Ácido Sulfúrico. Por Amélie Nothomb


Primera parte

Llegó el momento en que el sufrimiento de los demás ya no les bastó: tuvieron que convertirlo en espectáculo.

No era necesaria ninguna cualificación para ser detenido. Las redadas se producían en cualquier lugar: se llevaban a todo el mundo, sin derogación posible. El único criterio era ser humano.

Aquella mañana, Pannonique había salido a pasear por el Jardín Botánico. Los organizadores llegaron y peinaron minuciosamente el parque. De pronto, la joven se encontró dentro de un camión. Eso ocurrió antes del primer programa: la gente todavía no sabía qué les iba a ocurrir. Se indignaban. En la estación, les amontonaron en vagones de ganado. Pannonique vio que les estaban filmando: varias cámaras los escoltaban, sin perder ni el más mínimo detalle de su angustia.

Entonces comprendió que rebelarse no sólo no serviría de nada sino que resultaría telegénico. Así pues, durante todo el viaje se mantuvo fría e inmóvil como el mármol. A su alrededor, lloraban niños, gruñían adultos y se sofocaban ancianos.

Les desembarcaron en un campo parecido a los no tan lejanos campos de deportación nazis, con una diferencia nada baladí: habían instalado cámaras por todas partes.

Para ser organizador tampoco era necesaria ninguna cualificación. Los jefes hacían desfilar a los candidatos y seleccionaban a aquellos que tenían «un rostro más significativo». Luego había que responder a cuestionarios de actitud.

Zdena, que en su vida había aprobado un examen, fue admitida. Experimentó un inmenso orgullo. En adelante, podría decir que trabajaba en televisión. Con veinte años, sin estudios, un primer empleo: finalmente su círculo íntimo iba a dejar de burlarse de ella.

Le explicaron los principios del programa. Los responsables le preguntaron si le resultaban chocantes.

--No. Es fuerte -respondió ella.

Pensativo, el cazatalentos le dijo que se trataba exactamente de eso.

--Es lo que la gente quiere -añadió-. El cuento y el tongo se han acabado.

Superó otros tests en los que demostró que era capaz de golpear a desconocidos, de vociferar insultos gratuitos, de imponer su autoridad, de no dejarse conmover por las lamentaciones.

--Lo que cuenta es el respeto del público -dijo uno de los responsables­. Ningún espectador se merece nuestro desprecio.

Zdena asintió.

Le atribuyeron el grado de kapo.

--Te llamaremos kapo Zdena -le dijeron.

El término militar le gustó.

--Menuda pinta, kapo Zdena -le lanzó a su propio reflejo en el espejo.

Ni siquiera se dio cuenta de que ya estaba siendo filmada.

Los periódicos no hablaban de otra cosa. Los editoriales estaban al rojo vivo, las grandes conciencias pusieron el grito en el cielo.

El público, en cambio, pidió más desde la primera entrega. El programa, que llevaba la sobria denominación de Concentración, obtuvo un récord de audiencia. Nunca el horror había causado una impresión tan directa.

«Algo está ocurriendo», comentaba la gente.

A la cámara no le faltaban cosas que filmar. Paseaba sus múltiples ojos por los barracones en los que los prisioneros estaban encerrados: letrinas, amuebladas con jergones superpuestos. El comentarista destacaba el olor a orina y el húmedo frío que, por desgracia, la televisión no podía transmitir.

Cada kapo tuvo derecho a algunos minutos de presentación.

Zdena no daba crédito. Durante más de quinientos segundos, la cámara sólo tendría ojos para ella. Y aquel ojo sintético presagiaba millones de ojos de verdad.

--No desaprovechéis esta oportunidad de mostraros simpáticos -les dijo un organizador a los kapos-. El público os ve como unas bestias primarias: demostradles que sois humanos.

--Tampoco olvidéis que la televisión puede ser una tribuna para aquellos de vosotros que tengáis ideas, ideales -apuntó otro con una sonrisa perversa que era la viva expresión de todas las atrocidades que esperaba oírles proferir.

Zdena se preguntó si tenía ideas. La confusión que bullía dentro de su cabeza y que ella denominaba pomposamente su pensamiento no la aturdió hasta el punto de concluir con una afirmación. Pero pensó que no tendría ninguna dificultad para inspirar simpatía.

Es una ingenuidad corriente: la gente ignora hasta qué punto la televisión les afea. Zdena preparó su discurso delante del espejo sin darse cuenta de que la cámara no tendría con ella la indulgencia de su propio reflejo.

Los espectadores esperaban con impaciencia la secuencia de los kapos: sabían que podrían odiarlos y que se lo habrían buscado, que incluso iban a proporcionarles un excedente de argumentos para su execración.

No les decepcionaron. En su más abyecta mediocridad, las declaraciones de los kapos superaron sus expectativas.

Sintieron una especial repulsión por una joven de rostro irregularmente anguloso llamada Zdena.

--Tengo veinte años, intento acumular experiencias -dijo-. No hay que tener prejuicios respecto a Concentración. De hecho, creo que nunca hay que juzgar, porque ¿quiénes somos nosotros para juzgar a nadie? Cuando termine este programa, dentro de un año, tendrá sentido sacar conclusiones. Ahora no. Sé que habrá quien opine que lo que aquí se le hace a la gente no es normal. Pero yo les hago la siguiente pregunta: ¿qué es la normalidad? ¿Qué es el bien y el mal? Algo cultural.

