Los Lagos de Hesnor Rivera
EL LAGO DE LAS DIEZ MIL TORRES
En los 70 años de la muerte trágica del
poeta Ismael Urdaneta, y en los 70
años de mi existencia.
Ya desaparecieron los jardines
sembrados por los pescadores
sobre la cubierta
de las piraguas en ruina.
Viejo soldado
de las guerras lejanas!
Poeta de los versos
que son y serán siempre
algo distinto!
El lago está donde lo dejaste
hace ya setenta años
pero mucho más lacerado.
Ya se ha subido
a la azotea de los grandes vacíos
-allí donde hasta el trópico
se dobla bajo el peso de los calores
y las tempestades
capaces de descomponer
hasta a las brisas de la muerte.
Sube y desde lo alto
de los abismos finales
el Lago de las diez mil torres
contempla el panorama
de sus glorias contradictorias:
La de la feroz utilidad
que lo obliga a darse muerte
por la propia mano
y la de la gran belleza
enteramente inútil
pero maravillosa
donde las noches llegaban
a beber para proseguir el viaje
por todas las latitudes del mundo.
Joven legionario
envejecido por las agonías
que llenaban de penas
y de pequeños relámpagos el aire!
Ismael Urdaneta
Habías visto muchas veces
Al Lago desde las ventanas
De la calle Oriente. Desde
los barandales de La Plaza
del Buen Maestro. Allí bastaba
que la luna plateara
la transparencia todavía viva
de las aguas para que volvieran
por contraste a tu memoria
las imágenes del terror
cuando te hundías
en los pantanos helados
de Ukrania. En las trincheras
consteladas de obuses
en el Peloponeso
durante la Gran Guerra.
La desesperanza
de la muchacha francesa
que encontraste en Argelia.
La parálisis horrible
que te arrancó de Francia
para siempre indefenso
como el Lago que veías
romperse poco a poco
-se ennegrecían de petróleo
Los ámbitos de su atmósfera
Habitada por vendavales angélicos.
De los jardines sembrados
por los pescadores en las ruinas
de las piraguas ya habían
caído los pétalos finales
de las cayenas y las siemprevivas
último alimento de los peces
que se marcharon porque el Lago
alrededor se moría.
EL LAGO
A Guillermo Montilla
Sentados uno junto a otros
en el borde de los malecones
los bebedores consuetudinarios
se dedicaban a lanzar y recoger
la larga cuerda de sus visiones
sobre la superficie del lago.
Alrededor flotaban las botellas
de aguardientes vacías
como ejemplares de una fauna
utilizable –a semejanza
de las palomas– solamente
para transportar mensajes.
Desde muy temprano
los borrachos más antiguos
no podían contener las lágrimas
mirando sin parar la costa
donde se muere el relámpago.
Los más jóvenes hablaban
sobre crímenes y sobre
la necesidad de establecer
como tradición el hecho
de que cada barrio no dejara
de tener todos los días
los velorios de sus muertos propios.
Relataban una vez más la historia
del fantasma Bartolo
-el platanero que mató a su hijo
porque se durmió en el cayuco.
La del recién nacido que llora
abandonado en la noche
pero que se le vuelve de pronto
un gran diablo entre los brazos
a la persona que lo cargue
para buscar su familia.
La de la mujer siempre de luto
que en la oscuridad seduce
a los transeúntes tardíos
a quienes se les convierte en vaca
negra o pantera en el instante
en que la desvisten para poseerla.
Ya desaparecieron o vagan
por los callejones sin salida
de las remodelaciones dementes.
Los últimos bebedores
consuetudinarios fueron vistos
en aquella carroza fúnebre
que puso fin a los recuerdos
de los bellos carnavales de antaño.
Ahora los malecones no huelen
a pescado frito. A empanadas
calientes. No hay pescadores
ni plátanos ni visiones
que salten para encantar
las velas de las piraguas sin rumbo.
Sólo los peces póstumos
sacan a veces sus cabezas
de ahogados –sus boquitas
de borrachos que beben
para que los mate las nostalgia
de su viejo paraíso perdido.
LOS LAGOS
A Vicente Gerbasi
Alrededor de nuestra casas
crecían lagos. Cuando las hierbas
de sus barbas todavía brillaban
en sus corazones los peces se aprendían
de memoria el canto de los pájaros
para alabar la transparencia
de los amores del agua.
Un lago crece
como la espalda
donde se mira la respiración del cielo.
Alrededor de nuestras casas
crecían costas iluminadas
por lirios de mejillas sangrientas.
Los astros se escondían detrás
de la humareda del árbol
listo ya para zarpar hacia donde
el amanecer es un puerto.
Un lago crece
como la botella
por cuya boca silba
como los vendavales el tiempo.
Alrededor de nuestras casas
agonizan los lagos –se oyen
desde lejos sus latidos
de animal que se espanta
de la piel de los fantasmas.
El agua se convierte en ausencia.
Los peces evaporan la luna
de su fuego en la sombra
-entre las raíces que amarraban
en el pasado a las islas.
Un lago muere
como un ángel
con osamenta de espejos.
Alrededor de nuestras casas
crece ahora como un pantano
de cenizas poco a poco el silencio.
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