cruzó las piernas y se acarició el tobillo, como si tuviera un dolor tenue y misterioso. Su pensamiento parecía estar bien sujeto, aferrado al cuerpo, ni en sueño los objetos de su mente se desvanecían.

La silla se derrumbó y de un salto quedó frente al sol, agitando los brazos. Y esto, como todos los impulsos no compartidos, me produjo miedo.

Pero ella me miraba afable, cortés. Me invitaba a acercarme al sol.


HISTORIA DE LA MARCHA A PIE

En un día malo de 1979, bajo la lluvia, perdida, extenuada, buscando refugio en la casa de los muertos, cuyo contorno se me apareció de pronto, en la luz amortiguada de la mañana, el azar me hizo conocer en un rinconcito del viejo cementerio de Montmartre la tumba de Stendhal.

Arriba, sacudido por la percusión de los vagones del Metro, atronaba el puente Caulaincourt. Arriba, por encima de él que amaba el campo, las bellas vistas, por encima de él que decía que entre los árboles el hombre era más feliz, que manifestó expresamente querer ser enterrado, de no ser demasiado caro, en el cementerio de Andilly, en el bosque de Montmorency, bajo la fronda del promontorio que avanzaba hacia el valle del Sena, cerca de donde había corregido las galeradas de Del amor —escrito en Milán, a lápiz, mientras se paseaba y pensaba en Métilde—, impreso in—12, sobre mal papel, muy malo y muy barato, a pocos pasos de donde había revivido, una vez más, inmitigados, todos los matices de su amor por Métilde Dembowski, née Viscontini. (Estuve a punto de volverme loco.) Al fin leído, desagraviado, devuéltosele el esplendor de un nombre que duraba para siempre, venerado, admirado, gozando de tantos predicamentos, pero sin que le fuera satisfecha esa pequeña demanda tan fácil de complacer.

Stendhal era pobre, murió más que pobre, dijo el australiano que sentado a mi lado, cubriéndome con su paraguas, me ilustraba sobre el tema.

¿Que por qué lo admiraba tanto? Porque era la negación de lo que él más aborrecía: la tartufería. Porque era la afirmación de lo que más apreciaba en los hombres: la búsqueda de la felicidad por el sólo placer de buscarla, no de alcanzarla, lo que sin duda era una trivial y decepcionante quimera, una utopía para idiotas, una ratonera para melancólicos.

No la felicidad, dijo, ¿cómo explicarme?, sino la explosión del sentimiento, el precipitado de su ruda alegría. No la felicidad misma, sino sus rutas siempre nuevas, sus maravillosos e inesperados avatares, lo improbable, lo increíble que sólo el acaso puede brindar... En ocasiones, lo consideraba su santo, en la medida en que un descreído podía considerar santas las nobles almas que le servían de guía. Sí, madame, mi santo, mi faro, el ideal que me honra. Y ante él se postraba, ante su ingenio, ante su euforia, ante su fuego. ¿Podía él ser tan necio e insensible como para no rendirse? ¿Ser indiferente a sus talentos, a su desenfado, a sus caprichos y rarezas? ¡Cómo no maravillarse ante la suma y compendio de todo lo que podía encontrarse de grande! ¡Qué espléndido era Stendhal! ¡Qué espléndidas sus novelas! ¡Qué pluma, mi Dios, qué portentosa pluma!

Ahora venga conmigo.

Me tomó de la mano arrastrándome un buen trecho, alejándonos, retornando a aquel tronar del Metro, internándonos en parajes más oscuros, enredándonos con el paraguas, decididos, animados, siguiendo el plano que mantenía desplegado.

Mire hacia la izquierda. ¿Ve la losa debajo de ese hermoso sauce? Era una lápida sencilla. Acérquese, por favor. ¿Se da cuenta? Leí la inscripción, sólo un nombre, una fecha. ¡Heinrich Heine, el ruiseñor de Alemania que anidó en Francia! ¡Heinrich Heine, el Rabelais sentimental! ¡El esqueje volteriano del tronco alemán!

Así, bajo las gotas gruesas que persistían en caer del follaje, sobre el suelo reblandecido, en medio de la fragancia a musgo y a hojas en descomposición que había dejado la lluvia, el australiano me confió que en éste su tercer tour europeo, al igual que lo había hecho con el primero y el segundo, fiel a sus amigos difuntos y a la sentencia de su maestro, el alciónico, el infatigable, el intrépido caminante de Sils—Maria, según la cual sólo donde hay tumbas hay resurreciones, tenía la intención de visitar varios cementerios, esas hospitalarias ciudades sin techo, esas mansiones de los espíritus, esos desvanes de lo profundo, esos piélagos de silencio, esos apéndices urbanos de rico mantillo, esos postreros reductos de final de la jornada donde cada uno buscaba a sus muertos, a los que estaba unido y a los que amaba.

