Cómo me reí. Por César Aira


Deploro a los lectores que vienen a decirme que "se rieron" con mis libros, y me quejo amargamente de ellos. Lo he hecho en forma oral o por escrito cuantas veces se ha presentado la ocasión. Es un lamento constante en mí; puedo decir sin exagerar que esos comentarios han envenenado mi vida de escritor. Me repito, es inevitable, pero se debe a que la causa también se repite, me lo dicen de cada libro que publico: cómo me reí, cómo me reí. Todos mis libros, todos mis lectores. No voy a extenderme en los motivos por los que aborrezco del humor en la literatura (eso es cosa mía), porque creo que aunque mis ideas al respecto fueran distintas, y hasta opuestas, la reincidencia, ya tan previsible, de ese "elogio", seguiría siendo un gesto descortés, con un matiz paternalista, desdeñoso, y, conociendo mis sentimientos, directamente agresivo. Cuando lo comento con amigos o colegas, siempre me responden que mis novelas contienen efectivamente elementos humorísticos, incluso chistes, y que es inevitable reírse porque funcionan, son eficaces, ingeniosos, originales. Me dan ejemplos, con los que ellos mismos se rieron en su momento, y cuando me los cuentan a veces yo también me río, ya que estoy. Pero ahí no está el problema. Me molesta que me lo digan, y que sea lo único que me dicen. Si se quedaron ahí, es porque no encontraron nada más. La risa es la única reacción que me mencionan. Nunca me dicen que se conmovieron, o que se interesaron, o que los hizo pensar o soñar. "Leí tu último libro: ¡cómo me reí!" Ahí se termina todo. Y si advierten, por mi silencio o mi cara de disgusto, que el elogio cayó mal, y quieren explayarse para arreglarlo, me cuentan "cómo" se rieron: a carcajadas, con lágrimas que les impedían seguir la lectura, hasta que les dolían las costillas, hasta que la esposa venía a preguntarles qué les pasaba, etc. Una vez o dos o tres yo lo habría aceptado de buena gana; no soy un maniático. ¿Pero treinta años de oír lo mismo? ¿Decenas de libros de risas y nada más que risas? No puedo concebir que a un escritor de verdad, a cualquiera de mis ídolos o modelos, se le acercaran los lectores a decirles cuánto se habían reído con sus libros. Los que tratan de consolarme me dicen que no hay mala intención: el libro les ha gustado, quieren decírmelo rápido y sin entrar en análisis que podrían parecer pedantes o fuera de lugar, y lo que encuentran más a mano es eso. Después de todo, la risa es un valor positivo; se asocia con la felicidad, con la alegría, con la satisfacción. No me convencen. Lo peor es cuando recurren a esa estúpida distinción: no se ríen "de" vos, se ríen "con" vos. ¿Ah sí? ¡Pero sucede que yo no me río cuando escribo! No podría decir por qué escribo (mucho menos podría decir por qué sigo escribiendo, después de tanta risa) pero puedo asegurar que no lo hago para provocarme, ni provocarle a nadie, una reacción visceral, irracional, animal, como es la risa, como no escribo para provocar ladridos o relinchos. Si es todo lo que tienen que decirme, prefiero que no me digan nada. Además, he dicho muchas veces que me molesta, que me deprime, ¿entonces por qué siguen haciéndolo? Y aunque no lo hubiera dicho, basta pensarlo un momento, basta tener el más leve conocimiento del trabajo solitario y difícil de un escritor, para darse cuenta de que es una grosería. Sólo estaría justificado con el autor de uno de esos libros que se llaman "Nuevos Chistes de Gallegos" o cosas por el estilo.

En fin. No sé para qué vuelvo sobre el tema. Lo único que voy a conseguir es que se rían de esto también. Tiene algo de una maldición, de esos hechizos que cuanto más se hace para escapar de ellos más actúan. Pero no fue del todo inútil escribirlo porque mientras lo hacía me vino un recuerdo que quizás toque las raíces del problema.

La bandita de chicos y chicas con la que yo andaba entre mis quince y dieciocho años, allá en Pringles, recurría mucho al "cómo me reí" para todos sus relatos, anécdotas y descripciones. Era el final obligado para todo lo que contaban, y como siempre nos estábamos contando algo, tan interesante y digno de contar nos parecía todo lo que nos pasaba, el encarecimiento de esas risas se repetía cien veces por día. Los jóvenes de esa edad se ríen mucho, seguramente porque no tienen otra cosa que hacer, pero sólo cuando algo les causa gracia, o cuando se provocan unos a otros y se contagian la risa, y en ese caso hasta pueden reírse sin motivo. Pero esto último es raro: no recuerdo que nos haya pasado nunca. Nos reíamos moderadamente, como todo el mundo, y muchas tardes y noches transcurrían tristes, pensativas, preocupadas. O adormecidas, porque recuerdo que siempre teníamos sueño, o nos parecía elegante fingirlo. La risa no estaba tanto en los hechos como en los relatos que nos hacíamos; ahí estaba siempre, infalible, pero estaba nombrada, narrada, no "reída". Era un modo de "cerrar" los relatos, de darles valor. Alguien contaba algo, cualquier cosa: que una tía había ido a cenar a su casa y se había tirado una copa de vino sobre el vestido. Eso al narrador o narradora le había producido risa, una risa irreprimible, que había tratado de disimular, porque su tía era una de esas solteronas susceptibles que se ofendían por nada, pero a pesar de sus esfuerzos no había podido contenerse, y sus hermanos se habían contagiado... O había visto en la calle a un viejo con un paraguas rosa, o a un perro que hacía caer a un ciclista, o recordaba a una profesora en el colegio que usaba peluca... Qué risa loca les había dado, cuánto se habían reído, nunca, pero nunca, en sus vidas, se habían reído tanto. Era como si los cuentos se terminaran demasiado pronto, y el único modo de prolongarlos fuera contar cuánta risa habían provocado. O bien el narrador temía, casi siempre con buenos motivos, que su cuento tuviera poco interés, y creyera que el relato de la risa que le había causado el hecho podía justificarlo. En los adolescentes todo está en proceso de hacerse, y las habilidades narrativas no son una excepción. La capacidad de decir, de expresarse, se está inventando sobre la marcha, y esta acentuación mediante el relato de la risa es un ensayo más, que se abandonará una vez que quede demostrado que no sirve. La intensidad de socialización que conllevan esas banditas juveniles (no podíamos estar separados) hace de laboratorio.

Como el epílogo de la risa se repetía siempre igual, había que variarlo, o intensificarlo mediante la variación. Es un recurso que se usó en la poesía renacentista y barroca, creo que los filólogos lo llaman "sobrepujamiento"; en una poesía cuyos elementos estaban prefijados en un canon inmodificable, el único modo de lograr que un poema valiera la pena era intensificar esos elementos, y entonces la blancura de la tez de la amada se hacía blanca como la nieve, y después como la nieve impoluta de las altas cumbres, y después como portentosas acumulaciones de nieve impoluta bajo el rayo refulgente del Sol, y así sucesivamente. Mis amigos usaban el tropo por intuición. Decían que el suceso les había provocado risa, pero como de todos los sucesos antes habían dicho lo mismo, éste último tenía que haber provocado más risa, y el próximo más todavía, y como se llegaba pronto al máximo, se hacía necesario sobrepujarse mediante descripciones de una risa abrumadora, aniquiladora, que les producía paros cardíacos, hipo, dolor en todo el cuerpo como si los hubieran apaleado, pesadillas, convulsiones, dolor de muelas, no habían podido comer, ni dormir, los padres habían querido llamar a un médico...

Sea como sea, yo no participaba activamente en este juego. Si lo estoy contando es porque lo había observado, y ya entonces lo había desmitificado. Alguna vez lo habré hecho, pero con desgano, sin convicción. Creo que me habría dado vergüenza mentir, porque habría sido una mentira muy patente. Y mucho menos me habría embarcado en descripciones hiperbólicas de una risa inexistente. Además, yo era el que menos historias tenía para contar.

Conservo un recuerdo muy preciso que muestra la distancia que ponía respecto de esta maniobra, y el hecho de que lo recuerde tan bien, tan nítido y aislado, ya de por sí indica la distancia. Una vez le contaba a una chica, una de las integrantes de esta bandita, lo que me había pasado en un viaje en tren. Yo había ido al vagón comedor a almorzar, y a mi lado se había sentado un hombre de unos cincuenta años, que entabló conversación con el matrimonio sentado enfrente (era una mesa de cuatro). Les contó su vida, que había sido la vida errante de un marinero, por todos los mares del mundo. Cuando sirvieron el café, este hombre lo tomó con la cucharita, sin llevarse el pocillo a los labios, cucharada por cucharada hasta vaciar el pocillo. Eso era todo, y el motivo de contarlo era lo extraño de este modo de tomar el café, que yo nunca había visto. Y en retrospectiva también queda justificado, porque nunca volví a ver a nadie tomar así el café.

Eso era todo, pero cuando hube terminado mi amiga se quedó esperando, como si sintiera que faltaba algo, y al ver que yo no tenía intenciones de agregar nada dijo: "Me imagino cómo te estarías riendo". Yo seguí callado, o asentí vagamente. Ella insistió: "No podrías más de la risa, te estarías retorciendo por dentro." Recuerdo (porque este episodio lo recuerdo con un detalle sobrenatural, al microscopio) que me sentí un poco molesto, y hasta arrepentido de haberle contado esa historia. Me parecía que ella la había tomado para el lado que no correspondía, aunque en ese momento me habría sido difícil especificar cuál era el lado que sí correspondía. Eso lo aprendí con la vida, con mi propia vida (entre otras). En el mundo hay gente rara, con rarezas grandes o chicas, y ya entonces yo adivinaba que esas rarezas había que registrarlas. Eran materia narrativa, pero no para producir un efecto; al contrario: el efecto las anulaba; debían quedar en suspenso, a la espera. ¿Qué apuro había por reírse? Encontraba fuera de lugar esa ansiedad porque yo me hubiera reído. Debió de ser por eso que me obstiné en no responderle, seguramente puse cara de nada, como si ocultara un secreto o hubiera dejado algo sin contar. Ella se sintió obligada a insistir. Lo hacía con buena intención: me estaba sugiriendo un desenlace, el único desenlace posible desde su punto de vista. Pero yo había decidido, en favor del misterio y el destino, que no había desenlace. Si era necesario, prefería reconocer que el cuento tenía poco mérito. Además, no se lo había contado con la intención de deslumbrarla o divertirla, sino porque sí, por hablar, por llenar el tiempo.

Quizás fue en esa ocasión que me di cuenta de lo mucho que abusaban mis amigos de la "risa", y lo ficticia que era. Porque en este caso su necesidad se hacía patente, el relato no se sostenía sin ella, como me lo estaba haciendo saber mi amiga, mientras que en los hechos no había habido risa; a mí no se me había ocurrido reírme de ese ex marinero que tomaba el café con la cucharita, ni mientras él lo hacía ni mientras yo lo contaba. Ella debía de estar pensando: ¿y para qué lo cuenta entonces?

Hay algo más todavía, algo más oscuro y secreto que no acierto a poner en palabras. Reírse puede ser, además de una expresión de alegría, una reacción nerviosa, propia de jóvenes muy jóvenes, y se me ocurre que más de chicas que de chicos, aunque a esa edad lo femenino y lo masculino están bastante mezclados. La risa es una salida a situaciones embarazosas o vergonzosas, y su asociación con el humor les da a esas situaciones, que de otro modo los jóvenes no sabrían cómo manejar, un tinte de anécdota graciosa, de las que pueden contarse como un chiste. No sé. Los psicólogos lo deben de tener estudiado. Sea como sea, eso pasa en la realidad. Y la realidad se manifiesta en relatos. En los adolescentes, que ya están frente a la vida pero todavía no han vivido, y por lo tanto no tienen nada que contar, los relatos completan la realidad, y cada uno lo hace como puede. Los integrantes de la bandita a la que yo me había adherido recurrían a la risa, aunque no a la risa de verdad, la reída, sino la contada, y la contaban siempre, se complacían en contarla aunque no hubiera sucedido y tuvieran que inventarla, y la volvían la justificación última de todo o casi todo lo que contaban. Y yo seguía con ellos aun después de comprobarlo.

Mi joven amiga estaría pensando mientras tanto (y no por primera vez) "qué raro es este tipo". Lo mismo han pensado otros, todo a lo largo de mi vida, y supongo que es lo que piensan ahora cuando se enteran de que me molesta que me "elogien" las novelas diciendo que les provocaron risa. Ella encontraría raro que yo no me adhiriera a sus convenciones, o a esa convención de los relatos con risa, que era la que le daba el tono al grupo. Todos lo hacían, era tan fácil hacerlo, les daba una sensación de seguridad y pertenencia; nos reíamos de los demás, de los adultos; era un modo de crear una distancia, la famosa "distancia irónica", y afirmarnos en nuestra diferencia, diferencia que tomaba el matiz de una superioridad, pues el que se ríe está encima del objeto de la risa. Maniobras típicas de la adolescencia, compensación de una inferioridad y una dependencia muy reales. Y como reírse de verdad implica un esfuerzo, psíquico y hasta físico, nos limitábamos a decirlo, no a hacerlo. Era una convención, lo que no tiene nada de extraño porque los grupos juveniles están llenos de convenciones. Yo no la aceptaba, y en realidad creo que no aceptaba ninguna de las convenciones que regían la mecánica interna de nuestra bandita. Mi amiga, y todos los demás, debían de haberse dado cuenta de que no lo hacía por prurito de originalidad, sino por mi carácter, por la fatalidad de ser como era y no poder ser de otro modo. Esta fatalidad me dolía, porque nadie más que yo quería pertenecer y ser aceptado. Y lo era, sinceramente; no sólo me aceptaban sino que también me admiraban. Ella bien podía estar diciéndose: "nosotros tenemos que usar esa estúpida muletilla de las descripciones de la risa para dar valor a nuestros relatos; él no, porque no lo necesita; él puede contar algo y dejarlo flotando en el éter de un sentido que es otro y distinto..." Me temo que en esa suspensión quedó algo sin resolver, y después tuve que pagarlo muy caro.