--Pero kapo Zdena -intervino el organizador-, ¿le gustaría sufrir lo que sufren los prisioneros?

--Es una pregunta deshonesta. En primer lugar, no sabemos lo que piensan los detenidos, ya que los organizadores no se lo preguntan. Incluso puede que no piensen nada.

--Cuando cortas un pez vivo tampoco grita. ¿Eso le lleva a concluir que no sufre, kapo Zdena?

--Ésa sí que es buena, me la apunto -dijo con una carcajada que intentaba provocar adhesiones-. ¿Sabe?, creo que si están en la cárcel es por algo. Digan lo que digan, creo que no es una casualidad si uno acaba aterrizando con los débiles. Lo que constato es que yo, que no soy ninguna blandengue, estoy del lado de los fuertes. En la escuela ya era así. En el patio, había el lado de las niñitas y de los moninos, yo nunca estuve con ellos, estaba con los duros. Nunca he buscado que nadie se apiade de mí.

--¿Cree que los prisioneros intentan despertar la compasión de los demás?

--Está claro. Les ha tocado el papel de buenos.

--Muy bien, kapo Zdena. Gracias por su sinceridad.

La joven salió del campo de la cámara, encantada con lo que acababa de decir. Ni ella misma sabía que tuviera tantos pensamientos. Disfrutó de la excelente impresión que iba a producir.

Los periódicos no ahorraron invectivas contra el cinismo nihilista de los kapos y en particular de la kapo Zdena, cuyas opiniones en tono de superioridad produjeron consternación. Los editorialistas coincidieron varias veces sobre esa perla que atribuía el papel de bueno a los prisioneros: las cartas al director hablaron de estupidez autocomplaciente y de indulgencia humana.

Zdena no comprendió para nada el desprecio de que era objeto. En ningún momento pensó haberse expresado mal. Llegó a la conclusión de que simplemente los espectadores y los periodistas eran unos burgueses que le reprochaban sus pocos estudios; atribuyó su reacción al odio hacia el proletariado lumpen. «¡Y pensar que yo los respeto!», se dijo.

De hecho, dejó de respetarlos muy deprisa. Su estima se dirigió hacia los organizadores, con exclusión del resto del mundo. «Ellos por lo menos no me juzgan. La prueba es que me pagan. Y que me pagan bien.» Un error en cada frase: los jefes despreciaban a Zdena. Le tomaban el pelo, y a base de bien.

Al contrario, si hubiera existido la más remota posibilidad de que uno u otro detenido saliera del campo con vida, lo cual no era el caso, habría sido recibido con honores de héroe. El público admiraba a las víctimas. La habilidad del programa consistía en mostrar su imagen más digna.

Los prisioneros ignoraban quiénes eran filmados y lo que veían los espectadores. Aquello formaba parte de su suplicio. Los que se venían abajo tenían un miedo terrible a resultar telegénicos: al dolor de la crisis nerviosa se añadía la vergüenza de ser una atracción. Y, en efecto, la cámara no despreciaba los momentos de histeria.

Tampoco los estimulaba. Sabia que el interés de Concentración radicaba en mostrar, cuanto más mejor, la belleza de aquella humanidad torturada. Así fue como muy rápidamente eligió a Pannonique.

Pannonique lo ignoraba. Eso la salvó. Si hubiera sospechado que era el blanco preferido de la cámara, no habría aguantado. Pero estaba convencida de que un programa tan sádico sólo se interesaba por el sufrimiento.

Así pues, se dedicó a no expresar ningún dolor. Cada mañana, cuando los seleccionadores pasaban revista a los contingentes para decretar cuáles de ellos se habían convertido en ineptos para el trabajo y serían condenados a muerte, Pannonique disimulaba su angustia y su repugnancia tras una máscara de altanería. Luego, cuando pasaba toda la jornada quitando escombros del túnel inútil que les obligaban a construir bajo la baqueta de castigo de los kapos, su rostro carecía de expresión. Finalmente, cuando les servían a esos hambrientos la inmunda sopa de la noche, se la tragaba sin expresión.

Pannonique tenía veinte años y el rostro más sublime que uno pueda imaginar. Antes de la redada, era estudiante de paleontología. La pasión por los diplodocos no le había dejado demasiado tiempo para mirarse en los espejos ni para dedicar al amor una juventud tan radiante. Su inteligencia hacía que su esplendor resultara todavía más aterrador.

Los organizadores no tardaron en fijarse en ella y en considerarla, con razón, una de las grandes bazas de Concentración. Que una chica tan guapa y tan encantadora estuviera prometida a una muerte a la que se asistiría en directo creaba una tensión insostenible e irresistible.

Mientras tanto, no había que privar al público de los deleites a los que invitaba su magnificencia: los golpes se ensañaban con su espléndido cuerpo, no demasiado fuerte, con el objetivo de no estropearla en exceso, pero lo bastante para despertar el horror puro y duro. Los kapos también tenían derecho a insultar y no se privaban de injuriar con las mayores bajezas a Pannonique, para mayor emoción de los espectadores.

