El Álbum Negro de Hanif Kureishi


1
Una noche, cuando Shahid Hasan salía del retrete común, volviendo a asegurar la puerta con una lazada y abrochándose en el pasillo a la pálida luz de una bombilla, se abrió la puerta de la habitación vecina a la suya y apareció un individuo con una cartera. De corta estatura, llevaba una camisa con el cuello abierto, zapatos marrones y uno de esos trajes de tono incierto, entre pajizo y descolorido.
Shahid se sorprendió. La Facultad le había asignado una habitación en una residencia junto a un restaurante chino en Kilburn, al noroeste de Londres. Las numerosas habitaciones del edificio de seis pisos estaban llenas de africanos, irlandeses, paquistaníes y algunos estudiantes ingleses. Los diversos inquilinos escuchaban música, fumaban droga e infestaban los sórdidos pasillos de olor a lociones baratas para después del afeitado y a cocido de cabra, efluvios que, entre otros, hacían que el papel de las paredes se combara como antiguos pergaminos. A todas horas, pero sobre todo de noche, los inquilinos discutían en diversas lenguas, castigaban a sus perros, ensalzaban a sus pájaros y practicaban con la trompeta. Pero hasta aquel momento Shahid no había oído el más leve rumor en la habitación de al lado. Al creer que no estaba alquilada, temía no haberse inhibido a la hora de hacer ciertos ruidos de los que ahora se avergonzaba.
La bombilla se apagó: cada tramo de escaleras se iluminaba mediante un interruptor automático cuidadosamente calculado para apagarse antes de que uno llegara a su destino, por mucha prisa que se diese. En la penumbra, el desconocido parpadeó en dirección a Shahid y pareció cortarle el paso. Shahid estaba a punto de disculparse cuando su vecino dijo algo en urdu. Shahid contestó y el desconocido, como confirmando una sospecha, avanzó otro paso, le tendió la mano y se presentó. Se llamaba Riaz Al-Hussain.
La primera impresión de Shahid fue que Riaz andaría por los cuarenta y tantos años, pero cuando aquel individuo cetrino y medio calvo habló, vio que como mucho sólo era diez años mayor que él. Tenía un aire remilgado y ojos menudos, de ratón de biblioteca.
Pero seguramente aquel aspecto amable era engañoso. Su vecino tenía algo intimidante, pues mientras intercambiaban palabras corteses y descubrían que ambos estudiaban en la misma Facultad, observaba a Shahid fijamente, como traspasándole con la mirada, haciendo que se sintiera halagado por el interés que le mostraban y a la vez un tanto tenso y vulnerable.
Riaz tomó una decisión.
—Vámonos.
—¿Adónde?
Cogió del brazo a Shahid.
—Vamos.
De buen grado, aunque por motivos que desconocía, Shahid se dejó llevar por los dos tramos de escaleras y entre las bicicletas y los montones de correo sin dueño del vestíbulo. Al salir a la calle, Riaz se volvió hacia él husmeando el aire y le indicó, amablemente, que fuese a buscar una chaqueta y una bufanda, si tenía. Parecía que iban a emprender un viaje.
Cuando Shahid se hubo abrigado y echaron a andar, Riaz se dirigió a él como si hiciera mucho que no sentía tanta comprensión ni simpatía por una persona.
—¿Has comido? Cuando me pongo a pensar o a escribir pasan horas sin que me acuerde de comer y de pronto me entra un apetito voraz. ¿Te ocurre lo mismo a ti?
Shahid, que en las dos semanas de curso apenas había tenido ocasión de dedicar ni recibir una sonrisa amistosa, se sintió efusivo.
—Hace días que se me hace la boca agua pensando en una buena comida india, pero no sé adónde ir.
—Es lógico que eches de menos la comida india. Eres compatriota mío.
—Pues... no exactamente.
—Claro que lo eres. Me he estado fijando en ti.
—¿Ah, sí? ¿Y qué estaba haciendo?
En vez de contestar, Riaz apretó el paso y siguió en línea recta. Shahid tenía que bajar y subir de la acera para mantenerse a su altura y evitar tropiezos con los irlandeses congregados a la puerta de los pubs. Aquella calle le empezaba a resultar familiar; hasta el momento, la mayoría de sus conocimientos de Londres se centraban en ella. Durante el día era famosa por las tiendas de segunda mano y la sucesión de muebles desvencijados. Los miserables propietarios se sentaban en butacas a la puerta, frente a mesas húmedas y cuarteadas, leyendo periódicos de hípica bajo lámparas de los años cuarenta con pantallas de borlas; sucios colchones con charcos en las fundas de plástico se amontonaban a su alrededor, como sacos terreros.
A Riaz parecía no interesarle la vida que le rodeaba. Shahid se preguntó si trataba de resolver algún problema filosófico o si se apresuraba a una cita y, quizá, sólo necesitaba su compañía para el camino.
Antes de que Shahid se trasladase a la ciudad, cuando en la campiña de Kent soñaba con la variopinta y turbulenta vida de Londres, su hermano Chili le había prestado Malas calles y Taxi Driver para que fuera haciéndose una idea. Pero eran películas extraordinarias, que no lo habían preparado para una pobreza tan trivial. El primer día había visto a una indigente con sandalias de plástico que cruzaba la calle tirando de tres niños y que, una vez en la otra acera, se quitó el calzado y les sacudió con él en los brazos.