Ahora que lo pienso: la anécdota de mi viaje en tren, y su complemento "risueño" que no fue, podría tener doble fondo, porque esta chica a la que se la contaba tenía un sentido del humor muy desarrollado, que compartía con su madre. Las dos se estaban divirtiendo siempre con bromas que inventaban sin motivo, sólo porque no podían con su carácter, las improvisaban sobre la marcha, o las planificaban, también sobre la marcha, a veces eran simples, pueriles, a veces complejas y de largo alcance, casi siempre eran secretas y la víctima ni se enteraba, siempre eran gratuitas. Eran una rareza, en la vida pueblerina de realidades duras y prácticas. Más raro todavía era que participara un adulto. La broma correspondía al mundo infantil o juvenil, los adultos tenían otras cosas que hacer. Me parecía un rasgo muy civilizado, muy sofisticado, que una madre inventara bromas con su hija y las pusieran en práctica, lo veía como un contacto modernista de dos mundos. Significaba que un progenitor tenía tiempo y ganas de compartir con un hijo algo propio de éste, y podía desplazarse en el tiempo hasta llegar al presente, donde nadie habría esperado encontrarlo. Según mi experiencia, eran los hijos los que se suponía que debían viajar al pasado a sintonizarse con el mundo adulto, que era eminentemente serio.

Lo más raro es que yo, aunque frecuentaba la casa de esta chica, y veía siempre a su madre, nunca había podido comprobar que hicieran bromas o que compartieran el sentido del humor, o lo tuvieran. Lo sabía porque me lo habían dicho. Era lo mismo que la cuestión de la risa, y hasta el mismo tema. Los demás miembros del grupo siempre lo estaban diciendo, y encareciendo lo mucho que se divertían ellas dos a costas de parientes y amigos. En el estilo general de narración que ya he mencionado, estos relatos terminaban con descripciones de risas interminables de la madre y la hija, de la hija y la madre, después de haber hecho "caer" a alguien con alguna de las farsas que estaban montando todo el tiempo. Deben de haberme contado muchas de esas bromas, pero no recuerdo ninguna. No creo que me hayan contado nada memorable.

O sea que no tuve modo, directo ni indirecto, de comprobar la veracidad de esta fama. Aun así, la creí, lo que me sorprende porque ya había aprendido a ser escéptico con estos relatos de risas y humor. Seguramente lo creí por pereza, por no molestarme en pensarlo. Pero lo acepté y lo archivé como un hecho, para siempre. De esto debería deducir que mi mente funcionaba (o empezó a funcionar desde entonces) aceptando como creíble lo que no valía la pena comprobar, o poniendo en un plano más allá de la mentira y la verdad lo que se relacionara con la risa, con una risa que no existía fuera de su relato y descripción.

Interesante teoría, y no sé si la desmiente o no lo siguiente: muchos años después, veinte o treinta, el azar de la memoria me trajo un recuerdo, milagrosamente intacto, que pude reinterpretar y entonces sí, tuve una prueba al fin de lo que había aceptado sin pruebas. Mi amiga estaba enferma, seguramente la llamé por teléfono y me dijo que estaba en cama, y fui a visitarla. Estaba en su cuarto, que compartía con la hermana (tenía una hermana mayor a la que yo no veía nunca, y podía cruzármela en la calle sin reconocerla), era invierno y tenía puesto un camisón de franela de mangas largas, color rosa. La casa era vieja, yo la conocía bien, de techos altísimos y pisos de madera en los cuartos, de baldosas en la galería cerrada. Me senté en la cama de al lado y nos pusimos a charlar, no sé de qué y no me explico bien cómo, pues no hay ser humano con menos conversación que yo. Ella no debía estar muy enferma porque la recuerdo sentada en la cama, muy vivaz. Creo que la madre entró trayendo una bandeja con té y masitas, y se quedó. Quizás oyó que la conversación languidecía. Me hizo preguntas, que debo de haber respondido. Una de ellas fue sobre mi inminente partida a Buenos Aires, donde iría a estudiar Derecho. De ahí puedo deducir que yo estaba en el último año del Colegio, o sea que tenía diecisiete años (mi amiga tenía uno menos). Me preguntó si tenía familia en Buenos Aires. Sí, tenía una tía, una hermana de mi madre. Ella debe de haber asentido, seguramente la conocía a mi tía o la recordaba de su juventud; en Pringles todos se conocían; yo era el único que no conocía a nadie. Además, ella también tenía una hermana que vivía en Buenos Aires, qué coincidencia, y cuando sus hijas se fueran a estudiar, la tendrían de apoyo y resguardo, como yo tendría a mi tía. Era importante tener algún familiar en la gran ciudad. Pero además, dijo una de las dos, también está Roque, otro tío o primo o algo, y su esposa Elcira. De modo que no le iba faltar compañía familiar cuando se fuera. Qué bien.

¡Y Eduardo y los primos, cómo se olvidaban de ellos! Era cierto, Eduardo... Y los padres de Eduardo: Adolfo y Clarita, también estaban Adolfo y Clarita, y la hermana de Clarita: Luisa. Luisa era viuda, me aclaraba la madre (como si a mí me importara), pero, le recordaba a la hija, sus hijos casados también vivían en Buenos Aires y tenían mucha relación con ellos porque solían venir a Pringles a cazar. ¡Tan simpáticos! Carlos con su esposa Irene y los chicos, Carlitos y Federico, Luis Pedro y su mujer Fernanda con las tres nenas, Eloísa, Claudia y la beba. Y Lucas con su esposa Florencia, que tenían esa casa tan bonita en San Isidro y seis hijos: Tomi, Isabel, María Inés, Pedrito, Anahí y Luchi.

No, definitivamente no le iba a faltar compañía cuando se fuera a estudiar, sobre todo porque además estaban los primos del padre, radicados desde jóvenes en Buenos Aires: Rodolfo, casado con Dora, Alberto, con Carmen, y Santiago, divorciado de Tota. Las hijas de Rodolfo y Dora: Pepa, Angelita y Débora, Angelita casada (con Cristian) y con dos preciosos mellizos. Los de Alberto y Carmen: Susana y Johnny. El de Santiago y Tota, Alejandro, que había sufrido tanto el divorcio de los padres. La novia de Johnny, Olivia, también estudiaba Derecho.

Y de pronto, dándose una palmada en la frente: se olvidaban de los Malbrán, que eran una tribu enorme, toda una veta de primos, en realidad los parientes más cercanos que tenían en Buenos Aires, los Malbrán-Figueroa, Tita y Roberto, Amelia y Andrés, Rosa y Juan Pablo, las tías Cecilia y Julie, Orlando el solterón, y los hijos casados, Urbano, Aristóteles, Elke (qué nombrecitos había elegido la tía Tita), Ernesto, Arturo, Haydée, Alfredo, Juan, Leticia, Sofía, Liliana. Y por el lado de los Figueroa, el médico Carlos Alberto y su mujer Anita, Baltazar, Asunta, Inés y Agustina, los tres hijos varones del difunto tío Miguel, Mario, Marcelo y Pancho con sus respectivas esposas Ana María, Luz y Rosalía.

Aunque se trataban menos, había que recordar a Hilda y Ornar. Y a la prima de la abuela, Mercedes, que estaba muy viejita y achacosa y vivía con su hija soltera Tina. La que sería importante era la hermana casada de Tina, María Herminia: su marido Aldo, arquitecto, había construido una casa enorme a la que siempre los estaban invitando. ¡Y Enrique y Helena! Justo y Flora. Los hijos de Diego: Martina, Esperanza, Salvador y Blanca, que era monja.

Beto y Luisa. El tío Ramón. Eduardo... ¿Qué Eduardo? El hijo mayor de Oscar el pintor. ¡Ah, ese Eduardo! Sí, Eduardo, y su esposa Lina, y la hija del matrimonio anterior de Lina, Estela.

Patricia. Olga. Cecilia, Marcos y Graciela. ¡Y Hugo!

Bueno, dijo mi amiga con un gesto, si también iban a tomar en cuenta ese lado de la familia, era de nunca acabar. Estaban los hermanos de Patricia, Rodrigo y Gustavo, sus esposas Gloria y Mabel, sus hijos Daniel, Gastón, Beatriz, Marcos y Norma. Y Caro, su hija Natalia y sus nietas.

¡Amanda! La tía Elba, Filomena, Maruja. Angelito y su esposa holandesa que cocinaba tan bien y era tan hospitalaria. Elvira, que se había quedado sola y siempre los estaba invitando. ¡Manuel!

¡Sergio! Eugenia y Rosario, Julio, Darío, sus hijos Emilio y Nora, Matilde, Diana, Marta, Néstor. Olga y Nico, Teresa, Margarita, Delia, Laura, Raquel, Ofelia, Leticia, Mirta.

Así siguieron una media hora, o más. Yo me limitaba a escuchar, vagamente admirado de la cantidad de parientes que tenían en Buenos Aires, pero sin hacerme ninguna idea especial al respecto, salvo el contraste conmigo, que tenía una sola tía... Lo aceptaba todo en su valor literal, tal como lo decían, y cuando cesaron al fin hablamos de otras cosas y después me despedí y me fui. Como dije, tardé un cuarto de siglo en caer en la cuenta de que debían de haber estado tomándome el pelo. De modo que ahí tengo un buen ejemplo del tipo de bromas al que se libraban madre e hija. No sólo había sido testigo de una sino su objeto.

Ahora que lo escribí, se me hizo patente la dimensión de la broma, su infinita gratuidad, y la habilidad de esas dos demonias. Me llevó dos días escribirlo y tuve que exprimirme a fondo el cerebro para encontrar tantos nombres distintos, mientras que ellas los habían improvisado sobre la marcha, sin vacilaciones ni repeticiones, alternándose a toda velocidad como actrices en una comedia bien ensayada, aunque obviamente lo inventaban en el momento. Y serias, convincentes, verosímiles, al menos lo suficiente para hacer caer al ingenuo distraído que era yo. Supongo que no se necesitaba mucho. Qué increíble que yo pasara por el genio de la banda, el superinteligente. Visto en restrospectiva, fríamente, nadie que no fuera un completo imbécil podía ser víctima de esa farsa. Pero de mí no podía esperarse otra cosa, al menos yo no osaría esperarla. Yo no pensaba. Nunca pensé. En todo caso, pienso después, y treinta años no es un máximo para mí, es un mínimo, aunque parece un récord para entender un chiste.

No es que yo no pensara; todo el mundo piensa. Lo que no hacía era "unir", y si no se une, el pensamiento no sirve. Porque estoy seguro de que ya me habían dicho y repetido, y subrayado, lo bromistas que eran esta chica y su madre cuando operaban juntas. Y lo había registrado bien; yo registro todo, soy un monstruo de memoria, eso todos lo reconocen. Pero los datos que registro y archivo, al entrar a mi mente pierden toda relación con la realidad, y como ésta es el nexo común a todos los datos, pierden también toda relación entre sí.

Me pregunto qué habrán hecho cuando me fui y se quedaron solas. ¿Se habrán reído? Es lo lógico. Deberían haberse reído como en esos relatos que yo me había acostumbrado a oír, "nunca en su vida" deberían haberse reído "tanto, pero tanto", hasta las lágrimas, durante horas, hasta desmayarse, hasta morirse. La lógica del relato, su irrealidad, lo exigía. O quizás no se rieron, quizás ni siquiera volvieron a mencionar el tema, avergonzadas de haberse burlado de un inocente tan inocente y tan estúpido. Mi estupidez pudo provocarles algo así como vergüenza ajena. O al revés, pueden haber supuesto que yo no había caído, que me había dado cuenta desde el primer instante y había estado burlándome de ellas, en silencio, muy en mi estilo, con mi impasibilidad y mi indiferencia. Estaría mucho más de acuerdo con mi fama de genio. Lo cierto es que no se lo contaron a nadie (lo sé porque tarde o temprano habría llegado a mis oídos), y esa clase de bromas no estaban completas hasta que no se contaban, con el agregado infaltable de la descripción de las risas que había provocado.

No obstante, de algo debo de haberme dado cuenta. Caso contrario, no lo recordaría como lo recuerdo, con tanta claridad, tan recortado sobre el fondo confuso del pasado. Como si lo hubiera guardado con especial cuidado para entenderlo más adelante. ¿Pasará así con todos los recuerdos? ¿Uno se olvidará de los chistes, y de las cosas en general, una vez que los ha entendido? ¿Mi memoria sobrenatural se deberá a que nunca entendí nada? En ese caso la risa sería la clave del olvido.

