Cuatro Cuentos de Federico Vegas


LA CARPA

A los dieciséis años un niño debe asistir a la muerte de su abuelo.

Mi padre me dejó frente a la casa mientras se iba con mis tíos a preparar unos trámites. Antes de subir a su habitación entré en la biblioteca y recorrí los estantes. Todavía sueño que regreso en secreto y puedo llevarme los libros que quiera. Los entresaco desesperado y me rodeo de montones hasta darme cuenta de que mis posibilidades son inagotables. Mi avidez se transforma en ansiedad y me despierto.

La habitación del abuelo olía a remedio y a colonia. Se estaba muriendo de enfisema dentro de una carpa de plástico inflada con oxígeno. Esa tarde dormitaba rodeado de tías que habían venido desde Ciudad Bolívar. En una fila de sillas se mecían entre el llanto y el chisme. Primero reían contando alguna de las travesuras del abuelo, luego recordaban sus gestos de cariño mientras gemían juntas y se atracaban de galletas y carato de parcha.

Salí del cuarto y me encontré en la escalera a Berlides subiendo con otra bandeja de galletas humeantes. Al verla caminar pensé que todas las mujeres de la familia se darían cuenta de nuestro secreto.

Hacía unos meses se había iniciado mi estado de vigilia, de expectativa, de preiniciación y tensión perpetua. Primero me acostaba por horas sobre un frío piso de granito con la carátula de un disco de Sarita Montiel; doblaba y soplaba tratando de vencer la férrea resistencia del cartón y cada cierto tiempo, por un instante, se daba el milagro de un abismo apoteósico y el escote se entreabría ligeramente. Era un encantamiento que estiraba hasta el dolor los extremos del placer y la insatisfacción.

En largas mañanas de domingo realicé arduas investigaciones en los libros de anatomía de mi abuelo. Me asomé a nalgas enormes descolgándose llenas de salpullidos y sarnas leves; a tetas asimétricas y tensas, otras desinfladas o entorchadas, o alegres como aguacates en sus ramas, o con el desenfado de un tobogán, o la noble rusticidad de las alforjas de minero. Enfoqué pezones semejantes a lenguas de loro o rígidos como tornillos; también los había amplios y esféricos como planetas con aureolas, lunas y satélites. Conocí totonas de largas y lacias barbas, otras parecían erizadas por un corrientazo, o con cortes de mohicano o bocas de bulldog, o lampiñas y casi imperceptibles. Había muslos con manchas a dos tonos, resignados y semicubiertos por batas verdes. Y aún, aquella fauna de eruptivas y dolor, lograba cautivarme. Iba surgiendo una mujer enorme, formada por datos concéntricos, construida de talco y de niñas, de películas, telas, roces y recuerdos. La acción y el deseo se acercaban lentamente.

Mi vecino de la calle Glorieta era el flaco Ortiz. El flaco era capaz de los más diversos esfuerzos, trampas o sacrificios. Ofrecía tratamientos para las espinillas, prometía clases de piano, de hipnotismo, judo y ajedrez. Decía que era secretario del sindicato de artistas o contrabandista de telas. Cortaba pollinas, hacía trenzas, leía las manos, reparaba lavadoras y regalaba pomadas y vestidos que le robaba a la mamá. Cantaba y se declaraba en inglés, o se pasaba por ex-seminarista, por virgen o por sordomudo, o cualquier cosa que sorprendiera y sacudiera las defensas ya exiguas de sus victimas. Adormecía los ojos y las mujeres se acurrucaban. Sus pestañas entrecerradas pasaban con mínimos movimientos del desinterés a la pasión provocando desconcierto y sumisión. Era el azote de la urbanización, su territorio comenzaba en la bomba de Chuao y terminaba una cuadra más allá del automercado.

En la avenida Rio de Janeiro vivía un agregado militar que se la pasaba de viaje. La casa la cuidaba y limpiaba Albina. El flaco Ortiz la descubrió antes que nadie. El flaco me llevaba unos tres años que entonces eran más de un quinto de vida, pero yo le caía bien, sabía escucharle sus teorías y aventuras con seriedad.

Por considerarme su discípulo me llevó una tarde de vacación a casa de Albina para ayudar en una limpieza a fondo. Albina había invitado a una amiga llamada Anuncia, que trabajaba en el edificio Capanaparo.

El flaco era un tipo organizado, de los que no se precipitan. Lo recuerdo siempre caminando con suavidad directo a su meta. Con él no había incertidumbre ni ratos vacíos, la acción era continua y ordenada, sin malos entendidos ni segundas intenciones. Empezamos por la sala y el comedor. Se sacaron todos los muebles, llenamos el piso con agua jabonosa y jugamos a lanzar a Anuncia y Albina desde los extremos del salón para que rodaran girando como carritos chocones hasta el centro de la sala. Ya desde aquellas primeras escenas yo estaba abismado por la escala de aquella rochela y pensé que algo estaba a punto de explotar, pero el flaco tenía el don de la mesura y lograba mantener las situaciones en su justo nivel de placer, sin desbocarse sobre los uniformes mojados, sobre las risas. El tenía una secuencia y un horario previsto.

Albina tenía cosquillas en todo el cuerpo, no sólo en las zonas tradicionales como las costillas flotantes y las axilas, bastaba con acercarle los dedos erectos y amenazantes para que le brotaran carcajadas. Cuando el flaco la hizo reír hasta hacerla orinar un chorro de turbina que unió su espuma a la del jabón, y luego le gritó cochina y la roció con la manguera, comencé a darme cuenta de mi abismal inocencia y miré la escena con recogimiento. No sabía que la lujuria rozaba aquellos límites. Fui perdiendo las fuerzas de un actor para sentirme espectador y aprendiz.

Anuncia era tan mansa y tan fea que facilitó mi actitud contemplativa. Por entre la nariz y la nuca le salía un ruido de satisfacción que sonaba digestivo y venerable, como el murmullo de quien toma un café con leche muy caliente.

El flaco Ortiz inventaba unas leyes amorosas que cumplía con seriedad. Así estiraba los eventos. Su táctica consistía en tratar a Albina con maldad cuando más la deseaba y con cariño cuando se aburría. Sabía bien que la pasión es recurrente y la apatía pasajera.

Al caer la tarde pasó con Albina a la habitación del General y cerró la puerta. Se portaba como un gran señor. Se darían un baño caliente, se pondría una bata y le probaría a Albina la colección de pantaletas y perfumes que tenía la esposa del militar. Otro se hubiera lanzado de cabeza en el agua jabonosa del salón al inicio de la tarde y allí hubiera terminado extenuado y vació. Ortiz, en cambio, llegaba con parsimonia a la cama del cuarto principal después de aprovechar todas las diversiones y facilidades que le ofrecía la casa.

Yo me quedé con Anuncia empapada y estornudando en el sofá de la sala. Le besé la piel y le sabía a papel y vinagreta. Le tomé una mano. Su dedo meñique estaba más frió que los demás. Me contó que se había cortado el nervio abriendo una lata de diablito y que tenía ese dedo muerto. La mano entera comenzó a enfriársele y a cambiar con esa luz que aparece en los inicios de la noche. Esas evanescencias, sumadas a sus ojos meditabundos, vacunos y opacos, me llenaron de temor, de culpa. Corrí hacia mi casa sin más pecado que el de no hacer por no poder.

De Armas, un amigo barroso del flaco, fue mi sucesor en la casa del General. Luego se fue sumando un grupito de cuarto año y estuvieron dando función unos dos meses hasta que un cruzado eucarístico los acusó con el Padre Espiritual y comenzó en el colegio la famosa «Purga de los Sirvienteros», que llevó con saña y astucia el Cura Rector. Yo me salvé gracias al gélido meñique de Anuncia.

Para entonces, el flaco Ortiz enamoró a una demostradora de automercado que promocionaba unos potecitos de leche condensada. Ya se había olvidado de Albina, quien se tomó un buche de Diablo Rojo que le quemó el esófago. Pero se recuperó pronto y no pasó mucho tiempo sola. Ya era una leyenda. Empezaron a coincidir por la Río de Janeiro amoladores de cuchillos, turcos con maletas de ropa, plomeros y maestros de las construcciones vecinas, heladeros y hasta Teodosio aminoraba el paso al pasar con sus caballos de alquiler. Albina les hacía un show de vespertina. Brincaba como Isadora Duncan frente a la ventana que daba a la calle, sin aviso, ni fórmula, ni precio, ni secuencia lógica. De nada valía rogar o amenazar con tirar piedras, los impetuosos saltos de Albina, desnuda y apenas cubierta con una funda de almohada, eran fugaces e inesperados. Más tarde se enamoraría de un profesor de la autoescuela Rossini y terminarían sus actuaciones.
Nunca más supe de ella. Mi familia se mudo más allá de El Hatillo y las calles de Chuao ya no fueron más que un reguero insatisfecho.

Mi abuelo siempre ocupaba la cabecera de la mesa en el comedor y desde allí reinaba. Tenía una colección prodigiosa de dulces de hicacos, lechosa y cabello de ángel, picantes traídos desde Guanajuato hasta Guayaquil, una batidora eléctrica para sus mezclas y un amolador eléctrico. A mí me sentaba a su lado para corregir mis modales con golpes de cucharón. Un día, mientras amolaba un cuchillo enorme para cortar un pernil, las chispas de fuego cayeron en mis caraotas. Cuando mi abuela le advirtió de aquella lluvia refulgente, él persistió explicando que me haría bien una dosis extra de hierro.

Era un alquimista, un Merlín culinario. Para evitar que lo salpicaran sus proezas y desastres se cubría con una gran servilleta que lo envolvía como si lo fueran a afeitar. Era el hombre mas feliz que jamás vi en un comedor y el de mejor comer. Mi abuela sabía que entre una mesa y una cama solo hay una diferencia de altura y lo dejaba inspirarse, llenarse de vida, de complacencias y placeres que a las pocas horas se revertían en ella.

Eran una pareja muy feliz y hermosa. Les gustaba viajar solos. Ella tenía un cutis y una sonrisa como en los cuentos de las hadas buenas. Así la recuerdo, cómo un paradigma de fantasía y santidad. En mis primeros recuerdos llegamos a su casa, yo me bajo de la camioneta y ella me espera en la puerta. Puedo sentir en sus ojos cuánto le gusta verme correr y brincar hasta abrazarla.