Qué mejor, dijo irguiéndose sobre la empuñadura de su paraguas, para un escogido necrófilo, para un concienzudo exhumador de los que estando muertos seguían vivos, para un amante del pasado y de aquellos que habían logrado la victoria sobre la muerte (la victoria sobre la muerte, recalcado), para un poseído por la idea de inmortalidad, para un fanático explorador del enigma, tal como él mismo se definía con la mayor naturalidad de este mundo: el de Charleville, en el seno de cuya tierra había sido enterrado el ángel del exilio, el proscrito de sí mismo, Arthur Rimbaud, el de Battignoles, donde reposaba su maestro en perversidad, el más que lírico Verlaine, el de Montparnasse, que guardaba los despojos mortales de la cima de las cimas, el más alto trasunto de la poesía creada por el hombre, Charles Baudelaire (y a César Vallejo, me digo ahora, cuando esto escribo), el cementerio de Picpus, bajo cuyas imperturbables sombras amaba recogerse Rilke a la hora incierta del crepúsculo, y donde había sido arrojado, entre los últimos decapitados del Terror, el cuerpo de toda evidencia acéfalo del poeta André Chénier, el de la Villete, el de Bagneux, el de Montrouge, el de Auteil, el de Passy, el de Belleville y el gran feudo de 44 hectáreas donde fueron enterrados Papá Goriot, Ester Gobseck, Lucien de Rubempré, el Primo Pons, Santiago Collin, la última encarnación de Vautrin, y en cuya zona más alta reinaba el señor Marcel, ese campo fértil que recogía lo peor y lo mejor de Francia, y en el que, por fin revueltas y emparejadas, en la paz común del sudario, se hallaban, reducidos a una escasa libra de impalpables cenizas Eloísa y su esposo el peripatético, el incontrovertible Pedro Abelardo.

A propósito de cenizas, dijo, había una carta, unas cuantas líneas de una carta que el docto Abelardo le había enviado a su doliente Eloísa, tanto más amante cuanto menos saciada, que eran, enfatizó, absolutamente impagables por el gran desprecio que le valieron las desdichas de su amor y de su brutal emasculación. Y era tal la fascinación que le producían esas líneas, que incluso había osado transcribir el pasaje al clavicordio, pero como era de esperarse en un diletante desprovisto de talento, por más que invocara al demonio musical, por más que invirtiera días y noches en el intento, había fracasado vergonzosamente.

Lanzó una piedrita contra el charco. ¡Qué fantasías se me ocurren de tanto en tanto! ¿Músico, yo?, exclamó. Es como para morirse de risa... Otro capítulo de mis chifladuras. ¡Ay, la horrible impotencia del crear para el creador! No basta afincarse en la humana tarea, no basta trabajar, no bastan los deseos. Ciertamente, no. Todavía estaría faltando lo esencial. El coraje. El coraje y el talento. El coraje más el talento, sumado, multiplicado por todo lo demás.

Hizo silencio, un silencio que me pareció durar un tiempo infinito, y de pronto, con la vista tercamente fija hacia adelante, entreabrió sus labios al dulce canturreo de: Che farò senza Euridice...Euridice, Euridice, sombra cara, ove sei...

¿Le gustaría oír? Y yo que no comprendía, que en mi atolondramiento preguntaba: Oír, ¿qué?

A Pedro Abelardo, por supuesto.

Sí, quiero.

Juntando las manos e inclinando hacia mí su bello rostro: ¿Really? ¿Do you?

Sentándose en el banco, del bolsillo interior de su chaqueta sacó una libreta negra y gruesa como un breviario. Héla aquí, exclamó, y con una voz de hermosas y palpitantes inflexiones en la que se concentraba toda su persona, fue leyendo, conforme su dedo iba tras las letras —fogosas, impulsivas, encabalgadas, como pude apreciar, atisbando por encima de su hombro—, conforme su mano iba bajando de renglón en renglón: Entonces me verás, no para derramar lágrimas, que ya no será tiempo: viértelas ahora para apagar en ellas ardores criminales: entonces me verás, para fortificar tu piedad con el horror de un cadáver, y mi muerte, más elocuente que yo, te dirá qué es lo que se ama cuando se ama a un hombre.

Me miró de soslayo, llevándose la mano a la barbilla. Temblaba ligeramente. ¿Un poco de coñac? Hace frío.

De su saco de viaje extrajo una botellita, la desenroscó. Antes de ofrecérmela, la olió recorriendo sus labios con la punta de la lengua. ¿Será coñac o una poción mágica? Bebí. ¿Será coñac o un filtro de amor? Volví a beber. Una agradable sensación me fue invadiendo, como si un cálido arrebol distendiese mis venas para la liberación del torrente.

Olvidado de mí y de todo, pasándose la mano por el rostro, hundido en su bufanda de lana, a cuadros rojos y azules, repitió: Y mi muerte, más elocuente que yo, te dirá qué es lo que se ama cuando se ama a un hombre, dos veces, tres, hasta cuatro veces, subiendo cada vez de medio grado en la intensidad del sentimiento.

