Memoria de Elefante. Por Antonio Lobo Antunes


El Hospital donde trabajaba era el mismo al que muchas veces, durante su infancia, había acompañado a su padre: antiguo convento con reloj de junta de distrito en la fachada, patio con plátanos oxidados, pacientes con uniforme vagabundeando al azar atontados por los calmantes, la sonrisa gorda del portero frunciendo los labios hacia arriba como si fuese a volar: de vez en cuando, metamorfoseado en cobrador, aquel Júpiter de caras sucesivas se le aparecía en la esquina de la enfermería con carpeta de plástico bajo el brazo extendiéndole un papelucho imperativo y suplicante:

—La cuota de la Sociedad, doctor.

Me cago en los psiquiatras organizados en cuartel de policía, pensaba siempre al buscar los cien escudos en el barullo de la billetera, me cago en el Gran Oriente de la Psiquiatría, de los clasificadores pomposos del sufrimiento, de los pirados de la única sórdida forma de locura que consiste en vigilar y perseguir la libertad de la demencia ajena defendidos por el Código Penal de los tratados, me cago en el Arte de la Catalogación de la Angustia, me cago en mí, remataba él guardando el rectángulo impreso, que colaboro con todo eso pagando, en lugar de repartir bombas por los cubos de las vendas y por los cajones de los escritorios de los médicos para hacer estallar, en un hongo atómico triunfante, ciento veinticinco años de idiocia tiranizada. La mirada intensamente azul del portero-cobrador, que asistía sin entender a una bajamar de revuelta que lo trascendía, lo envolvía en un halo de ángel medieval apaciguador: uno de los proyectos secretos del médico consistía en saltar a pie juntillas dentro de los cuadros de Cimabue y disolverse en los ocres desvaídos de una época aún no mancillada por las mesas de fórmica y por las estampas de la Santita: emprender vuelos rasantes de perdiz, disfrazado de serafín luciente, por las rodillas de vírgenes extrañamente idénticas a las mujeres de Delvaux, maniquíes de asombro desnudo en estaciones que nadie habita. Un resto agonizante de furia salió girando por el desagüe de su boca:

-Señor Morgado, por la salud de sus huevos y la de los míos, no me joda más con la mierda de las cuotas durante un año, y dígales a la Sociedad de Neurología y Psiquiatría y demás amanuenses del cerebelo afines que se metan mi dinero bien enrolladito y lubricado en el sitio que ya saben, muchas gracias, he dicho y que así sea.

El portero-cobrador lo escuchaba respetuosamente (este tío debe de haber sido en la mili el chivato favorito del sargento, descubrió el médico), reinventando las leyes de Mendel a la medida de su intelecto de dos habitaciones con derecho a cocina:

—Se nota enseguida que el señor doctor es hijo del señor doctor: en una ocasión, su padre de usted sacó al inspector del laboratorio por las orejas.

Con el acimut dirigido hacia el libro de fichar y un seno de Delvaux esfumándose en un ángulo de la mente, el psiquiatra se dio cuenta de pronto de la admiración que habían despertado aquí y allá, en la nostalgia de ciertas barrigas canosas, las proezas bélicas de su progenitor. Chiquillos, los llamaba su padre. Cuando veinte años atrás su hermano y él se iniciaron en el hockey del Fútbol Benfica, el entrenador, que había compartido con su padre Aljubarrotas áureas de cachetadas en la nuca, se quitó el silbato de la boca para advertirles con gravedad:

—Espero que salgan a Joao, que cuando tocaba a Santos era una fiera con los puños. En el treinta y cinco, en el cuadrilátero de la Gomes Pereira, fueron tres de la Academia de Amadora para Sao José.

Y añadió bajito con la dulzura de un recuerdo grato:

—Fractura de cráneo. —Con el tono de voz en el que se revelan secretos íntimos de pasión adolescente, conservada en el cajón de la memoria que se dedica a las inutilidades de pacotilla que dan sentido a un pasado.

—Pertenezco irremediablemente a la clase de los mansos refugiados tras el cercado —reflexionó él al firmar su nombre en el libro que le extendía el bedel, viejo calvo habitado por la extraña pasión de la apicultura, escafandrista de red encallado en un arrecife de insectos—, a la clase de los mansos perdidos refugiados tras el cercado soñando con el toril del útero de su madre, único espacio posible donde aplacar las taquicardias de la angustia.