La primera vez que Zdena vio a Pannonique, hizo una mueca.

Nunca había visto nada parecido. ¿Qué era? A lo largo de su vida se había cruzado con mucha gente pero nunca había visto nada igual a lo que había sobre el rostro de aquella joven. En realidad, no sabía si era sobre su rostro o en el interior de su rostro.

«Puede que las dos cosas», pensó con una mezcla de miedo y de repugnancia. Zdena odió aquella cosa que tanto la incomodaba. Le oprimía el corazón como cuando comes algo indigesto.

De noche, la kapo Zdena volvió a pensar en ello. Poco a poco, se dio cuenta de que no pensaba en otra cosa. Si le hubieran preguntado lo que eso significaba, habría sido incapaz de responder.

Durante el día, se las apañaba para estar lo más a menudo posible cerca de Pannonique, con el objetivo de observarla de reojo y de comprender por qué aquella apariencia la obsesionaba.

Sin embargo, cuanto más la examinaba, menos comprendía. Guardaba un recuerdo muy borroso de las clases de historia de la escuela, cuando tenía doce años. En el libro de texto, se reproducían cuadros de pintores del pasado, le habría costado lo suyo decir si se trataba de la Edad Media o de un siglo posterior. A veces reproducían imágenes de damas -¿vírgenes?, ¿princesas?- cuyos rostros tenían aquel mismo misterio.

Siendo una adolescente, había pensado que se trataba de algo imaginario. Semejantes rostros no existían. Lo había comprobado en su círculo íntimo. No debía tratarse de belleza ya que, en televisión, las que se suponían que eran guapas no eran así.

Y he aquí que ahora aquella desconocida presentaba aquel rostro. Así que existía. ¿Por qué uno se sentía tan incómodo cuando lo veía? ¿Por qué daba ganas de llorar? ¿Acaso ella era la única que experimentaba eso?

Zdena acabó por no poder dormir. Cada vez tenía más marcadas las ojeras. Las revistas decretaron que la más animal de las kapos tenía, cada vez más, cara de bestia.

Desde su llegada al campo, los prisioneros habían sido desprovistos de su ropa y se les había entregado un uniforme reglamentario de su talla: pijamas para los hombres, batas para las mujeres. Una matrícula que les tatuaban sobre la piel se convertía en su único nombre autorizado.

CKZ 114 -así se llamaba Pannonique- se había convertido en la ninfa Egeria de los espectadores. Los periódicos dedicaban artículos enteros a aquella joven de admirable belleza y clase, cuya voz nadie conocía. Destacaban la noble inteligencia de su expresión. Su foto ocupaba las portadas de numerosas revistas. En blanco y negro, en color, todo la favorecía.

Zdena leyó un editorial en honor de « la hermosa CKZ 114».

Hermosa: así que era eso. La kapo Zdena no se había atrevido a formularlo en estos términos, partiendo del principio que no entendía nada. Sin embargo, se sintió bastante orgullosa de haber sido capaz, si no de comprender, por lo menos de percibir el fenómeno.

La belleza: así que el problema de CKZ 114 era ése. Las chicas guapas de la televisión no habían despertado en Zdena aquel malestar, y eso le hizo llegar a la conclusión de que quizá no eran realmente guapas. Concentración le enseñaba en qué consistía la auténtica belleza.

Recortó una fotografía especialmente lograda de CKZ 114 y la colgó cerca de su cama.

Los detenidos tenían en común con los espectadores que conocían el nombre de los kapos. Éstos no perdían ninguna ocasión de vociferar su propia identidad, como si tuvieran la necesidad de escucharla.

Durante la selección de la mañana, la cosa sonaba así:

--¡Hay que mantenerse firmes delante del kapo Marko! O en los trabajos del túnel:

--Oye, tú, ¿a eso le llamas obedecer al kapo Jan?

Existía cierta paridad entre los kapos, incluso en maldad, brutalidad y estupidez.

Los kapos eran jóvenes. Ninguno superaba los treinta años. No habían faltado candidatos de más edad, incluso viejos. Pero los organizadores pensaron que la violencia ciega impresionaría más si emanaba de cuerpos juveniles, de músculos adolescentes y de rostros sonrosados.

Incluso había un fenómeno, la kapo Lenka, una voluptuosa vampiresa que intentaba gustar constantemente. No se conformaba con provocar al público y contonearse delante de los otros kapos: llegaba al extremo de intentar seducir a los prisioneros, restregándoles su escote por la cara y lanzando miradas a sus sometidos. Aquella ninfomanía, sumada a la atmósfera mefítica que reinaba en el programa, resultaba tan repugnante como fascinante.

Los detenidos también tenían en común con los espectadores que ignoraban el nombre de sus compañeros de infortunio. Les habría gustado saberlo, teniendo en cuenta hasta qué punto la solidaridad y la amistad les resultaban indispensables; sin embargo, el instinto les advertía del peligro de saberlo.

No tardaron en tener un ejemplo grave de que estaban en lo cierto.

La kapo Zdena multiplicaba las ocasiones de estar cerca de la joven CKZ 114. Las instrucciones no habían cambiado: si había que golpear gratuitamente a alguien, adelante y carta blanca.