Cuando murió la abuela, sin avisar, sin quejarse, el abuelo se mudó a una casa en Las Mercedes y se dedicó a fumar y a hacer crucigramas. Nunca más he visto viejas tan atractivas como las que lo persiguieron, pero a todas las enamoraba y las despedía con la misma triste y leve sonrisa. En las tardes salía en interiores con un bate y apaleaba unas trinitarias sembradas en los linderos de la casa. Según él, era la mejor manera de podarlas; y era cierto, las ramas parecían disfrutar aquellos golpes furiosos y de cada batazo brotaban en pocos días puñados de flores agradecidas.
Al principio, lo cuidó una vieja española que le cocinaba paellas y mondongos, pero tuvo que marcharse porque también se enamoró de mi abuelo. Se le quedaba mirando hasta ponerlo nervioso y lloraba sin motivo aparente apenas mi abuelo le hablaba.

Yo le tenía miedo. Me parecía un héroe que había dejado de tener tratos con el destino antes de tiempo. Su fuerza inaudita, digna de grandes hazañas, se desplegaba súbitamente y con efectos mágicos sobre las cosas sencillas y las situaciones ordinarias. La gente le temía y lo adoraba sin entender su solitaria intensidad.

En su nueva casa de Las Mercedes los almuerzos ya no serían iguales; no tenían el despliegue ni los colores ni los platos ni las sorpresas que le entregaba a la abuela. La mesa se llenó de remedios y de libros, de alicates, sombreros y cajas de tabaco; al poco tiempo no quedó más sitio que el suyo.

Mi padre se había mudado, como siempre, tan lejos de la ciudad como le era posible, y la única manera de ir a una fiesta en Caracas era quedarme a dormir en casa del abuelo. No había manera de llegar a la mía tarde en la noche. Era necesario convertirlo en mi amigo para tener entrada fácil a un mundo que él iba cerrando a todos.

Decidí ganarme su cariño. Planifiqué una serie de conversaciones sobre historia de Venezuela y me di un buen repaso. Sabía que el tema que le agradaría tenía que ser antes de Gómez y, ya bien preparado, me senté a su mesa a disertar sobre Guzmán Blanco. Fue como sacar un genio de su lámpara mágica, me miró con tanta ternura y sabiduría que no pude terminar mi discurso. De un solo vistazo ya sabía de mis miedos infantiles, de mis segundas intenciones y, por supuesto, tenía todas las respuestas.

Era misterioso escucharlo. Algo en el tono de sus palabras sugería que muchos otros hombres también estaban presentes en el comedor. Su voz parecía partir de muchas bocas y llegar a más oídos que los míos. A partir de aquella primera sesión pensaba más en las mañanas de los domingos, junto a mi abuelo, que en las fiestas de los sábados en la noche.

A las dos semanas comencé a leerle mis poemas. Trataban de la vieja casa en La Castellana, de cuando estaba viva la abuela, de partes, momentos y rincones que nadie sino él y yo recordábamos: el enorme fregadero, una cueva que existía debajo de la enredadera que cubría el techo del garaje, las cerámicas sueltas del baño, el albañal del patio que siempre se tapaba con la cosecha de mangos, el morrocoy perdido que reapareció a saludar a mi abuela el día de su santo.
Mientras buscaba el papel de un sexto poema busqué su rostro y lo noté extasiado. Miraba su jardín abandonado y mecía levemente el cuello. Apreté las manos entre mis rodillas pensando que mi abuelo estaba conmovido y leí con más brío y volumen, pero no era el sentido de mis poemas lo que enfocaban sus ojos.

Berlides había comenzado a trabajar en su casa esa misma semana. Cuando pasó frente a nosotros yo sólo noté el balde de plástico lleno de agua y sus pies descalzos. No era bonita, pero cuando a través de la mirada profunda de mi abuelo, la vi regar los helechos y peinarlos pasando las manos abiertas entre las ramas secas, me callé avergonzado. Mi abuelo me pidió que continuara, necesitaba de mis palabras y de la luz de la mañana para que sus recuerdos y anhelos siguieran flotando. No me hacía falta leer, eran mis propios poemas y podía recitarlos de memoria mientras lo acompañaba en aquel mirar pausado, nutritivo. Mis palabras se hicieron menos importantes que el sonido de mi voz; podía hablar de cualquier cosa siempre que lo hiciera en el mismo tono y mi abuelo estuviera al otro extremo de la mesa, y Berlides aún tuviera agua limpia en su balde.

Cuando ella giró hacia nosotros se rompió el sortilegio. Yo bajé mi rostro a los poemas, como ordenándolos. Mi abuelo se quedó inmóvil y continuó con el mismo vaivén mirando los pájaros y las grandes hojas del jardín mientras ella huía a la cocina a través del patio del lavadero. A partir de ese instante éramos tan amigos como pueden llegar a serlo dos hombres. Ya sólo nos faltaba separarnos.

Una vez que Berlides formó parte de aquella mujer concéntrica y creciente que guía los inicios de la juventud, todos mis inciertos organismos parecieron estar en función de ella: la fiesta del sábado, la casa del abuelo, los poemas, el pequeño jardín, el dedo de Anuncia, los consejos del flaco, las purgas y las confesiones, los anhelos.

Después de observarla las mañanas de los domingos y luego pensar en ella toda la semana, me aprendí de memoria su forma de caminar por la casa, de secarse las manos agitándolas en el aire, de doblar las sábanas y planchar las camisas del abuelo, de esconderse tras la puerta al abrírmela, de servirme el agua evitando que cayeran los hielos de golpe en el vaso, de aferrar sus dos manos a la baranda al cruzarnos en la escalera, de evitar mi mirada. Cuando me imaginaba bajando en medio de la noche a su cuarto, sentía tanta aprensión como antes de una pelea en el colegio, pero sabía bien que después del primer golpe, las peleas no eran tan malas.

Un sábado, después de un partido de fútbol, llegué a cambiarme en casa del abuelo para ir a una fiesta. A las cinco de la tarde fui a la cocina a buscar algo de tomar y escuché el agua de una ducha. Corrí hasta el jardín y trepé por el muro. En mi ruta hacía la pequeña ventana basculante del baño de Berlides, tuve que atravesar las trinitarias plenas y fuertes. Mi avance fue similar al del príncipe por la espesura hacia el castillo encantado para besar a una bella durmiente, pero yo tenía pantalones cortos y carecía de espada. A mi paso espanté gatos y bachacos mientras me movía con sigilo para no agitar las ramas. Las espinas me iban cortando los brazos, las mejillas y los muslos, pero el agua sonaba cada vez más cerca. Los rasguños me gustaban, sentía que me harían merecedor de un placer nuevo, inmensurable. Cuando llegué a la ventana, Berlides estaba tras la cortina de la ducha. Esperé. El sitio era propicio y no había mosquitos. Situado sobre la caseta de las bombonas de gas podía ver si llegaba el carro de mi abuelo mientras me protegían las sombras de la trinitaria. Los vidrios estaban opacos por el vapor y tenía poco tiempo de limpiarlos, de dejarlos listos para mi visión. Limpié una parte y se notaba, decidí limpiar toda la ventana para dejarla pareja, entonces se cerraron las llaves del agua.

Al principio fue una aparición, una imagen angelical que generaba mas devoción que deseo, luego comencé a sentir en la boca y en las piernas ganas de tocarla, de aplastarla con todo mi cuerpo contra las paredes. Ella se quedó inmóvil, esperando que la piel se secara con el calor. Apenas se pasó la mano por las piernas como si saliera de un rió y sacudió la cabeza golpeándose la espalda con la cabellera. Luego giró varias veces sobre un mismo pie y descansó frente al pequeño espejo. Tomó un paño diminuto —desde mi observatorio no era ni mas grande ni más rojo que mis labios—. Lo usaba para secarse el cuello y las manos. Le gustaba que la humedad y el frió permanecieran en el resto de su piel. Se asomó por la puerta a ver si había alguien en el lavadero y corrió desnuda hasta su cuarto, donde ya no podía mirarla.

Mi camino de vuelta fue más lento e hiriente. Ya era de noche.

En la fiesta me fue bien con los rasguños. Di la explicación más parecida a la verdad: había tenido que rescatar un gato atrapado en una enredadera. Pero no sabía muy bien que le contaría a mi abuelo el domingo en la mañana. Logré que un amigo con carro me llevara a mi casa.

Decidí que el siguiente sábado entraría en el cuarto de Berlides. No me importaba si ella gritaba, ya sabía lo que era estar arañado y valía la pena. Era preferible que mi abuelo me expulsara de su casa a sentirme como un cobarde. Entraría despacio, mis movimientos serían lentos, le daría todo el tiempo que ella quisiera para negarse o acceder. Dejaría que la noche me enseñara a pasar de la vergüenza al amor.

Era tarde y ella tardó en abrir la puerta de la casa. Entré y no me moví, la miré mientras cerraba la puerta y pasaba la llave. Ella se fue hacia su cuarto sin hablarme. Pensé seguirla pero convenía que primero el abuelo sintiera ruidos en mi habitación. Subí y me senté en la cama vestido a esperar. Quería acostumbrarme a los ruidos de la noche. Podía escuchar el ventilador del abuelo y su respiración. Sentí el rumor de las paredes de la casa y los techos estirándose con el calor. La casa entera bostezaba. Luego escuché el sonido de un pie descalzo al despegarse de un escalón. Primero los pasos dudaron y los intervalos fueron lentos, mas pronto prefirieron la brevedad al sigilo y sentí el agudo silbido del mismo pie desnudo al girar veloz sobre el piso recién pulido.

Yo, el atacante con un plan preconcebido, aguardé a que la victima se presentara en mi propia guarida. Estaba desconcertado y mientras trataba de prefigurar su silueta en la puerta de mi habitación, sentí que era otra la puerta que se cerraba con una lejanísima suavidad.

Vino una segunda espera. Aún vestido y sentado en la cama aguardé a que mi cuerpo entendiera los nuevos acontecimientos. Me acerqué en medias a la habitación de mi abuelo y me paré a escuchar una señal, una explicación, pero sólo sentí mi pudor y respeto frente a la hoja de madera. Parado e inmóvil acepté la verdad. Entendí que tanta sabiduría, dolor, fuerza y soledad merecían ser recompensados. Pero necesitaba alguien a quién contarle mis deseos transformados en sorpresa y poder así convertir aquella digna derrota en un conocimiento nítido, útil. A nadie conté nada hasta hoy.

Al día siguiente mi abuelo me despertó temprano y me pidió que lo acompañara al entierro de un amigo. No dejó que Berlides nos sirviera el desayuno; comimos en una panadería. No hablamos en el camino y me pidió que lo esperara en el carro mientras él entraba a dar el pésame. Lo vi saludar a sus viejos compañeros y escucharlos entre ausente y fastidiado. De regreso a su casa me explicó que estaba viejo y que le costaba mucho volver a dormirse cuando yo lo despertaba al llegar tarde. Me pidió que no volviera más a su casa de noche.