Se preguntó, además, si acababan de cerrar algún manicomio en la vecindad, pues día y noche había en High Road docenas de exhibicionistas, charlatanes y locos gritando sin parar. Un hombre con el cráneo rasurado se pasaba el día en un portal con los puños apretados y murmurando entre dientes. Jóvenes vagabundos —Shahid supuso al principio que eran estudiantes— empuñaban latas de cerveza como granadas de mano; después los veía tirados en las puertas con fluidos rezumando de sus cuerpos, como si los perros se les hubiesen meado encima. Una chica se pasaba el día recogiendo leña de obras y contenedores.
De todos modos, los diversos olores a comida india, china, italiana y griega que salían por las puertas abiertas continuaban alegrando a Shahid como la primera vez que pasó frente ellas, lleno de optimismo y expectación, cargando con las maletas. Entre los restaurantes, sin embargo, había muchas tiendas cerradas y aseguradas con tablas; o convertidas en centros de beneficencia. Shahid creía que los londinenses eran especialmente generosos hasta que su casero paquistaní le explicó, riendo, que aquellos centros habían surgido de la quiebra, no de la caridad.
—Desde luego, eres muy trabajador —dijo al cabo Riaz, sin mirar a Shahid—. Todos los que hemos venido aquí lo somos. Pero además tú te dedicas a algo serio.
—¿Ah, sí?
—No me cabe duda de tu formalidad.
Shahid no se sintió inclinado a discutir el discernimiento de Riaz. Lo que le sorprendía era el carácter íntimo de la observación. Quizá había estado últimamente con demasiados ingleses, poco expresivos.
—Sí, he decidido trabajar mucho en la Facultad, porque...
—Este restaurante es excelente. La comida es sencilla. Aquí viene a comer gente corriente.
—Lo recordaré —aseguró Shahid. —Desde luego.
Situado entre una tienda caribeña de disfraces y un restaurante rumano —filas de mesas sin adornos y sillas blancas tras unas sucias cortinas de red— había un bar indio adónde Sahib siguió a su nuevo compañero.
—Te sentirás como en casa.
¿Cómo sabía Riaz que iba a sentirse cómodo en un local con cinco mesas de fórmica y asientos rojos clavados al suelo, todo tan brillantemente iluminado con blancas luces de neón como la celda de una comisaría?
La comida estaba en cazuelas rectangulares de acero bajo un mostrador de cristal, y en cada una había un letrero que indicaba si era oberjean o korjet. La comida se calentaba en dos microondas colocados en un estante. En la pared había una bandeja de cobre con inscripciones de versos coránicos. Un niño, a quien Shahid supuso hijo del dueño, estaba sentado a una mesa haciendo los deberes.
Quizá Riaz temiese haber sido un poco brusco con su nuevo amigo, pues mientras Shahid examinaba los platos le dijo en tono más suave:
—Aunque hayas comido ya, quizá quieras sentarte conmigo. ¿O te resulta demasiada molestia acompañarme?
—No, en absoluto.
—Mira, no me refería simplemente a tus estudios. Estás buscando algo, ¿verdad?
—No estoy seguro —contestó Shahid en tono meditativo—. Pero quizá tengas razón.
Shahid se sentó mientras Riaz se dirigía al mostrador para pedir la comida al dueño, que tenía los dientes enrojecidos de mascar betel. Con un cazo sirvió la comida en platos de plástico y los metió en el microondas. Shahid oyó a Riaz que preguntaba al dueño por su otro hijo, Farhat.
Luego, el de los dientes color de sangre interrumpió la tarea de su hijo pequeño para que sirviese a los clientes.
—¿Dónde está tu hermano? —le preguntó Riaz en un murmullo, sentándose.
El niño miró hacia su padre, como para asegurarse de que no estaba escuchando.
—Hat estudiando. Arriba. No permitido salir esta noche. Papi muy enfadado.
Riaz asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Dile que le veré mañana.
—Vale.
Tras aquel extraño asunto, Riaz y Shahid, quemándose los dedos, partieron los calientes chapattis y los pringaron en dhal y en cremosa keema.Cuando Shahid alzó la cabeza y vio a Riaz comer de aquel modo —rara vez había visto comer a alguien tan deprisa, como si aprovisionara una máquina—, pensó que había tenido un golpe de suerte. Hasta aquel momento, a la espera de que empezase realmente la vida en la Facultad —tenía afán por vencer dificultades, intelectuales y de cualquier otra índole—, lo único que había hecho era leer, escribir, asistir a clase y dar vueltas por ahí. Iba al cine o conseguía entradas baratas para el teatro, y una noche fue a un mitín de los socialistas. Se dirigía a Piccadilly y se sentaba media hora en los escalones de la estatua de Eros, con la esperanza de conocer a alguna chica; vagaba por Leicester Square y Covent Garden; una vez entró en un bar «erótico» donde una mujer se sentó a su lado y un hombre intentó cobrarle cien libras por una botella de agua mineral con gas, dándole un puñetazo al salir. Nunca se había sentido tan invisible; en cierto modo, aquél no era el «verdadero» Londres.
—¿Sabías —preguntó Riaz con la boca llena— que el chile se descubrió en Sudamérica? Viene de una palabra azteca que no pasó a la India hasta la Edad Media.
—No tenía ni idea. Pero a mi hermano le llamamos Chili. Le va bien.
—¿En qué sentido?
—Simplemente le va bien. Dime qué estás estudiando, Riaz.
—Derecho. Durante mucho tiempo he prestado asesoría general y jurídica a la gente pobre y sin cultura de mi barrio que venía a verme. En mi condición de aficionado al tema, hacía lo que podía para ayudarla. Ahora empiezo a estudiarlo en serio.
—¿Y de dónde eres?
—De Lahore. Originariamente.