Antes usé una metáfora: "el azar de los recuerdos..." No sé si es exactamente una metáfora. Creo que lo pensé como una ruleta, por una asociación casual que ya se me ha hecho permanente. Una vez O. me contó cómo pasaba sus días en ese entonces. Yo se lo había preguntado, la curiosidad me vino al oírle decir que casi no salía de su cuarto (y yo sabía que estaba viviendo en un cuarto sin ventana en un siniestro hotelucho). Dijo que se entretenía con los recuerdos. Tirado en la cama mirando el techo, dejaba girar "la ruleta" de la memoria, y donde cayera "la bola" ahí revivía un momento o época de su vida. Lo cual, agregó, podía ser bueno o malo. Por lo general era malo, lo que es coherente con la metáfora porque en la ruleta son muchos más los números perdedores que los ganadores. Pero aun así valía la pena por el placer inmenso que obtenía de los escasos recuerdos felices, cuando el azar quería que salieran. ¡Qué deleite entonces, qué goce, cuánta dicha! Aunque era muy expresivo, y esto lo contó con mucha convicción, quedé lejos de darle ningún crédito. Lo descarté de inmediato como una de esas cosas que se dicen por decir, porque suenan bien, y hasta creo que lo consideré fallido en términos literarios, convencional, sentimental. Debo de haber pensado "Hasta los grandes escritores tienen esas caídas de nivel". Además, en esa época O. estaba en un paroxismo alcohólico, y seguramente se pasaba las tardes bebiendo, y los balbuceos mentales de un borracho desmentían la precisión mágica a la que aludía "la ruleta" de los recuerdos.

Desde que O. murió, hace veinte años, yo atesoro cada recuerdo que tengo de él, y los recuerdos que no le hacen honor (como éste, que sigo considerando uno de sus puntos flojos) los reinterpreto y les doy vueltas, y me las arreglo, con mi propio oficio de escritor aprendido entretanto (él fue mi maestro) para transformarlos de un modo u otro. Éste de la "ruleta" no tiene remedio, pero sí he logrado desentrañar una razón más profunda para el rechazo que me provocó. No pude aceptar que hubiera recuerdos "buenos" y "malos", felices o infelices. Para mí los recuerdos no tienen nada que ver con la felicidad. La carga afectiva se agota en la distancia, la distancia que hay entre el hecho y el recuerdo, entre la realidad y el pensamiento, ese lapso extraño, irreductible, que permanece por siempre, una eternidad limitada, el hecho en una punta, el recuerdo en la otra. No vale la pena preguntarse por lo que hubo en el intervalo, porque no hay intervalo. Todo es hecho y recuerdo, en un continuo abigarrado. El intervalo es una ficción, una construcción mental. Y aun así, la distancia existe, porque es el tiempo. Pero lo que quiero decir es que todo es distancia. Elástica, pequeña como un átomo, grande como el cielo. Entre el chiste y la risa (porque a un chiste hay que entenderlo), entre lo que pasó y el relato. Hay situaciones que se viven como un relato, a veces me pasa, por deformación profesional, pero yo nunca entiendo la situación en la que estoy, por algún motivo que no acierto a explicarme, las vivo como chistes cuya "gracia" se me escapa y debo inventarla después laboriosamente, a lo largo de los años. Chistes de los que nadie podría reírse jamás.

¿Dónde está la realidad entonces? Si es un juego de distancias... La risa estalla en el presente: es un signo de realidad. De lo que yo no tengo: realidad. En aquel medio de mis veranos adolescentes, la risa era su propia fábula. "No podía parar de reírme..." ¿Qué hay más común que eso? Todo el mundo lo está diciendo todo el tiempo. Mis amigos no eran para nada originales; el original (a mi pesar) era yo. La risa quedaba en el nivel de la enunciación. Frente a la realidad intratable, intratable para todos y tanto más para los jóvenes que todavía no han aprendido a vivir, mis amigos adolescentes probaban con la magia. Pretendían que el nombre de la risa fuera la risa, la risa liberadora que los ponía por encima de las maniobras de dominación con que los adultos pretendían apoderarse de sus almas. Yo era el único que no usaba el recurso, y estoy seguro de que si alguna vez lo usé no me salió bien. No me veo poniendo convicción en ese "cómo me reí, pero cómo me reí". Sigue pareciéndome estúpido. Ahí también veo uno de esos juegos de distancia que me han conformado. Que me parezca estúpido ahora no quiere decir que me lo pareciera entonces. Yo era un adolescente común y corriente, como todos, típico, en todo caso un poco más lento, más inmaduro. O más neutro, más invisible. Como si entonces no hubiera existido y ahora me estuviera inventando. Aunque por supuesto existí, y no estoy inventando nada. Cuando trato de reconstruir lo que pude haber sido, debo reconocer que no había nadie más temeroso del mundo y más desorientado que yo, de modo que nadie más que yo habría necesitado maniobras de defensa y autoestima. ¿Por qué entonces no me adherí a ésta? Quizás porque vi cómo funcionaba, y eso bastó para inhibirme. Es muy probable. Una de las pocas cosas, o la única, en la que fui precoz, fue en la comprensión de los mecanismos de la literatura. Y no importaba que la maniobra funcionara de verdad, que diera aplomo y autoestima, como seguramente se la daba a mis amigos (con esa magia pueril alcanzaba, tan irreal era todo): aun así, por el solo hecho de tomar prestada una función de la literatura, yo no podía aceptarla. De lo que deduzco que en mi aprendizaje de la vida, mi enemigo principal, la peste de la que huía en toda ocasión, era la literatura. Mi vocación literaria, de la que siempre estuve tan seguro, debió de ser una vocación "contra" la literatura. De todos modos, no se puede desdeñar el poder de autorrealización que tienen las palabras. El sueño es un caso especialmente elocuente. Decir "tengo sueño" puede ser un modo persuasivo de dormirse. Una vida de insomnios me hizo práctico en conjuros, invocaciones y tabúes. Uno termina convencido de que su creencia es un arma mortal de puntería infalible: basta con creerlo para que suceda. Pero esa convicción es incrédula en sí.

Como dije, nosotros siempre teníamos sueño; o mejor dicho, siempre "teníamos sueño". Siempre estábamos diciendo que teníamos sueño, que estábamos muertos de sueño, que nos dormíamos de pie, etc. Yo no. O quizás sí, quizás alguna vez lo dije, dejándome arrastrar por el discurso común. Pero no lo sentía, nunca me sentía muerto de sueño y por cierto que jamás he podido dormir en otro sitio que en la cama, y de noche. Y no podía saber si mis amigos lo sentían de verdad. Era como el asunto de la risa, pero distinto. Se parecía en que yo tampoco podía saber si realmente se habían reído tanto como decían (aunque por supuesto la más enérgica sospecha apuntaba a la negativa). También se parecían en que ambos eran escapes de un mundo hostil. Pero el sueño era más fácil de "actuar" que la risa; ésta exige una energía y una decisión que en el sueño están excluidas por definición. A mis amigos les resultaba facilísimo, natural, ponerse en el personaje del adormilado, se diría que estaban permanentemente en él. Era una coquetería, una elegancia. Si la risa era relato, el sueño era teatro. Era como si una niebla viniera de pronto a borronear las cosas y las palabras, y se impusiera un ceremonial del bostezo y los ojos entrecerrados y no tener ganas de moverse ni de hablar ni de hacer nada. A veces se olvidaban y se dejaban llevar por el entusiasmo de la charla o el movimiento (después de todo, éramos casi niños), hasta que alguno se acordaba: "qué sueño tengo", y al instante nadie quería ser menos. Todos se derrumbaban, a veces sin palabras; no era necesario decirlo. Tampoco era necesario gesticularlo o demostrarlo. Era más bien una explicación a posteriori (aunque a veces a priori), la explicación de por qué no se había hecho o dicho algo o reaccionado a algo. De algún modo, aunque parezca ridículo, funcionaba como un signo de clase: un chico de la clase popular no se andaba con adormilamientos intempestivos, si tenía cosas que hacer, por ejemplo trabajar, trabajaba, y si no tenía nada que hacer practicaba deportes o se reunía con sus amigos a perseguir chicas o charlar de fútbol. Y esa clase de jóvenes no elegantes, cuando tenía sueño dormía. En nuestra banda era como si no se durmiese nunca; el sueño, el adormecimiento, persistía, atravesaba los días y las noches. Nunca me he puesto a pensarlo, pero supongo que es más fácil ser elegante adormecido que despierto: los gestos se hacen más lentos, más lánguidos, hay menos gestos, menos desplazamientos. No quiero decir que fuéramos una bandita de estetas preocupados por la elegancia. Pero de todos modos estaba presente la necesidad de saberse superior, y cuando no se lo puede ser en los hechos, es una buena alternativa serlo en el espectáculo que uno da. Esto es muy adolescente, muy propio del "pensamiento mágico", aunque me pregunto si será justo buscarle una explicación por la edad. Ya adultos, y casi viejos, algunos amigos de aquel entonces siguen con el "cómo me reí" y el "estoy muerto de sueño" exactamente como lo hacían de chicos. Recuerdo una vez que me encontré con uno de ellos, décadas después, en la calle Florida. Hacía años que no nos veíamos. Él vivía en Europa, donde triunfaba, estaba de visita en el país, nos vimos con placer, hablamos... De pronto, sin que viniera para nada a cuento, me dijo: "Estoy dormido. Me pasé toda la tarde en un sillón... Estoy completamente dormido..." Balbuceó algo más en ese sentido y después seguimos charlando. Me trajo recuerdos muy vividos de los veranos de Pringles, el tono en que lo había dicho era el mismo de entonces, ¿y la intención? Lo más fácil sería decir que eso nunca, ni antes ni ahora, había tenido ninguna intención precisa; quizás sí la tenía, secreta.

Lo primero que escribí, una novelita, el último de aquellos veranos (el de 1966-1967) tuvo que ver con esta comedia del sueño, con un episodio que la llevaba a un punto casi de exageración, y que con toda seguridad yo exageré más al escribirlo, además de prolongarlo y adornarlo, porque el episodio en sí no tenía mucha sustancia, sólo había sido importante por el efecto que me produjo, que me lo hizo imborrable.

Fue una tarde, no sé si al volver del Aeroclub, donde íbamos a la pileta, o una tarde que no había habido natación. Da lo mismo. Estábamos en el cuarto que ocupaban Finita y su hermana en la casa de su abuela; era de esos cuartos que hay encima del garaje, en este caso bastante grande, con una ventana y creo que un balconcito a la calle. Seríamos seis o siete, los de siempre. No sé cómo habíamos ido a parar ahí, pero podía ser por mil causas. Probablemente el plan era ir a algún lado, a tomar algo, a... No se me ocurre nada porque realmente hacíamos poquísimas cosas, aparte de ir a la pileta o sentarnos adormecidos en alguna parte, en el mejor de los casos escuchando un disco. Pero estoy seguro de que había un plan, porque siempre lo había. Y siempre se lo postergaba. Debió de ser que el escenario, esas camas en las que todos estaban echados, propiciaba una postergación mayor. Decir que uno tenía sueño, estando tirado en una cama y con los ojos cerrados, es como una consumación, la tan buscada autorrealización. A intervalos muy largos se sucedían algunas frases que salían pesadas, lentas: "¿Vamos?" Y diez minutos después: "Bueno, vamos". Veinte minutos después: "¿Adonde?" Nadie se movía. Silencio, como si se hubieran dormido de verdad. Al rato alguna pregunta, que no recibía respuesta.

Y sin embargo, en este ambiente no había ningún relax porque dos de mis amigos, una chica y un chico, precisamente los dos que he mencionado (la gran bromista cómplice de la madre y el que llegó a ser un famoso artista), habían iniciado un juego que no tenía visos de terminar nunca, porque era por definición interminable. Sucedía que Finita tenía una tía, otra hija de su abuela, que vivía en la casa, y por algún motivo se había vuelto objeto perenne de las bromas del grupo. No sé por qué; era una señora gris, parecidísima a su hermana, la madre de Finita. Debía de ser por el nombre, que era Yolanda. (Aquí debo hacer una aclaración: todos los nombres que menciono en esta memoria son ficticios, parecidos a los reales pero no los reales. Es una precaución que he empezado a tomar últimamente, después de algunas advertencias perentorias que me han hecho. Todos, salvo uno: el de Yolanda. Por las razones que se verá, no podía cambiarlo, ni siquiera por uno que se pareciera.) "Yolanda" era un nombre vulgar, el nombre de la clase de gente con la que mi bandita de amigos hacía todo lo que estuviera a su alcance por diferenciarse. Pero en este caso había caído en el interior familiar, y en la familia de Finita, ¡justamente! Ignorarlo, hacer como si no existiera y no mencionarlo nunca habría sido insultante para nuestra amiga. Tomarlo con naturalidad, estaba por debajo de nuestras normas. La solución era hacer de Yolanda un maniquí soporte de toda clase de chistes, la mayoría de ellos generados por el nombre. Era el caso de esa tarde.

Más primitivo no podía ser. Consistía en decir una rima humorística con "Yolanda", por ejemplo: "Yolanda... se fue de parranda". De humorístico tenía muy poco. Lo que le daba un carácter especial era la situación: el cuarto en penumbras (afuera había un Sol que rajaba la tierra, el Sol sin tregua de los veranos prin-glenses), los cuerpos despatarrados en las camas, los ojos cerrados, el "sueño" invencible que se había apoderado de todos. A los dos que lo jugaban no debía de serles fácil encontrar las rimas, a juzgar por el tiempo que les tomaba: un cuarto de hora promedio para cada una, aunque parecía más. El honor quedaba a salvo por la ficción benévola del sueño: tenían tanto, tantísimo sueño, que no podían pensar, los cerebros funcionaban a paso de tortuga, dormían una siesta entre rima y rima... Pero de algún modo todos sabíamos que estaban estrujándose las neuronas al máximo, y eso le daba a la lentitud una tensión indescriptible. De pronto se hacía un silencio que duraba media hora, y parecía que todos se habían dormido definitivamente, hasta que surgía una voz, pesada, extraña, abrumada por la carga del silencio: "Yolanda... no es la que manda". Y el sueño volvía a vencer, con sus eternidades. Era la típica anécdota cuyo relato terminaba con la descripción de unas risas incontenibles y memorables: "Estuvimos haciendo rimas con Yolanda, cualquier disparate, y nos reíamos tanto que creíamos que nos moríamos, etc." Pero en los hechos nadie se reía, salvo algún gruñido soñoliento que provenía de un rincón u otro, diez minutos después de pronunciada la última rima, y que podía pasar por una risa. Aun así, seguía siendo la anécdota típica para el encarecimiento de la risa que había producido. La risa estaba hundida en el sueño, y como todo era irreal nadie creía estar mintiendo.