Casi sin transición, con una gran sonrisa que le iluminaba los ojos rotundamente azules, guardándose en el bolsillo de su impermeable Burberry's la botellita y la libreta de cuero negro, a la que llamó mi tesoro, mi vademécum, mi Baedecker, mi libro de horas, mi muy apreciada arquita, mi cofrecito de la memoria, en la que, además de tantas otras cosas, citas, máximas, efemérides, datos, fechas, consignaba anotaciones al margen de sus pensamientos y todo aquello que fuera surgiendo de sus lecturas diarias (viajaba con varios kilos de libros, veinte, treinta kilos de los que no había aprendido a prescindir, sus libros eran su conciencia y debían ir adonde él iba, para bien o para mal, por cortos o largos que fueran sus recorridos), me informó que esa misma noche tomaría el tren para Florencia, donde, en la iglesia de la Santa Croce, se encontraban codo con codo Galileo, Maquiavelo, Alfieri y Miguel Angel, el maestro de la piedra viva, y, en la nave de la capilla de los Sepulcros, en la iglesia de San Lorenzo, los huesos de los grandes duques en sus sepulturas de jaspe, pórfido y granito.

Su estadía se prolongaría unas dos semanas. O el tiempo que le fuera preciso para consultar algunos manuscritos en los archivos de la biblioteca Laurentiana. Revisar los archivos y pasearse por el Arno, pasearse a la luz del Arno y disfrutar, una vez más, del Descendimiento de Cristo al Limbo, del Bronzino, de los Ticianos de la Galería Pitti, en particular El hombre de los ojos grises y El Aretino, indudablemente no sus mejores retratos, pero los que él más estimaba. De Florencia a Nápoles para darse una vuelta por el mausoleo de Virgilio, y de Nápoles a Herculano y Pompeya. No quería desperdiciar la oportunidad de conocer esa zona de la Campania, en la cual, según una antigua leyenda, se hallaban las puertas del Averno. Allí donde, bajo negras nubes de piedra pómez, en el año 79 de nuestra era, había perdido la vida, víctima de la curiosidad científica, Plinio el Viejo, ese espíritu un poco a la Julio Verne, por quien sentía una particular adoración, al punto de haberse gastado una pequeña fortuna en la compra de los treinta y siete libros de su historia natural: se paga caro lo que se ama.

De seguidas, tal como estaba previsto en su itinerario, subiría al norte. Siempre en trenes suburbanos y del lado de la ventanilla (jirones de verde, fragmentos de troncos, ramas carbonizadas, nieve en los caminos, algunas nubes, túneles, casitas medianeras, andenes, relojes, paradas y sus buenos momentos de fastidio), que le proporcionaban, además del sosiego requerido para desarrollar las necesidades de su espíritu y tener de la brida un corazón colmado por la tensión de los viajes —a falta de carrozas, o algún otro medio de locomoción de la misma índole morosa y retardada—, la sensación de sentirse topográfica y corporalmente transportado en las coordenadas del espacio. Y si ningún imprevisto se oponía, esto es, si no cambiaba de parecer, tentado por la ventura, o por quién sabe qué accesos de humor, depresiones incluidas, como a veces le sucedía, entonces, seguiría hasta el cementerio de Wahring, donde, al lado de Beethoven, golpeado en el órgano indispensable a su arte, yacía el buenazo de Schubert, el mejor y el más sencillo de los hombres, y al pequeño camposanto de las montañas del Valais, que albergaba bajo espesores de frío y silencio al gazmoño e intolerablemente puro, para su gusto, pero con todo notable Rainer Maria Rilke. Entonces se tomaría un breve descanso en algún hotelito de las montañas suizas, frente al Lago de Los Cuatro Cantones, paisaje, atmósfera, claridad, aire —ese aire alpino que limpia los pulmones para la respiración total—, pujantes espigas, yerbazales de fin de estío, campos arados, alhelíes, campanillas, profundas torrenteras, cumbres coronadas de nieve, glaciares, puestas de sangrante sol sobre el lago, una imagen, qué digo, dijo, múltiples imágenes de inmodificada belleza que lo presionaban, que lo empujaban, que lo arrastraban desde que había estado allí con sus padres cuando era un niño, un niño muy pequeño. Con sus infortunados padres que murieron jóvenes, tan jóvenes como para serle completamente desconocidos. También ellos casi unos niños. Octubre de 1949, muertos en un siniestro accidente. ¿Le devolvería el lago el trasunto de sus padres vivos? ¿Exorcizaría el lago la fuerza de atracción de esa ausencia? Madre. Padre. ¿Acudirían juntos o por separado?

Se hacía preguntas para las que no tenía respuesta... Formulaba preguntas para las que no había respuesta. Pero si no iba nunca despejaría la duda (la duda, repitió, el peor bacilo que ataca el alma, excepción hecha del sabor a fruto envenenado del desengaño). ¿Iré? ¿No iré? ¿Cómo vivir en esa incertidumbre? ¿Optaría por hacer depender el fallo de la suerte de un dado? ¿Del albur de una moneda? Inflaba burbujas que habrían de reventar.