—Ese «originariamente» es muy importante —observó Shahid.
—Lo más importante de todo. Lo has comprendido, ¿eh? A los catorce años me trajeron a este país.
Shahid supo que Riaz había vivido y trabajado «con la gente», «enseñándole sus derechos», en una comunidad musulmana cerca de Leeds. Su acento, desde luego, tenía rasgos de ambos sitios, lo que explicaba por qué parecía una mezcla de J. B. Priestley y Zia Al Haq. Pero su inglés era preciso, de expresión formal; Shahid sentía la puntuación tendida en el aire como una red. Se acordó de un tío suyo, periodista en Pakistán (encarcelado una vez por Zia por escribir contra su política de islamización), que solía decir que los únicos que hablaban buen inglés eran los habitantes del subcontinente indio. «Ellos nos dieron la lengua, pero sólo nosotros sabemos utilizarla.»
Pero a ese tío, en cuya casa pasaban el invierno Chili y él, tumbados en hamacas bajo los mangos del jardín y discutiendo sobre las fiestas a que debían asistir, le gustaba entretener a sus sobrinos con sus satíricos puntos de vista. Decía que los paquistaníes que vivían en Inglaterra tenían que hacerlo todo, ganar las competiciones deportivas, presentar las noticias, dirigir tiendas y negocios, además de follarse a las mujeres. «¡Vuestro país ha acabado en manos de los hindúes!» A eso le llamaba «la carga del hombre cobrizo».
Chili, hermano mayor de Shahid, había adoptado esa idea a los diecinueve años, antes de casarse con la fascinante Zulma y de que el vídeo de su boda, más largo que El padrino (las tres partes), se convirtiera en visión obligada en todo Karachi y hasta en Peshawar. Al entrar contoneándose en la cocina para desayunar después de haber hecho otra conquista, afirmaba:
—¡Aquí tenemos que hacerlo todo nosotros, yaar! ¡Es nuestra carga..., pero yo puedo llevarla!
Shahid decidió no decir nada sobre su vida privada. Pero Riaz tampoco contaba mucho sobre sí mismo y Shahid se preguntó si no pretendía hacerle alguna proposición concreta. Sospechaba que iba a pedirle un favor. Pero desechó sus recelos; estaba resuelto a no ser una persona cerrada.
Momentos después, Shahid explicaba a Riaz que sus padres y su hermano tenían una agencia de viajes. Veinticinco años antes, la madre de Shahid había sido secretaria y su padre empleado en una pequeña agencia. Ahora, aunque su padre había muerto recientemente, la familia tenía dos oficinas en Kent, en Sevenoaks.
Riaz escuchaba.
—¿Y se perdieron al llegar aquí? —preguntó.
—¿Que si se perdieron?
—Eso he preguntado.
Era una pregunta extraña. Pero ¿no era por eso, después de todo, por lo que había venido a la universidad, para distanciarse de su familia y pensar al mismo tiempo sobre su vida y el motivo que les había traído a Inglaterra?
—Quizá estés en lo cierto. A lo mejor eso es lo que pasó. El trabajo de mi familia siempre ha consistido en trasladar a otros de una parte a otra del mundo. Ellos nunca iban a ningún sitio, aparte de a Karachi una vez al año. No sabían hacer otra cosa más que trabajar. Mi hermano Chili mantiene... una actitud más desahogada. Pero, claro, es de otra generación.
—¿Es uno de esos disolutos?
—¿Disoluto? —Shahid se rio de tan sugestiva palabra—. ¿Qué derecho tienes a decir eso?
Por un momento, fulguró la pasión bajo la fría insistencia de Riaz, quien dio una palmada en la mesa.
—¿Qué derecho?
—Sí —inquirió Shahid.
—Lo que estoy sugiriendo es: ¿qué tiene realmente esa gente, nuestra gente, en la vida?
—Seguridad y empeño, al menos.
—Entonces es que están perdidos.
—¿Cómo?
—No hay duda, si eso es todo lo que tienen. ¡Es lógico!
Shahid se miró los dedos, que la comida había teñido del color de la nicotina. Riaz intentaba provocarle. Lamentaba haber sido tan abierto. Pero también estaba disfrutando de la conversación. Sólo añadiría una cosa.
—Desde luego que han perdido algo —admitió—. No les gusta el arte, por ejemplo. Y al mismo tiempo desdeñan su propio trabajo y se burlan de sus clientes por ir a quemarse los feos cuerpos en playas extranjeras y frecuentar los bares de karaoke.
—¡Sí, tienen razón, precisamente! A ningún paquistaní se le ocurriría hacer el ridículo de esa manera en la playa..., todavía no. Pero pronto, nos pasearemos por ahí con esos biquinis, ¿no crees?
—Eso es lo que mi madre y Chili están esperando. Que los asiáticos empiecen a participar en viajes organizados.
—Disculpa si te hago una pregunta, sé que no te importa, pero veo que tu familia posee cierta distinción.
—Para mí la tiene, sí.
—¿Por qué han permitido entonces que vayas a una universidad tan desastrosa?
Con su aire tímido y sin la jactancia que daba el whisky a los tíos de Shahid, por ejemplo, Riaz resultaba cortés. Pero, al mismo tiempo, Shahid se preguntaba si no le estaba forzando un poco, como tratando de averiguar algo para otros fines. Aunque ¿cuáles podrían ser? ¿Quién era aquel individuo que hacía tales preguntas?
—A causa de una mujer que se llama Deedee Osgood. ¿La conoces?
—Ah, sí. Tiene fama en la Facultad.
—Merecida. Y porque no saqué buenas notas en el instituto.