Me falta decir por qué esta ocasión se me quedó grabada. Yo no decía tener sueño y no lo tenía. Estaba sentado en el marco de la ventana, la cabeza apoyada contra la pared o los postigos, los pies colgando, los ojos entrecerrados; no tengo casi recuerdos visuales de la escena. Me fui poniendo más nervioso a medida que transcurrían los minutos y las horas. Por supuesto que no participaba en el juego, ni le encontraba ninguna gracia; a pesar de lo cual debía escuchar, y esperar, y anticipar, lo que multiplicaba mi impaciencia. No era tanto el juego en sí lo que me exasperaba (estaba acostumbrado a diversiones de este tipo, y mucho peores también), ni tampoco era el teatro del sueño, porque vivía en él desde que me encontraba con mis amigos. Era la combinación de ambas cosas. Increíblemente, pasó la tarde, empezó a hacerse de noche... Esta frase quizás no da la medida del tiempo; las tardes de verano en Pringles eran interminables, el crepúsculo que estaba sucediendo al otro lado de los postigos era un acontecimiento que por lo raro tenía algo de prodigioso. La escansión irregular de las rimas en esa playa de tiempo muerto había puesto mi atención en un estado de sensibilidad doloroso, cada segundo que pasaba se me clavaba en el abdomen y lo seguían más y más segundos lancinantes... Y así seguí hasta llegar a lo insoportable. Podría haber gritado, o haberme precipitado por la ventana a la calle, si mi carácter me lo hubiera permitido. Tímido, cortés, no hice nada. Dejé que lo insoportable creciera dentro de mi cuerpo hasta que se abrió un vacío, un vacío que me tragaba y que como estaba todo forrado en atención no me daba salida. Conocí lo insoportable, tantas veces mencionado y tan pocas experimentado realmente. Lo conocí en el cuerpo, no en el alma.

"No hay palabras." No las hay para describir un estado límite. En realidad sí las hay. Sobran las palabras. ¿Pero cuáles usar? Al fin de cuentas, se trata de lo incomunicable, de lo que no se ha compartido. Uno cae en los clichés. "¡Cómo nos reímos!" Es lo mismo decir "Aquello era insoportable." Son fórmulas para hacerse entender por medio de la dificultad misma para expresar.

Tras soportar lo insoportable durante largas horas, debí de escapar, aunque creo que no lo hice; no podía, eso era lo peor. Tenía un vacío arrugado por dentro, a la altura del ombligo, que me sigue molestando hoy día, cuarenta años después. No escapé, no me moví. Pero debía de estar preguntándome a gritos en mi fuero interno: ¿qué estoy haciendo aquí?

No había respuesta, porque la respuesta consistía en el empleo del tiempo. En ese momento los odiaba y los despreciaba y me parecían los peores idiotas del mundo. Pero yo era un ser tan inadaptado que estaba seguro de que no conseguiría una compañía mejor que ellos. Entre ellos seguía siendo "sapo de otro pozo", como lo habría sido en cualquier otro grupo. Al menos en éste me aceptaban, y me admiraban. No viene al caso contar cómo me uní, pero lo hice de modo tardío, un poco tangencial, y tuve que aprender códigos que ellos compartían desde mucho antes. Yo los aprendí, no los compartí. Nunca terminé mis relatos describiendo risas infinitas, ni hice la comedia de tener sueño, ni muchas otras. A partir de cierto punto, un punto tejido en lo insoportable que para mí tipificó la sesión de "Yolanda", seguí con ellos por inercia, por no tener otra cosa que hacer, y por la certeza de que era algo provisorio, que se terminaría muy pronto cuando me fuera a Buenos Aires a estudiar.

"Seguí con ellos por inercia": ahí hay una metáfora, y desconfío de las metáforas, aunque es casi inevitable usarlas. Cuando oigo una, estoy seguro de que me están ocultando algo, y si soy yo el que la escribí, sospecho que me estoy ocultando algo a mí mismo. Y en efecto, las causas por las que yo seguía apegado a estos amigos, la causa por la que me había unido inicialmente a ellos, no me parece tan fácil de explicar. Creo que en toda acción humana hay dos niveles de motivación. Uno es el psicológico, con sus concomitantes de interés práctico; en este caso sería la necesidad de compañía, de pertenencia, etcétera. El otro nivel, del que nunca se habla, es el estético: aquí lo que se persigue es algún tipo de belleza, de armonía. Es algo general, no limitado a las personalidades de artista; no es ni siquiera un refinamiento. Es lo que completa y le da sentido al interés, con el que está tan entrelazado que queda ignorado o inconsciente. Pero, lo sepa o no, uno siempre está buscando esas afinidades formales, esas simetrías, o mejor: esas asimetrías, que deberían terminar poniendo en su lugar el caos de impulsos, intenciones, deseos, iniciativas de que está hecha la vida mental. En fin. No quiero explicarme, no es de caballeros.

Al comienzo del primer verano en que yo me había unido plenamente al grupo, me enteré de que a éste le faltaba un miembro: Finita Feijóo. Debíamos esperar a que llegara Finita para que las cosas empezaran a ponerse divertidas, empezaran las actividades, y las risas, las grandes risas legendarias que hacían la esencia de las actividades, y de las que ella parecía tener el secreto. Yo oía el nombre por primera vez. Según una costumbre mía de siempre, no pregunté. Nunca pregunto. No sé bien por qué no lo hago, ya que casi siempre puedo reconocer las ventajas que me reportaría preguntar, el tiempo que me ahorraría. Seguramente no pregunto porque confío en que las informaciones llegarán de todos modos, entretejidas con los hechos. Aunque no es tanto confianza como pereza, y en el fondo desinterés.

No sé si antes o después de su llegada, ese año o el siguiente, o muchos años después, terminé por enterarme de que Finita vivía en otra ciudad de la provincia, cerca de Buenos Aires, que era pupila de un colegio de monjas, y que desde chica venía con la madre y la hermana a pasar los veranos a Pringles a la casa de la abuela. Lo que sí me pregunté fue si su presencia sería importante por alguna cualidad personal de ella, por ejemplo que fuera divertidísima o tuviera carácter de líder o cualquier cosa por el estilo, o bien había que esperarla nada más que para completar el grupo. Todo apuntaba a la primera alternativa, y poco después de que se pronunciara su nombre por primera vez empezó a tomar para mí las dimensiones de una leyenda. No porque se mencionaran sus cualidades sino precisamente por lo contrario. Era sólo un nombre. A un nombre se le pueden adherir todas las cualidades, y el de esta misteriosa desconocida sonaba propicio a todas las fantasías. Casi empecé a asustarme. Adiviné (y acerté, como comprobé después) que Finita era un árbitro de la elegancia, que su juicio era inapelable. ¿Pero entonces por qué no se asustaban los otros, por qué no le temían? Era al revés, estaban esperando su llegada con ansiedad. Una noche íbamos en auto, todos apilados, y el chico que conducía empezó a gritar, a propósito de nada: ¡Finita Feijóo, Finita Feijóo! ¡Al fin llega Finita Feijóo! Lo decía en un tono que me sonó irónico. No supe si lo decía "en serio" o en broma. ¿Pero qué estaba diciendo? ¿Reconocía la condición legendaria de la extranjera, y se burlaba de ella? Misterio.

El misterio duró unos pocos días, quizás uno solo. Quizás la nombraron por primera vez cuando se enteraron de que estaba por llegar, o ya había llegado. Un día apareció. Tengo un recuerdo muy preciso de la primera impresión que me causó, pero reconozco que puede ser exagerado; la precisión suele ser una exageración. Era pequeñita, delgadísima, insignificante, daba la impresión de ser encorvada (lo era realmente), o descoyuntada, inconexa. Muy pálida, el pelo una enredada mata oscura, anteojos, y bizca. Sufría de un estrabismo acentuado, y sus movimientos nerviosos en cualquier dirección hacían que sus miradas cruzadas se cruzaran más todavía. Era un muñeco de alambre. En realidad el aspecto físico pasaba a segundo plano; el primero lo ocupaba la afectación; hacía pensar que siempre estaba actuando, que todo era deliberado, pero deliberado por una mente inescrutable, o inhumana; era todo muecas y chillidos. Costaba acostumbrarse. Y además, no era central (ni quería serlo, todo su sistema se oponía): era marginal. No podía ser de otro modo, con ese aspecto y ese carácter. Pero de algún modo lograba que esa marginalidad huidiza se volviera un centro.

Debo decir que "Finita" se volvió con los años una mujer muy hermosa, y siguió siendo, hasta que me aparté definitivamente de todos, una buena amiga mía, inteligente y sensata, una de las personas en cuyo juicio más habría confiado yo si hubiera tenido que confiar en el juicio de alguien. Fue un caso típico de "patito feo" físico y moral. Aun así, le cambié el nombre porque podría ofenderse por la descripción que hice de ella. Puede ser una descripción exagerada, o quizás me quedé corto. Los adolescentes suelen ser unos pequeños monstruos durante un lapso, antes de definirse. Esta especie de insecto nervioso y retorcido que era Finita se me apareció de pronto como la encarnación de los misterios de la sociabilidad y la elegancia. Era un ser tan extraño que di crédito retrospectivo a todo lo que había esperado de ella. Pero ella no enseñaba nada, no daba ejemplo de nada. Justamente se negaba a hacerlo, era la clave de su dominio. Si sabía algo, moriría con ella como un secreto, el secreto de la distinción.

Tanto es así que aunque la observé con atención, y registraba cada una de sus palabras, lo único que saqué en limpio fue muy poco, poquísimo, tan poco que cabe todo en un solo dato: que ella en invierno, aun en lo más crudo del invierno, lo único que tomaba era Coca Cola con hielo. Lo pienso, y tengo que sonreír (con tristeza). Qué anticlímax. ¿Eso era la elegancia, entonces?

La respuesta es: sí. Parece poca cosa, pero nada es pequeño a la luz de sus efectos, que son ilimitados. Yo no sabía lo que estaba buscando. Buscaba "afinidades formales" y "bellas asimetrías", pero las buscaba a ciegas, y no podía esperar encontrar sistemas estéticos completos, sino apenas gérmenes y signos.

Esos signos estaban presentes desde antes de que los buscara. Cada recuerdo que me viene de la infancia es un signo, un signo que no se resolvió en su significado y por eso quedó suspendido en las distancias del tiempo. Quizás porque fui uno de esos niños inteligentes que lo entienden todo y no se resignan a que otros no entiendan. Tardé muchos años en darme cuenta de que los demás nunca entienden nada. Es decir, entienden otras cosas. Recuerdo algo que me pasó en la Fábrica, cuando yo tendría nueve o diez años. Había empezado a estudiar inglés, con una profesora. Debía de estar luciendo mis conocimientos con un chico que en ese entonces era mi compañero inseparable, el hijo de uno de los serenos (también electricista) que vivía en el complejo. Se llamaba Miguel, y yo lo hacía víctima de todo lo que aprendía. En algún momento debo de haberle mencionado el diccionario que me habían comprado, que era "inglés-castellano, castellano-inglés". Miguel dijo que era absurdo, una duplicación inútil de lo mismo, porque "inglés-castellano" era igual que "castellano-inglés". Cambiar el orden de las palabras no podía afectar la cosa en sí. Entendí perfectamente la objeción, seguramente porque yo había pensado lo mismo en un primer momento. Le dije que estaba equivocado; no sólo era útil, sino imprescindible. A una primera explicación somera, y seguramente algo confusa, Miguel se mostró impermeable, así que me dispuse a ser claro, exhaustivo, contundente. No parecía difícil. No lo es, en efecto, o no debería serlo. Cuando uno quiere saber lo que significa la palabra "pupil", la busca en el sector "inglés-castellano", la busca por el orden alfabético (la "p" viene después de la "o" y antes de la "q"), y cuando la encuentra se entera de que quiere decir "alumno". Ahora, supongamos que uno quiere saber cómo se dice "alumno" en inglés: tiene que ir a la sección "castellano-inglés", buscar "alumno" siguiendo el orden alfabético (está en la "a", después de "ala", digamos, y antes que "alveolo"), y ahí se entera de que en inglés es "pupil". Yo lo veía clarísimo, pero Miguel no: seguía viéndolo inútil, de hecho ahora lo veía más inútil que antes, un desplazamiento en círculo.

En realidad no es tan fácil de entender. Es fácil para el que ya lo sabe, pero el que no lo sabe tiene que empezar de mucho más atrás; debería empezar por la situación del que está aprendiendo un idioma extranjero, y avanzar desde ahí hasta llegar a la bifurcación, que no es una simple bifurcación sino dos direcciones contrarias y excluyentes, regidas por situaciones diferentes. Yo me impacientaba y me jugaba a producir en mi amiguito la iluminación por un cortocircuito. Miguel se obstinaba, no por capricho sino porque chocaba con un muro infranqueable.

Entonces hice algo que hoy me asombra (aunque no tanto). Corrí adentro a buscar papel y un lápiz, y me puse a fabricar una maqueta de diccionario bilingüe. Lo que me asombra es que no haya sacado el diccionario de marras, con el que podría haber hecho unas pruebas bastante demostrativas, si no concluyentes.

