El Miedo de los Historiadores. Por Norberto José Olivar


«La historia como la novela es hija de la mitología», esta afirmación de Fernando Aínsa me gusta mucho para empezar mi intervención de esta tarde. Y diciendo que «la historia como la novela es hija de la mitología» se me vino a la cabeza el trabajo de la doctora Luz Marina Rivas, La novela intrahistórica, que inicia contándonos como Heinrich Schlieman, en 1876, ha puesto en jaque todo este embrollo que supone las relaciones o los límites entre historia y literatura, cuando, guiándose por las descripciones geográficas de un poema considerado mitología pura, encontró el emplazamiento de la Troya lejana de Príamo en el Asía Menor, la Micenas de Agamenón y su tesoro de máscaras de oro y otras maravillas más que antes suponíamos meras invenciones literarias.

Ahora estoy pensando en John Berger, quien asegura que el relato, la novela, es un llamado a la historia, que no hay manera de novelar sobre la nada, porque aún inventando ciudades –como gustan los novelistas modernos–, esas ciudades son construidas sobre un modelo, que igual va para los personajes y las anécdotas, porque la esencia del novelista es captar, aprehender y reproducir vidas ajenas. Y como explica Hayden White, la narratividad de lo histórico se vale de las mismas figuras literarias de lo ficcional. «Lo curioso –habla Fernando Picó– es que después de usar todos estos recursos todavía insistamos en negar que la historia es un género literario». Y aún más divertido me parece Noé Jitrik, cuando afirma, categórico, que la imaginación es el instrumento común entre los novelistas y los historiadores. En esto coinciden, como algo fundamental, Darwin y Einstein, quienes dijeron que todo se lo deben a la potencia de su imaginación y sentido común, parece que sin imaginación no vamos a ninguna parte, o que la imaginación es el verdadero motor de la historia.

Que la historia sea hija de la mitología o un género literario no me sorprende en absoluto, porque la historia es un enigma, una mentira, como dice Gaoxing-Sjian. En todo caso, he notado que los buenos historiadores pasan momentos muy embarazosos cuando se les pide una definición de la historia, mientras que los mediocres, en cambio, tienen varios conceptos a mano y ninguna duda sobre la ciencia que ofician a diario. Y son estos historiadores mediocres (o malos) los que se asustan –y el susto no es metafórico– cuando se les dice que la historia es un género literario o hija de la mitología. Son ellos los que tratan de ocultar esta realidad con la estratagema del discurso científico. Pensarán que dedicarse a la ficción no es un oficio serio, que podrían terminar sin empleo, perder el estatus social, profesional o, sencillamente, necesitan sentirse útiles escudriñando el pasado para explicar el presente y proyectar el futuro, por eso se hace indispensable, para ellos, escribir los hechos tal cual sucedieron, como diría un buen positivista de la vieja guardia.

Cuando escribía estas líneas tuve una larga conversación con el doctor Antonio Isea, profesor de la Universidad de Michigan, y me rondó la tentación de plagiar todo lo que me dijo, pero luego me pareció improductivo venirme desde Maracaibo a decir lo que ustedes habrán leído ya en sus libros o artículos, o en el de otros autores, y que seguramente han entendido mejor que yo.

Me parece que lo más adecuado, para todos, es que trate de ilustrarles hasta qué punto la literatura y la historia se confunden y fusionan en lo que escribo y en lo que vivo.

Comenzamos por decir que lo primero que hice al terminar mi pre y postgrado en historia, fue precisamente preguntarme qué era la historia, porque mis maestros lo tenían tan claro que nunca se molestaron en hablar de eso. Así que anduve por ahí como el niño de Marc Bloch preguntando qué era y para qué servía la historia.