—¿Tú? —dijo Riaz en tono de preocupación—. ¿Por qué?
—Entonces tenía yo otras cosas en la cabeza, ¿comprendes? Mi novia estaba embarazada. Debió... humm... tuvo que…
—¿Qué?
—Un aborto tardío. Fue un asunto mezquino.
Temía que Riaz se formara una mala opinión de él, probablemente porque él mismo se avergonzaba; y porque, al final, había huido. Riaz, en efecto, suspiró. Shahid prosiguió:
—Después de eso, mis padres me obligaron a trabajar con ellos.
—¿Y tú los respetabas?
—No tanto como debía. Porque en vez de mandar gente a Ibiza, me quedaba sentado en la oficina leyendo a Malcolm X, Maya Angelou y Souls of Black Folk. Leí cosas sobre el Motín, la Partición y Mountbatten. Y una mañana, en la cama, empecé Los hijos de la medianoche. ¿La has leído?
—La encontré acertada con respecto a Bombay. Pero esta vez ha ido demasiado lejos.
—¿Sí? El primer libro me pareció difícil al principio. Tiene un ritmo que no es occidental. Desbordante. Luego vi al autor por televisión, atacando el racismo, informando a la gente de cómo surgió todo. Me dieron ganas de aplaudir, te lo aseguro. Pero después me sentí peor, porque acabé dándome cuenta de algo. Empezaron a ocurrírseme cosas tremendas. Ésa es la verdad, Riaz...
—¡Qué menos!
—Sí. —El corazón de Shahid empezó a latir deprisa—. Creí que iba a volverme loco.
—¿En qué sentido?
—Riaz, yo...
En aquel momento un hombre irrumpió a tal velocidad en el restaurante que Shahid se preguntó si no se precipitaría hacia la puerta trasera perseguido por la policía. Sin embargo fue capaz de pararse en seco, y quedarse cimbreando a su lado. Antes de que abriera la boca, Riaz le impuso silencio alzando autoritariamente el índice. El hombre obedeció en el acto y se sentó, temblando.
—Continúa —dijo Riaz, mirando a Shahid.
—Empecé a sentirme...
—¿Sí, sí?
—... más extraño que de costumbre, en aquella parte del país. Con frecuencia me trataban mal, sin consideración, ¿sabes? Eso me hizo tremendamente sensible. Pensaba que me faltaba algo.
La atención de Shahid se dividía ahora torpemente entre el desconocido que tenía al lado, a quien apenas había tenido tiempo de observar y que escuchaba los detalles más íntimos de su vida, y el hombre de enfrente, que estaba resuelto a enterarse de todo.
—Adondequiera que iba, era la única persona de piel oscura. ¿Cómo me veían los otros? No me atrevía a ir a ciertos sitios. No sabía lo que pensaban. Tenía la seguridad de que estaban llenos de desprecio, asco y odio. Y si se mostraban amables, pensaba que eran unos hipócritas. Me volví paranoico. No salía. Era consciente de que estaba confuso y... jodido. No sabía qué hacer.
Shahid se volvió hacia el recién llegado, que escuchaba con atención, moviendo la cabeza y los dedos como al compás.
—Escucho el lamento de cada repliegue de tu alma —dijo el desconocido—. Llámame Chad.
—Shahid.
—Es mi vecino —explicó Riaz a Chad.
Se estrecharon la mano. Chad era de los que llenan una habitación: un individuo voluminoso, de cara ancha, con aspecto de adolescente que trata de ser adulto. Parecía reventar de apetito.
—Hay algo mucho peor. —Shahid tenía la boca seca y le temblaban las manos. Intentó levantar el vaso, pero vertió agua en la mesa—. No creo que pueda hablar de ello. Pero quizá debería.
—Debes hacerlo —le instó Riaz.
—Sí —coreó Chad.
Se inclinaron hacia él, haciendo caso omiso del agua que les empapaba las mangas.
—Quise ser racista.
La seriedad de Chad cobró aspectos más graves. Con una mirada a Riaz, se levantó y se dirigió al mostrador a buscar su comida. Shahid esperó a que volviera. Riaz parecía canturrear para sus adentros.
Shahid estaba temblando.
—Tenía la cabeza llena de fantasías de matar negros.
—¿De qué estamos hablando ahora? —preguntó Chad.
—¿De qué? De ir por ahí maltratando paquistaníes, negros, chinos, irlandeses, toda la canalla extranjera. En cuanto los veía les insultaba en voz baja. Me daban ganas de darles una patada en el culo. La idea de acostarme con una asiática me ponía enfermo. Estoy siendo muy franco con vosotros...
—Abre tu corazón —murmuró Chad, sin probar la comida.
—Ni cuando venían a mí soportaba tocarlas. Pensaba, ya sabéis, que las asiáticas pretenden casarse en cuanto las tocan. No tocaría carne cobriza a no ser con un hierro de marcar. Odiaba a todos los hijoputas extranjeros.
—¿Cómo hemos llegado a eso? —exclamó Riaz en voz baja.
—Me decía... ¿por qué no puedo ser racista como todo el mundo? ¿Por qué tengo que perderme ese privilegio? ¿Por qué sólo yo tengo que ser bueno? ¿Por qué no puedo andar fanfarroneando por ahí, molestando a los individuos inferiores? Empecé a volverme como ellos. Me estaba convirtiendo en un monstruo.
—Tú no querías ser racista —aseveró Chad—. Te lo digo desde ahora mismo, categóricamente. Y te comunico que eso ya está solucionado.
Chad miró a Riaz que, con una compasiva inclinación de cabeza, confirmó que efectivamente ya estaba todo arreglado.