A continuación, sin más demora, a Amberes, a la capilla de la iglesia de Santiago, donde estaba el gran Rubens, entre los dioses mayores de ese siglo tan pródigo en pintores, y por vía marítima, dejando atrás el continente, una vez más a Inglaterra. A Coniston para ir a la tumba del loco de las piedras, el señor Ruskin, a Canterbury, en cuya tierra había echado el ancla Joseph Conrad, a Bunhill Fields, la necrópolis de las víctimas de la Gran Peste, que por una de esas extraordinarias intervenciones de Némesis, la misma que hizo que Swift construyera el manicomio en que sería internado en su vejez, de su también cronista, el diligente señor Daniel Defoe, y al cementerio de Ashton—Kent, donde dormía en la plenitud del gran sueño la pequeña Simone Weil, y a la iglesita campesina de Nottimghamshire donde habían sido trasladados desde Missolonghi, en el bergantín Florida, empapados en alcohol y preservados ya de toda injuria póstuma, los restos del incomparable Byron, el atleta, el cantor de las libertades, del cual poseía un viejo busto de bronce, colocado de cara al mar, en la biblioteca—santuario de su casita de Newcastle, sobre un montón de partituras. ¿De quién? De Schumann. Otro ídolo difunto.

Y ya le había rendido homenaje a Leonardo en el jardín de Francia, es decir, en Turena, a Chateaubriand en el islote del Gran Bé, en la rada de Saint—Malo. Un sitio absolutamente soberbio, como un deseo, como un sueño imposible, y alguna vez, se lo tenía prometido, su peregrinaje lo llevaría al cementerio de la ciudad santa de Hira, donde, Omar Khayyam, el puro contemplador de las estrellas, estaba sepultado al pie del muro de un jardín, por encima del cual asomaban sus copas varios perales y melocotoneros, que lo mantenían, en su alabanza, como a un vergel florido, siempre cubierto de flores.

Al llegar, lo primero que haría sería embriagarse de vino. Entonces entraría al recinto repartiendo limosnas entre los mendigos y se echaría plácidamente en la tierra, desnudo, de ser posible, y a riesgo de ser apaleado, a esperar la noche, la fiesta de su noche persa constelada de estrellas, y saludaría el día naciente con la partida de la luna, con el rebuzno del asno, con el canto del gallo, con la aparición del rayo clarificador del sol en su pedestal de cumbres, al grito de: ¡Alá! ¡Alá! ¡Akbar Alá!

Poniéndose de pie de un salto, escandiendo mucho las sílabas, la mano firme en el corazón, la cabeza proyectada hacia adelante, en la posición reglamentaria de los declamadores, recitó algunas entre los más escogidos rubaiyat de vino, mujeres y cantos a la fugacidad de la vida. De pronto, con su gozosa sonrisa de blanquísimos dientes y su estilo pujante, con los que matizaba (¿o debo decir desmentía?) sus lóbregos humores y con los que, revelándose en toda su particularidad humana, hacía la sublime ironía de su propio desatino, me preguntó si tenía conocimiento de que en Atenas y Esparta se les cortaba a los suicidas la mano con la que se habían dado muerte y se la enterraba aparte. Así, pues, era de suponer que la mano de Sócrates y el cuerpo de Sócrates se hallaban separados en la demótica Atenas, debajo del polvo de los mercados y de las suelas de los nuevos griegos. Tal vez nutriendo la hierba de algún sucio arrabal, tal vez cruzándose en el camino de algún caballo, de alguna cabra. O entre las ruedas de los autos, saltando al son de las bocinas. Las manos desparejadas, cada una por su lado, arrastradas por la increíble fuerza de la brisa marina, lejos de su tierra ingrata.

Y tomando el paraguas, al tiempo que se echaba su elegante bolso de viaje al hombro prorrumpió: ¡Lástima de vida ésta que no admite el estar en dos lugares al mismo tiempo! ¡No poder estar aquí y en las colinas de Newcastle, en Brisbane y en Ginebra, en Viena y en Siracusa, en Hyde Park y en el Cuzco, en Veracruz y en River Blue, en Ceilán y en la bahía de Mombasa, en Paramaribo y en el Cabo de Hornos, en San Francisco y en La Haya, en el Turquestán y en el Mar Muerto, en el Danubio y a orillas del Volga, en un risco en Génova y en otro, que él se sabía muy bien, en la tierra de la que era retoño! ¡En los acantilados de Funchal y en Bretaña, en el Puente Rialto y en el puente Galata, en el Brooklyn—Bridge y en el Golden Gate, en el puente peatonal de la ciudad natal de Sheakeaspeare y en el de la Bahía de Sydney, en la Vía Tusculana, junto a la tumba del panadero Eurisaces, y en Ravena y en la piazza San Marco, en Kabul y en las islas del mar homérico y en las islas de Clarence, en la Bahía Inútil, en el Puerto del Hambre, en la Tierra de la Desolación, en el extremo sur del continente americano, en Detroit, en Chicago, en Damasco, la ciudad más vieja del mundo, y en Trebisonda y en Esmirna, en el Nepal y en Alejandría, en el British Museum y en el kiosco de la esquina, en las Tullerías y en la Bastilla, en el corazón de Londres y en el corazón del corazón de la selva, rodeados de esquimales y de ornitorrincos, de indios comanches y vikingos, de griegos y tártaros, de malayos y guaraníes, de cafres y fueguinos, de la mejor sociedad del presente y de la intimidad de los grandes muertos! Etcétera, etcétera, etcétera... ¡No poder estar pescando en los muelles del Sena y en las riberas del Hudson, cazando leopardos en Kenia e hipopótamos en Hawache. Etcétera, etcétera, etcétera. ¡No poder estar aquí y al sol del círculo polar ártico, no poder unir el día con la noche, no poder ser uno a un mismo tiempo nómada y sedentario!