Amparándose en aquella consigna, Zdena podía invocar el sentido del deber para descargar su rabia sobre Pannonique. Para hacerlo empleaba un celo particular. Sin por ello transgredir las órdenes, que eran no dañar su belleza, la kapo pegaba a CKZ 114 más de lo conveniente.

Los organizadores se habían percatado de ello. No desaprobaron su disposición: ver desencadenarse aquella encarnación de la brusquedad que era Zdena sobre la desgarradora delicadeza de la joven resultaba telegénico.

No le habían dado demasiada importancia a otra señal de la obsesión de la kapo: no dejaba de nombrar, o mejor dicho de «matricular» a su víctima. Sonaba así:

--¡Levántate, CKZ 114!

--¡Te voy a enseñar lo que es obedecer, CKZ 114!

--¡Vas a ver lo que es bueno, CKZ 114! O este simple grito, muy indicativo: -¡CKZ 114! A veces, cuando ya no podía más de golpear el joven cuerpo, lo tiraba al suelo suspirando: -¡Por esta vez lo dejamos aquí, CKZ!

Frente a semejante trato, Pannonique demostraba un coraje y una entereza admirables. No dejaba de apretar los dientes y se aplicaba en ahogar hasta los gemidos de dolor.

En la unidad de Pannonique había un hombre de unos treinta años a quien aquel martirio sacaba de quicio. Habría preferido mil veces ser él el golpeado antes que asistir al recurrente suplicio de la joven. En el descanso, una noche, aquel a quien llamaban EPJ 327 se acercó para hablarle:

--Se ensaña con usted, CKZ 114. Resulta insoportable.

--Si no fuera ella sería otro.

--Lo que más me gustaría es que fuera otro el golpeado.

--¿Y qué quiere que haga, EPJ 327?

--No lo sé. ¿Quiere que hable con ella?

--Sabe que no tiene derecho a hacerlo, y que eso tendría como único resultado redoblar su violencia.

--¿Y si le hablara usted?

--No tengo más derechos que usted.

--No estoy seguro. La kapo Zdena está obsesionada con usted.

--¿Cree que tengo ganas de entrar en su juego?

--Entiendo.

Hablaban en voz muy baja, por miedo a que alguno de los omnipresentes micrófonos captara su conversación.

--CKZ 114, ¿puedo preguntarle cómo se llama?

--En otros tiempos, me habría encantado decírselo. Ahora, intuyo que sería muy imprudente.

--¿Por qué? Yo, si quiere, estoy dispuesto a revelarle que me llamo...

--EPJ 327. Usted se llama EPJ 327.

--Es duro. Necesito que sepa mi nombre. Y necesito saber el suyo.

Empezaba a alzar el tono de voz, de desesperación. Ella le puso un dedo sobre los labios. Él se estremeció.

En realidad, la pasión de la kapo Zdena superaba la de EPJ 327: ardía en deseos de saber el nombre de CKZ 114. De tanto rugir su matrícula, unas cuarenta veces al día, le resultaba insatisfactorio.

No es casual que los humanos lleven nombres en lugar de matrícula: el nombre es la llave de la persona. Es el delicado ruido de su cerradura cuando queremos abrir su puerta. Es la metálica melodía que hace que el don sea posible.

La matrícula es al conocimiento de los demás lo que el carnet de identidad a la persona: nada.

Zdena percibió con furor aquella limitación de su poder: ella, que tenía derechos tan extendidos y monstruosos sobre la detenida CKZ 114, no poseía los medios para saber su nombre. Éste no figuraba en ninguna parte: cuando llegaban al campo, la documentación de los prisioneros era quemada.

Sólo podría enterarse del nombre de CKZ 114 a través de la boca de la interesada.

Sin saber si esta pregunta estaba autorizada, Zdena se acercó a la joven con cierta discreción en el momento de las obras del túnel y le susurró al oído:

--¿Cómo te llamas?

Pannonique dirigió hacia ella un rostro estupefacto.

--¿Cuál es tu nombre? -volvió a murmurar la kapo.

CKZ 114 negó con la cabeza con una expresión definitiva. Y volvió a quitar las piedras y los escombros.

Derrotada, Zdena agarró su baqueta y molió a golpes a la insolente. Cuando por fin se detuvo, al límite de sus fuerzas, la víctima, pese al sufrimiento, le lanzó una mirada divertida que parecía decir: «¡Si crees que con estos métodos vas a doblegarme...!» «Soy una imbécil», pensó la kapo. «Para conseguir lo que quiero, la destruyo. ¡Qué idiota eres, Zdena! Pero no es sólo culpa mía: se está burlando de mí, me saca de quicio, entonces pierdo el control. ¡Ella se lo busca!»

Al visionar las cintas sin descodificar, Zdena vio que CKZ 114 había mantenido una conversación con EPJ 327. Hurtó pentotal de la enfermería y le inyectó una dosis a EPJ 327. El suero de la verdad le soltó la lengua al infeliz, que se puso a hablar más de la cuenta:

--Me llamo Pietro, Pietro Livi, necesitaba tanto decirlo, necesito tanto saber el nombre de CKZ 114, tenía razón al no decírmelo, si no estaría revelándolo, kapo Zdena, te odio, eres todo lo que desprecio y CKZ 114 es todo lo que amo, la belleza, la nobleza, la gracia, si pudiera matarte, kapo Zdena...