Y se sintió como expulsado y lejos de una casa cuya dirección había olvidado, porque conversar con la sordera de la madre se le antojaba más inútil que llamar a la puerta cerrada de una habitación vacía, a pesar de los esfuerzos del audífono a través del cual ella mantenía con el mundo exterior un contacto distorsionado y confuso hecho de ecos de gritos y de enormes gestos explicativos de payaso pobre. Para entrar en comunicación con ese huevo de silencio, el hijo iniciaba una especie de tamboreo zulú ritmado con chirridos, saltaba en la alfombra deformándose en muecas de goma, batía palmas, gruñía, acababa desplomándose extenuado en un sofá gordo como un diabético contrario a la dieta, y era entonces cuando, movida por un tropismo vegetal de girasol, la madre alzaba el mentón inocente de la calceta y preguntaba:

—¿Eh? —Con las agujas suspendidas sobre el ovillo a la manera de un chino paralizando los palitos frente al almuerzo interrumpido.

Clase de los mansos perdidos, clase de los mansos perdidos, clase de los mansos perdidos, repetían los escalones a medida que los subía y la enfermería se acercaba a él cual un urinario de estación desde un tren en marcha, regida por una vaca sagrada que con el fin de descomponer las subordinadas se quitaba la dentadura postiza de la boca, como quien se arremanga, para aumentar la eficacia de los insultos. La imagen de las hijas, visitadas los domingos en una casi furtividad de permiso de cuartel, le atravesó oblicuamente la cabeza en uno de esos haces de luz polvorienta que los postigos del desván transforman en una especie triste de alegría. Solía llevarlas al circo en el intento de comunicarles su admiración por las contorsionistas, enlazadas entre sí como iniciales en el ángulo de una servilleta y poseedoras de la belleza impalpable común a los alientos de gasa que anuncian en los aeropuertos la partida de los aviones y a las muchachas de faldas con faralaes y botas blancas trazando elipses hacia atrás en la pista de patinaje del jardín zoológico, y lo decepcionaba como una traición el extraño interés de ellas por las damas equívocas, de pelo rubio con raíces canosas, que amaestraban a perros melancólicamente obedientes y uniformemente horrorosos, o por el chiquillo de seis años rasgando guías telefónicas con la risa fácil de los guardaespaldas en germen, futuro Mozart de la porra. Los cráneos de aquellos dos seres minúsculos que usaban su apellido y prolongaban la arquitectura de sus facciones se le aparecían tan misteriosamente opacos como los problemas de grifos del colegio, y lo asombraba que bajo cabellos que tenían el mismo olor que los suyos brotasen ideas diferentes de las que había almacenado penosamente durante tantos años de vacilaciones y dudas. Se sorprendía de que más allá de tics y gestos la naturaleza no se hubiese empeñado en transmitirles también, como patrimonio, los poemas de Eliot que conocía de memoria, la silueta de Alves Barbosa pedaleando en las Penhas da Saúde, y el aprendizaje ya hecho del dolor. Y por detrás de las sonrisas de ellas distinguía alarmado la sombra de las inquietudes futuras, como en su propio rostro percibía, mirándolo bien, la presencia de la muerte en la barba matinal.

Buscó en la argolla de las llaves la que abría la puerta de la enfermería (mi lado de gobernanta, murmuró, mi faceta de pinche de barcos inventados disputando a los ratones las galletas María de la bodega), y entró en un pasillo largo balizado por gruesos umbrales de sepulturas detrás de los cuales se extendían, en colchas dudosas, mujeres que el exceso de medicinas había transformado en sonámbulas infantas difuntas, convulsionadas por los escoriales de sus fantasmas. La enfermera jefe, en su despacho de doctor Mabuse, se volvía a poner la dentadura postiza en las encías con la majestad de Napoleón coronándose a sí mismo: las muelas, al entrechocarse, producían ruidos secos de castañuelas de plástico, como si sus articulaciones fuesen una creación mecánica para edificación cultural de estudiantes de instituto o de los frecuentadores del Castillo Fantasma de la Feria Popular, donde el olor de las sardinas asadas se combina sutilmente con los gemidos de cólico de los tiovivos. Un crepúsculo pálido se cernía permanentemente en el pasillo y los bultos adquirían, aclarados por las bombillas desparejadas del techo, la textura de vertebrados gaseosos del Dios rivegauche del catecismo, que él imaginaba siempre evadiéndose de la colonia penal de los mandamientos para pasear libre, en las noches de la ciudad, la cabellera bíblica de un Ginsberg eterno. Algunas viejas, que las castañuelas bucales de Napoleón habían despertado de letargos de piedra, chancleteaban al azar de silla en silla idénticas a pájaros soñolientos en busca del arbusto donde afincarse; el médico intentaba en vano descifrar en las espirales de sus arrugas, que le recordaban las misteriosas redes de grietas de los cuadros de Vermeer, juventudes de bigotes engominados, templetes y procesiones, alimentadas culturalmente por Gervasio Lobato, por los consejos de los confesores y por los dramas de gelatina del doctor Julio Dantas, uniendo fadistas y cardenales en matrimonios rimados. Las octogenarias posaban en él sus ojos descoloridos de vidrio, huecos como acuarios sin peces, donde el limo tenue de una idea se condensaba a duras penas en el agua turbia de recuerdos brumosos. La enfermera jefe, centelleantes sus dientes de saldo, pastoreaba a aquel rebaño artrítico arrastrándolo con ambas manos hacia una salita en la que el televisor se había averiado en un haraquiri solidario con las sillas cojas apoyadas en las paredes y el aparato de radio que emitía, con sobresaltos felizmente raros, largos aullidos fosforescentes de perro perdido en la noche de un cortijo. Las viejas se tranquilizaban poco a poco como gallinas libradas del caldo en el gallinero de nuevo en calma, masticando el chicle de las mejillas con rumiaciones prolijas bajo una oleografía piadosa, en la cual la humedad había devorado los bizcochos de las aureolas de los santos, vagabundos anticipados de un katmandú celeste.