Yo sabía que en la noche y en el día tendríamos el mismo problema. Quise hablarle de hombre a hombre y decirle que comprendía y aceptaba el peso de sus verdaderos motivos, de las razones que le rodeaban la calva en las noches hasta quitarle el insomnio, que lo tranquilizaban hasta agarrar el sueño, que lo protegían en la mañana de la luz del sol. Justo en ese momento tuve que disimular una extraña alegría, unas eufóricas ganas de reír. Pocas veces se han juntado tantas cosas a la vez en mi corazón: estaba orgulloso de mi romántico abuelo y harto de mirar sin tocar; quería continuar nuestra amistad y también proteger su aventura. Triunfó la segunda opción. Ningún rito o jerarquía puede más que el amor y la única manera de ayudarlo era hacerme el nieto dolido y rencoroso, sólo así él disfrutaría seguro y tranquilo de sus últimas noches. El padre de mi madre no tenía edad ni tiempo para tener rivales o cómplices.

Los sentimientos intensos son mas fuertes al negarlos que cuando se afirman. Mi madre pensó que estábamos peleados. Cuando el enfisema del abuelo se enardeció, mi madre me exigió, con una mezcla de ruegos y regaños, que la ayudara a cuidarlo. Me explicó cuánto él siempre me había querido, pero era huraño y desde la muerte de la abuela sólo pensaba en destruirse para estar con ella lo más pronto posible. Yo era el mayor de los nietos y tenía que estar a su lado como un hijo menor.

Esa tarde me senté detrás de la carpa; así me escondía de las visitas y los empatucados besos de las tías. Nunca habíamos vuelto a estar solos el abuelo y yo. Las pocas veces que nos tropezamos, él no pasó de preguntarme sobre mis estudios y cuándo me cortaría el pelo.

Ya prisionero en su carpa, hablaba muy poco; cada una de sus frases debía pagarla en oxígeno. Era otro hombre; ya no era el viejo de cabeza noble, recia, solemne. Estaba flaco y como nacarado, sin plancha, abriendo la boca más que cerrándola. A veces incluso sus ojos perdían vigor; se me quedaba viendo y se los sentía sin brillo, sin dominio y llenos de un manso agradecimiento.

Mi madre lo complacía ciegamente. Sabía que cada orden la habría meditado por horas buscando fuerzas para hablar. Cuando sacó una mano por entre los telones de plástico y la llamó, ella metió la cabeza en la carpa transparente y trato de pegar la oreja a su boca esperando un secreto, pero el abuelo dio la orden con gritos y bocanadas.

—Dile al vejestorio que se vaya.

Mis tías obedecieron solícitas; disfrutaban con sus malcriadeces, y además, esta orden era el usual preámbulo para actividades engorrosas en las cuales sólo mi madre y yo podíamos ayudarlo.

Volvió a sacar la mano y mi madre entró de nuevo en la carpa:

—Tengo miedo… dile a Berlides que venga.

Mi madre no dudó, pensaba con rapidez. Llamó a Berlides y le pidió que trajera una bandeja vacía. Apenas entró cerró la puerta con botón.

Berlides dejó la bandeja en una silla y se dejó conducir a la carpa. Mi abuelo ni siquiera la miró, se concentraba en respirar. Golpeó las sabanas suavemente con la palma de la mano mientras trataba de arrimarse y darle sitio. Con ese mismo gesto me invitaba, cuando yo era muy niño, a leer juntos los suplementos de los domingos en la mañana.

Berlides se quitó las sandalias y entró en la carpa sin doblar la espalda. Se recostó a su lado dejando que sus senos se apoyaran plenos y firmes en su pecho mientras le acariciaba la cabeza manteniendo los dedos a milímetros de la calva. Los pocos pelos de mi abuelo parecían estirarse para rozar su mano. Aquellas tiernas cosquillas le hacían sonreír. Estaba apacible. Se sabía comprendido por su hija, por su nieto y por la mujer que lo había amado al final de su vida.

Mi madre ignoraba que yo seguía inmóvil en el cuarto. Todo había sido tan rápido. Ella, como Berlides, sólo pensaba en cuidar a mi abuelo y una vez que lo vio tranquilo fue cuando se dio cuenta de mi presencia. Nos miramos a través de la carpa, éramos dos fantasmas desdibujados por las cortinas de plástico. Le tomó su tiempo comprender que un niño a los dieciséis años ya puede conocer la amplitud y el misterio del amor. Al contemplar a su padre tan frágil como amado, la muerte no le pareció tan terrible y definitiva, ni yo tan niño e inocente.

Antes de morir, mi abuelo pasó una semana inconciente y Berlides lo lloró junto a las tías. Mi virginidad duraría otro año interminable y la iniciación no sería más apropiada o romántica que el resto de mi generación, pero al menos yo tenía la ventaja de un horizonte. Aún aspiro llegar a tener un nieto leal y una niña que me haga cosquillas en la cabeza cuando entre a los predios de mi carpa.


NUESTRA SENORA DE LOS GOLPES

Es que todo lo que tiene que ver con perros y con pelambre es tan difícil. ¿Usted tiene un cachorro? Seguro que lo baña con jabón Las Llaves, o shampoo de bebé. Pues ¿quiere saber una cosa? ¡No lo haga más! Le está haciendo un daño irreparable al perrito. No hay que usar jabón sino agua fresca y mucho cepillo. Los animales tienen su aceite natural y el jabón se los quita y se ponen pestíferos. Más jabón y más hediondo el perro, más hediondo el perro y más jabón le dan. Luego lo llaman: "Venga mi perrito con su mamita". Y apenas lo acarician detrás de las orejas, se huelen la mano y gritan: "¡Este perro huele a perro!". Y, justamente, a perro es a lo que ya no huele. Olerá a cartón mojado, a leche pasada, pero jamás a perro. Y los perritos se dan cuenta; como toda criatura, tienen su pudor y, ¿a quien le gusta oler mal? Uno les nota el desconcierto por andar con una hediondez que ellos mismos no entienden.

Así me llegan algunas mujeres por aquí, como cachorras tristes, resecas y perdidas entre tanto remedio que enferma, desfiguradas por tanto curarse con lo que más daño les hace. Y si es difícil cuidar el pelo de un perro, imagínese cómo será el de una mujer.

Todo ha cambiado. Cuando yo empecé en este negocio se usaba el secador de casco y las mujeres parecían unos cardenales en su cónclave metidas en unas mitras de latón y de plástico donde embutían unos peinados acrobáticos. Ahí se quedaban, inmóviles, como en un suplicio. Aquí eso se acabó. Con el secador de mano las mujeres ya no se cocinan a fuego lento. Los secadores ahora tienen ese olor a turbina y ese aire tibio rozando las orejas, que tiene algo de avión, de viaje, de aventura, y las mujeres se sienten más livianas, más audaces.

Sí, antes era pura química, ahora todo es más natural; aunque el verdadero aroma del cabello ya se perdió hace siglos. Uno va quitando tintes raros, frituras de restaurante, lacas con resinas, humo de cigarro, humo de tráfico y tanto sudor nervioso, pero no se termina nunca. Es que en el cabello y en las uñas hay tantas verdades difíciles de aceptar. Son partes del cuerpo que sólo crecen bien si se cortan bien: por eso es tan importante la naturalidad.

Y nada tan natural como que una mujer se relaje cuando se siente en buenas manos. Mientras corto les voy contando historias ajenas, chismes que la ayudan a sentirse más allá del bien y del mal, como si fueran las confesoras de la humanidad. Pero lo típico es que ellas también me cuentan cosas a mi; les encanta como escucho. Unas se adormecen, se aboban, pero otras se les alebresta la imaginación, y a veces sueltan secretos que hasta me avergüenza escuchar.

Casi siempre tengo que oír las mismas historias. Le tengo horror al fastidio, pero me sale mi dosis diaria de aburrimiento, es parte de este oficio. Apenas una vez al mes se cuela algo que me conmueva o me divierta, una locura que pueda recordar y contarla a mi manera; como lo de esa señora que me dijo ayer:

—Mi hija ha tenido pésima suerte en la vida... el marido, le salió cornudo.

A esa señora la llaman doña Ocio, porque y que es "la madre de todos los vicios". No sólo el yerno tenía cuernos, sino que dos de hijos se los montaron a un banco que ellos mismos inventaron. Pero yo nunca doy nombres, y cuento sólo lo que todos saben, lo que es natural de contar, lo que es imposible callarse.

Esa ha sido mi filosofía para organizar este caos: ante todo naturalidad, siempre lo natural. La vida es muy sabia, no hay que inventar tanto, no me entrometo, dejo que las cosas fluyan por donde hay menos resistencia. Así es como peino y corto, y así tendrá que ser con mi Ángela y la señora esa que ahora anda repartiendo golpes adiestra y siniestra por todas Caracas. Algo terrorífico. Pero no puedo ni debo meterme, ni tengo porque dejar de contar lo que todo el mundo ya sabe.

Pero peor es contar las cosas que no son. Esa es la verdadera infamia, dejar afuera los detalles para que la gente imagine cosas que no son. O no se cuenta nada, o se cuenta todo como es. Yo hubiera preferido el silencio, es lo mejor... es lo más conveniente para este negocio... pero ya es tarde.

Aquí les tengo prohibido a las ayudantes que me hablen con las clientes; a nadie le gusta hablar con quien te está agarrando los pies. Ángela es discreta y ayuda mucho, pero tiene en la mirada algo que inquieta, algo como de marciana. Cuando agarra su alicatico y empieza a hacer bolitas de algodón, se le siente en la cara que puede pasar cualquier cosa, que con nada podría ponerse violenta. Hay gente así. Es que en este país hay mucho resentimiento Hay señoras que no la quieren ni ver, pero a esta sí les gusta como hace los pies: y quien se gana a Ángela sabe lo que es cero cutícula y fidelidad eterna.

Ángela me llegó atontada, con la mirada por el suelo, como una perrita callejera, y lo que se dice con hambre. Seguro que le pegaban de niña... y de joven. Ha llevado mucho palo. Yo la guié con cariño y oficio. Antes barría, ahora hace los pies. Con el tiempo le salió hasta una sonrisa. Tiene bellos dientes. Me ayuda de verdad mi Ángela. Es horrenda de cara pero tiene buen cuerpo. Ella misma decía:"Allá en el barrio me dicen que tengo la cara maluca, pero el cuerpo bien bueno". Ángela sabe que ella asusta un poco al principio, pero es muy aseada y responsable. Pero que no se ponga furiosa, porque le sale ese olor como a cobre.