Creyendo que ya había oído bastante, le golpeó en la cabeza. Otros organizadores la detuvieron: no tenía derecho a torturar a los prisioneros para su propio placer egoísta.

--Haz lo que quieras, kapo Zdena, ¡pero delante de las cámaras!

En cuanto al pentotal, le fue confiscado.

«Si no fuera la reina de las cretinas», pensó Zdena, «le habría inyectado el pentotal a CKZ 114. Ahora, no podré acceder a él, y no podré saber su nombre. El periódico tenía razón: soy la estupidez complaciente.»

Era la primera vez en su vida que Zdena tenía conciencia y vergüenza de su nulidad.

En la carrera de baquetas, se hizo relevar por otros kapos. No eran bestias lo que faltaban para querer desahogarse sobre el débil cuerpo de CKZ 114.

En un primer momento, Zdena sintió que progresaba. Ya no sentía tanta necesidad de destruir lo que la obsesionaba. A veces, para no dar la impresión de no estar haciendo nada, la emprendía a golpes con otros prisioneros. Pero aquello no tenía ninguna importancia.

Poco a poco, su conciencia se enturbió. Al fin y al cabo, ¿cómo podía sentirse satisfecha consigo misma? CKZ 114 seguía sufriendo tanta violencia como antes. Lavarse las manos ante determinada situación no significaba ser inocente.

Una parte oscura de Zdena también le susurraba al oído que cuando era ella la que se ensañaba con CKZ 114 había algo sagrado en aquel ensañamiento. Mientras que ahora la joven era sometida al maltrato común, al horror ciego, al suplicio vulgar. Decidió reafirmarse en su elección. De nuevo fue la kapo Zdena quien molió a palos a la hermosa joven. Cuando ésta vio regresar a la verdugo que se había alejado de ella durante siete días, su mirada expresó una perplejidad que parecía preguntarse por el sentido de tan extraña actitud.

Zdena volvió a hacerle la pregunta:

-¿Cómo te llamas?

Y ella volvió a no responderle, sin abandonar esa expresión burlona que la kapo acertaba al interpretar como: «¿Acaso crees que voy a vivir tu regreso como una bendición por la que tengo que darte las gracias?»

«Tiene razón», pensó Zdena, «tengo que darle motivos para que se alegre.»

EPJ 327 le contó a CKZ 114 el interrogatorio al que le habían sometido.

--¿Se da cuenta? -le dijo-. No debe saber mi nombre.

--Ahora sabe el mío, pero está claro que eso le importa un bledo. Usted es la única obsesión de la kapo Zdena.

--Es un privilegio del que muy a gusto prescindiría.

--Estoy seguro de que podría sacarle provecho.

--Prefiero no saber lo que insinúan sus palabras.

--No lo decía en un sentido humillante. No tiene idea de lo mucho que la aprecio. Y estoy agradecido por ello: nunca había tenido tanta necesidad de querer a alguien como desde que estamos en este infierno.

--Yo nunca había tenido tanta necesidad de continuar con la cabeza bien alta. Es lo único que me hace seguir adelante.

--Gracias. Su orgullo es el mío. Tengo la impresión de que también es el de todos los que estamos aquí.

Estaba en lo cierto. Los prisioneros también notaban que sus miradas se sentían atraídas por su belleza.

--¿Sabía que las opiniones más sublimes sobre la gloria de Corneille fueron escritas por un judío francés en 1940? -dijo EPJ 327.

--¿Era usted profesor? -preguntó la joven.

--Lo sigo siendo. Me niego a hablar de ello en pasado.

--¿Así que has vuelto a moler a palos a CKZ, kapo Zdena? -bromeó el kapo Jan.

--Sí -dijo sin darse cuenta de que se burlaban de ella.

--¿Te gusta, verdad? -preguntó el kapo Marko.

--Sí -respondió ella.

--Te encanta pegarle. No puedes vivir sin ello.

Zdena reflexionó muy deprisa. Tuvo el instinto de mentir.

--Sí, me gusta.

Los otros rieron largamente.

Zdena pensó que dos semanas antes no habría sido una mentira.

--¿Chicos, puedo pediros algo? -preguntó ella.

--Prueba a ver.

--Que me la dejéis a mí.

Los kapos gritaron de risa.

--De acuerdo, kapo Zdena, te la dejamos -dijo el kapo Jan-. Con una condición.

--¿Cuál? -preguntó Zdena.

--Que luego nos lo cuentes.

Al día siguiente, en las obras del túnel, CKZ 114 vio cómo se le acercaba la kapo Zdena, con su fusta en la mano.

La cámara enfocó a aquel par de chicas que tanto obsesionaba a los espectadores.

Pannonique redobló sus esfuerzos, sabiendo que su celo no le serviría de nada.

--¡Eres una gallina, CKZ 114! -gritó la kapo. Una lluvia de golpes de fusta cayó sobre la prisionera.

Inmediatamente, Pannonique se dio cuenta de que no sentía nada. La fusta había sido sustituida por una imitación inofensiva. CKZ 114 tuvo el reflejo de fingir el dolor retenido.