—No te lo tomes demasiado personalmente —prosiguió Chad, señalándose a sí misino e incluyendo con el gesto á Riaz—. Porque nosotros sabemos de eso. Y no te consideramos racista para nada.
—Soy racista.
Chad dio una palmada en la mesa.
—¡Ya te he dicho que sólo eres un instrumento!
—Quise afiliarme al Partido Nacional Británico.
—¿Sí?
—Habría rellenado los formularios, si es que los tienen. —Shahid se volvió hacia Riaz—: ¿Cómo se solicita entrar en una de esas organizaciones?
—¿Cómo sabría nuestro hermano una cosa así?
Chad estaba perdiendo la calma. Se remitió a Riaz, que se puso a buscar algo en la cartera: había dado la aprobación definitiva con una inclinación de cabeza.
—Escucha —prosiguió Chad con tensa paciencia—. Éste ha sido el siglo racista más largo y cruel de toda la historia. ¿Cómo no recibir sus vibraciones de una forma distorsionada? Todos los blancos tienen algo de Hitler: eso es lo que te han transmitido. Lo único que han hecho nunca por nosotros.
—¡Sólo se salvan los que se purifican! —sentenció Riaz.
Se levantó y se dirigió a la puerta.
—Nuestro hermano necesita aire fresco —dijo Chad—. Vaya, todos lo necesitamos.
Chad y Shahid siguieron a Riaz de vuelta a la residencia. Shahid estaba confuso, inquieto por si había molestado a sus nuevos compañeros hasta el punto de que rechazaran su amistad. Chad le caía simpático. La risa le brotaba por todo el cuerpo, hombros, vientre, pecho, y las manos se le agitaban como ventiladores, como si le pusieran en marcha un motor en el estómago. Chad había emprendido, sin embargo, la ardua tarea de vigilar aquel exceso de risa: parecía avergonzado de hallar tantos motivos de alegría.
Frente a la puerta de Riaz, Shahid estrechó temerosamente la mano de su vecino y, con cierta deferencia implícita, le dijo:
—Me alegro de haberte conocido esta tarde.
—Gracias —repuso Riaz—. Yo también he aprendido cosas.
—Adiós.
—Nada de despedidas.
—¿Cómo?
—Nos alegramos de tenerte con nosotros.
Y Riaz sonrió a Shahid como si hubiera pasado una especie de prueba.

2
Momentos después, cuando Shahid abrió la puerta de su habitación, encontró a Chad a su espalda, dispuesto a entrar.
—Pasa —dijo Shahid, sin necesidad.
Chad cerró la puerta al entrar y, acercándose a Shahid, le preguntó en voz baja:
—¿Qué tal está?
—Bien —contestó Shahid, comprendiendo que Chad se refería a su vecino y preguntándose si el pobre Riaz quizá tuviese alguna enfermedad. Desde luego no parecía tener una salud de hierro—. ¿Quieres beber algo?
—Tomaré agua, después. Francamente, tienes mucha suerte de vivir a su lado, ¿y dices que está bien, según tú?
—¿Por qué no había de estarlo?
Chad escrutó el rostro de Shahid, como pensando que Riaz le había hecho partícipe de sus secretos.
—Bueno, bueno —dijo con alivio—. Estos últimos días me he mantenido aparte porque tiene que acabar un proyecto muy especial para él. Sé que pronto me dejará echarle el primer vistazo..., está a punto de concluirlo. Pero ¿no trabaja demasiado?
—Le dedica todo el tiempo —afirmó Shahid, en tono seguro.
—Hay mucho que hacer.
—Desde luego. —Animado, Shahid se atrevió a formular una pregunta—: ¿Sabes exactamente en qué está trabajando?
—¿Cómo?
—Quiero decir... ¿es algo específico, aparte de lo normal?
—Pero si no habla de eso, Shahid.
—Ya sé, ya sé. Pero...
—Sí, es algo especial. Además de lo habitual: cartas a diputados, al Ministerio del Interior y a las autoridades de inmigración. Artículos de prensa. También intenta sacar dinero a ciertas empresas para fundar un periódico. Y se trae algo entre manos con los iraníes. No le gusta hablar de eso. Supongo que ya lo sabes. De todos modos...
Shahid notó la tristeza en la mirada de Chad, como si en todo aquello hubiese algo que le doliera profundamente.
—Lo que dijiste en el restaurante... me llegó directamente al corazón. —Entrechocaron los puños—. Hiciste bien en decirlo. El hombre que habla es como un león. Tú eres un león. —Chad abrió la puerta—. Vamos.
—¿Adónde?
—Ven.
Shahid siguió a Chad igual que antes había seguido a Riaz.
Con una señal convenida, Chad llamó a la habitación que Shahid había creído vacante. A una palabra del interior, entraron.
Riaz estaba sentado de espaldas a la puerta, trabajando a la luz de una lámpara frente a un escritorio rebosante, de cara a la sala de bingo de la otra acera.
Chad se llevó el dedo a los labios.
—Chss...
A Shahid le gustó ver así a Riaz: unía la erudición, el estudio y la sed de conocimiento con la bondad.
La habitación era más grande que la suya, con el mismo papel combado. Pero estaba infinitamente más llena, de libros, papeles, carpetas y cartas. Todo amontonado en el suelo o rebosando de archivadores y como pegados en la repisa de la ventana, quizá con pringue de chutney o de encurtidos. Shahid estaba seguro de que algunas de las carpetas de aspecto quebradizo estaban hechas de nan o chapattis secos, contenían rancios poppadams y las habían atado con telas de araña.