Aquí se gastaba medio sueldo poniéndose bonita. Pero pasó lo que tenía que pasar. Ahora sufre mucho; creo que hasta se pasó de linda. Pero si algo no se le pude negar a una mujer es su derecho a sufrir de amor. Es que Ángela tiene un novio que es un animal, un verdadero animal, un bicho enorme. Yo la dejo que me cuente todo porque en esta ciudad tan violenta hay que tener contactos en todo el mundo, hay que saber lo que está pasando, y uno nunca sabe cuando necesita ayuda de un malandro. El hombre es una cosa gigantesca; es medio policía, y yo pensaba que podía servirnos el día menos pensado.

Estos asuntos de los seres humanos son bien difíciles. Aquí se le ha dado demasiada confianza a las clientes y, con tanto pelo y tanto cuento acumulado, algún día tenía que reventarme un drama en plena peluquería. Dicen que donde hay pelo hay alegría, pero también puede haber tragedia. La señora del lío con Ángela es cliente fija. Es una señora bellísima, sobre todo la boca y los ojos. Está un poquito mayor, y se le ve la lucha.

Yo digo que no hay que luchar tanto con los años. Cansa ver tanto esfuerzo por no ponerse vieja. Hay unas que tienen como un pujo en la mirada, siempre pestañeando, como si te preguntaran cada cinco minutos: "¿Se me nota algo? ¿No estoy regia?"Y se miran en el espejo con los ojos pelados. ¡Claro que se nota! Es que la vida no se detiene para nadie. Yo entiendo que se operen y se jurunguen, pero hay que saber donde parar el cuchillo.

Ángela conoce bien su oficio. Ella agarra los pies y por allí presiente lo que está pasando. Mientras trabaja no dice nada, pero luego en privado me comenta: "Usted se fijó en tal cosa..." Y siempre es verdad, tarde o temprano ocurre lo que Ángela presiente. Así fue como mi pedicurista conoció a Nuestra Señora de los Golpes. Ese es el nombre que le dimos por aquí.

Esa señora viene a esta peluquería desde hace tiempo, desde cuando estábamos en la calle Orinoco; y siempre hablaba de sus cosas, de sus viajes, de sus problemas con el servicio; pero se notaba que había algo más, algo atravesado, algo bien doloroso y bien clavado. Después de años peinando se aprende que en cada mujer hay una sola historia que se repite. Cambiarán el corte y el color de cabello, los ojos, la nariz, la boca y los senos, pero dentro de la cabeza, en medio de los sesos, son siempre las mismas mujeres, eso nunca cambia.

Ángela quería muchísimo a esa señora. No se cansaba de escucharle sus cuentos. Hay que decir de Nuestra señora de los Golpes que al menos no era histérica ni pichirre, dos cualidades que por aquí sobran.

A esta misma silla me han llegado hasta calvas, con terror a ese brillo que saca la luz en la piel del cráneo. Hay hipertiroideas o con meses de quimioterapia; uno tiene que saber su buen poco de medicina y de psicología. Hay unas que hasta se jalan el pelo ellas mismas. Esta señora era todo contrario, tranquila, elegante, pausada. Es una de esas mujeres que sabe fastidiarse con dignidad. Cuando hablaba, Ángela la escuchaba como si fuera la televisión. Le fascinaban esos mundos reposados, sin prisa, donde hay tiempo para todo, donde las mujeres se aburren y no saben lo que van a hacer en la tarde. A Ángela, en cambio, le cuesta tanto salir de su casa y llegar hasta aquí. Sólo ir y venir es ya una proeza. Se ponía tan feliz cuando la venía buscar el novio ese en el carro con los amigotes. Aunque eso de carro con una mujer y muchos hombres es pésima señal.

Todo empezó sin darnos cuenta. Hay que saber lo que esta pasando antes de que realmente pase, ¿quién puede peinar bien cuando hay algo que esta mortificando a la cliente? Lo que yo no lograba ver en el cabello, Ángela lo agarraba en los dedos. Es que el pelo y las uñas están conectados, ¿qué otras partes del cuerpo se pueden cortar sin dolor? ¿Qué otra cosa crece y no engorda? Yo adoro este trabajo, especialmente cuando tengo en las manos una cabellera abundante, generosa. Esta señora es bella de verdad, tiene algo suave que te envuelve. Es el extremo opuesto de Ángela. Ahora que lo digo es cuando me doy cuenta del abismo. Son dos mujeres que jamás han debido conocerse, pero llego el día en que se les cruzaron las vidas e hicieron su pacto.

Esa mañana la señora llego furiosa con lo que ella llamaba su "descubrimiento". El marido tenia una mujercita y "algo me están tramando". Eso lo repitió diez veces, y luego gritaba: "¡Si viviera mi padre!", y se le iban los gallos. Estaba descompuesta, irreconocible.

Ella es la que time la fortuna; heredo una fábrica de aceite o de margarina, o de las dos cosas, que le manejaba el marido. Decía que ella no sabia nada de negocios, que se había pasado media vida firmando documentos, y que ahora le iban a quitar todo, entre su marido y "la mujercita esa".

Ángela se afectó mucho con eso de que uno puede tenerlo todo y de repente perderlo, y se dijo: "En este lío me embarco yo"; y, por primera vez desde que llegó a este negocio, le hab1ó a una cliente:

—Eso se lo arreglamos facilito, mi señora —se lo dijo con esa sonrisa rara que no me gusta.

Andaban en sus mundos apartes y por fin se vieron a los ojos. En ese instante supe que era un asunto entre ellas dos. Ángela siguió hablando como si yo no existiera:

—Por allá en mi barrio una lo que hace es mandarle a dar sus buenos golpes.

A1 principio sonaba sencillo. Hasta a mi me sonó bien fácil. Pero en esta vida nada es fácil; aquí vienen a que lo difícil parezca fácil. Ángela le dijo que ella sabia quien podía enseñarle a esa mujercita, "a esa metiche", a respetar lo ajeno. Hablaba sin dejar de trabajar en las uñas de aquellos pies perfectos.

—Con el primer golpe no entienden por donde viene la cosa, pero luego le dan y le dan hasta que agarran el mensaje.

El problema no fue de dinero: el hombre de Ángela hizo un precio especial y a esa señora le sobran los reales. Además se emocionó ella no sabía que esas cosas pasaban de verdad en Caracas. Y ni siquiera tuvo que involucrarse, solo dio un nombre, una dirección, y pagó unos dólares. Los efectos le llegaron por retruque, por rumores.

A las dos semanas el marido llego a su casa pálido, como paranoico. Parece que a su mujercita le habían puesto la nariz como una ostra, en el estacionamiento del edificio donde le tenía montado un apartamento. Nuestra Señora de los Golpes le preguntó al marido cuando lo vio tan asustado:

— ¿Pero que te pasa mi amor, que te noto como raro?

— Nada, mi amor, unos problemitas en la oficina.

— ¿Y tú crees que ya se resolvieron?

— Estamos en eso.

— Lo importante es identificar la causa y corregirla, antes de que todo se continúe deformando.

Nunca había gozado tanto. Ella misma no sabía lo que era capaz de hacer, la cantidad de furia y maldad que tenía por dentro.

Ahí no quedaron las cosas. Como al mes reapareció Nuestra Señora de los Golpes preguntando por Ángela y quejándose de otra mujer. Yo pregunté, aunque no he debido meterme:

— ¿Cómo? ¿Y su marido consiguió otra amante tan pronto?

Y Nuestra Señora de los Golpes me contestó:

— Es que esta no es la siguiente... es la anterior.

Era una que le había amargado la vida antes y ella nunca se había podido vengar. Yo entonces me asusté porque las cosas se estaban saliendo de lo natural. Eso de venganzas con retruque no me gustó, me pareció vicio, puro vicio y puro ocio. No quise saber más nada y ellas dejaron de hablar frente a mí. Se iban a tomar café y a comer cachitos juntas a la panadería, ¡qué locura!

Yo eso de prohibirles el trato con las clientes lo hago sin imponerme; es como una costumbre que todas aquí me respetan, pero si una cliente se pone a invitar a una empleada a comer cachitos, ¿cómo negárselo? Luego me dicen racista.

La señora conoció al hombre de Ángela, al animal ese. Yo lo vi venir todo clarito. Nunca antes esa señora se había sentido tan feliz y omnipotente. Descubrió el poder, y el poder siempre esta unido a la violencia. Se envició con el asunto de los golpes y puso los reales en un negocio que montaron juntos, una empresa de esas que hay ahora de vigilancia, y tenían hasta unas tarjetitas con un perro encadenado encima del nombre. Todo muy bien organizado. Cuidan fiestas y tienen como treinta guachimanes. Pero lo que realmente le gusta a nuestra señora parece que es lo de los golpes.

Me contaron que le pegaron a un profesor que raspó al hijo en la Universidad Católica, "después que mi hijo se mató estudiando", a un vecino que le faltó el respeto cuando le reclamó algo del perro, a uno que la chocó en la autopista y se dio a la fuga. Creo que hasta marido le dieron lo suyo, porque se fue a vivir a donde la mujercita con la nariz de ostra.

Ahora anda promocionando el servicio entre las amigas. Si una amiga tiene un problema llama a Nuestra Señora de los Golpes, y ella se lo resuelve. Y cuando el negocio prospera, hay felicidad, y la felicidad trae la confianza, y la confianza le gusta a los confianzudos.

No quiero saber más nada de este asunto. Lo importante es que este negocio tiene que seguir adelante, y aquí, dentro de estas cuatro paredes, nunca pasó nada. No se nada de esos líos; a mi que me registren. Pero, ¿cómo se le prohíbe la entrada a una cliente que tiene siglos viniendo y que toda Caracas conoce?

Definitivamente, esa señora no esta bien de la cabeza; ya no tiene la misma finura. Entra y empieza a hablar de su nuevo socio sin ningún pudor. Un día llegó, se sentó y cuando le pregunté cómo andaba su vida, me dijo:

— Aquí... afónica, ardida y mansita.

Yo vi por dónde venía la cosa y le dije a Ángela que me fuera a comprar uno potes de acondicionador. Tuve suerte con mi presentimiento porque ahí mismito empezó Nuestra Señora de los Golpes a decir las cosas mas horrendas: que si el negro lo tiene como una mandarria, que si la pone en veinte uñitas, que le mete mano como si rellenara un pavo de Navidad, que le estiró el anillo, y otras vulgaridades espantosas. Dice lo primero que le pasa por la cabeza; cosas que no se atreve a decir un hombre de una mujer. No importa quien tenga al frente. Está desatadísima.