La sala de consultas se componía de un armario en ruinas cogido del desván de un cacharrero desilusionado, de dos o tres sillones precarios con el forro asomando de los rasgones de los asientos como pelos de los agujeros de una gorra, de una banqueta contemporánea de la época heroica y tísica del doctor Sousa Martins, y de un escritorio que albergaba en la cavidad destinada a las piernas un cesto de papeles enorme, parturienta carcomida agobiada por un feto excesivo. Encima de un tapete mugriento, una rosa de papel se clavaba en su búcaro de plástico como la bandera remota del capitán Scott en los hielos del polo Sur. Una enfermera parecida a la doña María II de los billetes de banco en versión Campo de Ourique transportó rumbo al psiquiatra a una mujer internada en la víspera y que él no había atendido todavía, zigzagueante por las inyecciones, con la camisa flotando alrededor del cuerpo como el espectro de Charlotte Bronté deslizándose en la oscuridad de una casa antigua. El médico leyó en el informe de ingreso «esquizofrenia paranoide; intento de suicidio», hojeó rápidamente la medicación del Servicio de Urgencias y buscó un bloc en el cajón mientras un sol súbito se adhería, jovial, a los cristales. En el patio de abajo, entre los edificios de la primera y la sexta enfermería de hombres, un negro con pantalones bajados hasta las rodillas se masturbaba frenéticamente apoyado en un árbol, espiado con regocijo por un grupo de criados. Más adelante, cerca de la octava, dos individuos con bata blanca levantaban el capó de un Toyota para examinar el funcionamiento de sus vísceras orientales. Estos amarillos de los cojones comenzaron por las corbatas ambulantes, ya nos colonizan con radios y automóviles y cualquier día de estos nos convierten en los kamikazes de Pearl Harbor futuros; engañados para lanzarnos de cabeza en los Jerónimos en verano, diciendo banzai, cuando bodas y bautizos se suceden a ritmo trepidante de ametralladora mística. La paciente (quien entre aquí para dar pastillas, tomar pastillas o visitar nazarenamente a las víctimas de las pastillas es un paciente, sentenció el psiquiatra para sus adentros) le apuntó a la nariz sus órbitas manchadas de comprimidos y articuló con una determinación tenaz:

—Cabrón.

Doña María II se encogió de hombros como para limar las asperezas del insulto:

—Está así desde que llegó. Si viese, doctor, la escena que montó con su familia, no daría crédito. Menos bonitas, nos ha dicho de todo.

El médico escribió en el bloc: cabrón, bonitas, de todo, trazó una raya por debajo como si preparase una suma y añadió con mayúsculas «CARAJO». La enfermera, que leía por encima del hombro, retrocedió un paso: educación católica a prueba de balas, supuso él observándola. Educación católica a prueba de balas y virgen por tradición familiar: su madre debía de estar rezando a santa María Goretti mientras la hacía.

La Charlotte Bronté tambaleando al borde del KO químico dirigió hacia la ventana una uña cuyo esmalte estallaba:

—¿Alguna vez vio el sol ahí fuera, cabrón?