En el piso de arriba estaba sonando un disco de Donna Summer y se oían gemidos masculinos. Shahid estuvo a punto de soltar una risita, pero intuyó rápidamente que ninguno de sus nuevos amigos le vería la gracia. Se preguntó si Riaz sabría que en la residencia, además de los inquilinos corrientes, había varios homosexuales. Encima de Shahid vivía un marica aficionado a las anfetaminas que no cesaba de limpiar los pasillos.
—Se podría comer en este suelo —decía cuando pasaba alguien.
A espaldas de Riaz, Chad empezó a llevar papeles de un inestable montón a otro. Miraba los lomos de los volúmenes descuadernados, los quitaba de una silla y los ponía en el suelo, en el sitio menos adecuado, donde tropezaba al retroceder de puntillas. Cuando Chad le puso un montón de papeles en los brazos, Shahid, interpretando el sentido de la maniobra, fue a colocarlos en la repisa de la ventana, pero tratando de no respirar sobre ellos.
Se derrumbó un estante, desparramando por el suelo un montón de libros en árabe; Chad recogió de debajo de ellos un estropajo, varias camisas, un par de calzoncillos y numerosos calcetines marrones. Los mantuvo un momento en alto, como pensando si la fotocopiadora sería el sitio más adecuado para la ropa sucia. Pero se la pasó a Shahid. Luego mantuvo abierta una bolsa de plástico mientras Shahid la metía en ella.
—Habría que llevarlo a la lavandería.
—Falta hace —convino Shahid, oliendo.
Chad lo miró con aire inquisitivo.
—La lavandería está abierta toda la noche —recordó.
—Qué gran ciudad es ésta.
—Con muchas tentaciones para los jóvenes.
—¡Ah, sí! —exclamó Shahid—. Gracias a Dios.
—Pero la lavandería es útil.
—Mucho.
Por la mirada de Chad, Shahid comprendió que esperaba que fuese él a la lavandería a lavar la ropa de Riaz. ¡Era injurioso!
A punto de negarse, vaciló. ¿No sería grosero? ¿No andaba buscando compañeros asiáticos interesantes? ¿Por qué mostrarse orgulloso cuando las cosas empezaban a mejorar? ¿Quería pasarse solo todas las tardes?
Al salir de la habitación, vio que Chad sonreía disimuladamente. Hasta él soltó una risita mientras caminaba airosamente por la calle con la bolsa al hombro.

Era tarde y la lavandería estaba desierta. Metió aquel hedor en la máquina, introdujo unas monedas en la plateada ranura, apretó el botón y salió.
Se desvió de la calle principal y se dirigió hacia una urbanización amplia y oscura. Estimulado por el alivio de la confesión hecha en el restaurante, caminaba deprisa, sin importarle dónde estuviera. Se encontró bajando un tramo de escaleras y subiendo por la zona del aparcamiento subterráneo, sin coches, sólo con basura a medio quemar. Era un sitio asqueroso, y fácilmente podría aparecer por allí algún gamberro con una navaja. Pero él no era aprensivo. Prefería las espectrales sombras de la ciudad al tenue sol de la campiña.
Extendió la chaqueta y se sentó bajo una luz turbia. Anotaba todas sus impresiones, como si el hecho de llevar un registro de las cosas pudiera contener los excesos de la realidad, sirviéndole de talismán.
Papá había caído enfermo. Al fin, nueve meses antes, había fallecido de un ataque al corazón. Sin él la familia pareció desmembrarse. Shahid abandonó a su novia de mala manera. Zulma y Chili se peleaban. Su madre era desgraciada y no tenía ánimos. Había sido una época muy mala. Había querido empezar de nuevo, con caras nuevas, en otro sitio. La ciudad le ofrecería eso; no se sentiría excluido; debía haber algo en lo que él pudiera encajar.
Guardó la pluma y volvió a la lavandería. La ropa no estaba; hasta la bolsa había desaparecido. Se precipitó hacia las otras máquinas, pero ninguna reveló las descoloridas prendas de Riaz. Salió rápidamente a la calle pero no vio correr a nadie, ningún sospechoso.
Sólo había cristales rotos bajo sus pies y un chico negro que iba en bicicleta por la acera aplastándolos y triturándolos en dirección a una hamburguesería; un hombre con la cabeza inclinada sobre un cubo de basura se embutía medio pastel en la boca y una mujer, asomada a una ventana, gritaba: «¡Lárgate, gilipollas, o te espabilo!» Dos personas estaban tendidas en un portal azotado por la lluvia, bajo un montón de cartones y periódicos; botellas de sidra vacías se erguían como bolos junto a sus cabezas. Las calles, con sus hamburgueserías y puestos de kebab desiertos, se burlaban de él, como hacían, según comprendió, de todo aquel que no hallaba escapatoria.
Dio patadas y puñetazos a la máquina, pero estaba construida a prueba de golpes. Salió al frío y pateó las calles, temeroso de volver a la habitación de Riaz. No le apetecía nada describir esa zona de ladrones, cabrones redomados y despojos humanos.

Riaz estaba en la misma postura e igual de concentrado, pese a que Chad le estaba limpiando los tinteros con un plumero. Era una escena silenciosa, de serenidad nocturna. ¿Le permitirían volver a entrar allí? Shahid quería dar explicaciones, pero tuvo que esperar a que Chad se apartara de Riaz.
—Es horrible, Chad, pero ha sido culpa mía. He... humm... he... perdido la ropa.
—¿Cómo?
—La ropa que me diste para lavar, ¿sabes?
—¿La ropa de Riaz?