Corté los papeles en rectángulos que plegué y acomodé unos dentro de otros. Con el lápiz dibujé dos columnas en cada hoja (el diccionario que me habían comprado era a dos columnas, y quería hacerlo igual) y líneas simulando texto. Cada hoja la encabecé con una mayúscula de trazo grueso: A, B, C, hasta donde me alcanzaron las hojas de un pliego, y después en el otro lo mismo. Entre las líneas que simulaban texto intercalé algunas palabras que empezaban con la letra de la hoja: "alumno", "biblioteca", "casa", "desenvolvimiento", etc. En el otro pliego hice lo mismo en inglés; es decir, quise hacerlo, pero me di cuenta de que no sabía suficiente inglés, así que inventé: "arstel", "brathing", "colsmond", "dingmend". Levanté un pliego en cada mano como el que esgrime un argumento incontrovertible: uno era el diccionario "castellano-inglés", el otro el "inglés-castellano". La idea era decirle a Miguel: "busca tal palabra (en castellano)", "busca tal otra (en inglés)", dándole o sacándole uno de los pliegos, y demostrarle así la utilidad de la doble entrada. Por supuesto, no funcionó, pero fue un fracaso que me inspiró y me sigue inspirando, no sólo porque me hizo patente la deducción del libro como objeto, deducción que este caso era el más adecuado para sacar a luz, sino, concomitantemente, porque puso en marcha la busca de "nuevas formas de asimetría", en las que se basó todo lo que escribí. Claro que en lo que yo escribí nadie encontró nada nuevo ni bello, sino sólo motivos de risa.

No se me oculta que las historias que estuve contando aquí son de la especie de las que pueden provocar risa, y si esto llega a leerlo alguno de los vecinos del barrio que se me acercan cuando estoy paseando a Susy, no dejarán de participarme los estallidos incontenibles de carcajadas con que lo celebraron. En fin. Preferiría que no fuera así, porque es la historia de mi melancolía. Pero la melancolía es una atmósfera, y antes de llegar a la atmósfera el novelista debe pasar por los detalles. Es preciso hacer alto en mil historias minúsculas para crear una impresión general, y si esa impresión es el panorama de la vida como un todo los lectores pueden sentir que no necesitaban ir a las novelas, porque se trata de su propia vida (todas se parecen, en el fondo). La tan mentada "identificación" es un engaño, porque vivimos identificados, y leemos para desindentificarnos. De ahí que la memoria del lector tienda a aislar los detalles, las pequeñas historias. Y las historias siempre dan risa, cuando están aisladas de su soporte de melancolía.

Es inevitable entrar en el detalle, para contar bien una historia. Si uno piensa que una historia siempre es la historia de una vida, y cree como creo yo que los grandes efectos salen de pequeñas causas, se encuentra frente a una cantidad innumerable de pequeños episodios de los que no debe saltearse ninguno porque en cualquiera puede estar el momento decisivo. Y eso no es lo peor. Lo peor es que el pequeño episodio, hasta el más minúsculo e insignificante, está hecho de episodios más pequeños. De ahí deriva una ley del relato: cuanto menos importante es un hecho, más cuesta contarlo. "Una revolución puede contarse en tres líneas, un adulterio puede despacharse en un párrafo, pero contar cómo se hizo para pinchar con el tenedor una arveja exige tres páginas de la prosa más precisa y los recursos más avanzados del arte de la narración." Por supuesto, hay mil probabilidades contra una de que esas trabajosas maniobras con el tenedor no sean el momento decisivo de una vida, pero eso nunca se sabe de antemano, y hay que arremeter contra ese detalle, y otros muchísimos. Todo termina pareciendo inútil. No puede extrañar que el estado de ánimo habitual de los escritores sea el desaliento.

Tuve una infancia feliz, con muchos hermanos y hermanas, abuelos, tíos, primos, yo era el menor de todos y el más favorecido. No conocí a mi padre, que murió pocos meses después de mi nacimiento, fui excesivamente consentido por mi madre y mis hermanos, y por todos en general. Mis abuelos maternos, con los que vivíamos, no habían aceptado separarse de ninguna de sus cinco hijas cuando éstas se casaron (con excepción de una, que se fue a vivir a Buenos Aires), de modo que las nuevas familias siguieron viviendo juntas, en sucesivas ampliaciones de la gran casa en las afueras de Pringles, sobre la orilla del Pillahuinco. La casa, que terminó siendo un complejo de casas comunicadas o superpuestas, ocupaba todo un costado del amplio parque al otro lado del cual se levantaba la fábrica de azulejos de mi abuelo; ésta era un imponente edificio art nouveau, insólito en ese marco casi rural y ella también se había extendido en construcciones adyacentes, que eran las viviendas de serenos, capataces, administradores y sus familias y allegados. El arroyo cruzaba el predio, y una serie de canales permitía utilizar el agua en los trabajos de la fábrica. Un estanque albergaba patos y cisnes. El parque familiar se continuaba hacia el norte en un pequeño campo, fusión de varias quintas que mi abuelo había comprado en épocas remotas y había dejado en barbecho, aunque por épocas metía vacas o chivos. El pueblo estaba a un paso (yo iba caminando a la escuela), pero los chóferes de los camiones de la fábrica nunca salían sin antes preguntar en la casa si alguien tenía que hacer compras, y siempre alguna de las mujeres se embarcaba.

Los proyectos de forestación de mi abuelo y sus yernos, siempre abandonados y siempre recomenzados, habían hecho del parque una especie de bosque de edades superpuestas, en el que convivían las esencias más dispares. De cada racha de entusiasmo plantador habían quedado arcos, hileras, cuadrículas, de árboles jóvenes o viejos, las figuras penetrándose unas a otras, en un desorden salvaje del que sólo podía sacarse en limpio la doble fila de jacarandas venerables que bordeaba el camino de entrada. Acacias, magnolias, alcanforeros, aguaribayes, hacían ronda a los pinos azules y las góticas araucarias. Los castaños daban sombra a la casa, los eucaliptos hacían guardia a lo lejos, y las palmeras tanto podían ser enanas como gigantes. El arroyo por su parte estaba envuelto en sauces mimbres, que vistos desde arriba, desde los puentes, parecían tiestos llenos de palos blandos.

De chico, yo no sabía dónde terminaba el parque, nuevos confines se me iban revelando con los años, pero algo en mi sistema perceptivo debía de negarse a establecer una geografía ordenada, de modo que siguió siendo indefinido y siempre nuevo. Cuando me aventuraba a extremos más alejados, para confirmar la edad que estrenaba, era como si lo ya conocido se replegara a lo arcano; el crecimiento me hacía menor, profundizando el hechizo.

Los follajes estaban llenos de pájaros que cantaban todos los cantos a la vez. La escala estaba completa, desde las vidriosas melodías de los jilgueros al ulular grave de las lechuzas. Los zorzales, en la época en que empollaban, volvían ensordecedores los amaneceres, tanto que mis tíos hacían estallar bombas para ahuyentarlos. También a los loros les hacíamos la guerra, no sólo por los chillidos, que podían llegar a poner los nervios de punta, sino porque eran una plaga. Más que los loros se reproducían los gorriones, que se desprendían de una copa en torbellinos de un millón de píos, como nubes vivas de las que de pronto se desprendía uno a perseguir una abeja, y la perseguía en cada rosca y picada de un larguísimo garabato a media altura. Las palomas, siempre de perfil, eran más discretas; se posaban de a dos en una rama alta, o de a cien en los cables, por los que tenían una marcada preferencia. Mi abuela colgaba del techo de la galería una bola de grasa para atraer a la calandria.

Árboles y pájaros formaban una sola masa sacudida por los perennes vientos pringlenses, del agua subían escuadrones irisados de libélulas, los sapos glotones se pasaban la noche soltando bocinazos, las chicharras competían en dar cuerda a sus sonoros relojitos de fuego, la lluvia los hacía callar a todos, los perros iban y venían, debajo de las piedras crecían bichos silenciosos, y uno que nunca vi se ocupaba de tender esos hilos blancos, las Babas del Diablo.

A diferencia del bosque, a la fábrica no la visitaba en las cuatro estaciones; aunque estaba siempre abierta para mí, pasaba largas temporadas sin entrar, presa de un miedo inexplicable, que no era miedo en realidad; se parecía más bien a un respeto maravillado, no tanto a las actividades portentosas que sucedían en ella como a los procesos que esas actividades desencadenaban en mí. Había notado que en cada sesión de visitas (y cuando se me daba por ir podía pasar días enteros allí) comprendía un paso más en la elaboración de los azulejos. Pero esta comprensión no borraba el fondo de magia del que en mi primera infancia yo había decidido que salían esos cuadrados de color. Saber, tenía algo de amenazante, y debía retirarme una larga temporada a digerir lo aprendido y a que se me pasara la impresión. Y realmente el espectáculo que ofrecía el trabajo en la fábrica era impresionante: los torrentes de vidrio fundido de los colores más enceguecedores, las enormes ollas cromadas donde se mezclaban las pastas, el estruendo de las matrices, los hornos encendidos día y noche. Tardé años en atreverme a las salas llamadas (no sé por qué) "de dibujo", donde hombres con antiparras manejaban a distancia, a través de un vidrio blindado, la porcelana incandescente. Las placas de corte, accionadas por colosales motores colgados del techo, ocupaban un salón de cien metros de largo. En otro igual, paralelo, las empacadoras, con sus cintas de goma negra. La fábrica había sido construida con el sistema de panóptico; se la podía recorrer toda por pasarelas suspendidas en la altura. Levantada en una época anterior al funcionalismo, el arquitecto había prodigado vitrales, escalinatas de mármol, cornisas, balaustradas, mascarones, ánforas y atlantes. Dos centenares de obreros, capataces, artistas, asistentes, mantenían con vida los días y las noches del emporio. Pegados estaban los depósitos, tan vastos que me parecía como si pudiera guardarse en ellos el mundo entero, y el taller de máquinas, con fragua, y los garages.

Mi abuelo y mis tíos solían llevar a la casa muestras de azulejos nuevos que sacaban a la venta o hacían por pedido. Cuando no eran diseños abstractos, y aun si lo eran, complementándolos o haciéndoles guardas o un centro, había un motivo vegetal. Todos sabíamos que el modelo de esa hoja o esa flor o esa piña estaba escondido en la abigarrada marea de vegetación que se mecía alrededor de la casa. Yo creía reconocerlos, pero no estaba seguro; la duda retrocedía vertiginosamente en mi vida hasta uno de mis primeros recuerdos, en el que me veía, apenas capaz de caminar, llevado por mi madre a buscar salvia, amapolas, hojas de eucalipto.

Ése fue mi mundo hasta los doce o trece años. A la distancia parece tan dichoso y completo que tengo que preguntarme: ¿por qué se terminó? Porque tenía que terminarse. Nada dura por siempre, y la infancia tampoco: es lo primero que se termina. Mi familia se había empeñado en prolongar el idilio infantil, y lo había logrado durante tres generaciones, con tanto éxito que se había impuesto en su seno la idea de que la eternidad estaba de su lado. Quizás estaban en lo cierto, pero en todo caso esa verdad a mí no me sirvió; al hacerme el último, me condenaron a la separación.

Aunque no podría decir que esta condena, y esta separación, tuvieran nada de excepcionales. Es normal que un adolescente se aparte de su familia, en busca de otros modos de vida, de experiencias nuevas, de actividades distintas que colmen sus anhelos o respondan a sus sueños; antes que eso, debe irse para ver el mundo y descubrir en él los anhelos y sueños que sabe que tiene pero no sabe cuáles son.

Otro modo de decirlo, más adaptado a mi caso personal, es que me aparté en busca de un estilo propio. Aunque rica y variada, y eminentemente gratificante (muchos la habrían encontrado edénica), la vida familiar en la que había crecido tenía la concluyente limitación de ser una sola, y tener una exterior donde había otras.

Madurar es un proceso natural, biológico, que compartimos con todos los seres vivos; lo específico humano es la visión proyectada de la Vida Nueva que nos espera fuera de la vida que hemos estado viviendo. La pregunta no es si hay otra vida sino cuál es. Cuál de todas las vidas que podemos imaginarnos o adivinar o ver. La civilización se ha empeñado en multiplicarlas. Quizás sean espejismos, y la vida sea una sola, la misma para todos. Pero aun siendo visiones que sólo pueden percibirse de lejos, son reales. La Vida Real está esperándonos en una de ellas; tenemos que alcanzarla, y entrar (¿cómo se entra en un espejismo?). Una vez allí, hay una lengua que aprender, una tabla de valores, un repertorio de gestos y reacciones, un gusto que adquirir, todo hecho de pequeñas diferencias, de desviaciones casi imperceptibles de la Realidad vieja... Es casi lo mismo, pero totalmente distinto; lo pequeño se hace grande, lo mínimo máximo; es preciso exagerar, dramatizar, hacer tormentas en vasos de agua, caerse muerto por un matiz del azul o reírse hasta las convulsiones por un tropezón... Es un estilo, al que nos acomodamos y al que le confiamos el resto de la vida.

Eso fue la bandita a la que me integré entonces. Cabe preguntarse si un chico de esa edad está en condiciones de elegir. Por supuesto que no, pero no importa. No importa porque la ignorancia o el aturdimiento ya están diciendo que esas vidas alternativas son ilusiones, y por serlo son múltiples, y si la que elegimos en primer lugar no resulta satisfactoria se podrá pasar a otra... Sin embargo, (y aquí hablo por mí mismo, con conocimiento de causa), cuando uno sale de la primera que eligió suele quedar un detalle pendiente, un asunto sin resolver, y hasta que no se lo liquide no se podrá salir del todo. Parece como si fuera a quedar liquidado en cualquier momento, pero se lo deja para el día siguiente... Entre una vida y otra interviene la postergación, que crece como una mancha de aceite.