El psiquiatra garabateó «CARAJO + CABRÓN = Y UNA MIERDA», arrancó la hoja y se la entregó a la enfermera.

—¿Entiende? —preguntó él—. Esto lo aprendí con mi primera maestra de manualidades, dicho sea de paso y en secreto, el mejor clítoris de Lisboa.

La mujer se puso rígida, con una indignación respetuosa:

-Usted está muy animado, doctor, pero yo tengo otros médicos que atender.

El hombre le lanzó, con un gesto amplio, la bendición urbi et orbi que había visto una vez por televisión:

—Id en paz —deletreó con acento italiano—. Y no perdáis mi mensaje papal sin darlo a leer a los obispos, mis dilectos hermanos. Sursum corda y Deo gratias o viceversa.

Cerró cuidadosamente la puerta tras ella y volvió a sentarse frente al escritorio. Charlotte Bronté lo observó con párpados críticos:

—Aún no he decidido si usted es un cabrón simpático o antipático, pero por si las moscas me cago en su madre.

Me cago en su madre, meditó él, qué exclamación adecuada. La movió dentro de la boca con la lengua como si fuese un caramelo, sintió su color y su sabor tibio, retrocedió en el tiempo hasta encontrarla a lápiz en los baños del instituto entre dibujos explicativos, invitaciones y coplillas y el recuerdo asqueado de los cigarrillos clandestinos comprados sueltos en la Papelería Académica a una diosa griega que barría el mostrador con el exceso de los senos, deteniendo en él sus pupilas vacías de estatua. Una señora delgaducha con expresión subalterna tejía jerséis en un rincón sombrío anunciada por un letrero apresurado en el escaparate («JERSÉIS CON PREFECIÓN Y RAPIDEZ») tal como los carteles colgados en las rejas del jardín zoológico anuncian los nombres en latín de los animales. Olía persistentemente a lápiz Viarco y a humedad y las damas de los alrededores con las compras de la plaza envueltas en papel de periódico iban a quejarse a las mamas helénicas, con murmullos desolados, de sus miserias conyugales pobladas de manicuras perversas y de francesas de cabaret que seducían a sus maridos al exponer a cuatro patas, al ritmo afrodisíaco del «Vals de la medianoche», la desnudez experta de las caderas.

El negro que se masturbaba en el patio inició para edificación de los criados contorsiones orgásmicas desordenadas de manguera suelta. L'arroseur arrosé. Incansable, Charlotte Bronté volvió a la carga:

—Oiga, zopenco, ¿sabe quién es la dueña de esto?

Y después de una pausa destinada a dejar extenderse en el médico el pánico escolar de la ignorancia, se dio una palmada propietaria en la barriga:

—Soy yo.

Los ojos que desdeñaban al psiquiatra se rayaron de repente con tracitos métricos de cinta de medir:

—No sé si despedirlo o nombrarlo director; depende.

—¿Depende?

—Depende de la opinión de mi marido domador de leones de bronce marqués de Pombal Sebastiáo de Meló. Vendemos animales amaestrados a estatuas, jubilados barbudos de piedra para fuentes, soldados desconocidos a domicilio.

El hombre había dejado de escucharla: su cuerpo mantenía la curva obsequiosa de signo de interrogación en apariencia atento de tercer oficial por concurso; la frente, en la que confluían todos los accidentes geográficos de su rostro como transeúntes en un epiléptico convulso como lagartija en una cuesta, se fruncía con un aséptico interés profesional, la estilográfica aguardaba la orden estúpida de un diagnóstico definitivo, pero en el escenario de la sesera se sucedían las imágenes vertiginosas y confusas en las que se prolonga el sueño por la mañana, combatido por el sabor del dentífrico en la lengua y la falsa frescura de la loción de afeitar, señales inequívocas de trajinar ya, instintivamente, en la realidad de lo cotidiano, sin espacio para la pirueta de un capricho: sus proyectos imaginarios de Zorro se disolvían siempre, antes de comenzar, en el Pinocho melancólico que lo habitaba, exhibiendo la vacilación de la sonrisa pintada bajo la línea resignada de su boca auténtica. El portero que lo despertaba todos los días a toques pertinaces de timbre se le antojaba un San Bernardo con un barrilito al cuello salvándolo in extremis de la nevasca de una pesadilla. Y el agua de la ducha, al caer por sus hombros, se llevaba de la piel el sudor de angustia de una desesperanza tenaz.