Sin pensarlo mucho me fui a Caracas, a la Católica Andrés Bello, a molestar a don Elías Pino Iturrieta, historiador de prosapia y abolengo, y cuando le hice la insidiosa pregunta, más por modales que por otra cosa, don Elías mantuvo la compostura que de él se espera, y con voz grave y cavernosa, dijo que la historia, que él supiera, no servía para nada, no puedo recordar si se aventuró a esbozar alguna definición, imagino que no, más bien creo que me dijo que me la debía para otra oportunidad. Me autografió Las ideas de los primeros venezolanos y salí con la sensación de haber hecho algo muy malo.

Llegué a Maracaibo decidido a ejercer de historiador aunque no supiera de qué iba el asunto. Entonces comenzó otra pesadilla: cuando publiqué mis primeros artículos, mis maestros me acusaron de especulador –sospecho que más bien deseaban llamarme traidor–, sólo porque escribí que Francisco Depons estaba loco al afirmar que en Maracaibo, a finales del siglo XVIII y principio del XIX, sin escuelas, sin academia, producía eruditos, genios, que no tenían parangón con los que se podían encontrar en las viejas universidades europeas. Yo no podía contradecir este documento sino con otro documento. En fin, no vienen al caso las razones de don Francisco para semejante exabrupto, pero mis maestros estaban construyendo un pasado tan glorioso para Maracaibo que yo no podía sentirme tranquilo; para ellos, Maracaibo era la Atenas de América. Lo peor, pensé, es que la gente se lo está creyendo, y a los políticos y a los gaiteros les encanta. Razón tenía Walter Lippmann al llamarnos rebaño desconcertado.

Llegamos al punto que, donde ellos veían grandes sabios, yo veía maestros caletreros; donde ellos veían industriales emprendedores que sustentaban el progreso, yo veía comerciantes de baratijas; donde ellos veían una metrópolis europea, yo veía una playa grande, cujíes y polvo, mucho polvo. Pero ellos tenían una ventaja determinante: eran catedráticos de la universidad y miembros de número de la Academia de la Historia. No tuve más remedio que poner en marcha mi imaginación para salir de ese atolladero. Pensé en los días cuando, de muchacho, escribía cuentos y comics, y sopesé la posibilidad de fusionar eso con lo que ahora era mi profesión, la historia. Para empezar, me planteé un proyecto «sencillo»: reescribir la historia del Zulia, específicamente la de Maracaibo, en cuentos y novelas, pero cumpliendo el protocolo de la investigación histórica para cada relato que me propusiera, de esta manera esperaba quitarme de encima a mis detractores. Así nació mi primer trabajo, El misterioso caso de Agustín Baralt y un nuevo problema: para los historiadores maracuchos me había convertido en literato –así me llaman– y para la gente de la literatura, de mi ciudad, insisto, era un historiador que ponía su discurso en narrativa, así que juzgaban más la cuestión histórica que la calidad literaria. Al menos era un problema más fácil de lidiar, y como quien no quiere la cosa, a esta fecha, he logrado introducir, subversivamente, mis cuentos en el arqueo historiográfico local, es decir, historiadores de recientes promociones, los leen para conocer una versión distinta, no se conforman ya con la historiografía oficial del Departamento de Historia de la universidad que, por cierto, nace en contracorriente a la historiografía general republicana o caraqueña. No es que mi versión sea la verdadera, no aspiro a tanto, pero la otra es una alucinación que, seguramente, esconde alguna intención inconfesable.