No poder estar simultáneamente aquí y en cualquier otra parte. Si se está aquí, no se está allá, y si se está allá, se quiere estar aquí... Siempre teniendo que renunciar a algo. ¡Ay, cómo remontar el río de esa frustrante nostalgia de no perdernos de nada! Siempre teniendo que escoger. Siempre en el disparadero. Lo uno o lo otro. Siempre teniendo que diferir, siempre algo que sacrificar. Siempre en discordia con nuestros más caros deseos. Siempre buscando lo que no se encuentra. ¿Qué nos quedaba, entonces? Puesto que no podíamos quebrar el tiempo, ni volcar la vida sobre el mapamundi, sólo los viajes. Los viajes como sucedáneos de esa avidez contemplativa, de esa suerte de endemia del alma. La errancia y la libertad. Eso sí, sólo si se estaba eximido de la ignominia del trabajo remunerado.

Quien no dispone de los dos tercios de su jornada es un esclavo, martillaba su maestro Federico Nietzsche. Una verdad que hasta los monos suscribirían con su mano izquierda... No hay más: gozar de los viajes... Bien entendido, si uno era lo bastante rico como para permitírselo, lo que sin duda era su caso. Yo soy un hombre que vive en la más completa holganza, dijo. Yo no me gano la vida, yo estoy ganado para la vida. ¡Ay, los viajes en que nuestra imaginación se ocupaba de antemano de la próxima escala, al cosquilleo, a los efectos, a las maravillas de esos sucesos plenos de significación que eran por sí solos el encanto de la vida. ¡Dios, nunca había aspirado a otra cosa! ¡Los viajes que añadían vida a la vida! , no él sino el señor de Nerval era quien lo había dicho.

J'ai fait trois fois le tour du monde dans me voyage, canturreó. J'ai fait trois fois le tour du monde dans me voyages...

Si por él fuera nadie lo vería dos meses en el mismo lugar. Al menos él, George Bilfinger, ciudadano del mundo, vale decir, de ninguna ciudad, de todas, oriundo de Australia, un país más grande que cien países juntos, Oceanía, una isla, un continente, el mar más grande del globo, un horizonte tensado, tensado en toda su superficie líquida, era lo que procuraba hacer...

Pero no infamemos el mundo, ¿qué puede importarle a él que se nos deban otras tantas vidas, tantos paisajes y experiencias, que se nos hayan cerrado tantas puertas y que no hayan vuelto a abrirse? ¿Qué puede importarle al cerezo que nos gusten o no sus frutos? ¿Qué le importa al zorzal que amemos o no sus trinos? ¿Qué puede importarle al mundo que sus ocupantes sucesivos sean llevados a la muerte? ¿Qué puede importarle al mundo este combate nuestro desigual y continuo contra la mezquina y opaca vida? ¿El ridículo naufragio de las criaturas de la agonía? No, dijo, no quiero que se me malentienda. Le advierto que en cuanto al mundo lo acepto tal cual es... No me quejo. No hay agravio. Comprender es perdonar, olvidar es perdonar, como dijo Spinoza. Ego te absolvo. La realidad siempre se impone. Yo también soy filósofo y me descubro ante los triunfos de su fuerza indicativa.

¿Y ahora, qué tal si nos acercamos a un pequeño bistró por los lados de la Rue de Petits—Champs, ese resto medieval de la antigua ciudad del lodo, a la vuelta de la esquina del Banco de Francia? Un lugar muy acogedor, una atención impecable. Sirven una deliciosa brochette de riñones, unas maravillosas chuletas à la Barnave, sangrantes. En cuanto al vino, del mejor. Allons, allons, ya se nos va haciendo tarde, hay que darse prisa... Cuando hay hambre no hay conflicto... Presuponiendo, eso sí, que pueda ser saciado. ¿Le importaría a usted ir conmigo de la mano? ¿Do you? ¿Really? Me muero de ganas de una seña de su amistad. ¡Estas ciudades tan grandes! Y la soledad que es siempre mayor. Y mi vida que está llena de personas que seguramente nunca volveré a ver. ¿Alors, oui ou non?

En los alrededores de la plaza de Clichy, huyéndole al vaivén de danzas y campanillas de una romería de bonzos, de auténticos bonzos de Tonkín, en naranja y en marrón, nos colamos por una callecita lateral. En mitad de la carrera, como si le hubiera venido a la mente un recuerdo retrasado, se detuvo en seco: El señor Talleyrand gustaba decir al levantarse de la mesa que el destino no podría alcanzarlo porque ya había comido. Dentro de unas horas habremos comido. Nosotros también estaremos fuera de su alcance.

Sucedió que yo reí. Reí muy fuerte. Descendíamos las escaleras del subterráneo, y yo reía, reía aún sin contenerme. Improvisamente me soltó la mano y se puso a bailar una descosidísima danza de piernas y brazos en alto. Sentí de pronto levantarse enorme y profunda dentro de mí esa explosión de placer en que rodamos por una pendiente invisible y todo lo que nos circunda se desvanece. ¡Dios mío, quién sabe cómo acabará esto! Por mi parte, sólo tengo una vida, una vida... una vida que no quiero que se me escape como el chorro del agua. No tan deprisa, no tan deprisa, chorro de vida.