Luego lanzó una fugaz mirada hacia el rostro de la kapo. En él leyó una intensidad significativa: la verdugo estaba en el origen de aquel secreto y sólo lo compartía con su víctima.

En décimas de segundo, Zdena volvió a ser una kapo ordinaria que gritaba su odio.

Después de una semana de falsa fusta, la kapo Zdena volvió a preguntarle a CKZ 114:

--¿Cómo te llamas?

Pannonique no respondió. Sus ojos sonrieron a los de su enemiga. Recogió su cuota de escombros y los llevó al montón común. Luego regresó a su depósito de escombros.

Zdena la estaba esperando, con expresión insistente, como si quisiera darle a entender que su trato de favor merecía una recompensa.

--¿Cómo te llamas?

Pannonique se lo pensó un instante antes de responder:

--Yo me llamo CKZ 114.

Era la primera vez que un kapo la oía hablar.

A falta de decirle su nombre a Zdena, le ofrecía un regalo inesperado: el sonido de su voz. Un sonido sobrio, severo y puro. Una voz de timbre extraño.

Zdena se sintió tan desconcertada que no se dio cuenta de la respuesta evasiva.

La kapo no fue la única en notar el fenómeno. A la mañana siguiente, numerosas crónicas llevaban por título: ¡HA HABLADO!

Resultaba tremendamente extraño que un prisionero hablara.

La prueba es que ningún medio de comunicación había conseguido captar la voz de CKZ 114. De su parte sólo habían podido oírse leves gemidos a consecuencia de los golpes. Ahora, en cambio, había dicho algo: «Yo me llamo CKZ 114.»

«Lo más singular de este enunciado», escribió un periodista, «es el yo. Así, esa joven que, ante nuestra consternada mirada, sufrió la peor de las infamias, la violencia absoluta, esa joven a la que veremos morir y que ya está muerta, puede todavía iniciar con orgullo una frase con un yo triunfante, una afirmación de sí misma. ¡Qué lección de coraje!»

Otro periódico ofrecía un análisis opuesto:

«Esa joven está declarando públicamente su derrota. Toma -¡ya era hora!- la palabra, pero para confesarse derrotada, para decir que, en adelante, la única identidad que reconoce como propia es esa matrícula del horror bárbaro.»

Ningún medio captó la auténtica naturaleza de lo que había ocurrido: la acción sólo había tenido lugar entre aquellas dos chicas y sólo tenia sentido para ellas. Y su significado gigantesco era: «Acepto dialogar contigo.»

Los otros detenidos no entendieron mucho más. Todos sentían la más honda admiración por CKZ 114. Era su heroína, esa cuya nobleza proporcionaba el coraje de volver a levantar cabeza.

Una mujer joven que llevaba la matrícula MDA 802 le dijo a Pannonique:

--Está bien, se lo estás haciendo pagar caro.

--Si no tiene inconveniente, prefiero el tratamiento de usted.

--Creía que éramos amigas.

--Precisamente por eso. Dejemos el tuteo para los que no nos quieren.

--Me resultará difícil hablarle de usted. Tenemos la misma edad.

--Los kapos también tienen nuestra edad. Ésa es la prueba de que, pasada la infancia, una edad idéntica no basta para constituir un punto en común.

--¿Cree que llamarnos de usted servirá de algo?

--Lo que nos diferencia de los kapos resulta forzosamente indispensable. Como todo lo que nos recuerde que, a diferencia de ellos, somos individuos civilizados.

Esta actitud se propagó. Pronto ningún prisionero tuteó a otro.

Aquel tratamiento de usted generalizado tuvo consecuencias. Nadie se quiso menos ni tuvo menos intimidad pero todos se respetaron infinitamente más. No se trataba de una deferencia formal: se tenían más estima unos a otros.

La comida de la noche era miserable: pan duro y una sopa tan clara que resultaba milagroso que la taza contuviera alguna piel de verdura. Sin embargo, había tanta hambre y las cantidades eran tan escasas que aquella colación era esperada con ansia. Los que recibían aquella pitanza se abalanzaban encima sin hablar y la comían poco a poco, con expresión apática, midiendo los bocados.

No resultaba extraño que, al terminar su ración, alguien rompiera a llorar al pensar que tendría el estómago tan vacío hasta el día siguiente por la noche: haber vivido sólo para aquella lamentable comida y ya no tener esperanza por nada, sí, había motivos para llorar.

Pannonique ya no soportaba aquel sufrimiento. Durante una comida, empezó a hablar. Como una invitada alrededor de una mesa bien provista, inició la conversación con los integrantes de su unidad. Recordó las películas que le habían gustado y los actores a los que admiraba. Un vecino estuvo de acuerdo, otro se indignó, ella le contradijo, explicó su punto de vista. El tono subió. Cada uno tomó posición. Hubo quien se entusiasmó. Pannonique rompió a reír.

Sólo EPJ 327 se percató de ello.

--Es la primera vez que la veo reír.

--Río de felicidad. Hablan, discuten, como si fuera importante. ¡Es maravilloso!

--Usted es la que es maravillosa. Gracias a usted han olvidado que estaban comiendo mierda.