Traducido al lenguaje autobiográfico: me volví moderadamente "rebelde" a los mandatos familiares, lo que pasó casi desapercibido porque coincidió con mi ingreso al secundario, todos lo vieron como lo que era, una nueva etapa. De hecho, pensaron que era al revés: yo me había negado a ir pupilo, como casi todos mis hermanos y primos, a un gran colegio de Buenos Aires; quise estudiar en el Nacional de Pringles, y como a mí me lo permitían todo, me dieron el gusto, esperanzados en que me quedaría por siempre, y llegado el momento renovaría el ciclo de nacimientos, tras la interrupción producida por mi condición de último. El Colegio Nacional era una institución bastante precaria, a la medida del pueblo; salvo excepciones, no tenía profesores diplomados: hacían las veces de éstos algunas maestras jubiladas, y médicos y abogados que se lo tomaban como deber cívico, o lo hacían por gusto. El resultado nos beneficiaba. Si bien los requerimientos curriculares quedaban sin atender, la enseñanza era de gran nivel, y se la impartía con métodos muy personales; la cultura general de esos profesionales, en general muy lectores, con mucho tiempo libre, solía ser asombrosa, y como no le hacían ningún caso a los programas oficiales, podían exhibirla en largas digresiones. De modo que no perdí nada con la elección, que mi familia interpretó como un deseo de seguir en ella.

El Colegio estaba en el extremo opuesto del pueblo al más cercano a la Fábrica, por lo que yo tenía un largo trayecto. Lo hacía a pie, siempre. Abandoné la bicicleta, que hasta entonces había sido mi compañía inseparable. Me acostumbré a caminar muchísimo. A la tarde volvía al pueblo, a la Biblioteca, porque fue entonces que me hice lector. Las pocas horas que estaba en casa las pasaba encerrado y solo.

Hice amigos nuevos en el colegio, pero como los hacía los abandonaba. Me hice fama de raro, de traga. En un par de años ya me había encerrado en una inexpugnable soledad; mis compañeros me aburrían, y en la vida familiar participaba como un fantasma. Fue entonces, a los quince o dieciséis años, que me acerqué a un chico algo mayor que yo, con intereses literarios, y él me arrastró a su grupo de amigos, la "bandita" de la que estuve hablando, y pasé con ellos mis últimos años pringlenses.

El grupo funcionaba a pleno sólo en verano, porque casi todos sus miembros estudiaban en colegios de Buenos Aires. En parte por mi adhesión tardía, en parte (principal) por mi carácter, seguí siendo un miembro "externo". Si me hubiera puesto a pensarlo, y lo hubiera hecho con algún rigor, habría tenido que confesarme que los encontraba ridículos e insoportables. Sólo en una ocasión límite, la de "Yolanda", me lo confesé explícitamente, y, como dije, fue el comienzo de mi carrera en la literatura porque el episodio me inspiró mi primera novela. Pero en general anulaba el juicio, lo dejaba para más adelante... Me sentía en la etapa de reunir datos, de aprender. Ellos se dedicaban, justamente, a una clasificación del mundo, básicamente binaria: lo que estaba bien y lo que estaba mal. Con cualquier grupo de jóvenes sería igual, pero donde otros harían hincapié en la eficacia o en valores prácticos, o los respectivos contravalores, éstos se concentraban en el estilo, en la elegancia, en la inutilidad, y en general en la evanescencia de la nadería. Para mí, tenían misterio. Frívolos, ignorantes, aburridos: de acuerdo, lo eran, nadie lo sabía mejor que yo. Pero en cualquier momento podía saltar un dato nuevo en la clasificación del mundo, y yo tenía un interés morboso en no perdérmelo. Había una inmensa gratuidad en todo, en ellos porque habían puesto lo gratuito del lado positivo de su visión del mundo, y en mí también porque lo que aprendía de ellos no me servía de nada. Después de localizar y reconocer sus valores, yo no los asumía. No aceptaba sus reglas, ni me adaptaba a sus hábitos. Era como si no aprendiera nada, como si estuviera volviendo a cero todo el tiempo.

Ellos se preguntarían por qué yo seguía buscando su compañía, y la única explicación que podrían encontrar era que lo hacía por amor. Aunque no en esos términos. Eran (éramos) increíblemente inocentes, a un grado que hoy resulta inconcebible. Aunque el grupo estaba constituido en partes iguales de chicas y chicos, no hubo sexo, ni noviazgos, ni nada que se le pareciera. (O quizás yo no lo veía. Siempre fui muy poco observador.)

Creerían que seguía con ellos, a pesar de mis intereses radicalmente distintos, a pesar de mi superioridad intelectual, por una atracción amorosa hacia una de las chicas del grupo. Por ella los soportaba. Y esa hipótesis, si es que la tenían, les hacía tensar la cuerda de sus características insoportables para ver hasta dónde aguantaba yo. Esa es, a su vez, la única explicación que encuentro para lo excesivo de la conducta que exhibían en términos de frivolidad, de capricho inútil, de pérdida de tiempo. Como se ve, era una especie de malentendido en espejo, secreto contra secreto. Las dos partes enfrentadas "no podían encontrar otra explicación". ¿Había otra? Uno se pregunta por qué los malentendidos no se aclaran nunca en la vida real. Quizás es porque en realidad no son malentendidos. Quizás fuese realmente amor. No lo supe entonces, porque me absorbía el otro malentendido, el que había puesto yo como presupuesto de la constitución interna de la bandita; y no negué a saberlo nunca porque no tuve elementos de contraste: nunca amé. Quizás ahí radica el misterio insondable del Primer Amor.

Ahora bien: ¿cuál? ¿Cuál de ellas? Yo mismo me 1o pregunto, y paso revista al reducido elenco de chicas de la bandita, con sincera perplejidad. A casi medio siglo de distancia (hoy son abuelas) veo surgir como fantasmas a esas chicas antiguas, y las veo en una indefinición onírica. Hermosas, por su juventud, desconocidas como el sabor del beso que no les di, un ramillete de flores; tengo dificultades para diferenciarlas; aquellas chicas tan reales y concretas, que se dedicaban con tanto fervor a afirmar su realidad, se han vuelto recuerdos. Pero los recuerdos tienen su lógica, con la que se los puede hacer funcionar como una especie de realidad.

Los juegos estéticos o las maniobras estilísticas a las que me llevó mi vocación literaria, las "bellas asimetrías" de las que ya hablé, tuvieron siempre como fondo la vida real, que es irreductible. Y lo real de aquellos años era Pringles. La bandita a la que me integré parecía un paso hacia la realidad, viniendo como venía yo del mundo encantado del Palacio de los Azulejos; pero la bandita también era un sueño, cuyo resto diurno seguía siendo Pringles. No obstante, mis nuevos amigos me sirvieron para descubrir el pueblo; o para terminar de descubrirlo, porque fue la culminación de un proceso de años. Toda mi infancia había transcurrido en el mundo edénico de "la Fábrica". Las entradas al pueblo, aunque frecuentes, no contaban porque siempre se hacían con un propósito determinado, que anulaba la sensación de "estar" en él. Una vez realizado el propósito, volvíamos. Y no era necesaria ninguna experiencia del mundo, que un niño no podía tener, para preferir el parque insondable, el arroyo, los grandes edificios cubiertos de hiedra, a las calles rectas e inhóspitas de Pringles, sus casitas mezquinas todas iguales o equivalentes, sus habitantes tristes y desamparados. Las conversaciones de mi abuelo con sus hijas y yernos, que yo venía oyendo desde que nací, ahondaban el contraste: Pringles era un pueblo maldito para la empresa. Todas habían fallado, ninguna duraba, desde tiempos inmemoriales. Mi abuelo podía decirlo con conocimiento de causa porque la suya era la excepción, la única que había persistido y prosperado. Todas las demás, fuera cual fuera el talento de sus promotores, o el monto del capital invertido, se fundían fatalmente. Pringles seguía siendo el pueblo dormitorio de los chacareros de la zona (al borde de la quiebra ellos también, en su mayoría), y sólo resistían algunas casas de comercio viejas y basadas en una economía de subsistencia. Desocupados, sin horizontes, los jóvenes se iban, o se quedaban vegetando como empleados, resignados a la falta de futuro.

El Colegio, para llegar al cual, como dije, tenía que atravesar todo el pueblo, me familiarizó con éste, pero muy poco a poco. Caminaba rápido, demasiado rápido (era objeto de bromas de mis compañeros por este apuro), seguía siempre el mismo trayecto, y lo hacía hundido en mis pensamientos, tanto que a veces me "despertaba" al llegar al Colegio, o, de regreso, a la Fábrica, sin haber registrado nada del camino. Era esa especie de sonambulismo la que me hacía caminar tan rápido. Y Pringles, con sus calles rectas y desesperadamente aburridas, se retraía al interior del sueño. Pero además volvía por la tarde, a la Biblioteca, o al kiosco de Violi a comprar revistas, o a lo de algún compañero, y poco a poco fui conociéndolo todo. No había mucho que conocer, por supuesto, en realidad nada, todo era igual, una combinatoria de tedio desarmado y vuelto a armar en las horas muertas; todas las horas de Pringles eran horas muertas. Aun así, fue un proceso muy gradual, que duró años. Maduró cuando me hice parte de la bandita. Sólo entonces su geografía se me hizo algo tangible, y el apartamento de mi familia y mi orbe infantil tomó cuerpo.

Creo que lo que descubrí entonces fueron los veranos de Pringles. Conocía la desolación de sus inviernos, las calles desgarradas por vientos y neviscas, los días fugitivos, el frío. Cuando terminaban las clases y los días empezaban a alargarse, el pueblo se me alejaba y desdibujaba. Con la bandita me encontré de pronto en su seno, en lo más profundo.

El calor, seco, ardiente, no daba tregua. La calle estaba permanentemente vacía, las casas cerradas, las persianas bajas. Se diría que no vivía nadie, o que todos se habían ido, lo que alentaba una fantasía de impunidad, o al menos de libertad, que se resolvía en aburrimiento, íbamos de la casa de uno a la del otro (nunca a la mía), al bar del Hotel, a la pileta del Aeroclub, toda la tarde y buena parte de la noche, siempre adormecidos. El vacío nos tragaba, pero seguíamos fuera de él, contemplándolo. La luz era impiadosa y duraba todo el tiempo. A las nueve de la noche seguía siendo tan de día como a las tres de la tarde. El pueblo era un papel plegado en ángulos rectos y vuelto a desplegar; aunque yo sabía que un papel, por grande o delgado que fuera, no se puede plegar más que nueve veces. Yo había estropeado mucho papel probando este hecho (porque uno nunca se convence) y el resultado había sido una sensación de desaliento y fatalidad. Pringles se parecía a un juego de paciencia, pero en lo que tiene de peor la paciencia. Era una imagen amenazante de la vida como realidad, y realidad en contra. Como si el pueblo, en algún momento de su desarrollo, se hubiera levantado ante sus habitantes y visitantes, en la forma de un dios irritado (no, no de un dios, no una de esas personificaciones de la poesía antigua, sino el granadero epónimo, Juan Pascual Pringles, en toda su banalidad) y les hubiera dicho: ¿por qué hay que ser bueno, bello, feliz? ¿Acaso está prohibido ser malo, feo, desgraciado? Pregunta sin respuesta. O, antes, pregunta sin pregunta, porque nadie la hacía.

Muchos años después, tratando de responderla, o de formularla, se me ocurrió algo que habría sido difícil pensar en el momento: en Pringles no había estatuas. Ni en la plaza, ni en las avenidas ni en ninguna parte. No había ninguna, ni siquiera caras de estuco en las fachadas. Parecía hecho a propósito. La plaza tenía fuentes y farolas y pérgolas, pero todas abstractas. Faltaba lo figurativo. Lo fantasmal mismo era abstracto. Claro que los pringlenses podían decir: ¿quién necesita estatuas? Quizás ahí estaba la pregunta (con la respuesta implícita).

Aplastado contra el suelo de la pampa, desafiante en su fealdad y fracaso, Pringles era una rara elección de mi parte. Deslumbrante de horror. Rodeado de un desierto al que los chacareros le arrancaban con dificultad y bajo protesta cereales y ovejas. Así se me aparece, y de él extraigo, desdibujadas, confundidas, a aquellas chicas, de una de las cuales yo me habría enamorado...