Es una jiga escocesa, gritó lanzando al aire su bufanda de lana a cuadros rojos y azules.

Saliendo del túnel las pisadas apuradas de los imperturbables franceses pasaron de largo. Sólo una mirada, la de los ojos ávidos, enmarcados por ojeras, de un niño, y el temblor convulso, apuntando arriba y a los lados, de la barbilla de un arpista ciego echado en el piso, mientras la hilera de huesos de sus manos agitaban las monedas en el plato del sombrero.

¡Oh, oh, ah, ah! He quedado exhausto. Este cancán lo aprendí para bailarlo ante la losa tumbal del señor Joyce en el cementerio de Fluntern, desde el que se descubre una maravillosa panorámica de la ciudad de Zurich. ¿Que si la bailé? ¡Oh sí, oh sí! ¡Y cómo! A falta de gaitas con sus flecos y cintajos, acompañado por la armónica y el tercer violín de una orquestita cantonal. Pensaron que era locura llevarle música al difunto. Me tomé el trabajo de explicarles que si bien el señor Joyce estaba muerto era del linaje de aquellos que no habían cesado de estar vivos. ¿Acaso Cristo, la segunda persona de la Trinidad, está muerto por el hecho de no estar vivo y presente en su vestidura de carne? ¡Después de todo, Cristo está en los cielos, pero el emérito señor Joyce debajo de la tierra!, replicaron, como para demostrarme cuán imperfectamente habían aplicado sus sesos no sólo a las minucias teológicas sino también a los altos vuelos de la dialéctica. No me quedó más remedio que atenerme al consejo de Yago: Poned más dinero en su bolsa. Eso lo comprenderán sin duda, me dije. Todo el mundo entiende la verdad de ese idioma. Dinero contante y sonante, dinero tonante y cantante, dinero votante, dinero conturbante, dinero perturbante, dinero refrescante y regocijante... Buena la poesía, pero no tanto. Buena la poesía, pero mejores, infinitamente mejores los francos.

Se aproximó y me miró fijamente a los ojos. N'ayez pas peur, ma chère, dijo. Yo soy tímido, usted es tímida. Seremos osados... Hoy me siento romántico. No, no la defraudaré. Hasta ahora no he hecho demostración más que de una parte mínima del caudal inmenso que llevo en mi cabeza...



LLUVIA

Paseándose por ciertos matices entrelazados de los muebles quietos en el cuarto, por la mesa larga atestada de libros, las sillas, la mecedora, por las dos lámparas, puesto que una no era suficiente para su vista gastada, paseándose por la firmeza e intimidad de las sombras, comprendió que detrás de las persianas y de las montañas el sol todavía no había salido.

Era uno de los más lúgubres inviernos de los que tenía memoria, sin punto de comparación con cualquiera de los peores que recordaba. Así pues, estaba dentro de la norma el que el clima no hubiera mejorado y que también esa mañana, como casi todas las del mes y la semana, augurara agua. Continuó en la cama. En el silencio oyó un crepitar suave, melancólico. ¿Eran las hojas de los árboles? ¿O el gotear de la lluvia que se anunciaba?

No había terminado de subir la persiana cuando el sucio blanco de la humedad se esparcía por el cuarto. Más de las dos terceras partes del valle estaban sumergidas en una bruma cavernosa. Eran las siete y veinticinco. En la distancia, dominaban oscuras las nubes.


Media hora después las gotas repicaban duro sobre la platabanda del garaje del vecino. Los canalones parecían llevar piedras y el torrente que desviaba el viento iba azotando las cuatro desquiciadas ventanas de cuyos cristales se desprendían regueros. Al fondo, y por encima de los techos todos iguales, los jabillos eran sacudidos, lanzando, como en los dibujos animados del bosque de Blancanieves el torbellino de su cornamenta muy lejos fuera de su centro y de la franja oscura en que se habían constituido los troncos. Por su parte, en la acera de enfrente, los eucaliptos eran aventados como si fuerzas antagónicas los tironearan cada una por su lado.

Ante la prospección del peligro de lo que ya una vez había ocurrido su corazón latió con prisa. Recordó el furor de la contienda que había derribado a aquél que con el tiempo más había embellecido de la hilera de los seis. Habiéndolos visto crecer a todos, podía dar fe de la rapidez y poderío con que el tercero de la fila había subido a disputar su oxígeno más alto y más arriba. Aún podía dibujarlo en el lugar vulnerado del mapa donde su esbelta figura de dandy, con todo su ramaje, y con él el abanico de su fronda entera, había enraizado. Erguido, afilado, menos inflexible al viento que el día y hora de su extracción y barrida.

Un sábado por la mañana de hacía dos años, finalizando julio, atraídos, por el doble sonido de la madera rajándose y retumbando de regreso, bajaron todos a la calle a rodear el viejo Oldsmobile que el eucalipto había destrozado. La baranda de hierro del balcón de la casa de su dueño, que tanto trabajo duro había invertido en cuidarlo, colgaba de la fachada, los ladrillos demolidos, catapultados hacia los cuatro puntos cardinales.