Yo no voy a juzgarla. Uno nunca sabe qué drama y cuánta soledad tenía esa señora encima para cometer tantas locuras. ¿Cómo se le ocurre tener amores con ese animal, si era el hombre de Ángela? Pobre Ángela, le quitaron lo que más quería. Pero tengo que poner orden. Los dramas de Ángela no pueden entrar aquí. Aquí no se viene a lloriquear sino a trabajar. Y es que lo de Ángela va en serio; si ve a esa señora entrando por la puerta de la peluquería, yo sé que le brinca encima y me la araña. ¿Se imagina el espectáculo?

Mientras consigue otro trabajo le pasaré algo de plata. Siempre lo he dicho, las costumbres son sagradas. Tiene que haber orden. Cada quien a lo suyo. Fíjese lo que me pasó: conversan con las clientes y vea el zafarrancho que ahora tengo aquí armado. Por eso es tan importante el profesionalismo. Que se conformen con escuchar. Yo entiendo que duele oír hablar todos los días a los demás, y siempre callarse, porque todos los seres humanos tenemos nuestros propios cuentos, pero cuando las empleadas se meten donde no pertenecen, todo se me enreda.

Yo pienso ayudar a mi empleada, le tengo cariño, y a quien sea le explico que mi Ángela, a pesar de ser horrenda, tiene un gran corazón. El problema es que mientras más explique y mejores cosas diga, más me van a preguntar: "¿Pero entonces, por qué la sacaste?" Usted sabe como es la gente de desconfiada.

Algo habrá que inventar. Por eso es que no está más Ángela. Pero esta otra muchacha es igual de buena, y además es muy linda, y tan calladita. Se llama Anamilena, así como suena, todo pegadito. ¿Y ahora qué le hacemos?... ¿Qué corte va a querer hoy?


MERCURIO

Todo esto me lo contó Luis Jerónimo, y yo le creo.

Fue el miércoles en la noche, justo después del primer concierto en el Poliedro del grupo Queen. Eran tres conciertos, pero ese fue el único, porque al día siguiente se murió Rómulo Betancourt y declararon luto nacional. En esos días yo andaba con el grupo de karate del Tuerto Arcaya, y Jesús de Los Reyes nos había contratado de guardaespaldas. Para eso no sirvo, pero como hablo inglés y le caí bien a Fred Mercury, después del concierto me dijeron que fuera a darle una vuelta por la ciudad. Me fui en mi carro con el tipo y un Disip.

El Disip era un cumanés macizo parecido a Pedro Marcano, el boxeador que se hizo el muerto en una esquina y así engañó al japonés y lo noqueó en el último round. Lo tenían para cuidar personalidades porque era sumamente jodido y hablaba poco. Tenía los brazos siempre separados y movía la cabeza como un péndulo. Era una mezcla de ladilla con garrapata. Usaba zapatos de goma blancos, pantalones brincapozos, una chaqueta McGregor y olía a mentol y a ropa mal secada. Se sentó atrás y nos fuimos del Poliedro.

Mercury dijo que quería comerse unas “arrepas”. Después de cantar, se estuvo bañando por una hora pero seguía sudando por los bigotes. Lo llevamos a la arepera que está al lado de Ciudad Banesco. No se bajó del carro y el Disip le trajo su arepa. Mercury preguntó que si era “corn” por qué no era “Yellow”. Entonces le trajimos una cachapa con guayanés. Le gustó bastante y además se tomó tres jugos de guanábana. Me dijo que ya no se metía drogas y que ahora era naturista. Pensé que después iríamos hacia su hotel, pero Mercury se arrebató con el balde de guanábana y me dijo que quería ir a un bar gay. Yo lo único que conocía era el Annex, en Sábana Grande, y allá fuimos. Apenas entramos todos se alborotaron y agarraron unas poses giratorias de no reconocer a Mercury: retorcían el cuello como unas cigüeñas y se subían y se bajaban el cierre de las chaquetas de cuero. Mercury dijo que ese lugar era un “fake”, que él quería “the real shit”. Le dije que yo no sabía de otros sitios y entonces sacó de su koala un libro grueso, la World Gay Enciclopedia , y ahí mismo me mostró una dirección:

Venezuela, Caracas, Night-Life, Boulevard Catia, two blocks from plaza Sucre, calle El Cristo, “A fondo”. Where a wounded deer leaps highest, and a cheek is always redder. Go on your own risk, and have something to brag about for ever”.

El Disip intervino y dijo que esa zona estaba fuera de protocolo. Yo le dije:

—¡Discreción mi comisario! ¡Nunca diga un británico que somos unos caguetas! —Y agarré la autopista.

Llegamos al sitio a la una y media. Quedaba al lado de una licorería donde estaban unos viejos y tres tipos uniformados de peloteros.

—Muy tarde para tanto bate y cachucha—dijo el Disip y se bajó con la mano metida en la chaqueta.

No le gustaba el área y estornudaba a cada rato, pero nadie nos volteó a ver. Tocamos una puerta metálica que tenía unas ranas moradas pintadas en unos rombos. Le dimos hasta que abrieron una ventanita. Al primer ojo que se asomó le pregunté:

—Buenas noches, señor, si es tan amable, ¿aquí quedará a “A fondo”?

Cerraron tan de golpe que casi me arrancan la nariz. Mercury me apartó, estiró el cuerpo, apoyó las dos manos en la puerta y comenzó un tamborileo con los diez dedos, arañándola y sobándola a la vez. No paró el repique hasta que abrieron otra vez la ventanita, entonces metió por el hueco una lengua más larga que la de Mick Jagger y la meneó como una mapanare. Nos abrió un gordito que olía a algodón de azúcar. Sin decir una palabra nos llevó por un pasillo decorado con fotos de películas de guerra. En un afiche aparecía Steve McQueen en la moto del Gran escape . Le habían abierto unos huecos en los ojos con un bolígrafo.

Llegamos a un galpón con los hierros del techo pintados de un dorado que brillaba en la oscuridad. Había una música que salía de muchas radios pequeños que colgaban con alambre de las vigas a diferentes alturas, y en todas sonaba la misma emisora. Me gustó el efecto de ciudad y desorden. Nos fuimos los tres a la barra que estaba forrada en papel de aluminio. El Disip se apoyó de espalda y no hacía sino vigilar, usando ambos codos para empinarse. Esta vez nadie nos miraba. El Disip y yo pedimos cerveza. Mercury preguntó si había más guanábana. Sí tenían, pero en guarapita.

Me acostumbré a la oscuridad y pude ver cómo más de cincuenta tipos bailaban haciendo un largo tren. Todos arrastraban los pies a la vez. En el piso de cemento había arroz o arena, que con las pisadas sonaba a charrasca con un ritmo de lija y jamoneo que nunca terminaba. La música era un bolero que repetía: “Cocodrilo verde que en tu palmar se pierde”, y el tren tenía su bamboleo de caimán. Había uno que brincaba aparte, de su cuenta; un gigante sin camisa que le daba golpes al suelo con unas patadas lentas, con rabia, mientras se frotaba los músculos de los brazos como enjabonándose. Creo que hacía de locomotora descarrilada, porque de repente uno que otro se soltaba del trencito y le bailaba alrededor a Sansón, con esos pasos de vuelo en picada a lo Yolanda Moreno.

El Disip me secreteó:

—En esta vaina nos van a meter droga en la botella. A un pana le metieron la yohimbina con afrodina y se lo clavaron cual coneja. Mi cerveza la destapo yo… aquí traigo navaja.

En eso Mercury me dijo que fuera a llamar a un flaquito que debe haber sido bailarín de verdad porque daba vueltas y vueltas sin marearse. Busqué al flaquito y lo jalé a la barra. Bajó la luz lo vi amarillo y con demasiada pestaña.

—Esta noche vas a conocer a un famoso cantante internacional —le dije en secreto.

El flaquito bebió de la guarapita de Mercury y dijo desafiante:

—Yo también canto.

Luego se puso a chupar la guinda, mientras Mercury no hacía sino olerlo. El flaquito se arrimó a donde yo estaba y dijo en voz alta:

—¡Ese señor sí mira! —y luego añadió para darse importancia— ¡Yo soy una sardina!

En eso Mercury pegó un brincó, lo mordió por la oreja y le aplastó la cabeza contra la barra arrugando el papel de aluminio. Cuando lo tenía inmóvil empezó a dar bufidos, soltando el aire unas veces por la boca y otras por la nariz.

—¡Ay! ¡Me quieren comer!—, gritaba el flaquito y se retorcía.

Antes de soltarlo, Mercury hizo unos ronroneos. Entonces dijo abriendo mucho la boca:

—I am going to suck you dry.

Y me hizo señas para que tradujera. Le dije al flaquito, que todavía se secaba la baba de la oreja con la franela:

—Dice aquí el señor Mercury que te lo va chupar hasta dejártelo seco.

Y se fueron a bailar más allá del tren y la locomotora. Brincaron un rato y luego se perdieron por los fondos de aquellos revolcaderos.

Me quedé con el Disip en la barra. Cerveza y más cerveza. Al rato me dijo:

—No me gusta esta vibra.

—Todo está bajo control, mi comisario —le contesté.

—Claro que está bajo control… no se imagina lo que cargo aquí. Esta noche podría volar toda Catia.

Después de la quinta cerveza, el Disip me pidió que lo acompañara a mear.

—Aquí hay que estar unidos —insistió.

Le dije que se fuera solo, que yo vigilaba la pista.

Apenas empiné la botella ya el hombre estaba de regreso. Me contó que en el pasillo había un tipo desnudo guindando por los brazos.

—Está como ahorcado… estos carajos son locos.

Lo seguí por un pasillo largo, pasamos por encima de unos sacos de cal y unas cabillas y pude ver al bicho amarrado con un mecate por las muñecas y sacudiéndose contra la pared. Entonces nos pasó por el lado uno que venía del baño. Cuando llegó frente al colgado, tomó un fuete de jockey que guindaba de un clavo y le dio por las costillas. Volvió a poner el látigo en su sitio y siguió tan tranquilo. El colgante se quedó cantando:

¡Ay qué rico, es el aire que da mi abanico!

Cuando pasamos me le quedé viendo. Era fibroso y peludo, y cerraba los ojos como si le diera pena que lo viéramos desnudo. Seguímos para el baño sin hacer nada y el flagelado nos preguntó:

—¿Y ustedes qué son? ¿Ranas o sapos?