No puede ser (sé que no puede ser), pero una se recorta del grupo, sostenida en precario equilibrio de hilos de recuerdo. Mejor dicho, ya se recortó, porque me he extendido en estas reminiscencias y la escritura siempre "termina por producir algún efecto". Es la chica de la que hablé, la que hacía bromas con la madre, la que no podía entender que yo no me hubiera "reído" del hombre que tomaba el café con la cucharita. No le puse nombre hasta ahora, y siguiendo el método empleado hasta aquí, le pondré uno ficticio, de fábula, aunque ella no está para ofenderse. La llamaré Silvia. Era un año menor que yo, y la única de la bandita que vivía todo el año en Pringles. No era la más glamorosa del conjunto. Pequeña, callada, ingenua, tenía un encanto especial, todos la querían. No era rica. Era la única de nosotros que no tenía auto propio, y ni siquiera la familia lo tenía, lo que en Pringles era rarísimo; el padre era empleado. Quizás por eso, y por su modestia en general, sus amigos se habían sentido obligados a crearle méritos imaginarios, por ejemplo las bromas que inventaba con su madre. Mi amistad con ella fue más lejos que con los otros, porque seguíamos viéndonos después de que la bandita se disolviera en el otoño. Íbamos al cine, yo iba a su casa, charlábamos en el colegio (ella iba un año más atrasada que yo). En fin, todo eso carece de sustancia, a tal punto que se me ha ido de la memoria, son los hechos banales de la adolescencia, podrían ser unos u otros, podrían suceder unos antes que otros o al revés. A los dieciocho años me fui a Buenos Aires a estudiar. No nos escribimos, pero yo volví a Pringles un par de veces y nos encontramos, y al año siguiente ella también se fue, y entonces nos vimos más, aunque no tanto; ella se tomaba muy en serio el estudio, y no compartía mis intereses. La fui viendo cada vez menos, sin ningún motivo. Yo dejé definitivamente de ir a Pringles (nunca volví), donde podríamos habernos reencontrado en los veranos, y nos perdimos. Pasaron los años. Supe que se había casado, con un abogado igual que ella, que se había quedado a vivir en Buenos Aires, donde no nos cruzamos nunca. Después me enteré de que tenía cáncer. La noticia no me produjo ni frío ni calor. No es que yo fuera totalmente insensible, ni que no la recordara. Pero nunca había sentido nada, y no sabía cómo se hacía. No es que lo descartara, al contrario, me prometía vivir intensamente todas las emociones de la vida, pero más adelante, cuando llegara el momento; todavía lo estaba postergando. No podía saber lo conmovido que estaba, o si lo estaba, porque lo que a uno lo conmueve son los hechos, y a los hechos los había puesto a distancia. El cáncer (o la muerte, que sobrevino poco después) no era un hecho, por la más simple consideración lógica. Era como poner el carro delante de los bueyes. Antes había que vivir.

¿Qué edad podía tener ella al morir? ¿Treinta años? Más o menos. En la época de nuestra amistad treinta años nos parecía una edad naturalmente final, una forma remota de vida. Recuerdo que las chicas de la bandita, en la pileta del Aeroclub, seguían con la vista y con los comentarios a un joven que era, o se creía, muy apuesto; lo llamaban "el Castigador"; pero lamentaban que fuera viejo para ellas: tenía veinte años. Desde mi perspectiva actual, los treinta años se han reintegrado a la adolescencia, y si pienso que Silvia murió a esa edad tengo que reconocer, con un asombro (puramente intelectual) que tiene algo de admiración, que no alcanzó a vivir. Pero ahí me desprendo, hago funcionar la máquina aérea de mis distancias, y veo que al menos ella vivió más que yo, porque se enamoró y se casó... No sabía más detalles (o sí, uno: no había tenido hijos); no los sabía porque mi estrategia para no vivir consistía en apartarme de los que vivían, y no saber nada de ellos.

Lo que hice con "Silvia" (debería contar por qué se me ocurrió ponerle ese nombre) lo hice con todos: crear una distancia, y verla crecer. Siempre creí que lo hacía porque sí, sin objeto. También podría decir: sin medir las consecuencias. Siempre me las arreglé para poner, a todos los que entraban en mi vida, en el pasado. Un pasado instantáneo. "Fuimos" amigos, nos quisimos, compartimos algo, pero "nos distanciamos". En realidad no fuimos amigos ni compartimos nada: todo fue una ilusión creada por la distancia. La distancia estuvo desde el principio, estuvo antes: es mi forma peculiar de presente. Hay quien ve en eso una manifestación de mi ironía, de mi genio, de mi portentoso sentido del humor. Yo no veo nada.

Pero veo la distancia. Eso es inevitable. La distancia no es siempre (no es casi nunca) en línea recta, es curva, retorcida, las más veces intransitable. Si por mí fuera habría sido siempre en línea recta, cristalina. Pero los otros ejercen una presión que la tuerce.

Me alejé de todos, uno por uno, en un movimiento repetido, irresistible. En realidad nunca estuve del todo solo, salvo ahora. No huí masivamente del prójimo, como un buen misántropo; al contrario, fui hacia él, lo exploré, y sólo después huí. Huí decepcionado, pero no aprendí, no aprendí nunca; volví a probar, volví a apartarme. Hacía un amigo nuevo, ponía empeño en caerle bien, no me costaba trabajo porque él me caía bien a mí, me interesaba, le prestaba atención, y nadie se resiste a ese tratamiento. Pero al cabo de un tiempo me hastiaba y no lo soportaba más. ¿Qué había pasado? Que su novedad se había agotado, y el interés que me había producido se apagaba, y la repetición de su discurso y sus reacciones y opiniones me cansaba y deprimía. Es bastante obvio. El contrato de amistad que habíamos establecido se basaba en la exhibición de su persona y el interés que despertaba en mí, y naturalmente el ser humano es limitado, una vez que ha mostrado lo que es no tiene nada más que mostrar. Me temo que me creé enemigos. Mi alejamiento provocaba una decepción, después de la inevitable perplejidad. Me habían creído su amigo, se habían abierto a mí, me habían abierto el tesoro de su personalidad, de su experiencia, de su pensamiento, y lo habían hecho al sentir mi receptividad, mi curiosidad. ¿Por qué de pronto yo les daba la espalda, con un gesto de hastío? No podían concebir (nadie puede) que se estuvieran repitiendo, que ya hubieran dicho todo lo que podían decir, que ya no quedase en ellos nada de interesante. No los culpo. La culpa fue toda mía, por fundamentar mis relaciones en algo tan fríamente intelectual como el interés o la curiosidad. Aunque también había algo menos frío: la esperanza.

Porque yo repetía la maniobra esperando, contra toda evidencia, que alguien alguna vez mostrara algún interés por mí. Eso nunca ocurrió, lo que me obligó a escribir, a mostrarme en libros ante una curiosidad difusa e invisible, un interés de nadie que yo debía crear. ¿Y cómo crearlo, a falta de verdadero talento, sino con atracciones más y más disparatadas, a medida que iba creciendo mi soledad? Con el paso del tiempo, mis nuevos "amigos" se volvieron casi exclusivamente lectores, que leían mis libros (éstos inundaban las librerías, no porque yo fuera naturalmente prolífico sino porque el sistema me obligaba a multiplicarme); si yo hubiera alimentado alguna ilusión de diálogo por esta vía indirecta, habría tenido motivos para sentirme frustrado, porque lo único que suscita la lectura de lo que yo escribo es risa, la maldita risa.

No hago ironía cuando me culpo de lo que me pasa. Trato de ser ecuánime. Una parte de mi culpa, o de mi error, puede estar en la mala elección de amigos. El interés que me guía me hace elegir gente interesante, y el interés necesariamente se agota. ¿Pero qué otro parámetro podría usar? Todo el mundo tiene algo interesante; no puedo evitar prestarles atención, escuchar sus historias, sus opiniones, hacerme una idea de su "sistema". Ellos están encantados, quizás es la primera vez en sus vidas que tienen enfrente alguien que les dedica tiempo y atención sin cambiarles de tema. Pero cuanto mejor funciona este intercambio, más rápido se agota.

En tanto la repetición no se agotó, fui "l'ami de tout le monde". Pero "todo el mundo" se me fue representando más y más como una colección de monomaniacos de los que me apartaba sin cesar, hasta que la convergencia de distancias me dejó solo. Podría recomenzar, pero no vale la pena. Sé que no voy a encontrar nada. O, peor todavía: sé que voy a encontrarlo todo, y después no va a haber nada.

Ahora que lo pienso, es bastante asombroso qué pocos secretos guarda la gente. Un par de charlas en un café, y ya están todos revelados. El secreto persiste sólo mientras nadie pregunta.

En fin. A mí nadie me preguntó nada. Quizás es por eso que no me casé. Cuando me vine a Buenos Aires a estudiar, mi madre me regaló un pequeño departamento, cerca de la casa de mi tía. Sigo viviendo en él, cuarenta años después, y como nunca viajo ni salgo de vacaciones puedo jactarme del curioso récord de no haber pasado un solo día ni una sola noche fuera de esos dos cuartos. Soy un sedentario incorregible. Al principio mi madre venía a Buenos Aires una vez al año, una semana o dos, se alojaba en lo de la hermana, me hacía la limpieza, ordenaba la ropa, llenaba la heladera. Sus visitas no cambiaban nada, salvo que me hundían en una depresión inocultable. Al fin dejó de venir, envejeció (supongo), se murió. Yo jamás pensaba en ella ni en ningún otro miembro de mi familia, que es más o menos lo que hice con el resto de la gente que cruzó por mi vida: los borré.

Ahora bien, lo curioso es que no pensar en alguien o algo, borrarlo, desaparecerlo, no significa olvidarlo. Es como si el olvido exigiera un trabajo especial, de tipo positivo, no negativo como el mero negarse a pensar en un tema. Y creo que yo podría decir que no olvido nada.

Hay una especie de fábula familiar que viene a cuento aquí, y ya que estoy podría contarla, para terminar con mi historia, pues unas páginas atrás advertí que había quedado un hilo suelto; me faltó explicar por qué fui el último hijo, el último nieto, el último de una gran familia prolífica, por qué después de mí no hubo ningún otro.

Me doy cuenta de que esta condición final de mi persona se ha materializado en el desenlace de mi vida, en el personaje que encarno. Dije que soy sedentario, pero no vivo encerrado, muy por el contrario, me la paso en la calle, y he llegado a no soportar el encierro. Pero tampoco me gusta ir lejos; no salgo de un radio reducido de las dos o tres manzanas que rodean mi domicilio, y si por mí fuera reduciría mis paseos a los pocos metros que van de la puerta de mi edificio a la esquina. Debo confesar que aquí también hay una sobredeterminación; tengo la vejiga del tamaño de una lenteja y necesito ir a orinar cada cinco minutos, y no puedo hacerlo si no es en mi baño. Para justificar estas salidas constantes, y su radio reducido, la tengo a Susy, una perrita que se ha adaptado como una santa a mis hábitos. Sacar al perro es una actividad socialmente legitimada, y con Susy al extremo de la correa puedo quedarme horas en una esquina, mirando pasar los autos. Es cierto que la gente saca al perro para que haga sus necesidades en la calle, y Susy no mea nunca. No sé cómo hará. Debe de tener un gen de animal de desierto de los que metabolizan el agua a partir del alimento sólido, y en la estricta cantidad que necesitan, de modo que no les sobra ni una gota. Sería rarísimo, porque es un cuzco sin linaje; aunque precisamente la mestización casual de mil razas puede dar esa clase de resultados. Se produce una situación invertida: es el perro el que me lleva adentro a mear.

Debo de haberme vuelto una referencia fija en el barrio. Una vez oí a unos vecinos que hablaban de mí sin verme, y me llamaban "el borracho del perrito". Doble error: no bebo (soy abstemio) y es perra, no perro. Así engañan, siempre por partida doble, las apariencias. Entiendo que me crean alcohólico. No porque me tambalee ni diga incoherencias o huela a vino, sino porque alguna explicación hay que darle a una vida, y la mía no parece tener otra.

Ahí estoy, desocupado, la mayor parte del día. Por momentos es como si hiciéramos competencia de inmovilidad con Susy. A ver cuál es más estatua. Ella es pequeña, blanca (y rosa, porque se le ha caído mucho pelo). Yo con mis anticuados trajes oscuros, el de verano y el de invierno, podría pasar perfectamente por una agregación de materia inerte; ella es intensamente orgánica, o quizás sea más pertinente decir que ningún escultor la tomaría de modelo, pero aun así creo que me gana a plantarse en su sitio, porque la obediencia la pone en una permanente disposición de parálisis. Salvo que yo me ponga a observarla cuando está inmóvil, y entonces me quedo más inmóvil que ella. De pronto levanta una pata, siempre la misma, baja la cabeza, siempre para el mismo lado, y se rasca vigorosamente tras la oreja... no digo "siempre la misma" porque tiene una sola. Perdió la otra en un desdichado accidente; yo la conservé, era un pequeño triángulo de cartílago peludo, cuando la lluvia nos obligaba a quedarnos adentro se la tiraba y ella la atrapaba, la daba vueltas, la arrastraba de un extremo al otro del departamento, que de todos modos es bastante chico. Yo pensaba: "juega a la pelota con su propia oreja". Fue el único juguete que tuvo.

Pero, como digo, nunca nos probamos a fondo. El juego de las estatuas al que nos entregamos Susy y yo nunca es tan largo como para demostrar nada, porque mis ganas de orinar lo interrumpen. Volvemos, con más prisa o menos, según, la dejo en el living jugando con la oreja y me encierro en el baño.

Todo es poesía en la vida, todo es fábula. Hasta en una vida tan limitada como la mía. Hasta en una circunstancia tan poco sugerente como la de encerrarse en el baño cien veces por día por una necesidad que nunca sabré si es fisiológica pura o está mezclada con un elemento de compulsión obsesiva. Las paredes del baño están azulejadas hasta el techo; venía así, y así quedó, pero no exactamente. Porque en la última visita que me hizo mi madre me trajo una colección de veinte azulejos historiados, preciada reliquia familiar salvada por ella de la demolición de la casa de Pringles, y contrató a un albañil del barrio para que los pegara en mi baño, intercalados con los azulejos negros originales. Conociéndome como me conocía, habrá querido asegurarse de que yo no los fuera a tirar a la basura. Como me negué a presenciar la operación, y la pobre mamá ya entonces no estaba muy lúcida, el albañil hizo lo que quiso, imponiendo su destartalado juicio estético: sacó un azulejo aquí y otro allá, de cualquier parte, arriba, abajo, en una pared, en otra, debajo del lavatorio, encima del bidet, sobre el borde de la bañadera, al costado del botón del inodoro, y en el hueco pegaba uno cualquiera de los veinte nuevos. Quedó un adefesio. Pero después, con los años, comprendí que no lo había hecho por estética sino porque sencillamente debió dar golpecitos con el mango del martillo en cada azulejo, y donde oía un sonido a hueco sabía que ahí había uno fácil de sacar, y ése era el que reemplazaba. Eso lo justifica (a mi juicio, el azar lo justifica todo).