Atravesado en toda su envergadura, el tronco parecía condensar la admonición de que hasta los más fuertes y pujantes debían andarse con cuidado, pues éstos también ——o sobre todo ellos y justo por eso—— se arriesgaban a ser doblegados.

Una ardillita se paseaba por los entresijos del follaje, de tanto en tanto se alzaba a olfatear el aire. El hijo de uno de los vecinos recolectaba los nidos, con sus telas de araña, pedacitos de corteza y yerbas, que hasta hacía poco sólo eran visitados por apretados vuelos y gorjeos. El muchacho, al que en más de una ocasión había entrevisto en el parque del edificio de enfrente con un rifle de balines disparándole al pichón, exhibía en el cuenco de la mano un huevo, una casi ridícula reducción de un huevo como huevo de Pascua de Resurrección. Pasado el susto de muerte, y sin más daños que lamentar, todas fueron bromas y frases ingeniosas, hasta que un nuevo aluvión de truenos y relámpagos les obligó a dar la media vuelta y ponerse al resguardo.

El conjunto de las imágenes pasaba ahora, fugaz, aunque clarísimo, por su mente: el camión de los bomberos, la cuadrilla de la electricidad reparando los cables, el árbol derribado aún absorto en el flujo de su savia, la sierra eléctrica bramando con la intrepidez de un órgano, las chispas que encendían las cuchillas, la corteza hecha jirones, los tocones rezumando resina, los ociosos reunidos en la contemplación del espectáculo del desguace del árbol, el griterío de los pequeños que jugaban a flagelarse con las péndulas, los motociclistas que se detenían y arrancaban con toda petulancia para eludir un tramo difícil o para enfilar la calle paralela. Desde muy lejos le llegó el olor a medicamento que embebía la calle en el área de la deflagración, le parecía estar oliéndolo con igual intensidad que antes.

El cielo se había hecho aún más cerrado, sordo, sin luz. Se empinó a mirar las alcantarillas. Estaban atascadas, el agua discurría turbulenta, y aun si los automovilistas conducían despacio, las ruedas pasaban arrojando olas revueltas con el barro de los cerros. Por suerte la suya era una calle de dirección única, de moderada pendiente y con poca afluencia de tráfico.


Cada vez que se desataba la tormenta, después de los primeros chaparrones con que finalizaban los meses de sequía, continuando con lo que ya se le había convertido en una costumbre, subía a la ventana del vestíbulo de arriba, pues no había ninguna otra desde la que asomarse sin que nada, muros, árboles, casas, obstaculizara la visión de todo el alboroto que se estaba desarrollando afuera. Era desde esa posición privilegiada donde se compadecía de los hambrientos y cansados a los que la lluvia dejaba a la intemperie, al tiempo que se alegraba de no contarse en el número de ellos, y no había ocasión en que no se reprochase el que su satisfacción pudiera superar, y con mucho, su capacidad para ponerse en el lugar de los afectados, sin referencias de nombre, de origen y de caras. Sin embargo, aun si no conseguía hermanarse con sus semejantes hasta el punto de olvidarse de sí misma, creía y esperaba encontrar alguna especie de indulgente perdón partiendo de la convicción de que a nadie, por más sensible y poco mezquino que fuera, le debía ser fácil no regocijarse del pequeño clima estable de sus usos cotidianos. Del confort y bienestar sólo garantizados por la posesión de un techo seguro, con sus cimientos y su dique de paredes contra el caos y la zozobra circundante, aun si todo bien, y la entidad del hogar lo era en grado sumo, llevara consigo el temor al instante no anunciado de algo desconocido: un temblor de tierra, el agua que se lo lleva todo, la chispa que desencadena el fuego, el soplo helado de la hecatombe que, sin nada que ganar y nada que perder, reducía a blandos vestigios óseos las muchas vidas sorprendidas en mitad de lo que se tenían prometido.

Levantando la vista hacia los cerros, en la medida en que una parte de ellos, de la que sabía cómo era y lo que le faltaba, todavía era visible bajo el blanco lácteo en que había quedado comprimido el cielo, trató de hacerse una idea de cuánto iría a durar aquello. Antes o después, el resplandor de una descarga eléctrica... Más lejos o más cerca, la percusión retrasada de los correspondientes truenos. De Este a Oeste... una nube gris paloma en la acuidad de cuyos fondos se estancaba un fulgor de plata apenas rebajado por el cendal de la niebla.

Una nube estereoscópica, apenas algo diferente a las que había pintado Turner alargadas por la velocidad del viento en el estuario del Támesis o abatiéndose con ardor de pura sangre sobre la real flota inglesa desplazándose de su anclaje en los muelles de Plymouth: blanco yeso y gris fosforescente, con toques violeta y rosa pálido: las gamas frías predominando.

Nubes de lo más aterradoras, nubes a las que sólo impedían su desborde los límites de la ventana o la forma ortogonal del cuadro. Más acá... un tordito que retrocedía en precipitada curva para introducirse mudo y escarmentado entre la oscuridad de los palos... más acá todavía, al alcance de un tiro de piedra, un colibrí instalado en vertical suspenso ante un gajo floreado, con esa clase particular de movimiento más propio de los insectos que de las aves.