Desde que se separó de su mujer cinco meses atrás, el médico vivía solo en un apartamento decorado con un colchón y un despertador mudo inmovilizado de nacimiento en las siete de la tarde, malformación congénita de su agrado porque detestaba los relojes en cuyo interior de metal palpita el muelle taquicárdico de un corazoncito ansioso. El balcón saltaba directamente al Atlántico por encima de las ruletas del casino, donde se multiplicaban norteamericanas ansiosas cansadas de fotografiar tumbas barrocas de reyes, exhibiendo las pecas esqueléticas de los escotes en una estremecedora audacia de cuáqueras renegadas. Tendido sobre las sábanas sin bajar la persiana, el psiquiatra sentía que sus pies tocaban la oscuridad del mar, diferente de la oscuridad de la tierra por la inquietud rimada que lo agita. Las fábricas de Barreiro introducían en el lila de la aurora el humo musculoso de las chimeneas distantes. Gaviotas sin brújula tropezaban, estupefactas, con los gorriones de los plátanos y las golondrinas de cerámica de las fachadas. Una botella de aguardiente iluminaba la cocina vacía con la lámpara votiva de una felicidad de cirrosis. Con la ropa desparramada en el suelo, el médico aprendía que la soledad personal posee el gusto ácido del alcohol sin amigos, bebido a morro, apoyado en el zinc del fregadero. Y acababa concluyendo, al volver a poner el tapón con una palmada, que se asemejaba al camello que rellena su joroba antes de la travesía por un largo paisaje de dunas que habría preferido no conocer nunca.

Era en momentos así, cuando la vida se vuelve obsoleta y frágil como los bibelots que las tías abuelas distribuyen en salitas impregnadas del olor mezcla de orina de gato y de jarabe reconstituyente, y a partir de los cuales rehacen la minúscula monumentalidad del pasado familiar a la manera de Cuvier creando pavorosos dinosaurios con astillas insignificantes de falangetas, que el recuerdo de sus hijas le volvía a la memoria con la insistencia de un estribillo del que no lograba desembarazarse, agarrado a él como una tirita al dedo, y le producía en el vientre el tumulto intestinal de retortijón de tripas en el que la nostalgia encuentra el escape extraño de un mensaje de gases. Las hijas y el remordimiento de haberse escapado una noche, con la maleta en la mano, al bajar las escaleras de la casa en la que había vivido durante tanto tiempo, tomando conciencia peldaño a peldaño de que abandonaba mucho más que una mujer, dos niñas y una complicada tela de sentimientos tempestuosos pero agradables, pacientemente segregados. El divorcio sustituye en la época actual al rito iniciático de la primera comunión: la certidumbre de amanecer al día siguiente sin la complicidad de las tostadas del desayuno compartido (para ti la miga, para mí la corteza) lo aterrorizó en el vestíbulo. Los ojos desolados de la mujer lo perseguían escalones abajo: se alejaban el uno del otro tal como se habían acercado, trece años antes, en uno de esos agostos de playa hechos de aspiraciones confusas y de besos afligidos, en el mismo vertiginoso y ardiente reflujo de la marea. El cuerpo de ella seguía siendo joven y leve a pesar de los partos, y el rostro mantenía intactas la pureza de los pómulos y la nariz perfecta de una adolescencia triunfal: junto a esa belleza esbelta de Giacometti maquillado se sentía siempre desmañado y tosco en su envoltorio que comenzaba a amarillear en un otoño sin gracia. Había momentos en que le parecía injusto tocarla, como si el contacto de sus dedos despertase en ella un sufrimiento sin razón. Y se perdía entre sus rodillas, ahogado de amor, balbuceando las palabras de ternura de un dialecto inventado.