A este hombre no se le debe haber pasado por la cabeza la idea de que había un orden, pero lo había. Así como quedó, es un perenne recordatorio de cierta limitación mía como novelista. Cada vez que entro al baño, y ya dije que lo hago con una frecuencia extraordinaria, me pregunto por qué será que nunca pude escribir una historia sino en su estricto orden cronológico. Todos mis colegas se han modernizado, menos yo. Quizás podría hacerlo, si me lo propusiera realmente, pero nunca me lo propuse; no puedo; siento una invencible repugnancia ante las alteraciones del orden temporal en la novela; tan puntilloso soy en ese aspecto que cuando escribo siempre estoy preguntándome qué viene primero, por ejemplo cuando se trata de dos personajes que actúan simultáneamente en distintos lugares, o cuando hay dos hechos que funcionan como causas mutuas uno del otro. Esto último creo que es la clave del asunto, porque el orden temporal en el fondo es un orden de causas y efectos. Y cuando uno ordena las causas de los efectos como lo hago yo, sin perdonar una, lo que termina acentuándose es el verosímil. Contra lo que podría pensarse, el verosímil es un artificio; la realidad no es verosímil, no necesita serlo. Mis novelas sufren de un exceso de verosímil, y me temo que eso es lo que las hace tan cómicas a pesar de mis esfuerzos por hacerlas serias.

Pero me he desviado del tema al que iba, que era precisamente el fragmento de historia anterior que me había salteado: la fábula que me hizo póstumo y estableció la irreversibilidad. La tengo ilustrada en el baño, delante de mí, a mi espalda, al costado, arriba, abajo, me rodean sus personajes, su fin, su comienzo, su desarrollo, sus episodios, mezclados como después de una explosión. Poco después de la muerte de mi padre, y como un modo de asimilar y entender la pérdida, mi abuelo mandó hacer en su fábrica los veinte azulejos, según dibujos suyos. Sabiendo lo que significaban para él, sus obreros más experimentados se esmeraron especialmente, y quedó una obra maestra de la noble artesanía del azulejo. Los pegó en una de las paredes de su oficina, en hilera (y bien ordenados).

Aunque es un poco trivial, y está bastante gastado, sigue interesándome el tema de la relación entre un relato y sus ilustraciones, por ejemplo esos grabados que se intercalaban en las novelas para anticipar o conmemorar sus momentos salientes. Se lo ha dicho muchas veces; eliminando el texto, o teniéndolo en una lengua incomprensible, con las ilustraciones solas se puede reconstruir la historia, pero entonces ésta confluye con sus alternativas posibles y se multiplica. Basta con cambiar el orden de las imágenes para que la historia sea otra... Con los años que llevo de residencia en mi baño, rodeado de los veinte azulejos en perfecto desorden, es como si la historia se hubiera vuelto veinte historias, o veinte mil. Un rayo de Sol que entra por la banderola, a la mañana, me obliga a mirar el cuadrado nocturno, justo encima de la flor de la ducha, en el que unas terribles moscas se precipitan sobre un hombrecito que sólo tiene un abanico para defenderse. A partir de esta imagen, como de las otras diecinueve, se me ocurren diez historias.. Esta clase de juegos tiende a una saturación del verosímil. Yo quise ser un escritor realista, y terminé en estos chistes.

El pudor de mi abuelo, o quizás su capacidad de autoengaño, lo llevó a envolver en los velos de la fábula la muerte de su yerno. No sé si yo podría contarla, pero no importa; con un resumen alcanza. La noche de mi nacimiento se introdujo una mujer en el parque de la Fábrica, se escondió y como una hábil alimaña logró evitar el desalojo a pesar de las batidas que se hicieron. Debía de ser una mujer linyera, una rareza en una especie tradicionalmente limitada al sexo masculino; tan rara que se murmuró que en realidad era un hombre, travestido por vicio o locura. Las averiguaciones indicaron que se conocían sus andanzas, en las chacras que rodeaban al pueblo, y en los barrios periféricos. Hasta nombre tenía: "la Silvia", lo que etimológicamente habría sugerido una divinidad de los bosques, claro que en este caso degradada a esperpento demente, gorgona de mugre y harapos con su corte de moscas. De cualquier modo, las descripciones de su aspecto eran hipotéticas porque no se dejó ver de cerca, y casi tampoco de lejos, tan huidiza era. Pero no por ello se hacía notar menos. Como esos pájaros insistentes que nadie ve pero están, clamorosamente, la Silvia empezaba a la medianoche a lanzar sus horrísonas carcajadas y seguía con ellas, a intervalos irregulares, hasta el amanecer. Debía de moverse rápido, porque sonaban cerca o lejos de un momento al siguiente; quizás ella sabía utilizar los ecos o caminos aéreos del sonido. Como sea, la repetición de estas risas locas alteraba los nervios de toda la familia. La situación se prolongó durante meses, que fueron mis primeros meses de vida. La coincidencia de mi nacimiento con la aparición de esta inquietante intrusa ya tenía algo de legendario; alguien pudo pensar que se había presentado como las hadas que acuden a la cuna del recién nacido a darle los dones que lo acompañarán en la vida. (¡Qué destino!)

Al fin, mi padre salió a darle caza, una noche fatal, y encontró la muerte. Debió de ser una especie de accidente, el cuerpo lo encontraron al amanecer con el cuello roto al pie de una barranca del arroyo, y de la "Silvia" no hubo más noticias. Nadie volvió a oírla, y de los que decían que la seguían oyendo ("muy lejos, muy bajito") se sospechaba como se sospecha de los que dicen sufrir de insomnio. Más aun, cayó un manto de incertidumbre sobre lo que habían oído antes. ¿No habría sido un pájaro? ¿Un zorro? Hubo alguien que dijo que nunca había oído nada, y poco a poco los demás se adhirieron. Pero de ese modo la muerte de mi padre quedaba desprovista de explicación, así que, como formación reactiva, el cuento de la harpía risueña, por un carril paralelo al de la incredulidad, se afirmó, hasta hacerse decididamente fantástico, hasta que nadie pudiera creérselo. Esta duplicidad no hizo más que hundir a la familia en una ciénaga de culpa. No pudieron superar el trauma. Las fabulaciones de mi abuelo, tal como quedaron fijadas en los veinte azulejos, no convencieron a nadie, ni a él mismo. Muchos años después, ya adulto, me pregunté si mi abuelo no habrá sospechado que hubo otra clase de historia detrás de la tragedia, por ejemplo que papá tenía un affaire con la esposa de algún vecino, y había muerto en una cita nocturna arreglada bajo la excusa de unas risas sin dueño. Eso explicaría que haya ilustrado con tanta exuberancia la serie memorial, y haya hecho de su joven yerno muerto un caballero enfrentando monstruos y quimeras en el bosque encantado. Si fue así, el éxito superó sus intenciones, porque algo tan sórdido como un adulterio pueblerino, y el crimen consiguiente, creó un hechizo que impidió en lo sucesivo el nacimiento de niños en la familia, y quizás también extinguió la capacidad de amar.

Es muy posible. No sé gran cosa del amor, pero sé que es bastante frágil. Tejido de desapariciones él mismo, siempre está desapareciendo, se lo mantiene vivo a fuerza de historias, en una perenne agonía. O bien ya está muerto, siempre lo estuvo, y es el fantasma de la reproducción, de lo que habría que deducir que la humanidad vive de un cuento de fantasmas. No puedo traer a cuento mi experiencia personal, porque no la hubo. Nunca amé, y tampoco me reproduje. Aunque podría decir, poéticamente, que me reproduje en libros. Miserable metáfora. La literatura no pudo darme una vida. No se la da a nadie, digan lo que digan, lo más que puede dar es una doble vida, la del mundo y la del sueño. Y mis dos vidas suman cero, porque en una no hay nada, y la otra me la amargan esos descomedidos lectores que se ríen.

Sea como sea, mi carrera culminó recientemente con una recompensa que no esperaba: el Premio Konex. Me lo dieron en el rubro "novela humorística", compartido con otros cinco prestigiosos autores nacionales. Dejé a Susy con una vecina, me puse mi mejor traje (el de invierno), y fui a recibirlo trémulo de expectativa, con mi habitual mueca idiota momentáneamente transfigurada en sonrisa idiota. La ceremonia tuvo lugar en un gran salón lleno de gente entre la que yo me desplazaba tratando de mantener las distancias; no era fácil porque había una multitud. En cierto momento me había acercado a una mesa con la intención de apoyar la pesada estatuilla abstracta en la que consistía el premio, cuando me abordó una jovencita. Sin mucho preámbulo, me dijo que su familia provenía de Pringles, y que yo había conocido a su abuela. Dijo un nombre y un apellido. El nombre coincidía con el de una compañera mía del colegio, y tuve un ligero desconcierto. ¿Una contemporánea mía, es decir yo mismo, podía tener una nieta de veinte años, poco más o menos? El cálculo no es difícil de hacer, pero aun para el más fácil yo necesito calma. Empecé a balbucear algo, hasta que recordé que me había dicho también un apellido, que no era el de mi compañera, sino otro, el de unos parientes de uno de los miembros de la "bandita", y lo intercalé a él entre los balbuceos. Asintió. Entonces, de pronto, me vino el recuerdo: el nombre que me había dicho era el de la madre de Silvia (y su apellido de soltera). Esta chica tan joven, al verme tan viejo y cargando un premio tan importante, me ponía al nivel de sus abuelos, no de sus padres. Pero yo era contemporáneo de sus padres, o más bien de su madre... ¿Pero quién era la madre? Silvia no podía ser, porque había muerto sin hijos, y había muerto por lo menos diez años antes de que ella naciera... Silvia tenía una hermana, Iris... Tenía que ser ella.

—Ustedes son las hijas de Iris...

El plural era porque entre tanto se le había acercado otra chica, muy parecida, y después otra, más parecida todavía, y me las había presentado como sus hermanas.

Asintieron, sonrientes. Me quedé mirándolas sin saber qué decir. Eran asombrosamente parecidas a... Qué maravilla la herencia. La misma nariz, el mismo color de piel, el mismo pelo, los ojos, el gesto. Sólo la voz era distinta. ¿Pero acaso yo podía recordar la voz de una muerta? Por lo visto sí podía.

—Yo conocía a Iris...

Asintieron, como diciendo "sí, lo sabemos, lo sabemos todo". Pero si sabían todo...

—...y a una tía de ustedes...

Asintieron otra vez. Cambiamos de tema. Les pregunté qué hacían. Una de ellas, la del medio, llevaba un estuche negro de violín. Me dijo que estudiaba el violín, venía de su clase, precisamente. "El violín puede llegar a molestar a los vecinos", comenté. "Sí, al principio." "Qué instrumento difícil. Hay que producir el sonido, no es como el piano en que el sonido ya está hecho y empaquetado, y basta con apretar la tecla." Bebían mis palabras como si yo fuera el oráculo. ¿Y las otras? La menor era artista plástica, el año que viene ingresaba en Bellas Artes. ¿Ah sí? Qué interesante. Yo siempre había querido ser artista. ¿Y qué hacía? ¿Instalaciones, video? No, por ahora óleo. Yo: qué difícil es el óleo, qué paciencia hay que tenerle. Pero los resultados valen la pena. Y la mayor, la que me había dirigido la palabra, quería ser escritora, estudiaba Letras. Debería haberle dicho "qué difícil es escribir", pero me di cuenta de que me estaba repitiendo así que no dije nada. Además, si yo había escrito, tan difícil no podía ser.

Habían visto en el diario mi nombre en la lista de los premiados, y habían querido conocerme personalmente. Ya me conocían de nombre por las historias que les contaba su abuela... ¿Qué historias? Historias de Pringles, de medio siglo atrás. Claro, yo había sido muy amigo de... La abuela tenía miles de historias... Las tres hablaban a la vez, con grandes sonrisas que se reflejaban y multiplicaban en las aristas cromadas de la estatuilla abstracta. La abuela de estas chicas había sobrevivido tantos años a su hija, sin olvidarla. La hija hermosa y joven, muerta de recién casada... ¿Qué habría sido del marido? "Denle saludos míos a su abuela." Se pusieron serias un instante, sin perder las sonrisas: "Murió hace tres años." No dije nada. Después dije: "Era una gran bromista." "Era divina. Nos contaba..." ¿Qué les contaba? Me di cuenta de que aquello se había vuelto legendario, fabuloso. "Cuando usted le regaló a Silvia un huevo de cisne.." Sí, eso era cierto, lo recordaba perfectamente. "Y ella lo incubó en la estufa... y el patito..." Sí, sí, estuve presente cuando rompió el cascarón. "Lo llamaron Cronopio." Uf, sí, eso también. "La abuela nos contaba..." Por lo visto había atesorado esos recuerdos de su hija adorada, y se los había contado a sus tres nietecitas, que tanto se la recordaban. "Cuando usted dirigía la revista del colegio, y se encerraban a escribir las notas... Los artículos sobre las profesoras, cambiándoles los nombres... Ella los oía reírse, tardes enteras riéndose sin parar... Se preguntaba ¿pero de qué se ríen tanto? Siempre encontraban un motivo. No podían parar. Cómo se reían..."

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