«La historia es la novela de los hechos. Y la novela es la historia de los sentimientos», escribe Claude Adrien Helvetius, pensador francés del siglo XVIII. Esto también me habría servido para iniciar mi intervención, diciendo que en mi primer trabajo, El misterioso caso me había centrado en «novelar» los hechos. Me explico: pensé e intenté que la acción de los personajes, todos reales, con sus nombres auténticos esa ha sido la norma, reflejaran sus sentimientos y contradicciones a través de los hechos y no metiéndome descaradamente dentro de ellos. No sé si lo habré logrado del todo, pero fue mi tratamiento inicial, y era una mala influencia, por supuesto, de mi estrecha escuela de historia, porque desde los años sesenta del siglo pasado, ya se hablaba de la psicohistoria como herramienta indispensable para comprender los procesos y los problemas que se pretendían estudiar. Señala el investigador Hugo Torres Salazar que «… para comprender el valor del contexto histórico en su influencia en el comportamiento, se estructuró la Psicohistoria como una orientación teórica que se centra en el análisis psicológico de hechos históricos de personas, colectivos o fenómenos sociales», pero ya eso era de antigua data, Lucien Febvre, de los Annales, decía que «…no se conquistan nunca espíritus, no se vence nunca a hombres, no se sustituye nunca una doctrina por otra sin dejar fatalmente que otro espíritu invada nuestro espíritu, otro hombre penetre nuestra humanidad, otras doctrinas se inserten en nuestra doctrina». Así, la afirmación de Claude Adrien Helvetius, «… la novela es la historia de los sentimientos», mantiene una vigencia magnífica. Esto achica más las supuestas diferencias entre historia y literatura, y confirma lo que los malos historiadores se niegan a reconocer, que la historia es un género literario, hija legítima de la mitología y la novela de los hechos.

II

La caracterización que hizo Georg Lukács de la novela histórica, si bien se ha «superado», aún goza de buena salud entre nosotros, entre otras razones, porque facilita, en cierta medida, el trabajo del novelista; lo ayuda a no comprometerse del todo con el proceso histórico, que es, apenas, el telón de fondo de la trama novelesca. Pero, ¿a qué llamamos historia?, ¿qué es lo histórico? En Ranke, lo político y lo militar; para los Annales de última generación, la microhistoria; en Peter Burker, la vida privada, para mencionar algunas propuestas, pero, por lo general, la historia es la biografía del estado. Afirma Miguel Ángel Campos que la periodización de nuestras vidas la formulamos ajustados a la historia estatal: mi primer hijo lo tuve en el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, me gradué de bachiller en el primer gobierno de Caldera. Bien dice Oscar Wilde: «Le dais a vuestros hijos el calendario criminal de Europa llamándolo historia». Nuestra idea de la historia está tan ligada a lo político-militar, y al estado, que para abordar otros «niveles o dimensiones» hemos tenido de definirlos hasta en condiciones de inferioridad: infrahistoria, microhistoria, intrahistoria, vida privada, etcétera. Esta categorización es tan excluyente y retrógrada, que mi novela, Un vampiro en Maracaibo, ha sido ignorada para el renglón de novela histórica muy a mi pesar.

Michelle Roche Rodríguez, excelente periodista de El Nacional, escribió una buena nota sobre mi novela, diría que fue una de las pocas que se tomó el trabajo de leerla antes de entrevistarme, y, según entiendo, hasta le gustó. Pues bien, el sábado 7 de marzo de 2009, publicó un reportaje sobre la novela histórica reciente. Se refirió sólo a Falke, El pasajero de Truman y El último fantasma, mi Vampiro quedó por fuera y ya vemos que no por desconocimiento de ella, sino por no considerarla en ese género. Esto se lo comenté a mi amigo Antonio Isea ilustre profesor de la Universidad de Michigan se ha dicho, y me explicó que mi Vampiro no aplicaba según los cánones de la novela histórica. Así que la más «histórica» de mis novelas no se ajusta a estas exigencias, y eso que fue trabajada con la rigurosidad investigativa y obsesiva de «malos» historiadores aquí descritos. Pero mi desgracia sirve para ilustrar hacia dónde puede llevarnos una determinada idea de lo «histórico».

Renahit Guja, en Las voces de la historia, critica el haber convertido la vida del estado en el centro de la historia, reivindica como historia las voces anónimas, las voces de queja, que no se articulan a la biografía estatal, pero que, sin duda, forman parte del proceso. Y esas son, precisamente, las voces que estoy intentando que se escuchen en mis trabajos, y que son, en definitiva, quienes nos hacen mucho más universales, quienes nos permiten dialogar con textos y angustias de otras latitudes.