¿Cuándo fue que me jodí?, se preguntó el psiquiatra mientras Charlotte Bronté proseguía impasible su discurso de Lewis Carroll grandioso. Como quien mete sin pensar la mano en el bolsillo en busca de la propina de una respuesta, sumergió el brazo en el cajón de la infancia, prendería inagotable de sorpresas, tema sobre el cual su existencia posterior calcaba variaciones de una monotonía opaca, y trajo el azar a la superficie, nítido en la concha de la palma, él niño acuclillado en el orinal frente al espejo del armario en el que las mangas de las chaquetas colgadas de perfil como las pinturas egipcias multiplicaban la abundancia de lianas blandas de los trajes Príncipe de Gales de su padre. Un chico rubio que alternadamente se expresa y observa, pensó concediendo una mirada de soslayo a los años vacíos, he ahí un razonable resumen de los capítulos anteriores: solían dejarlo así varias horas seguidas en su taza de Sévres de esmalte donde el pis tocaba escalas tímidas de arpa, conversando consigo mismo las cuatro o cinco palabras de un vocabulario monosilábico completado con onomatopeyas y chillidos de mico abandonado, al mismo tiempo que en el piso de abajo la trompa de oso hormiguero de la aspiradora absorbía carnívoramente los flecos comestibles de las alfombras, manejada por la mujer del guardes, a quien el malestar de las piedras de la vesícula acentuaba su aspecto otoñal. ¿Cuándo fue que me jodí?, preguntó el médico al muchacho que poco a poco se disolvía con su tartamudez y su espejo para ceder el paso a un adolescente tímido, con los dedos manchados de tinta, apoyado en una esquina propicia para observar el paso indiferente y risueño de las chicas del instituto cuyos calcetines cortos lo trastornaban con deseos confusos pero vehementes ahogados en infusiones solitarias en el bar vecino, rumiando en un cuaderno sonetos a la manera de Bocage vigilados por la censura estricta del catecismo de buenas costumbres de sus tías. Entre esas dos fases de larva incipiente se plantaban, como en una galería de bustos de yeso, mañanas de domingo en museos desiertos balizados con retratos al óleo de hombres feos y con escupideras hediondas donde las toses y las voces repercutían como en garajes por la noche, lluviosos veranos de balnearios inmersos en neblinas irreales de las que nacían a duras penas siluetas de eucaliptos heridos, y sobre todo las arias de ópera de la radio oídas desde su cama de muchacho, duetos de insultos agudos entre una soprano con pulmón de pescadera y un tenor que, incapaz de hacerle frente, acababa ahorcándola a traición con el nudo corredizo de un do de pecho interminable, otorgando al miedo a la oscuridad la dimensión de la Caperucita Roja escrita por un lápiz de violonchelos. Las personas mayores poseían en ese momento una autoridad incontestable avalada por sus cigarrillos y sus achaques, inquietantes reyes y sotas de una baraja terrible cuyos lugares en la mesa se reconocían a través de la localización de los envases de medicamentos: separado de ellas por la sutil maniobra política de bañarme a mí mientras yo nunca los veía desnudos a ellos, el psiquiatra se conformaba con el papel de casi comparsa que le atribuían, sentado en el suelo de la sala a vueltas con los juegos de cubos que se permiten como pasatiempo de los vasallos, anhelando la gripe providencial que desviase del periódico a sí mismo la atención cósmica de aquellos titanes, transformada de pronto en un desvelo de termómetros y de inyecciones. Su padre, precedido por el olor a brillantina y a tabaco de pipa cuya combinación representó para él, durante muchos años, el símbolo mágico de una virilidad segura, entraba en la habitación jeringuilla en ristre y, después de enfriarle las nalgas con la brocha de afeitar húmeda del algodón, le introducía en la carne una especie de dolor líquido que se solidificaba en un guijarro desgarrador: lo recompensaban con los frasquitos de penicilina vacíos que exhalaban una estela de perfume terapéutico, tal como brota de los desvanes cerrados, por las rendijas de la puerta, el aroma de moho y espliego de los pasados difuntos.

Pero él, él, él, ¿cuándo se había echado a perder? Hojeó rápidamente su niñez desde el septiembre remoto del fórceps que lo había expulsado de la paz de acuario uterina a la manera de quien arranca un diente sano de la comodidad de la encía, se detuvo en los largos meses de Beira iluminados por la bata floreada de la abuela, crepúsculos en el balcón sobre la sierra oyendo el fulgor blando de la fiebre monótona de los cortones, campos en declive marcados por las líneas de las vías del tren idénticas a venas salientes en el dorso de la mano, saltó las aburridas páginas sin diálogo de algunas muertes de primas ancianas a las que el reumatismo había combado en reverencias de herradura, tocando con las hebras de los cabellos blancos los nudos de gota de las rodillas, y se preparaba para explorar empuñando su lupa psicoanalítica las angustiosas vicisitudes de su debut sexual entre un frasco de permanganato y una colcha dudosa que conservaba viva, junto a la almohada, la huella de yeti de la suela del cliente anterior, demasiado apresurado para preocuparse por el detalle insignificante de los zapatos o suficientemente pudoroso para mantener los calcetines en aquel altar de blenorragia con taxímetro, cuando Charlotte Bronté lo despertó a la realidad presente de la mañana hospitalaria sacudiéndole con ambas manos las solapas de la chaqueta al mismo tiempo que entrelazaba el grueso hilo de lana libertaria de «La Marsellesa» en el ganchillo arrabalero del fado alejandrino con las agujas diestras de un contralto inesperado. Su boca, redonda como aro de servilleta, exhibía al fondo la lágrima trémula de la úvula balanceándose como un péndulo al ritmo de sus gritos, los párpados caían sobre las pupilas perspicaces a la manera de telones de teatro que hubiesen bajado por error en medio de un Brecht sabiamente irónico. Las cuerdas de nailon de los tendones de la nuca se estiraban con esfuerzo bajo la piel y el médico pensó que era como si Fellini hubiese invadido de pronto uno de esos hermosos dramas paralizados de Chejov en los que gaviotas gaseosas se consumían de dolor contenido tras la llamita vacilante de una sonrisa, y en que más allá de la puerta cerrada las criadas debían comenzar a agitarse con inquietudes solícitas, imaginándolo ahorcado con el elástico negro de una liga. Charlotte Bronté, saciada, se acomodó en el trono del diván como quien regresa motu proprio al orgullo intransigente del exilio.