--¿Usted no?

--Yo no es el primer día que me doy cuenta de su poder. Sin usted, estaría muerto.

--Morirse no es tan fácil.

--Aquí nada resulta más sencillo. Basta con mostrarse inepto para el trabajo y a la mañana siguiente te ejecutan.

--Sin embargo, uno no puede decidir morirse.

--Sí. A eso se le llama suicidio.

--Muy pocos seres humanos son realmente capaces de suicidarse. Yo soy como la mayoría, tengo instinto de supervivencia. Usted también.

--Sinceramente, no estoy seguro de que lo tuviera sin usted. Ni siquiera en mi vida anterior había conocido a alguien de su especie: un ser al que uno pueda dedicar su pensamiento. Me basta pensar en usted para salvarme del asco.

La mesa de Pannonique ya no conoció cenas sórdidas. Las unidades contiguas comprendieron el principio y lo imitaron: nadie más volvió a comer en silencio. El comedor se convirtió en un lugar ruidoso.

El hambre seguía siendo la misma y, sin embargo, nadie rompía a llorar al terminar su pitanza. No por ello dejaban de adelgazar. CKZ 114, que ya era delgada cuando llegó al campo, había perdido la dulce redondez de sus mejillas. La belleza de sus ojos se incrementó, la belleza de su cuerpo se deterioró.

A la kapo Zdena le preocupó. A escondidas, intentó darle provisiones al objeto de su obsesión. CKZ 114 las rechazó, horrorizada ante la idea de lo que la esperaba si las aceptaba.

O el gesto de Zdena era grabado por la cámara y CKZ 114 padecería un castigo cuya naturaleza prefería no saber.

O el gesto no era grabado por la cámara, y CKZ 114 prefería no saber la naturaleza del agradecimiento que la kapo le exigiría.

Por otra parte, se moría de hambre. Resultaba terrible dejar escapar tabletas de chocolate cuya mera idea la ponían enferma de deseo. A falta de otra solución, sin embargo, tuvo que resignarse a ello.

MDA 802 se dio cuenta de aquel tejemaneje y le produjo una inmensa cólera.

Durante la pausa, en voz baja, se acercó a reprender a su compañera de infortunio:

--¿Cómo se atreve a rechazar alimentos?

--Eso es cosa mía, MDA 802.

--No, también es cosa nuestra. Ese chocolate, podría compartirlo.

--Pues vaya usted a hablar con la kapo Zdena.

--Sabe perfectamente que sólo se interesa por usted.

--¿No le parece que debería quejarme por ello?

--No. Todos querríamos que alguien se acercara para ofrecernos chocolate.

--¿A qué precio, MDA 802?

--Al precio que usted fije, CKZ 114.

Se marchó, furiosa.

Pannonique reflexionó. MDA 802 tenía razón. Se había mostrado egoísta: «Al precio que usted fije»: sí, tenía que existir una manera de trapichear sin por ello abdicar.

Después de las palabras de EPJ 327, Zdena no era capaz de pensar. Los fenómenos que percibía en el interior de su cabeza, sin embargo, eran comparables. Ella también conocía el asco del que le había hablado. Lo sentía hasta el punto de poder llamarlo por su nombre.

En su primera juventud, cuando la despreciaban, cuando delante de ella se despreciaba lo que se desconocía, cuando se destruía gratuitamente algo hermoso, cuando alguien se ensañaba con otro por el simple placer de revolverse en el fango y provocar la risotada, Zdena experimentaba un persistente malestar que su cerebro había bautizado como asco.

Se había acostumbrado a vivir con aquella inmundicia, repitiéndose que se trataba de una carga común, incluso alimentándola para tener la ilusión de no ser siempre su víctima. Pensaba que valía más provocar el asco que padecerlo.

En rarísimas ocasiones, el asco se desvanecía. Cuando oía una melodía que le parecía hermosa, cuando salía de un lugar asfixiante y recibía de lleno la generosidad del aire gélido, cuando el exceso de alimento de un banquete se olvidaba con un trago de vino áspero, era mejor que una tregua: de repente el asco se invertía y no existía una palabra para expresar su antónimo, no se trataba ni de apetito ni de deseo, se trataba de algo mil veces más intenso, una fe en algo demasiado vasto que se dilataba dentro de su ser hasta el extremo de hacer que sus ojos se salieran de las órbitas.

Pannonique le producía el mismo efecto. Una sensación sin nombre para una persona sin nombre: había demasiados innombrados en aquel asunto. Al precio que fuera, Zdena averiguaría el nombre de CKZ 114.

Adelgazarse era menos un problema estético que una cuestión de vida o muerte. Por la mañana, durante la primera inspección, se pasaba revista a los detenidos: aquellos que parecían demasiado demacrados para ser viables eran seleccionados en la fila mala.

Algunos prisioneros escondían trapos bajo su uniforme con el objetivo de dar consistencia a su silueta. No perder demasiado peso era una angustia permanente.

Una unidad estaba compuesta por diez personas. Pannonique estaba obsesionada por la salud de aquellos diez individuos, entre los cuales estaban EPJ 327 y MDA 802. Pero la inconsciente presión que sobre ella ejercía su unidad para que aceptara el chocolate de la kapo le resultaba insoportable.