Terminó entorchado y mirando el cielorraso a lo San Cristóbal. Justo cuando entrábamos al baño nos gritó:

—¡Quien no da es porque no tiene!

Entonces el Disip se devolvió y comenzó a darle en serio por las costillas y el colgado empezó a gritar:

—¡Jorge! ¡Help!

Seguro que Jorge era el de las patadas, así que agarré al Disip y le dije:

—Comisario, ¡vinimos fue a mear!

El Disip quedó alterado. Cuando se paró frente a un urinario con metras de colores en la rejilla, me sonó asmático:

—Los voy a escoñetar a todos—repetía—, seguro que me metieron algo en la cerveza… me está costando… mire, mire, mire: ¡pura gotica!

Y empezó a silbarse y arrullarse con una canción de cuna. Yo hasta ese momento no tenía preocupaciones. Me sentía metido en algo que daba lo mismo soñarlo que vivirlo. Lo peor que podía pasar es que no pasara nada, que, como en los sueños, me despertara antes del final.

Pensando en esto le pregunté al Disip:

—¿A usted nunca le da culillo?

—Culillo es cuando se te pone el culo chiquitico. Yo lo que cojo son arrecheras.

Salimos y pasamos frente al colgante que seguía guindando de sus cabuyeras. Cuando íbamos por el final del pasillo le gritó al Disip:

—¡Adiós Furia! —y relinchó.

El comisario iba a repetir la dosis, pero yo le dije:

—Déjelo, comisario, ese se gangrena solo.

Volvimos a la barra y en eso apareció Mercury sudando con su flaquito, que canturreaba:

—Tú si vas lejos, ¡mercuriocromo de mi costrica!

Tomaron más guarapita y siguieron bailando. El Disip me dijo que se iba a pasar a Extranjería a manejar lo de los pasaportes, que ahí era donde estaban los reales. Unas veces hablaba del futuro y otras del pasado, contándome su vida para atrás y para adelante.

Como las cuatro y media de la mañana nos largamos. Dejamos al flaquito cerca de su casa por Los Magallanes. Por el camino le cantó a Mercury unos polos margariteños; luego no se quería bajar del carro porque le había prometido a su Mercurio unas empanadas de cazón que preparaba su mamá, pero el Disip lo sacó de un empujón. Parado en la acera el bailarín se puso a rogar:

—¡Ya va, ya va, la ultima últimita! —y empezó a bailar jalándose él mismo por el pelo. Sabía su oficio y parecía flotar en el aire sostenido por unas cuerdas. Se estuvo dando jalones hasta que nos fuimos. Lo dejamos llorando y gritando:

—¡Ahora es cuando hay!

Entonces Mercurio dijo que quería ver una buena vista de la ciudad y lo paseamos por la Cota Mil de punta a punta. Íbamos los tres en silencio y empezó a darme sueño. Luego dijo que quería más cachapas y más jugo de guanábana. Ya era adicto. Lo llevamos a otra arepera que está por la Francisco Solano. Se metió su par de jugos y se fue caminando sin preguntarnos nada. Bajó media cuadra y le cayó al bulevar de Sabana Grande por el Radio City. Empezaba a amanecer. El Disip y yo lo seguíamos a veinte pasos. De pronto arrancó a cantar. Luego me contaría que con esas tonadas los pastores irlandeses atontan a los carneros y los ponen más dóciles antes de sacarle la lana.

Empezó suave, cantando a la primera luz y a los árboles y a los postes que seguían encendidos, luego escaló varias notas y su voz vibraba en las ventanas de los edificios y se iba rebotando por los callejones. Avanzó más y se pusieron a escucharlo unos tipos del aseo urbano que rodaban unos pipotes y un flaco de caqui que bajaba fajos de periódicos de una camioneta, luego levantó el cuello una mujer que había dormido abrazada a una mesa del Gran Café y uno que venía caminando se agachó a amarrarse los zapatos. La calle empezó a angostarse y fue creciendo la audiencia con unos niños con lagañas que salían aferrados a sus bultos y conserjes en bata, y una pareja de viejitos que se asustó y se agarraron de las manos. Todos se quedaban en la misma posición y uno creía estar viendo una foto de cinerama en la que sólo Mercurio se movía con lentas zancadas. En los bordes lejanos había cada vez más gente que llamaba a otras gentes para avisarles que por allá estaba pasando algo que nunca antes había pasado y que no iba a pasar más nunca. Un taxista cruzó el bulevar de norte a sur y frenó y abrió la puerta. De golpe entró el calor del sol y se apagaron los postes. Ya la calle olía a pan, a café, a motor, a los comienzos del día, y las rejas de los comercios iban subiendo pero sus chillidos no eran nada frente a aquella voz que hacía a la ciudad más bella, y también más frágil porque seguía indecisa y boquiabierta mientras la voz se abría paso por entre las manadas que iban llegando a aquel musical inmenso acerca de una ciudad que despierta un jueves cualquiera. Todos empezaron a mecerse y cuando Mercurio terminó de cantar nadie dijo nada. Se creían parte del elenco y se miraron unos a otros felicitándose en silencio, y la vida del boulevard continuó con esa cadencia, ese ritmo y esa agilidad que logran los bailarines después de ensayar mil veces.

Entonces el Disip me agarró duro por los hombros y me dijo en secreto:

—¡Qué belleza! Esto es lo que me gusta de este trabajo —y se remangó la manga de la chaqueta y me mostró cómo se le habían erizado los pelitos del antebrazo.

Apenas le vi en los ojos la sonrisa de maldad y de dulzura, me empezó a dar el culillo que no había sentido en toda la noche, ese espasmo que nos deja sin coartadas, sin muchas ganas de llegar al final. Más todavía cuando me preguntó:

—¿Y tú que sientes mi panita?


EL CIERVO

I

La explicación que me dio Salcedo es que el Ciervo Farías era hijo único de ancianos, y es verdad que el Ciervo detestaba su casa, las costumbres endémicas, los adornos superpuestos, la lentitud y las repeticiones, el tufo de guardar lo que sobra. Algo así me dijo el Ciervo un mes después de lo de Kanoche:

—Esta casa huele a hueso.

Son esos olores persistentes que un buen día descubres que te rodean, pero también te han acompañado toda la vida y sólo tienes dos opciones: o te vas de la casa o te encierras en tu cuarto. Eso fue lo que terminó haciendo el Ciervo.

En el colegio no era muy buen estudiante. Más de una vez llegó a ser francamente pésimo. Los dos años que duró en el San Ignacio fue gracias al cura Ayestarán, quien le agarró cariño en la clase de religión.

Haber nacido entre personajes que parecían los padres de sus abuelos lo hicieron ingenuo y antiguo, con la sabiduría de entender lo que no existe y de asombrarse con lo que ya a nadie llama la atención. Coincidí con él en cuarto y quinto de humanidades. Las únicas clases que le interesaban eran religión y latín; en las otras materias se dormía o agazapaba tras unas Selecciones que su padre había agrupado por años y empastado en cuero.

Con el cura de latín le iba muy bien y muy mal. Una escena lo explica todo. El cura Brígido nos entregó una página de Julio Cesar para que analizáramos las declinaciones línea por línea. Cuando le llegó el turno al Ciervo Farías, en vez de detenerse en nominativos y acusativos, empezó a recitar de memoria: “Erant in ea legione fortissimi viri centuriones qui primis ordinibus appropinquarent, Titus Pullo et Lucius Vorenus”. Eso es todo lo que yo sé, y lo que entonces sabía, gracias a ese verbo inolvidable: “appropinquarent”. El Ciervo, en cambio, no se detenía, parecía poseído por el propio Julio César y siguió y siguió hasta que el cura Brígido, alarmado, le pegó un grito:

—¿Qué clase de broma es esta? ¿Cómo es que usted sabe latín?

Era en verdad incomprensible que un alelado borroso y casi incógnito, de pronto supiera más latín que el propio Brígido. Insisto en el “de pronto” porque esa era otra cualidad, o calamidad, del Ciervo Farías: todo le ocurría por corrientazos, por súbitas revelaciones. Un buen día era un experto en lo que antes ni siquiera sabía que existía, y al otro pasaba a detestar lo que antes veneraba. A veces, en la iglesia, el coro cantaba algo donde lo nombraban:

Como el ciervo que a las fuentes de agua fresca va veloz,

Los anhelos de mi alma van en pos de ti, Señor.

Yo cerraba los ojos y podía verlo correr con sus zancadas metódicas, bajando los cuernos para acelerar el paso mientras creía ciegamente en aquella gesta a través de un bosque encantado.

Con el cura Ayestarán, en cambio, le salía todo bien. Ayesterán era, además de profesor de religión, director de disciplina, y bastaba caerle en gracia para ser un intocable. Una vez estaba el cura contándonos la historia de una santa que se alimentó por doce años con puras hostias consagradas. Narraba aquella hambruna con voz tan ondulante que aceptábamos aquel método absurdo de embutirnos la religión usando milagro tras milagro. Ayestarán podía hasta reproducir hasta los ruidos gástricos de la santa al tragar su única comida del día. Esa mañana el Ciervo se atrevió a interrumpirlo:

—Padre, pero serían hostias como unas cachapas… o vitaminadas.

La pregunta sonó a sacrilegio y temí por el Ciervo y por la clase entera, pero Ayestarán asumió esa duda como lo que era, una legítima y cándida curiosidad propia de los inicios del cristianismo, y le contestó al Ciervo como si estuviéramos en una catacumba:

—Nada de maíz, nada de vitaminas, sólo pan consagrado y el condimento de la fe.

Cuando se cometía una falta y no aparecía el culpable, Ayestarán disfrutaba haciendo sus investigaciones policíacas. No nos intimidaba con amenazas colectivas, le bastaba con pacientes revisiones acompañadas de una mirada escrutadora que abría nuestras almas con un abrelatas. Una vez se robaron las boquillas de las cornetas de la banda de guerra y dejaron una proclama escrita a máquina contra el militarismo. Ayestarán fue cotejando la nota con las entregas de un concurso de cuentos que habíamos tenido hacía dos meses. Sabía que algo de poeta tendría “el terrorista”, y por una “Q” a la que siempre faltaba medio rabo, supo que el escritor de la proclama era Bujanda, autor del cuento Ya no quieren doblar las campanas. Cuando le anunció al culpable que debía irse del colegio por ladrón, Bujanda se defendió:

—Las boquillas no fueron robadas, fueron retenidas.