—Me la han robado.
Chad miró a Riaz, pero éste no dejaba de escribir.
—¿Has perdido la ropa del hermano?
—Me temo que sí.
—No creo que hayas podido hacer eso.
—Escucha, Chad, dime una cosa. Él no está especialmente orgulloso de su ropa, ¿verdad?
—No es orgulloso y punto.
—No, no, no digo eso, es que...
—¿Qué quieres decir?
Shahid titubeó y reprimió un sollozo.
—Lo siento mucho.
—¿De qué sirve eso?
—He cometido un grave error.
Llamaron bruscamente a la puerta.
Chad señaló a Riaz con la cabeza.
—¿No montaste guardia frente a la ropa del hermano?
—No pensé que nadie fuese a robar un montón de...
Chad le lanzó una mirada furibunda y se dirigió a la puerta.
—No lo hice, Chad —prosiguió Shahid—. Quiero aprender, pero estoy perdido en Londres, es gigantesco y todo es anónimo. ¡Hay locos por todas partes, pero la mayoría parecen normales! Chad..., ¿me perdonará?
—Eso ya lo veremos. ¿Me estás pidiendo que te saque del lío?
—¿Podrás?
—Veré lo que puedo hacer. Pero esto es grave.
—Lo sé, lo sé.
—Espera un momento —le pidió Chad.
En el umbral apareció un hombre de barba negra y el pelo al cepillo con una bolsa verde. Riaz se volvió hacia él con un movimiento de cabeza y el desconocido le saludó desde la puerta, desabrochándose el largo abrigo y revelando un delantal de carnicero manchado de sangre.
—Me pedisteis herramientas —anunció.
—Sí.
Pasó a Chad la bolsa, que emitió un sonido metálico. Chad atisbó su contenido, metió la mano y sacó un cuchillo de carnicero. Tocó la hoja.
—Estupendo. Muchas gracias, Zia. Te lo devolveré... cuando hayamos terminado.
El desconocido asintió, dirigió una inclinación de cabeza a Shahid y se marchó. Chad colocó la bolsa bajo una silla y siguió con su ocupación.
—Así que la tiraste, ¿eh?
—¡Me la robaron, Chad!
—Ahí fuera reina la inmoralidad —sentenció Chad, tras pensar un momento— El caso es que tenemos que hacer algo antes de que el hermano necesite cambiarse de ropa.
—¿Cuándo será eso?
—Quién sabe. Dentro de cinco semanas, a lo mejor. O de cinco minutos. Puede levantarse de un salto y querer ponerse esa indumentaria.
Shahid sospechaba que no sería dentro de cinco minutos.
—¿Qué tienes en tu habitación?
—Una cama, una mesa, unos cuantos discos de Prince y una tonelada de libros.
Chad parecía interesado.
—¿Has dicho Prince?
—Sí.
—Déjame echar una ojeada.
—¿Para qué?
—Será mejor que los vea.
—¿Por qué?
—No hagas tantas preguntas, eso es lo principal si quieres que te salve el pellejo. Y ahora quítate de en medio. ¡Ésta es una emergencia superurgente!
Chad entró a grandes zancadas en la habitación de Shahid y empezó a revolver en la caja de los discos de Prince, que estaba en el suelo. Parecía fascinado, aunque a decir verdad aquello no podía tener nada que ver con el asunto de la ropa de Riaz.
—¿Qué pasa..., te encanta Prince?
—¿A mí? —Chad sacudió la cabeza enérgicamente y cerró la caja—. La música pop no es nada buena. Ni para mí, ni para nadie. ¿Por qué me haces pensar en eso ahora?
—¿Yo te hago pensar en eso?
—En este momento las cosas tienen mal cariz. Bueno. Déjame ver si tienes El álbum negro. No hay mucha gente que lo tenga. —Volvió a mirar con atención en la caja y añadió burlonamente—: Vaya, también tienes el CD pirata. ¿Dónde lo conseguiste?
—En el mercado de Camden.
—Claro. Allí se encuentran buenos piratas.
—¿Quieres oírlo?
—¡Ni hablar!
Chad se desinteresó de Prince bruscamente, se irguió y examinó el contenido del cuarto.
En la habitación de su casa Shahid solía coger libros de arte de las estanterías y, mientras se afeitaba o paseaba lamentándose de la vida, los dejaba abiertos para ver cosas de Rembrandt, Picasso o Vermeer y tratar de entenderlas.
Aquí había cubierto grandes superficies del estroboscópico empapelado marrón y amarillo con sus postales preferidas. Había muchos Matisse: solía pensar que Matisse era el único artista del que no podía decirse nada malo. Clavados con chinchetas azules, estaban el retrato de Mary Gunning, de Liotard; el encuentro de Peter Blake en su Playa de Venecia con Hockney y Howard Hodgkin; varios Picasso; la extraña Isabella de Millais; fotografías de Allen Ginsberg, William Burroughs y Jean Genet, Jane Birkin tumbada en la cama y docenas más que había arrancado de su habitación para traerlas a Londres.
—Aquí tienes una tonelada de libros —observó Chad.
—Sí, y en casa tengo muchos más.
—¿Cómo es eso?
Shahid le explicó que cuando su sarcástico tío volvió a Pakistán, dejó todos los libros en casa de su padre. Shahid se quedó con ensayos de Joad, Laski, Popper y Freud, junto con novelas de Maupassant, Henry Miller y los rusos. Además había ido casi diariamente a la biblioteca; su mayor deleite consistía en leer sin método, interrumpiéndose para escuchar música pop. Iba de un libro a otro como subiendo escalones, tanto por entretenimiento como por miedo de encontrarse a disgusto con gente que supiese más que él.