—Maldito cabrón de mierda —articuló ella con el tono distraído de quincuagenaria que conversa con las amigas contando los puntos del tejido.

El psiquiatra se dio prisa en aprovechar esa favorable disposición de humor para escaparse furtivamente hacia la trinchera de la sala de vendajes. Una enfermera que él estimaba, y cuya amistad tranquila había apaciguado más de una vez los impulsos destructivos de sus furias de maremoto, preparaba pacíficamente las medicaciones del almuerzo echando comprimidos idénticos a caramelos smarties en una bandeja repleta de vasitos de plástico.

-Deolinda —la informó él—, estoy tocando fondo.

Ella movió el rostro con pico de tortuga bondadosa:

—¿No se termina nunca ese bajón?

El médico alzó los gemelos de la camisa hacia el techo de piedra caliza desconchada en una patética imploración bíblica, con la esperanza de que la teatralidad voluntaria ocultase parte de su sufrimiento verdadero:

-Usted se encuentra (obsérveme bien), para su felicidad y para mi infelicidad, ante el mayor espeleólogo de la depresión: ocho mil metros de profundidad oceánica de la tristeza, negrura de aguas gelatinosas sin vida salvo algún que otro repugnante monstruo sublunar con antenas, y todo esto sin batiscafo, sin escafandra, sin oxígeno, lo que significa, obviamente, que agonizo.

—¿Por qué no vuelve a su casa? —preguntó la enfermera, que poseía el sentido práctico de la existencia y la certidumbre inconmovible de que, aunque la línea recta no sea forzosamente el camino más corto entre dos puntos, por lo menos es lo aconsejable para sacar del laberinto a los espíritus tortuosos.

El psiquiatra cogió el teléfono y pidió que llamasen al hospital donde trabajaba un amigo: es el momento de aferrarme a cualquier cosa, decidió.

—Porque no lo sé, porque no puedo, porque no quiero, porque he perdido la llave —declaró a la enfermera sabiendo perfectamente que mentía.

Yo miento y ella sabe que miento y que sé que ella sabe que miento y lo acepta sin enfado ni sarcasmo, comprobó el médico. De cuando en cuando nos cae en suerte toparnos con una persona así, que nos quiere no a pesar de nuestros defectos sino con ellos, con un amor simultáneamente despiadado y fraternal, pureza de cristal de roca, aurora de mayo, bermellón de Velázquez.

—Mire —dijo el médico tapando el micrófono con la manga—, no sabe cuánto le agradezco que exista.

En ese instante, la voz de su amigo llegó pequeñita al teléfono, formuló con cuidado:

—¿Dígame? (Y él imaginó una pinza delicada cogiendo suavemente cualquier cosa frágil y preciosa.)

—Soy yo —respondió rápido porque sintió que empezaba a emocionarse—. Estoy tocando fondo, el fondo del fondo, y te necesito.

En el silencio del teléfono, se adivinó al amigo desplegando mentalmente su agenda del día:

—Puedo suspender un almuerzo —anunció por fin—. Nos vamos juntos a uno de esos comederos que tú frecuentas y durante la hamburguesa te desahogas conmigo.

—A la una en las Galerías —decidió el psiquiatra mirando a la enfermera que salía con la bandeja repleta de granitos rojos, amarillos y azules estremeciéndose en los recipientes de plástico—. Y gracias.

—A la una —confirmó su amigo.