Ayestarán le aclaró:

—Usted no está expulsado, sino removido.

Esa escena no la repetiría Bujanda, el amigo que se fue a Barquisimeto y nunca volvimos a ver; fue el propio director de disciplina quien la ofreció en el salón de actos como un ejemplo de su sagacidad e ingenio verbal.

En otra ocasión, Ayestarán nos describió la aparición de la Virgen del Pilar al apóstol Santiago en Zaragoza, y el Ciervo Farías preguntó si era como ver una fantasma. El director por primera vez le gritó a su consentido:

—¡Farías! ¡Los fantasmas ni existen ni tienen sexo!

Luego se calmó y añadió con su mejor sonrisa de fino cazador:

—Y usted y yo lo vamos a probar.

Ese “probar” no sonó a “comprobar”, sino a tragarse juntos una medicina espantosa. Pasó mayo y pasó junio; algo supe de las citas de mi amigo en el despacho de Ayesterán. También le vimos unos libros extraños en el bulto. Sólo recuerdo uno cuyo autor sonaba a historietas: Chico Xavier; no así el título: La ciudad astral. El Ciervo, con sus gestos medievales y una mente capaz de absorber lo inútil e inesperado a velocidades asombrosas, era ideal para esas investigaciones. Mientras todos los jesuitas combatían a los materialistas, Ayesterán estaba obsesionado con los espiritistas y sus cuentos de apariciones.

Cuando el Ciervo Farías tenía bien adelantado su trabajo, nos habló de un sitio en el Ávila donde nadie se atrevía a dormir. Allí estaba la casa del doctor Kanoche, un doctor que había trabajado con momias. La idea era demostrar que los espíritus no existen en un paraje que estaba de moda entre los amantes del terror por incluir un paseo a la montaña e involucrar un médico, además, alemán. Yo sabía que acompañar al Ciervo era conseguir indulgencias con Ayestarán y convencí a Luis Salcedo, Juancho Sánchez y Antonio José Lídice de acompañarnos. Una excursión de cinco no podía ir tan mal.

Gottfried Knoche fue un médico alemán que llegó a La Guaira a finales del siglo XIX con su familia y dos enfermeras. Primero vivió en el puerto curando malarias y escorbutos, luego compró una finca de café en la montaña y mudó a toda la familia. La casa que construyó era como las de la Alta Baviera, con un salón revestido de madera y una gran chimenea. A unos cien metros tenía un laboratorio en forma de torreón donde preparaba un líquido secreto que inyectaba a cadáveres que se traía desde el Hospital San Juan de Dios. Con esos ensayos en la carne humana el doctor Kanoche quería explorar la eternidad. Ayesterán le explico a Farías, y él a nosotros, que ese era el macabro pecado de Kanoche, pues sólo Dios conoce lo eterno.

Salimos un sábado al mediodía. La idea era acampar una noche y regresar el domingo en la mañana. Nos subieron una parte en jeep y luego caminamos hasta la vertiente norte del Ávila. El camino fue difícil de conseguir. Atravesamos un cultivo de tomates y un vecino de Galipán nos dijo que buscáramos un bebedero de animales; de allí parte un camino que pasa a través de una selva húmeda y se llega al lugar que construyó el embalsamador del Ávila.

Sólo quedaban algunos muros de la casa. Por la parte posterior se veía, como a cincuenta metros, el enorme torreón casi intacto. Hasta hace unos años allí descansaban los cuerpos de toda la familia alemana. El Ciervo nos dijo que los valientes dormían en las ruinas de la casa y sólo los “muy valientes” en el torreón. Lídice explicó que era peligroso pasar la noche en un recinto donde hubo momias, porque siempre quedan microbios y se puede agarrar una infección respiratoria. Juancho dijo que estaba de acuerdo, que lo más importante en la vida es respirar, y acampamos en un claro cerca de la casa.

Mientras tratábamos de preparar una sopa de fideos, El Ciervo nos contó la historia de Johnny Pérez, un sirviente del doctor Kanoche que convirtieron en una momia vestida con su uniforme de la guerra federal y lo pusieron a montar guardia en la puerta de la casa. También estaba un criminal llamado “Pescado de Oro”, a quien sentaron detrás del mausoleo, justo al borde de un precipicio que forma una enorme piedra que todavía sostiene la casa. Allí estuvo durante años espantando intrusos, acompañado por un pastor alemán, durmiendo a sus pies y también momificado.

El laboratorio se convirtió en un mausoleo donde había siete tumbas de mármol y vidrio con la esposa, la hija, el yerno, las dos enfermeras y, finalmente, el propio Kanoche. Ya cerca de sus últimos días, el doctor dejó dos dosis preparadas y encargó a su enfermera Amelie de suministrarle el suero. Amalie sería la última en usar lo que quedaba de una fórmula que se perdió para siempre.

El Ciervo nos mostró el cuaderno donde hacía sus anotaciones y nos explicó por qué Kanoche se había apartado del mundo:

—Es esencial inyectar el líquido en la yugular de los pacientes pocos segundos antes de morir. Tienen que estar vivos para que la misma sangre se ocupe de repartir el líquido por todo el cuerpo; ésa es la única manera de momificar el cadáver sin tener que extraer las vísceras. El problema es que esa sustancia que preserva la carne y las tripas causa un ardor terrible mientras se expande a todos los órganos y extremidades, por lo que deben esperarse los estertores de la muerte antes de inyectar algo tan doloroso.

Le pregunté al Ciervo quién había inyectado a Amelie, si ella era la única que quedaba de la cofradía Kanoche, y añadí una posibilidad:

—Quien puso esa última inyección se guardó la fórmula.

El Ciervo me miró con recelo, que en su caso implicaba mirarte fijamente moviendo el cuello si cambiabas de lugar. Quizás yo había llegado muy rápido a una conclusión que a él le tomó mucho tiempo hacerse, o creyó que yo estaba a punto de conocer un secreto que sólo conocían él y Ayestarán. Su única respuesta fue insistir en que dormiría solo en el mausoleo pues era clave para su investigación. Me pidió que lo ayudara a limpiar los pocillos y apartados del grupo me dijo en secreto:

—Después que me vaya, tú espera un rato y dices que vas a mear. Yo te espero en el torreón.

Él era nuestro único vínculo con una serena actitud religiosa y cuando lo vi marcharse todo empezó a cambiar. Volví a sentarme junto al fuego con los demás pero no sentía que estaba entre amigos. El Ciervo nos había contado que cuando los excursionistas gritan mucho se escucha un largo “sssssh”, como en los cines cuando alguien habla. Ese rumor de los vientos del picacho sacudiendo la maleza y los árboles, los excursionistas se lo achacan a un espíritu pidiendo paz para los sepulcros. Nos arrimamos al fuego para hablar bajo, con la excusa de que la llama se estaba apagando, y empezamos a toser por el humo, pues nos había tocado recoger pura leña húmeda. Yo no quería pararme y dejé que pasara el tiempo mientras nos iba dando sueño, hasta que no aguanté las ganas y caminé hasta el torreón.

Se suponía que estaba muy cerca pero desaparecieron los lados del camino y el Ciervo tuvo que venir a buscarme. En ese momento su valentía me pareció mucho más enfermiza que nuestro miedo. Por lo que fue sacando del morral era fácil entender lo que planeaba. Lo ayudé a ponerse la crema blanca en la cara y a envolver su cuerpo con una larga venda mientras él iba girando. Al final le acuñé la linterna entre el vendaje, así la luz le daría en la cara desde abajo. Le pregunté para qué iba a repetir trucos tan viejos y me explicó que era una idea de Ayestarán:

—El padre dice que las grandes verdades nacen del terror.

Ya le había cambiado la voz por los vendajes en la cara y sus palabras sonaban a latín de misal, pero logré entender que iba a aparecerse en unos diez minutos. Cuando volví a la fogata Juancho me preguntó:

—¿Fuiste a ver al Ciervo?

—Yo no piso esa torre —contesté.

En ese momento me dieron ganas de voltear el juego y proponerles que nos escondiéramos; así, cuando apareciera la momia, no tendría quien le quitara la venda. Pero el Ciervo era quien había inventado la excursión y preferí quedarme callado al lado de la fogata porque otra vez tenía frío. Cuando creí que habían pasado diez minutos le pregunté la hora a Lídice y me dijo que eran las nueve y media. En ese momento sacamos los sacos de dormir y los pusimos lo más cerca posible de las llamas. Cuando pregunté otra vez la hora y me dijeron que eran las diez, miré el camino al torreón con tanta insistencia que nadie se atrevió a preguntarme qué esperaba ver. Era como si la voz del viento nos hubiera mandado a callar.

Cuando comienzo a ver a lo lejos una figura blanca lo primero que me desconcierta es que al Ciervo le haya tomado tanto tiempo acercarse. También me impresiona que se mueva con una lentitud de lombriz. “Quizás jalé demasiado la venda y por eso arrastra los pies como una japonesa metida en su kimono”, pensé. Esa imagen me calma un poco, hasta que miro a mis amigos y descubro hasta dónde es capaz de aterrorizarse un ser humano.

Yo, que lo había embadurnado, que lo había envuelto con mis manos, que había colocado aquella luz que ahora le salía de las costillas. Yo, que lo aguardaba, y esperé tanto tiempo, empiezo a llorar. Quiero estar seguro de qué es lo que viene hacia nosotros, pero las lágrimas hacen que todo sea borroso. Antonio José pega la frente contra la tierra y la araña mientras repite una oración infantil: “Jesusito de mi vida, tú eres niño como yo…”. Salcedo se ha metido entre las piernas de Antonio y hacen juntos una figura grotesca que reza por un lado y suelta alaridos por el otro. A Juancho le da por correr arrodillado y con las manos extendidas hacia lo espeso del monte. Nunca antes vi a alguien correr en cuclillas. Se dirige hacia donde está la gran piedra del precipicio. Eso me ayuda a dejar de llorar. Salgo detrás de Juancho y lo encuentro embistiendo un árbol que se atravesó en su camino y lo salvó del despeñadero. Le grito al gigante para tratar de calmarlo y evitar que arranque la mata de raíz:

—Juancho… es el Ciervo disfrazado de momia…

—¡Una momia! —grita y se abraza al árbol con una convulsión.