El horror de las circunstancias exacerbaba su orgullo. «Mi nombre vale más que un poco de chocolate», pensaba.

Mientras tanto, ella también seguía adelgazando. Ser la ninfa Egeria del público no la protegía de la muerte: los organizadores ya se frotaban las manos pensando en la telegenia de su agonía retransmitida por cinco cámaras.

Zdena fue presa del pánico. Dado que CKZ 114 se obstinaba en rechazar el chocolate que ella le ofrecía, la kapo se lo metió a la fuerza en el bolsillo de su bata. Inmediatamente, la joven esbozó un gesto de duplicidad. Zdena se quedó tan pasmada ante semejante atrevimiento que, ni corta ni perezosa, metió una segunda tableta en el bolsillo de su protegida.

Ésta le dirigió una ambigua mirada de agradecimiento. Zdena no daba crédito a tanta soberbia. «Pues si que se da aires», pensó. Sin embargo, convino que tenía toda la razón.

Durante la cena, Pannonique fue repartiendo, debajo de la mesa, de rodilla en rodilla, trozos de chocolate que despertaron un patético entusiasmo. Los prisioneros devoraron aquel botín con éxtasis.

--¿Se lo ha dado la kapo Zdena? -preguntó MDA 802.

--Sí.

EPJ 327 hizo una mueca de desagrado al pensar en lo que CKZ 114 había tenido que pagar a cambio.

--¿Cuál ha sido el precio? -la interrogó MDA 802.

--Ninguno. Lo he conseguido a cambio de nada.

EPJ 327 soltó un suspiro de alivio.

--Se preocupa por su vida -comentó MDA 802.

--¿Lo ve? Hice bien en no despilfarrar mi nombre -dijo CKZ 114.

Hubo una carcajada general.

Se convirtió en una costumbre: cada día la kapo metía disimuladamente dos tabletas de chocolate en el bolsillo de CKZ 114, sin recibir más agradecimiento que una fugaz mirada.

Superada la emoción inicial, Zdena empezó a considerar que su protegida le estaba tomando el pelo. Le gustaba la idea de ser la benefactora de aquella que la obsesionaba. No obstante, Pannonique no mostraba en absoluto la inmensa gratitud que la kapo esperaba: ¡si por lo menos hubiera dirigido hacia ella sus enormes ojos conmovidos de reconocimiento! En realidad, la joven se comportaba como si aquel chocolate fuera un derecho adquirido.

Zdena pensaba que CKZ 114 estaba yendo demasiado lejos. Con el transcurrir de los días, su resentimiento se acrecentó. Le dio la sensación de estar reviviendo esa humillación que tan familiar le resultaba: la estaban despreciando.

Sabia que los kapos y el público la despreciaban: le daba lo mismo. El desprecio de CKZ 114, en cambio, la ponía enferma. Lamentaba haber cambiado su baqueta de castigo por un sucedáneo. Le habría gustado castigar a la desconocida pero de verdad.

Peor aún: le parecía que toda la unidad de CKZ 114 la despreciaba. Debía de ser el hazmerreír de todos. Pensó en privar a la joven de chocolate. Por desgracia, ésta todavía no sé había engordado.

Era evidente: seguro que compartía el chocolate con los demás. Ésa era la razón por la cual no le aprovechaba. Los cabrones de su unidad quizá se comían su parte. Y además se burlaban de ella.

Zdena sintió un odio infinito por quienes estaban cerca de aquella que la obsesionaba.

La venganza de la kapo no tardó en manifestarse.

Una mañana, mientras pasaba revista a la unidad de su protegida, Zdena se detuvo ante MDA 802.

Se tomó su tiempo, sin decir nada, sabiendo hasta qué punto su silencio asustaba a su víctima. La miraba de arriba abajo. ¿Acaso era por culpa de su pequeño rostro puntiagudo e impertinente, justo lo opuesto al suyo? ¿Acaso era por su amistad con CKZ 114? El caso es que Zdena odiaba a MDA 802.

Toda la unidad contenía la respiración, compartiendo el destino de la infortunada.

--Estás delgada, MDA 802 -acabó lanzándole la kapo.

--No, kapo Zdena -respondió la sediciosa.

--Sí, has adelgazado. ¿Cómo no ibas a adelgazar con estos trabajos forzados y ese régimen de hambruna?

--No he adelgazado, kapo Zdena.

--¿No has adelgazado? ¿Por casualidad alguien te está suministrando golosinas a escondidas?

--No, kapo Zdena -dijo la prisionera, cada vez más enferma a causa del miedo.

--¡Entonces no niegues que has adelgazado! -gritó la kapo.

Y agarró a la detenida por el hombro y la empujó como un proyectil hacia la fila de los condenados a muerte. La barbilla de MDA 802 se puso a temblar convulsivamente.

Fue entonces cuando se produjo algo inenarrable.

CKZ 114 salió de su fila, se acercó a MDA 802 para cogerla de la mano y la devolvió entre los vivos. Y justo cuando Zdena, furibunda, llegaba corriendo para restablecer su sentencia, CKZ 114 se plantó ante ella, clavó sus ojos en los de ella y clamó alto y fuerte:

--¡Me llamo Pannonique!

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