—En general ahora prefiero novelas y relatos —confesó Shahid—. Suelo tener cinco empezadas a la vez.
—¿Por qué lees?
—¿Por qué?
—Sí. ¿Qué sentido tiene?
Chad parecía hostil. No era un interrogatorio objetivo. Aquella oposición le resultaba tan inexplicable que, intrigado, se olvidó de la ropa de Riaz. No creía que nadie le hubiera hecho antes esa pregunta. Y desde luego no la esperaba de Chad. Pero era exactamente para discutir de esos temas —el sentido y la finalidad de la novela, por ejemplo, su lugar en la sociedad— por lo que había ido de tan buena gana a la universidad.
Miró apasionadamente los libros apilados sobre la mesa. Al abrir uno surgirían, como enredados en sus páginas, los érase una vez y ábrete sésamo, las bodas de Swann y Odette o las de Levin y Kitty, y hasta Scheherezade y el Rey Shahriya. Los personajes más fantásticos, Raskolnikov, Joseph K., Boule de Suif, Alí Baba, hechos de tinta pero siempre vivos, estaban atrapados en los dilemas más profundos del ser. ¿Cómo podría contestar a Chad?
—Siempre me han encantado las historias —empezó a decir.
—¿Cuántos años tienes..., ocho? —le interrumpió Chad—. ¿No hay millones de cosas serias que hacer? —Señaló con el dedo a la ventana—. Ahí fuera... se cometen genocidios. Violación. Opresión. Asesinato. La historia del mundo es... matanza. Y tú lees cuentos como cualquier ancianita.
—Según lo dices, es que como si me inyectara heroína.
—Buena comparación. Bonita.
—Pero ¿es que los escritores no intentan explicar el genocidio y esas cosas? Las novelas son como un retrato de la vida. Ahora estoy leyendo una de Dostoievski, Los poseídos...
—No me convences. ¿Qué me dices de los desposeídos? ¿Eh? Sal ahora mismo a la calle y pregunta a la gente qué es lo último que ha leído. El Sun, quizá, o el Daily Express.
—Exacto. Hay veces que veo a alguien y me dan ganas de cogerle y decirle: ¡Lee este relato de Maupassant o de Faulkner, esto no hay que perdérselo, es una obra humana, mejor que la televisión!
—Es cierto, en Occidente la gente se cree muy civilizada, culta y superior, pero el noventa y nueve por ciento lee cosas con las que uno ni se limpiaría el culo. Y hace tiempo que aprendí algo, Shahid.
—¿Qué?
—¡Que en la vida hay algo más que diversión!
—La literatura es más que diversión. —Consciente de la intensidad de su acaloramiento, Shahid trató de contenerse. Cogió un libro, lo hojeó y afirmó con indiferencia—: Los libros no son tan difíciles como parecen.
Chad enrojeció ante su tono condescendiente.
—¡Sí..., así es como los intelectuales se elevan sobre la gente normal!
—Pero, Chad, desde luego los intelectuales piensan más que la gente normal. Eso debe ser bueno.
La forzada mansedumbre de Shahid pareció empeorar las cosas.
—¿Bueno? ¿Qué saben los intelectuales sobre lo que es bueno?
A Chad le enardecía la ingenuidad de Shahid. Entonces aparentó que se apaciguaba.
—Tienes mucho que aprender, hermano. Pero no perdamos más tiempo discutiendo fruslerías. Tenemos muchas cosas serias que hacer. Esta noche has cometido un grave error.
—Lo siento mucho, Chad.
—Deja de disculparte antes de que me des pena —repuso Chad, frotándose la frente—. Quizá podamos repararlo.
—¿Cómo?
Chad se dirigió al aparador, abrió un cajón y sacó unos calzoncillos y unos vaqueros Gap, examinándolos como si pensara comprarlos. Luego, dejándolos sobre la cama, abrió el armario con tal fuerza que la puerta se salió de sus goznes. La arrojó al otro extremo de la habitación como si fuera una caja de cerillas. Tras una breve pero crítica inspección, empezó a meter ropa de Shahid en una bolsa que sacó del fondo del armario, incluidos sus calcetines granates de algodón, una camisa Fred Perry y unas camisetas blancas italianas que habían pertenecido a Chili.
—¿Qué estás haciendo?
—Son para el hermano Riaz.
—Pero, Chad...
—¿Y ahora qué?
—¿Estás seguro de que le sentarán bien?
—¿Crees que no?
—No creo que le vaya la Fred Perry.
—¿No?
—Deja que la vuelva a guardar. Y con esa camisa morada parecería un poco afeminado.
—¿Qué?
—Un marica. Dame.
—No, no —repuso Chad, guardándola—. ¿Qué otro remedio nos queda? ¿Quieres que el hermano se pasee desnudo por la calle y que atrape una neumonía por una estupidez tuya?
—No —se quejó Shahid, tratando de salvar una de las camisetas de Chili antes de que Chad acabara de saquearle el armario—. No pretendo eso.
—Oye, ¿de dónde has sacado esa camisa de Paul Smith?
—De Paul Smith.
—A Riaz le encantará —comentó Chad, llevándose la camisa al pecho—. Lo que mejor le sienta son los colores lisos.
—Ah, bueno.
—Échanos una mano, entonces. Estás con nosotros, ¿verdad?
—Sí —contestó Shahid.

Comentarios

J. L. Maldonado ha dicho que…
Maese, le recomiendo leer "Mi oído en su corazón". Reseñado en este humilde blog (lecturas). Saludos.

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