Comprendo que Juancho no había visto nada. Debe haber estado dormido cuando sintió la estampida, los gritos, la rezadera, y le dio miedo nuestro miedo. Nunca debí formar parte de ese absurdo experimento. Camino hacia la fogata en plan de reclamarle al Ciervo y lo veo tan cerca del fuego que sus vendajes empiezan a quemarse. Le pido ayuda a Antonio y a Salcedo, pero siguen atascados uno en el otro. Logro acercarme y ordenarle al Ciervo que se aparte del fuego. No se mueve. No me atrevo a verle los ojos y me aparto. Sólo entonces oigo pronunciar mi nombre tras las vendas y sé que es el Ciervo. Repite varias veces el mismo grito cuando logro quitarle todo el vendaje de la cara:

—¡Quítenme esto de encima!

Antonio José y Salcedo nos miran sin entender nada. El Ciervo, ya con las vendas por la cintura, les dice extendiendo los brazos:

—Perdón, perdón… hermanos míos.

Habla como Ayesterán. Arrojo el vendaje al fuego y las llamas son azules y verdes. Voy otra vez a buscar a Juancho y cuando lo traigo de la mano ya el Ciervo se está quitando la crema de la cara y empieza otra vez a dar órdenes:

—Debemos irnos de aquí, siempre juntos.

Ya no sé de qué es capaz. No lo entiendo ni quiero entenderlo. Llegamos hasta el bebedero cercano a los tomates. Las paredes de cemento son secas, ásperas. Apretujados en ese recuadro de cemento esperamos el amanecer. El Ciervo me pide que lo abrace muy fuerte. Lo abrazo. No me importa lo que puedan pensar Juancho, Salcedo y Lídice, porque también están abrazados. El Ciervo canta la canción de la fuente. Así esperamos la madrugada y bajamos entre la neblina a Caracas.

II

El lunes siguiente el Ciervo Farías no fue al colegio. Faltaba un mes para graduarnos y venían los exámenes. Nadie se preocupó cuando tampoco vino el martes ni el miércoles. Muy pocos en la clase sabían lo que había pasado en la excursión. Todos suponían que el Ciervo había dejado de venir porque iba demasiado mal. “¿De qué sirve pasar sólo religión y latín?”, decían, y tenían razón.

Justo antes del examen de latín decidí visitar a mi amigo. Vivía en una de esas viejas casas de Campo Alegre que tumbarían en los ochenta. Lo fui a ver una tarde y me recibió su madre. Era una mujer con el desinterés que da una soledad absoluta. Caminando por los pasillos que iban hasta el cuarto del Ciervo, supe que su padre había muerto hacía dos años, justo cuando lo pasaron al San Ignacio.

La madre me llevó a la habitación. El Ciervo no la dejaba ni siquiera asomarse, porque apenas abrió la puerta la vieja huyó por el pasillo como si su hijo fuera a aparecer desnudo. El cuarto era totalmente distinto al resto de la casa. Nada de cortinas o alfombras, nada en las paredes ni en los estantes, sólo una cama y una silla que hacía de mesa de noche. El Ciervo quitó un libro y un vaso de agua de la silla y me pidió que me sentara. Luego regresó a su cama, donde se veía que había pasado todo el día. Estaba vestido con una franela blanca y un pantalón que le quedaba grande. No había que preguntar mucho para saber que tenía días sin salir de su cuarto, pero la cama, el piso y las paredes tenían la limpieza y el aroma que uno espera encontrar en la celda de un convento. Esa sensación de forzada pureza me hizo ver algo en la cara del Ciervo que me recordó a las monjas de Villa Loyola. Tenía las mismas cejas, el mismo color de piel y el pelo mal cortado y erizado de una novicia a la que acaban de halarle el velo.

Le pregunté por qué no había ido más al colegio. Me contestó que no tenía nada que buscar en ese lugar, y dijo “lugar” como si se tratara de otro país poblado por seres de otra edad. Le pregunté qué estaba haciendo y contestó que no había que estar siempre haciendo algo. Entonces se sentó en el borde de la cama y me pidió que no nos engañáramos. Le dije que no entendía cuál era el engaño y me dijo como rogando:

—Los dos sabemos lo que pasó en Kanoche…

Me limité a mover la cabeza como un confesor y el Ciervo se recostó poniendo la almohada en la cabecera.

—No fue un dolor tan fuerte —empezó diciendo—; al ponerse todo negro pensé que se me había rodado la venda. Apenas volví a ver a lo lejos la fogata, supe que había perdido la visión por unos minutos y no entendí por qué me importaba tan poco algo tan grave. No estaba mareado ni atontado, era como si todo fuera posible. Puse mi atención en mi sangre moviéndose desde los dedos hasta la cabeza antes de empezar a caminar.

Le dije que seguro lo había picado una avispa atraída por la crema que se puso en la cara. El Ciervo sonrió y levantando el torso puso su rostro a una palma del mío.

—Las avispas no pican de noche. Hagamos un minuto de silencio… Ahora fíjate bien.

Al final del minuto, me preguntó:

—¿Lo viste? Yo vi lo que me está pasando en el espejo desde el mismo día que volvimos.

Antes de observarlo, pensaba decirle algo que fuera gracioso y levemente cierto, pero después de ver sus ojos de frente no pude evitar poner justo la cara que él esperaba: una mezcla de asco y ganas de irme, de no volver a verlo nunca más. Desde esa misma distancia, el Ciervo se levantó la camisa y me mostró la piel de la barriga mientras se pellizcaba con violencia una y otra vez. Para detener aquello le dije que sí, que era posible que le hubieran puesto una inyección. Se sonrió con la dulzura de una pequeña victoria y me di cuenta de que era yo el primero en usar la palabra “inyección”. Aunque no me sentía muy seguro en ese camino de “seguirle el juego”, le pregunté de golpe:

—¿Entonces, Ciervo, cómo es qué no estás muerto?

—Esa fórmula tiene más de un siglo. Seguro que está vencida. Nadie puede saber cuánto le tomará hacer efecto.

Cuando estaba por irme me pidió una sola cosa:

—No le vayas a contar a nadie lo que está pasando aquí. No quiero gente viniendo a ver como voy cambiando. Esta casa no debe terminar siendo una ruina como el hogar de Kanoche. No puedo hacerle eso a mi madre.

No se lo conté a nadie. Los exámenes finales nos aislaban y luego vinieron las vacaciones. Cuando empecé el primer semestre de Derecho, llamó la señora Farías pidiendo que fuera a visitar a su hijo. Fui un sábado en la mañana. Esta segunda vez ella misma abrió la puerta antes de retirarse.

El Ciervo estaba echado en su cama. Se había reducido mucho y toda la piel de sus brazos tenía las mismas huellas de pellizcos que le vi en la barriga. Lo saludé y su respuesta fue una pregunta:

—¿Ahora sí me crees?

Le contesté que sí y le hablé en sus propios términos:

—Tienes razón, ahora sí te está haciendo efecto.

Sonrió, mientras a mí me invadía algo de ese espíritu de doloroso bienestar. Mis primeras palabras de asentimiento se habían vuelto contra mí e impusieron su cansancio y su apatía. No me senté en la silla sino en una esquina de la cama, como si volviéramos al hacinamiento del bebedero de cemento. El pequeño cuerpo me dejaba suficiente espacio para recostarme y pensé en pasar toda la tarde acompañándolo. Había en la silla un plato con alimentos muy picados y a medio comer, sin embargo la habitación mantenía su olor aséptico, a resmas de hojas en blanco. A los pocos minutos me levanté como si hubiera dormido una siesta y le dije:

—Tenemos que llevarte a un médico.

—Ya es tarde. En este país nunca ha existido un médico más sabio que Kanoche, por eso lo envidiaban tanto. La reencarnación en un cuerpo material es consecuencia de la impureza del alma, mientras que las almas purificadas están dispensadas de hacerlo. Kanoche quería purificar los cuerpos para asegurarles el descanso.

Otra vez recitaba de memoria. Estaba dispuesto a consumirse mientras me iniciaba en los dictados que lo tenían prisionero.

Decidí ir al colegio a buscar al cura Ayestarán, la persona que más dominio había tenido sobre el Ciervo. Ya no era director de disciplina y vivía en una residencia para curas ancianos que estaba en el propio colegio. Al contarle lo que había pasado en las tierras de Kanoche y la postración de Farías, Ayestarán me acompañó mostrando un gran interés.

La madre del Ciervo se impresionó mucho cuando vio llegar al sacerdote. Esta vez, mientras avanzábamos hacia la habitación, nos contó la tragedia de no saber cómo manejar un hijo cuyo único defecto es no hacer nada.

—Es un santo que camina descalzo —nos decía—, pero un santo que odia el mundo y la comida de su madre.

Habían pasado sólo horas desde mi anterior visita, pero el Ciervo parecía estar en un sueño del que se negaba a despertar. Ayestarán lo llamó varias veces por su nombre, como pasando lista en clase, y por fin abrió los ojos. Después que logró enfocar y asumir dos figuras que jamás habían estado tan juntas, hizo un gran esfuerzo para abrir completamente los ojos, y sólo llegó a decir:

—Por tu culpa… por tu santísima culpa.

Ayestarán no se inmutó e inclinándose sobre el cuerpo arqueado de lado en la cama preguntó:

—¿Jura usted, Farías, jura ante Dios haber visto un espíritu? ¿Qué prueba objetiva puede ofrecernos?

Seguí observando todo aquello sin moverme. Fue Ayestarán quien, al hartarse de hacer preguntas, logró sacarme de mi ofuscación con una sola frase:

—Esto no está para consejos… aquí lo que procede es la extremaunción y no he traído los santos óleos.

Cargué al Ciervo y pesaba menos que un niño. Lo saqué de su casa y dejé atrás a Ayestarán y a la madre. No podía saber que al cargar a mi primer hijo recordaría al Ciervo y me temblarían los brazos. Ése ha sido mi castigo.

Juraba conocer el mundo, pero cuando acosté al Ciervo en el asiento de atrás de mi carro no sabía a dónde ir. Al lado de la Santiago de León de Caracas tenía su consultorio un tío mío, gastroenterólogo. Paré el carro en la calle y, cuando traté de cargar otra vez a mi amigo, logró decirme:

—Ahora sabemos que son sólo seis meses.

—¿Cuáles seis meses?

—Mi sangre ya no va a cambiar más.

Sentí que se iba a partir o deshacer, y subí solo al consultorio a pedir una camilla. Mi tío estaba haciendo una gastroscopia. Esperé. Vigilé mi carro desde la ventana del consultorio. Cuando pude hablar con mi tío y empecé a contarle, se levantó de un salto diciendo:

—No cuentes más.

Bajamos corriendo. El Ciervo tenía razón: esa misma noche mi tío me dijo que el estado de mi amigo era irreversible desde hacía más de una semana.







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