Del trabajo de Michelle Roche Rodríguez también me llama la atención que, tanto Vegas, Suniaga y Liendo dijeran que no tuvieron la intención de hacer una novela histórica. Confieso que esa declaración me cogió fuera de base, pero se explica, creo, por el hecho de que ninguno tiene licencia como historiador, de forma que la pretensión es escabullirse del juicio de este gremio. Lo que lamentablemente termina por contribuir al divorcio que los malos historiadores demandan de la literatura.

Me vuelve la conversación con Antonio Isea. Le digo que los narradores venezolanos que han incursionado en la novela histórica lo han hecho con timidez, producto precisamente de la poca o nula formación en la teoría de la historia. Se limitan a la fórmula de Lukács, a dar una versión «distinta» de la oficial, a humanizar o a satanizar a ciertos personajes, pero nunca se lanzan al abismo de la historia, y si lo hacen, salen con el cuento de que no querían escribir un relato histórico. Saqué el libro de Aínsa, Reescribir el pasado, y leí para Antonio estas líneas: «A través de la apertura histórica y antropológica que propicia la literatura, el propio discurso historiográfico se enriquece». Estamos de acuerdo, dije, pero qué te parece a la inversa: que la literatura se abra al estudio de la teoría histórica y complejizar el discurso narrativo con los problemas fundamentales de la historiografía, digamos, el sujeto histórico, el tiempo, la historia inmediata, la distancia, las posibilidades de la verdad, la ideología, entre muchos más. Que la literatura asuma sin complejos y en profundidad el pensamiento histórico, más allá de reescribir el pasado para contrapuntear con el gobierno de turno, lo cual no está mal, pero hay que avanzar y no repetir lo que ya otros han bregado: Herrera Luque, Otero Silva, Úslar Pietri. Del concepto, o de la idea que se tenga de la historia, dependerá directamente la hechura de la novela que nos propongamos, su complejidad, su riqueza y yo diría que hasta su estructura.

La fuente de soda Irama, donde me encontré con Antonio Isea, estaba muy concurrida esa noche, pero ni eso evitó que Antonio disimulara el disgusto que le causó mi apreciación. Su tesis doctoral es sobre Literatura e Historia, precisamente, y quizás por eso, sintió que yo le cuestionaba su impericia para hablar de teoría de la historia –no era mi intención–, y aquello se volvió un tragicómico despelote donde participaron hasta los mesoneros. Empezó por decirme que si fuera capaz de tener en su cabeza toda la teorización que existiera sobre la historia, él desdeñaría de tales apuestas, porque en esencia la discusión que yo le proponía era un absurdo, «El punto de partida», dijo furioso, «sería, en primer lugar, considerar que el enlace entre estas dos categorías representacionales, la homologación de ellas, está en función de su condición de construcciones lingüísticas, de ahí que ninguna de estas categorías puede otorgarse, a sí misma, prioridad alguna para el abordaje de lo que los sicoanalistas post lacanianos llaman lo real, y sabemos que lo real es inabarcable, y ambas, historia y literatura son muletillas que nos ayudan a darle cierto sentido, y nunca un sentido cierto a lo real». En algo estamos de acuerdo, le respondí cansado, es absurdo continuar esta discusión. «¡Al menos entendiste algo!», me dijo dándole un golpetazo a la mesa y todos creyeron que la cosa se había ido a las manos. «A los historiadores no les interesa este discurso», dije sin mucho ánimo, a ver si podíamos mantener la conversación en un tono discreto, «¿por qué tendría que interesarles?», replicó calmoso, «ve, Norberto, este peo que estoy teniendo con vos ya lo viví con mis colegas historiadores en Michigan, ve, llevamos a Hayden White a la universidad y los carajos se pararon y se fueron porque les dijo, que a él, a Hayden White, le importaban tres cojones las metodologías que ellos usaran, porque él se podía poner allí, con un cadillo pa’ ponerle tinta, y estaban haciendo la misma vaina, jugando con construcciones lingüísticas, ‘ustedes aspiran a capturar la verdad’, decía Hayden White arrecho, Norberto, ‘y yo les digo que ustedes están bregando con metáforas, con tropos, y por más archivos, por más arqueos que hagan de lo marginal o de lo alto, van a terminar con tinta sobre el papel, y van a terminar lidiando con metáforas, y las metáforas destruyen lo real, el tropo es la sombra que se ejerce sobre toda representación’, yo quedé frío, pensá como se sintieron los historiadores esos…»