Escucha la marcha lenta del camión de la basura que se detiene a recoger los desechos que estrujan y aplastan las palas mecánicas, percibe el olor a carburo, a piltrafa, a leche cuajada. Se lleva las manos a la nariz. Oye el repercutir de las gotas en un balde de metal galvanizado... las puertas atronando todas a un tiempo en la caja de resonancia de la casa de al lado... Cosas que no veía pero igual se representaba de conformidad con todo cuanto se removía en función del agua. Tres, cuatro horas, calculó, tal vez toda una mañana del más puro y contingente estallido fenoménico. Pero ya comenzaba a alegrarse por anticipado pensando en el momento en que toda esa agua sería agua pasada y los vapores húmedos se refundirían (no en balde su ciudad era alabada por su constante oscilar entre verano y primavera de enero a enero) para abrirse paso, con ese matiz multiplicado en transparencia y lozanía, con esa limpidez de recomienzo del mundo que sólo da la lluvia, al más cabal de los azules, el único que en su adoración al sol concebía.

¿Y la noche? Lo que sería la noche, cómo se balizaría de estrellas culminando la obra de purificación que había iniciado el día. Venus, la primera, y enseguida, con qué silenciosa prisa vendrían los planetas, Mercurio, Marte, Júpiter y Saturno, y de uno a otro hemisferio todos los demás grupos permanentes, Alpha Centauro, Tauro con Aldebarán y el grupo de la Pléyades, el Cisne, el Delfín, entre Pegaso y el Águila, y por fin, Sirio, la estrella más brillante del crepúsculo de la mañana en la constelación del Can Mayor, a millones y millones de años luz, pero con energía suficiente como para después de tan meteórico recorrido seguir pisándole los talones, y sin menguar en nada sus destellos, a Orión, el cazador celeste.

Se quedó mirando el alto brazo de la grúa columpiar un haz de vigas en el aire, la rueda de la polea, los cables de acero. Bajando un poco la vista, divisó, al albañil solitario, el mismo de todos los días, balanceando los pies fuera de la plataforma, con una mano en la pernera, a la altura de la rodilla, y la otra apretando un cigarrillo. Como soldado después de la batalla, se formaba su propio juicio respecto al hecho concreto y simple de que llovía.

Girando hacia la izquierda, miró el barrial del patio desgarrado por los goterones, el plástico chasqueante que cubría dos bicicletas contra el muro rematado de vidrios: verdes, anaranjados, amarillos, opacos, cuando lo más frecuente era que reverberaran hasta hacerle voltear la cara. Pasó de una rata nadando un trecho e impeliéndose de regreso sobre las patas delanteras, para al fin perderse patinando sobre la tierra mojada hacia el fondo de la hiedra (la misma rata gorda, u otra idéntica, pero igualmente lenta, más lenta aún mientras nadaba, y a todas luces preñada, que la antevíspera había visto salir de su madriguera, a rastras, tan aplanada del vientre como caimán en el pantano) a los vástagos escurridos en sus tiestos, a los pétalos tronchados de las flores amarillas, a los frutos del granado extenuando la ballesta de las ramas.

Continuando a lo largo del muro muy cubierto por la hiedra que durante ese mes había proliferado más que en todo un año, se entretuvo contemplando el tumulto del romero, las hojitas espurreadas de la ruda. Alrededor de un corcho giraba un remolino. Las hojas del níspero y de la malagueta bogaban en el patio hacia la parte más estrecha del aliviadero. De la cuerda pendía una funda sujeta de dos pinzas amarillas. Presa del arrobamiento, iba de las pinzas al agua que explotaba en el alero.

En medio de su pasiva entrega al afuera, le llegó un ramalazo de aire caliente y a continuación frío, y, juntamente con él, la hebra de un aroma perdido a tallos, raíces, jugos, materias desde hacía tiempo muertas y sedimentadas, coexistiendo con el dejo húmedo de las hojas sueltas que la tierra blanda aún no había digerido. Era como el espiral de un leve e insidioso éter cuyas emanaciones acapararan los ritmos de flujo y reflujo de sus sentidos.

Echando la cabeza hacía atrás, cerró los ojos para verificar que no se le había olvidado nada. Después de unos segundos consideró que si en la reconstrucción del escenario alrededor del cual palpitaban los fenómenos en calidad de puerta de entrada a las sensaciones liberadas para sondear la vida no estaba todo, al menos sí lo más valioso de cuanto necesitaba para la clarificación y el goce de lo que tenía pensado. Justamente estaba dándole vueltas a un relato en el que se describía un día, parecido o igual a ése, acoplándose a sus impresiones ópticas y auditivas, tanto como a las marcas olfativas almacenadas en su cerebro, y el cuento se llamaría Aguacero, o tal vez Lluvia, dos títulos más bien escuetos, a imitación de los que los pintores les ponían a sus cuadros como para no sentirse culpables de abusar de la gramática expresando más de lo que se habían propuesto realizar con sus medios comunes.


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Los textos son tomados de Ficción Breve. Ficción Breve quizás sea la página más completa dedicada a la narrativa venezolana.

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