El médico dejó el teléfono con la velocidad suficiente para no oír el sonido del aparato al colgarse, inútil ruido penoso que le recordaba agrias discusiones alimentadas por el despecho y los celos. Se ajustaba la corbata que Charlotte Bronté había desarreglado, en busca de la bisectriz del cuello, cuando el Napoleón de la dentadura postiza, haciendo repicar centenares de muelas, fue a comunicarle que lo llamaban de Urgencias. Desde el cuarto de baño de enfrente salió corriendo una muchacha semidesnuda abrazada a un fajo de periódicos desgarrados:

—Hay que apretarle las clavijas a Nélia —opinó el Corso de las mandíbulas desmontables—. Está insoportable. Incluso hoy me ha dicho que quería ver mi sangre saliendo a borbotones por el pasillo de la enfermería.

—Tiene las nalgas llenas de marcas de las inyecciones —la defendió el médico—. ¿Qué puedo hacer yo? Además, ¿no le parece poética, señora, la idea de su sangre derramada? Un final estilo César, ¿qué más quiere? —Y añadió en un susurro confidencial—: ¿Qué piensa, jefa, de las muertes violentas? Tal vez le den su nombre a un ala del hospital: a fin de cuentas, a Miguel Bombarda le pegaron un tiro.

Desde lejos, Nélia les envió el gesto más obsceno de su muestrario elemental de colegio de monjas: algunos de los periódicos se le escurrieron de las manos cerca de una criada que enceraba el suelo tripulando una maquinita prima de una cortacésped esquemática, la cual devoró incontinente las noticias con un apetito ronroneante de boa, tosió tres o cuatro veces, sollozó, y se inmovilizó contra la pared en una agonía espectacular de King Kong cinematográfico. Napoleón se precipitó chancleteando hacia ella como hacia un hijo enfermo: el psiquiatra calculó que iba a intentar, desesperada, la respiración boca a agujero, y le dio la espalda molesto por ese acto de amor contra natura.

—¿Es bueno en la cama el robot de sacar brillo? —le preguntó a la enfermera que regresaba sin smarties, empuñando la bandeja vacía desprovista del encanto trémulo de las pastillas.

—Cuanto más se conoce a los hombres más se aprecia a los electrodomésticos —respondió ella—. Convivo maritalmente con una cocina de dos quemadores y somos felices. Lo único que me da pena es el pulmón de acero de la garrafa de butano.

—En un hospital de locos, ¿dónde están los locos? —insistió el médico—. ¿Por qué nosotros, que aún tenemos permiso de salida diaria, seguimos arrastrándonos por aquí si todas las semanas hay un barco para Australia y existen bumeranes que no regresan al punto de partida?

—Yo soy demasiado vieja y usted es demasiado joven -explicó la enfermera—. Y los bumeranes acaban siempre volviendo aunque sea de puntillas, por la noche, con un zumbidito avergonzado.

Volver, pensó el psiquiatra repitiendo el verbo con una lentitud de campesino que liase un cigarrillo pensativo en la tarde de un campo de trigo, volver, abrir la puerta con la sencillez literaria de «El suave milagro» de Eça e informar sonriendo ¿Estoy aquí? ¿Volver como un tío de América, un hijo de Brasil, un salvado por milagro de Fátima con victoriosas muletas al hombro, iluminado aún por la visión de una quiromántica celeste manejando hábiles trucos bíblicos en el escenario de una encina? ¿Volver como había vuelto años atrás de la guerra de África, a las seis de la mañana, para un mes de felicidad furtiva en una buhardilla oblicua, comprobando calle a calle, en el taxi, que nada había cambiado en su ausencia, país en blanco y negro de muros encalados y de viudas de riguroso luto, de estatuas de regicidas alzando brazos carbonarios en plazas habitadas, a dosis equitativas, por jubilados y palomas, unos y otros olvidados ya de la alegría de un vuelo? La sensación de haber perdido la llave, aunque la conservase en la guantera del automóvil entre papeles manchados de aceite y tubos de comprimidos para dormir, lo hizo experimentar la angustia sin amarras de la soledad absoluta: algo que desconocía y le entorpecía los gestos, le impedía marcar el número que seguía a su nombre en la guía telefónica y pedir socorro a la mujer que amaba y que lo amaba. La crueldad de esa impotencia le subió a los ojos en medio de una neblina de ácido difícil de reprimir como la turbulencia de un eructo. Los dedos de la enfermera llegaron a rozarle levemente el codo:

—Tal vez —dijo ella— haya bumeranes que no regresan. Y aun así logran mantenerse a flote.

Y al psiquiatra le pareció que acababa de recibir una especie de extremaunción definitiva.

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