III

Las ironías de Oscar Wilde sobre la historia son formidables. Dice que los historiadores nos han dejado una deliciosa ficción en forma de hechos; y los novelistas nos ofrecen relatos, sin interés, disfrazados de ficción. Por lo cual, nuestro único deber para con la historia es empezarla de cero, eso sí, imaginando cientos de falsedades porque es la única manera de llegar a la verdad, ¿y qué otra cosa es la verdad? Y sobre esta posibilidad, otro novelista que admiro, Paul Auster, asegura, que en cuanto más te acercas a las cosas para describirlas mejor, para traducirlas mejor a tu propia lengua, para entenderlas mejor, cuanto más te acercas a las cosas, parece que te alejas más de las cosas.

Creo que Wilde y Auster han dicho en pocas líneas, y con buen estilo, lo que se supone que mi intervención de esta tarde debía puntualizar. En fin, voy saliendo de este aprieto en el que me han metido Daniel Centeno y Mariano Nava, pidiéndoles que imaginemos como secuencia final de esta perorata distorsionada de mí mismo, que estamos en el Hotel Overlook, que Stanley Kubricky ha dicho «¡acción!» y que Jack Torrance, con su mirada alucinada y oscura, entra al bar, un gran salón abandonado, pero Jack Torrance no es Jack Torrance, supongan que soy yo, y en vez de entrar en el bar, entro al auditorio de mi facultad, que es casi lo mismo, y en vez de estar vacío, hay una reunión del Departamento de Historia, que pudiera ser algo muy parecido a un salón vació, y discuten, la concurrencia, digamos, los encargados de las cátedras históricas, los problemas ocasionados por la crisis económica, no en el mundo, sino ahí, en la facultad, y todos hablan, y todos gritan, y todos se lamentan, porque los efectos devastadores de la depresión están malogrando los programas de investigación que ellos, con rigurosidad científica, vienen ejecutando, concienzudamente, desde hace muchos años. Entonces, toma la palabra el señor director del Centro de Estudios Históricos, quien semanas antes había ganado el Premio Nacional de Historia, y dijo, con voz estruendosa e intimidante, que era inaceptable que se suprimieran las partidas destinadas a la investigación histórica, que cómo pretendía el gobierno y la administración de la universidad que ellos, los historiadores, pudieran trabajar, yendo de un lado a otro, en la revisión de los archivos necesarios e indispensables para el análisis historiográfico serio y académico, sin el apoyo financiero que se amerita. Hasta aquí, palabras más, palabras menos, fue la exposición del señor director del Centro de Estudios Históricos, pero el broche de oro de su discurso, si lo tengo en mi cabeza letra por letra y lo transcribo de seguidas: «…Y si es que no hay cobres para financiar la investigación, porque no los hay, definitivamente; bueno, será que nos pongamos a inventar como hace Norberto en sus novelas». No voy a negar que la cosa me cogió de sorpresa, aquello fue un uppercut de izquierda al hígado, pero no me quedó más salida que reírme con ellos de la ocurrencia, pero confieso que habría preferido subirme al pódium con una ametralladora.

Comentarios

Roberto Echeto ha dicho que…
Norberto, Valmore, no sé si valga la pena devanarse tanto los sesos por el tema de la novela histórica o por la Historia (con mayúscula) misma.

Al final lo único que importa es escribir, contar historias (con minúsculas, coño) y repartir buenos ratos a diestra siniestra.

Abrazos poderosos para los HesnorRiveristas.

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